El Mar del Cráter

Los invertebrados están mejor adaptados que los humanos a los rigores del espacio.
Sam [Silbido Largo], sembrador de Titania. [TRADUCTO 2.3].

Había pasado veinte años de mi vida trabajando en Jamsa sin obtener ningún resultado. No era nada fácil sembrar la Vida en los planetas de las estrellas más cercanas. Mi fracaso me ayudaba a comprender el enorme mérito que tenía lo que João había conseguido hacer en Baraka, llevando la Vida a ese planeta. Me sentía fracasado.

Lo que más me irritaba era que no acertaba a entender qué era lo que no había hecho bien. Hablé con mucha gente, asistí a conferencias y compartí mis opiniones. El argumento más extendido era plantear que no es buena idea sembrar los planetas que orbitan en estrellas demasiado pequeñas. Próxima Centauri, la estrella de Jamsa es una enana roja, mucho más pequeña y fría que el Sol; una estrella activa, con violentas explosiones e intensas fulguraciones. El argumento no me convencía, yo había tenido en cuenta este efecto de la radiactividad en los microorganismos enviados a Jamsa. El tema me superaba.

Juan Fernández, el director del Gran Telescopio de la Luna, el hombre que había conseguido que se construyera ese telescopio tan maravilloso, se retiraba. En el pasado había sido rector de la universidad y uno de los primeros sembradores del espacio profundo. Le invité a una comida de despedida. Pensé que podía ser el momento para expresarle mis inquietudes a este gran científico. Elegí un buen sitio. El local se llamaba «El Gaucho», y era una parrilla llevada por una agradable pareja porteña. Un argentino tradicional con un ambiente familiar y acogedor. No empleaban mozos robóticos, preferían servirte ellos mismos. Y la carne. ¡Ah, la carne! Tenía una merecida fama por su carne, así que nos pedimos unos sabrosos bifes y buen vino tinto. Era caro pero lo valía. El viejo doctor Fernández habló emocionado:

—Desde los tiempos de Hortensia Mayo hasta ahora se ha recorrido un largo camino. Hemos luchado incansablemente, pero aún queda mucho por hacer, y ahora os toca a vosotros, a las nuevas generaciones. Te deseo toda la suerte del mundo, Mateo.

—Gracias, Juan. Todo el mundo te echará de menos —dije emocionado—. Igualmente espero que la suerte le acompañe.

Aquel día brindamos por la buena suerte y las buenas siembras. Era un privilegio comer con un científico de tan alto nivel.

Juan amenizó la comida iniciando una interesante conversación.

—¿Lo creerías? —dijo, mientras mostraba un trozo de carne en el que había clavado su tenedor— Hace solo un par de siglos todavía se sacrificaban animales para devorar su carne. Mamíferos como nosotros, además. Y ya se conocían las fábricas de carne artificial; la tecnología que desarrolla tejidos partiendo de células madre es muy sencilla. Era más bien un problema de mentalidad. La gente no podía distinguir la carne natural de la artificial. Saben igual, pero no soportaban la idea de comer carne sintética. Los humanos a veces somos seres brutales.

Paró de hablar para atender a su comida.

—Unos auténticos salvajes —comenté con firme convicción.

—No deja de ser sorprendente —continuó Juan— que, como ya no se sacrifican las vacas por su carne, han pasado a ser animales escasos en la Tierra. Están tan protegidas que nadie tiene interés en criar vacas.

—La verdad es que si seguimos protegiéndolas así, conseguiremos que se extingan —dije con algo de ironía.

—Y lo llamativo es que la escasez de los bóvidos en la Tierra ha reducido la presencia de metano en la atmósfera terrestre. Como el metano es un gas de efecto invernadero muy eficiente, podemos decir que ha tenido un impacto directo en el enfriamiento global del planeta. El profesor Mariano Cañas ha cuantificado que la paulatina escasez del bóvido en la Tierra ha contribuido a enfriar el clima en tres grados durante los dos últimos siglos. No fue nada malo que disminuyera un poco la temperatura, sobre todo porque durante la Edad del Ocaso el calentamiento global derivado de los gases de efecto invernadero llevó a la Tierra a una situación peligrosa...

—En la Tierra disminuye el metano atmosférico por la desaparición del bóvido y, por otro lado, lo aumentamos en Baraka con la siembra de metanógenos. Todo en orden —era el momento de hablar de mi inquietud—. Sin embargo, en Jamsa nada de nada. Nunca entenderé por qué no funcionó. Hice de todo pero nada.

—Hombre, Mateo. Todos los planetas no son iguales. Cada uno tiene su personalidad. Cada planeta es distinto, cada mundo es diferente —dijo Juan Fernández.

—Tú me dirás.

—La geología, Mateo. Es la geología —dijo.

—Bueno, Jamsa tiene mucha más agua que Baraka, de hecho, está cubierto por un océano global.

—Exacto. Tiene más agua, y más agua no significa más habitable. A veces es al contrario. ¿Recuerdas lo difícil que le fue a Hortensia Mayo sembrar en Ganímedes? Incluso se desechó el proyecto en Calisto. Esos astros tenían más agua que Europa y, por tanto, todo fue mucho más difícil.

—Nada de eso. El agua es la fuente de la Vida —dije, tras tomar un buen trago de vino tinto. Luego observé que ni siquiera habíamos tocado el agua mineral que nos habían servido.

—No siempre —continuó Juan—. Se necesita la justa y nada más. La propia Tierra es un planeta con mares, pero no son muy grandes. La Tierra no tiene mucha agua. Los cuerpos como Ganímedes y Jamsa poseen océanos insondables, tan profundos, que la presión en el fondo marino solidifica el agua transformándola en un hielo impenetrable. La consecuencia es que el agua líquida no interacciona nunca con los silicatos de la tierra porque en el fondo de esos océanos siempre hay una capa de hielo de muchos kilómetros, y eso es malo.

—Quieres decir que la fuente de la Vida no es el agua, sino el barro —dije, mientras me animaba a mojar un buen trozo de pan en el chimichurri—. Supongo —entendiéndolo por fin— que si no hay agua líquida en el manto interior del planeta no hay lubricante para que funcione la tectónica de placas.

—¡Claro! La geología de un planeta es esencial. En Baraka se ha comprobado que hay deriva continental, como en la Tierra, y existe un poderoso ciclo que repone el dióxido carbónico en la atmósfera... En Jamsa, no.

Juan Fernández me había proporcionado lo que quizá era la clave que buscaba: más agua no significa más habitable. Había elegido mal mi planeta. Me prometí que jamás volvería a trabajar con mundos océano ni con estrellas enanas rojas.

Al contrario que Jamsa, Baraka era un planeta privilegiado en el que la Vida florecía. El desarrollo de una eficiente forma de enviar sondas a las estrellas había sido determinante. Se había producido una enorme impresión en nuestra sociedad. No encontrando Vida autóctona, se habían conseguido sembrar nuevas formas de Vida de la Tierra y ya se detectaban las primeras trazas de metano. Eran los primeros seres vivos que habíamos hecho llegar fuera del sistema solar.

Sin embargo, esto solo era el principio.

En Baraka predominaban los continentes sobre los mares. Más concretamente, estaba cubierto en un tercio de su superficie por agua líquida, frente a las siete décimas partes de la Tierra. Además, en general, los mares no solo eran más escasos, sino también menos profundos.

En este ambiente de gran optimismo era inevitable la participación de los apasionados europanos. A través de la embajada le recordaron amablemente a João Pinto que ellos no eran mamíferos. Esos supercefalópodos eran invertebrados que no necesitaban un útero para desarrollar un espécimen viable. Para enviar un europano a Baraka bastaba con enviar huevos fecundados congelados y dejarlos en los mares de ese exoplaneta alienígena...

Los europanos no conocían el descanso. Sabían ser insistentes cuando querían, y la posibilidad de llevar cefalópodos inteligentes a otras estrellas los excitaba mucho. Su sed de expansionismo era insoportable.

Esos invertebrados estaban mejor adaptados para viajar por el espacio que los seres humanos. Las limitaciones de los vertebrados para soportar aceleraciones elevadas, no las tenían los europanos. Ahora, además, mostraban su superioridad para expandirse por la galaxia y realizar viajes interestelares. No necesitaban un útero para desarrollarse. João Pinto tomó buena nota de aquella interesante sugerencia, pero mostró sus reticencias a enviar huevos de supercefalópodos, ya que condenaría a muchos de esos embriones de personas no humanas a una muerte más que probable. Después de todo, esos invertebrados eran personas cuyos derechos estaban protegidos por la Organización de las Naciones Unidas. Una cosa era enviar bacterias y, otra distinta, embriones de personas. Sin embargo, el tribunal de Derechos Humanos de la Organización de Naciones Unidas emitió un veredicto favorable, entendiendo que eran meros embriones, como muchos de los que eran desechados en los bancos de huevos para controlar la natalidad de los supercefalópodos. La conciencia del doctor Pinto ya no era un impedimento.

Las primeras siembras no tuvieron éxito, apenas eran meras variaciones más o menos drásticas del genoma europano para intentar adaptarlos a los mares de Baraka, unos mares que no tenían mucho que ver con los mares internos de Europa o Encélado en el sistema solar. Ahora parece obvio, pero entonces se tardó en comprender que tenían que enviarse otro tipo de supercefalópodos. Los superpulpos (Octopus sapiens) del golfo de México de la Tierra fueron los que terminaron adaptándose a los mares de Baraka, ya que eran en cierto modo similares, y se adaptaban mucho mejor que los europanos (Vulcanoctopus hydrothermalis sapiens).

Con el tiempo y el trabajo los microorbitadores identificaron en las aguas poco profundas de los mares de Baraka lo que parecían pequeñas construcciones, que recordaban poderosamente las típicas edificaciones de los pulpos inteligentes en el golfo de México de la Tierra. Tenían que tener una dimensión considerable para poder ser detectadas desde la órbita de Baraka.

La masa total enviada por nuestra civilización a Alfa Centauri B había sido inferior a 10 gramos. Había bastado esta cantidad insignificante de materia para sembrar de Vida todo un sistema planetario extrasolar...

Esto era apasionante.

Los europanos estaban eufóricos, sumamente inquietos. Si en realidad existían superpulpos en Baraka había que contactar con ellos como fuera. Se diseñaron una serie de microaterrizadores que tenían por objeto posarse en los lechos marinos de Baraka. Desde allí emitirían diversos sonidos similares a los que producían los superpulpos y que podrían enseñarles a hablar y comunicarse. Una vez obtuvieran información relevante la podían enviar a los microorbitadores, que a su vez la retransmitirían al sistema solar.

De todos los mares de Baraka, el más grande había sido donde habían aparecido las construcciones atribuidas a los superpulpos. El Mar del Cráter era llamado así porque estaba ubicado dentro de un enorme cráter, un círculo casi perfecto de 2.400 km de diámetro. Tenía cierta profundidad, alcanzando 634 metros en su lugar más profundo. En el centro del mar asomaba alguna que otra islita y abundaban los volcanes submarinos, todos aparentemente dormidos. Por el oeste del cráter desembocaba un caudaloso río, que aportaba sedimentos ricos en nutrientes al fondo marino. Era allí, en esa zona del delta creado por el río, en la que podía haber proliferado la incipiente civilización de superpulpos.

João Pinto, el Sembrador de Baraka, promovió el lanzamiento de cientos de microaterrizadores, muchos de los cuales (más que aterrizar) consiguieron amerizar en el delta, en las cercanías de las construcciones observadas (de hecho, quizá debieran haber sido llamados microamerizadores). No era una zona del mar muy profunda, apenas algo más de 10 metros, con un lecho marino enriquecido por los fértiles sedimentos aportados por el río, un lugar adecuado para que los superpulpos desarrollaran su civilización.

Los microaterrizadores mostraron que el mar era rico en sal común, simple cloruro sódico, además de otras sales menos abundantes. Era lo que los geólogos denominan una cuenca endorreica. Un mar tan pequeño rodeado de tierra, sin ninguna salida para desaguar debía gozar de algún mecanismo para perder el agua que recibía de sus ríos. En otro caso no sería estable y se desbordaría. El mecanismo era la intensa evaporación. Perdía el agua por evaporación, pero la sal del agua permanecía. Es por ello que los científicos sospechaban que tenía que ser muy salado. De cualquier forma, la realidad resultó superar nuestras estimaciones más especulativas, ya que, con más del 40 % de salinidad, superaba ampliamente la del mar Muerto de la Tierra.

El descubrimiento de superpulpos merodeando por las construcciones fue la confirmación que se necesitaba. Las primeras poblaciones de superpulpos se habían asentado en el litoral oeste del cráter, porque eran aguas poco profundas y ricas en sedimentos, y la única zona donde la supervivencia fue posible en los primeros momentos. La extrema salinidad del Mar del Cráter hacía imposible la vida para los superpulpos, salvo en aquella limitada zona, en la que la aportación de las aguas dulces del río hacía posible su penosa existencia.

Los microaterrizadores tardaron unos pocos años en conseguir que los superpulpos de Alfa Centauri aprendieran el lenguaje de los superpulpos de la Tierra. La primera comunicación recibida en forma de clics y silbidos fue terrible, y a la vez excitante y memorable:

Oh, solares. Los centauros solicitamos vuestra ayuda.

Padecemos terribles enfermedades. Sufrimos angustiosas carencias. Nuestros hijos mueren y sufren en este infierno de sal. Morimos de hambre y sed. Todos los días vemos morir a nuestros vecinos, a nuestros amigos, a nuestros familiares, a nuestros hijos.

Y no nos queda otra esperanza que vuestra generosidad.

Escuchadnos, solares.

El conocimiento de la presencia de los «solares» era la única esperanza de supervivencia de los «centauros». Algunos intentaron subir río arriba para huir de la elevada salinidad del mar, pero el agua del río entonces era demasiado dulce. Quedaban pues atrapados en el delta, donde se mezclaban las aguas dulces e hipersalinas. Era la única ubicación con una salinidad moderada... La situación que atravesaban en Alfa Centauri B era extrema y necesitaban ayuda inmediata.

Los centauros rodearon cada uno de los microaterrizadores amerizados con construcciones que podríamos llamar poblados. Equipos de centauros se encargaban de proteger a aquellos dispositivos habladores, oráculos convertidos en el centro de su conexión con el sistema solar.

Más allá de las estrellas nacía una civilización.

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