Joäo, el nauta rebelde

Hay dos tipos de humanos: los que viven del espacio y los demás.
Proverbio nauta.

Con los años, la Facultad de Siembra Planetaria de la Luna proporcionó sembradores muy cualificados. El doctor João Pinto, el nuevo Sembrador del Espacio Profundo, fue uno de ellos. Y tuvo oportunidad de demostrarlo cuando sustituyó al doctor Juan Fernández, tras decidir dimitir de su cargo de sembrador, decepcionado por no descubrir Vida en Baraka.

João nació en el año 2763 en el entrañable Barrio Latino de la bonita ciudad de Bengaluru, en los tiempos en los que era un barrio de nautas bohemios. Estando ubicada en ese planeta enano llamado Ceres, en medio del cinturón de asteroides, se entiende que muchos de los tripulantes de las naves que hacían las principales rutas a los mundos de hielo fijaran su residencia en Bengaluru cuando no estaban en el espacio.

Esos nautas eran personas curtidas, hechas de una pasta especial. Mujeres y hombres duros, acostumbrados a las dificultades del espacio, siempre implacable, continuamente hostil. Eran también personas generosas, porque el enemigo común es el espacio, y frente al espacio la solidaridad es una necesidad. Un buen ejemplo es el naufragio del Sirio, una nave de exploración que quedó a la deriva cerca de Vesta. Decenas de pequeñas lanzaderas iónicas de Bengaluru salieron en su auxilio, asumiendo muchos riesgos, y al límite de su autonomía fueron capaces de rescatar a las 83 personas que estaban a bordo. No hubo ninguna víctima.

Los mundos del hielo del sistema solar externo habían acogido florecientes civilizaciones. Era extraordinario. Millones de personas vivían en los mares internos de las lunas de los gigantes gaseosos. No eran personas humanas. Esos cefalópodos inteligentes fundaban ciudades en el fondo de aquellos mares alienígenas, asistidos por las pequeñas bases humanas ubicadas en la superficie de los hielos, por el que excavaban túneles para acceder al mar interno. Estas exitosas sociedades demandaban abundantes materias primas, que a menudo tenían que venir de la Tierra. Era costoso, muy costoso. Así que algunos viejos lobos del espacio se las ingeniaron cuando comprendieron que era más barato obtener esos preciados metales en los numerosos cuerpos que poblaban el cinturón de asteroides. Algunos asteroides eran enteramente de metal. Bastaba con arrancar una roca metálica y trasladarla a la órbita de Bengaluru. Allí era fácil vendérsela a un buen precio a un mercante que la trasladase a los mundos de hielo en Júpiter y Saturno. La minería espacial se convirtió en un negocio floreciente. Numerosas pequeñas empresas basadas en Ceres se encargaron de la explotación de los preciosos recursos minerales del cinturón de asteroides.

João venía de una familia de nautas brasileños. Su padre se llamaba Sebastião Pinto y, sin ir más lejos, hacía la ruta regular Bengaluru-Nueva Colombia de Ceres a Europa. Transportaba todo tipo de mercancías a la base humana de Nueva Colombia en su bonito mercante: el Salvador de Bahía, una nave ya un poco anticuada y lenta que había pertenecido a la familia durante varias generaciones y todavía funcionaba bien.

Y, sin embargo, el joven João no sentía la llamada de la tradición familiar. Su padre Sebastião se preocupaba porque no mostraba curiosidad por las naves iónicas. João no parecía un verdadero nauta. Tenía otros intereses. Sentía curiosidad por la Planetología, y esto era algo que su padre no entendía. «Meu filho é rebelde», solía decir Sebastião cuando se enfadaba con él. Siendo apenas un joven, João mostró un vivo interés por la geología de Ceres, por su tierra, por sus hielos, disciplina en la que adquirió mucha experiencia. Ceres le apasionaba. El pequeño planeta está cubierto de numerosos criovolcanes, algunos extintos, otros activos. A menudo, los géiseres expulsaban salmueras del subsuelo que se evaporaban enseguida en la superficie, dejando unas manchas muy brillantes formadas por las sales que transportaba el agua, contrastando fuertemente con la superficie oscura de Ceres.

João consiguió participar en una expedición a Ahuna Mons sin que su padre se enterase, aprovechando que estaba de viaje. Le dejó una pequeña nota a su madre para que no se preocupase demasiado, indicando que se marchaba por un mes. Por supuesto, su familia se preocupó, y mucho. Viajar a Ahuna Mons, es decir, al criovolcán más activo de Ceres era algo que su padre le había prohibido explícitamente. Los sismógrafos instalados y las perforaciones del terreno realizadas por la expedición pusieron de manifiesto la existencia bajo el volcán de una enorme caldera volcánica que, como era un volcán frío de un mundo helado, no estaba llena de ardiente lava, sino de agua líquida.

Finalizando la expedición, ya de vuelta a Bengaluru, João sugirió que esa caldera podía constituir un magnífico hábitat para los cefalópodos de Europa. No se le escuchó demasiado a aquel joven advenedizo. Sin embargo, João era tozudo y no cedía fácilmente. Fue a su regreso al hogar cuando habló con su padre Sebastião. Se presentó ante él, después de un mes sin aparecer por casa... Solo hubo una cosa que aplacó la cólera de su padre: João le rogaba poder navegar en el Salvador de Bahía. Parecía como si —por fin— João hubiera querido actuar con sensatez y continuar con las tradiciones de la familia.

El épico viaje del Salvador de Bahía a Nueva Colombia le permitió a João exponer sus ideas en Europa —ante su atónito padre—. Los planteamientos ofreciendo hábitats de Ceres a los europanos fueron recibidos con gran alegría: los primeros colonos de cefalópodos europanos llegaron a Bengaluru a bordo del Salvador de Bahía en su viaje de vuelta. Al principio, se produjo algo de confusión cuando los vieron llegar, y los embajadores europanos y cerenses tuvieron que esforzarse en hacer bien su trabajo, pero enseguida fue claro que su adaptación a los lagos volcánicos del interior de Ceres era muy sencilla, debido a que su composición era muy similar a la de los mares internos de Europa.

Los primeros europanos que visitaron la caldera de Ahuna Mons quedaron encantados con las condiciones del agua cerense. La zona pronto adquirió mucha popularidad, hasta el punto de que los europanos actualmente la consideran un lugar de vacaciones de lujo, y la fama de Ceres como destino turístico comenzó a crecer. De esta manera, el turismo, no solo proveniente de los mundos del hielo sino también de humanos de la Tierra, empezó a complementar su boyante economía de nautas mineros, hasta convertirse en el principal motor económico del planeta enano.

Los componentes de la colonia de cefalópodos con residencia permanente en Ahuna Mons con el tiempo han desarrollado pequeñas diferencias genéticas respecto a los europanos y hoy son considerados una raza distinta. Ya no son llamados europanos, sino ahunanos.

La expectación fue tal que aquel joven científico terminó adquiriendo notoriedad, y su padre Sebastião finalmente entendió que João tenía que seguir su propio camino. Aquello coincidió en el tiempo con el esplendor cultural de la Luna. Así que, un buen día, João consiguió ser becado para completar su formación en la prestigiosa Universidad de La Ciudad de la Luna, en la que con el curso de los años se terminó doctorando. Durante aquellos primeros años en la Luna fue cuando el joven João escribió ese hololibro tan famoso, un auténtico éxito comercial: La verdad sobre Baraka, que durante muchos años fue mi hololibro favorito.

Tras su doctorado llegó la noticia de la dimisión de Juan Fernández y su ascenso al flamante puesto de Sembrador del Espacio Profundo. João Pinto pensó que observar el planeta Baraka con el Gran Telescopio de la Luna estaba bien, pero era insuficiente. Había que ir más allá. Su plan no era otro que enviar sondas a Baraka, como ya se había hecho en la época de Hortensia Mayo.

La diferencia residía en que estas nuevas microsondas estaban dotadas con la moderna tecnología actual. Las minisondas enviadas en la época de Hortensia Mayo estaban superadas. Eran demasiado pesadas, y ya podían construirse sondas mucho más livianas. Él quería estar seguro sobre la cuestión que todo el mundo se preguntaba: saber si había Vida.

El lanzamiento de las nuevas microsondas necesitaba mucha precisión. Todo era coordinado delicadamente desde la Tierra, donde la ingeniera colombiana Laura del Olmo, la joven y competente directora del Centro de Control de Sondas Interestelares orquestaba el lanzamiento desde el Polo Sur de la Tierra.

Primero el acelerador de masas de la Luna lanzaba una flotilla de microsondas. Cada una de ellas con una carga útil de apenas algunos cientos de miligramos, iba vinculada a una pequeña vela. Cuando la flotilla pasaba cerca del Polo Sur de la Tierra, justo en la ubicación precisa, el Centro de Control activaba unos potentes sistemas láser instalados en la superficie de la Tierra que aceleraban la flotilla a velocidades alucinantes, rumbo a Alfa Centauri B. Si todo salía bien se alcanzaba la mitad de la velocidad de la luz, mucho más rápido que las minisondas anteriores, demasiado pesadas.

Que las sondas tuvieran tan poco peso solo aportaba ventajas. Había otra innovación tecnológica que hasta el momento no se había intentado. João y Laura habían realizado muchas simulaciones de inteligencia artificial y pensaron que era el momento de probar la viabilidad. Cuando las antiguas sondas llegaban a su destino, pasaban a velocidades muy elevadas sin apenas tiempo para observar los planetas. Eran tan pesadas que no había manera de frenarlas. Sin embargo, esta vez se planteó una idea innovadora para reducir su velocidad al llegar al sistema. La iniciativa era dirigirlas hacia la estrella para que la presión de la luz se encargase de detenerlas. Para ello tenían que pasar extremadamente cerca de la estrella y poner la vela de cara. Era una idea arriesgada porque las diminutas microsondas podían quemarse al pasar cerca de la estrella, pero funcionó, y algunos cientos de microsondas quedaron en órbita alrededor de Baraka. Había sido de gran ayuda que tuvieran la posibilidad de frenarse con no una, sino dos grandes estrellas: Alfa Centauri A y B.

Me contaron que cuando se conoció la noticia de la llegada de las microsondas a Baraka, Sebastião Pinto, el ya anciano padre de João, se encontraba navegando en el Salvador de Bahía, rumbo a Ceres. El viejo nauta se sintió satisfecho. Al fin, después de tantos años, parecía que João había terminado cogiéndole el gusto a lo de viajar por el espacio, aunque a su manera. Su chico era todo un nauta. Simplemente, el sistema solar no era lo bastante grande para él.

Las microsondas, ahora llamadas microorbitadores, escrutaron minuciosamente el planeta con la avanzada tecnología de la Edad Biotecnológica. El resultado del exhaustivo análisis de los microorbitadores llegó menos de quince años después del lanzamiento inicial desde la Tierra. Era negativo. No parecía haber Vida. Tras el análisis de los datos el rectorado de la universidad catalogó de manera oficial el planeta como planeta de siembra. El planeta, por tanto, era adecuado para la siembra de las especies vivas del sistema solar porque no parecía haber indicios de vida autóctona que pudiera verse afectada por la propia siembra.

Como habría dicho Hortensia Mayo, el trabajo empezaba ahora.

Regularmente, el lanzador de masas de la Luna enviaba una flotilla de microcápsulas cada una con una carga útil de algunas decenas de miligramos. Cuando pasaban cerca del Polo Sur de la Tierra, el Centro de Control activaba su enorme sistema láser que las aceleraba rumbo a Alfa Centauri B. Muchas de las cápsulas se dispersaban, pero otras alcanzaban el objetivo. Allí intentaban frenar utilizando la presión de la luz de Alfa Centauri A y B, a veces con éxito, otras no. Algunas de las que lo conseguían entraban en la atmósfera de Baraka y alcanzaban el nuevo mundo.

Justo antes de la entrada en la atmósfera de Baraka, las semillas eran reactivadas con una solución nutritiva que permitía que llegasen a Baraka en las mejores condiciones posibles tras el largo viaje por el espacio de casi diez años.

Cada una de las microcápsulas contenía las semillas de la Vida. El doctor Pinto empezó con las más convencionales, algo tan sencillo como Escherichia coli, esta bacteria tan común que vive dentro del aparato digestivo de muchos mamíferos. También se probaron algunos tipos de archaeas metanógenas: los microorganismos responsables del metano presente en la atmósfera de la Tierra. Nada sofisticado. Realmente lo que se quería era demostrar la viabilidad de la tecnología, comprobar que todo funcionaba bien.

Sé que João lo probó todo; sé que se pasó día tras día enviando microsondas a Alfa Centauri B con todo tipo de cosas. Cada día enviaba unos microgramos de algo, y estuvo así meses y meses.

Y un buen día, tras veinte años de esfuerzos, el profesor Juan Fernández, director del Gran Telescopio de la Luna, anunció que habían aparecido trazas de metano en las líneas espectrales de la atmósfera de Baraka. Parecía que, como mínimo, las metanógenas habían conseguido su objetivo.

Nacía la Vida en Baraka, el planeta de la buena suerte.

La siembra de un planeta extrasolar produjo gran alegría. Si el planeta no tenía Vida, al menos podíamos llevar la Vida conocida de la Tierra. Era la primera vez que el precioso tesoro de la Vida salía del sistema solar, lejos y a salvo de ese depredador llamado ser humano y, a la vez, gracias a él. La preservación de la Vida en el Universo nunca pareció tan segura. En el caso en el que la codicia del ser humano exterminase la Vida en el sistema solar, esta sobreviviría en Baraka.

Sin embargo, no dejábamos de sentir algo de decepción, Era meramente Vida microscópica. Una Vida que no pensaba ni sentía, al menos no como lo hacemos nosotros. Buscábamos algo más, y aún quedaba mucho trabajo por hacer.

Podíamos seguir llevando la Vida a otros planetas de la galaxia, pero la cuestión fundamental seguía abierta: ¿estábamos solos en este Universo infinito?

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top