Once. Post mortem
Teniendo en cuenta cómo habían empezado sus vacaciones de Navidad, estas solo podían ir a mejor. A 24 de diciembre todavía no le habían dado el alta al tío Gordon, pero estaba mejorando según los medimagos. A ninguno se le había quitado el susto del cuerpo, y aunque sí se pasarían por el hospital para celebrar la cena de Nochebuena, tenían visitas en casa a la hora de comer.
La casa Bellchant recibió a los Weasley casi al completo: Ron, Ginny, los gemelos y el matrimonio Weasley aparecieron a través de la Red flu a media mañana. La señora Weasley se metió con Capella a la cocina para hacer una comida memorable.
—Y este es el Puffskein de Elliott, Peludito.
Zoe sujetaba un Puffskein diminuto y amarillo, acariciándole con el pulgar. Acababa de hacerle un tour completo a los hijos Weasley por la casa, y ninguno se había atrevido a cortar su entusiasmo en ningún momento.
Elliott, al lado de su hermana, se cruzó de brazos.
—Yo no quería ponerle ese nombre.
Holly soltó una risita y se tapó la boca con la mano. Ella había sido la que había llamado así a su mascota, y ahora solamente respondía a ese nombre. Aunque tampoco es que hiciera mucho caso de normal.
El ruido de la chimenea recibiendo a nuevos visitantes llegó a sus oídos, y todos salieron de las habitaciones para ir al salón.
—¡Tío Garrett! —exclamaron los mellizos a la vez, y Holly corrió para que la cogiera en brazos.
—Sí que habéis crecido, granujas. ¿No va a venir mi ahijado a abrazarme también?
Holly se soltó de los brazos del hombre, mientras que Elliott decidió que con un medio abrazo sería bastante, pues ya había mostrado suficiente entusiasmo con el recibimiento.
Caelum se giró y vio a Ron totalmente quieto, con los ojos tan abiertos que parecía que se le saldrían de las cuencas.
—Se te cae la baba, Ron. —George le dio un codazo fraternal a su hermano, quien pareció reaccionar de repente.
—Yo... Soy muy fan de usted, señor Horton, y de los Chudley Cannons... No me lo creo —añadió, en voz más baja.
Ahogando una pequeña risa, Caelum compartió una mirada cómplice con Harry. Ambos sabían que Garrett Horton, mejor amigo de Gordon y capitán y guardián de los Chudley Cannons, iba a venir, y habían decidido guardar el secreto.
—¡No me digas!
Zoe empujó un poco a Ron por la espalda, conduciéndolo hacia el sofá mientras Garrett y los mellizos también se dirigían hacia ahí para charlar más cómodamente.
—No sabéis lo que acabáis de hacer —les dijo Ginny a Harry y Caelum—. Va a pasarse el mes entero hablando de esto.
—¡El mes! —repitió Fred, llevándose una mano al corazón de forma exagerada—. ¡El curso entero, más bien!
—¡El curso! —añadió George, y él hizo el gesto de limpiarse un inexistente sudor de la frente—. ¿Es que alguna vez terminará de hablar de ello?
Todos se rieron de las ocurrencias de los gemelos, pero la curiosidad acabó por acecharles también y se unieron a la conversación. Aunque para los niños Bellchant fuera lo más normal del mundo tener por casa a un jugador profesional de quidditch, no lo era tanto para el resto. Harry y los Weasley parecían muy interesados escuchando cómo era la vida con entrenamientos, partidos y ligas. Eso sí, se reservaron cualquier comentario hacia los Chudley Canonns.
A Caelum le gustaba ver los partidos, pero jugar nunca se le había dado bien. Antes solía ir con su familia a ver los partidos de la liga, igual que los mundiales, y se lo pasaba genial.
Poco después llegó la última visita. Emmeline Vance, mejor amiga de Capella, apareció por la Red flu saludando a todos en el salón. Holly se le colgó del cuello en un abrazo muy cariñoso a su madrina. Zoe también se mostró contenta al verla, dándole un abrazo cuando se sentó en el sofá.
—Os machacaron en el último partido, Horton —le dijo Emmeline a su amigo, con una sonrisa de oreja a oreja.
Garrett rodó los ojos y asintió, resignado.
La comida fue divertida. Se notaba la ausencia de Gordon en la mesa, y sus amigos preguntaron por su estado a Capella con interés. Por supuesto, habían ido a visitarle, pero entre sus respectivos trabajos y las misiones de la Orden del Fénix no disponían de todo el tiempo que deseaban.
Sirius y Remus se unieron a la conversación rememorando los viejos tiempos en Hogwarts, incluso los señores Weasley aportaban sobre su época en el colegio. Los gemelos hacían bromas por lo bajo, mientras que Holly y Elliott se reían con todo lo que decían.
Habían transcurrido exactamente cuatro años desde la muerte de Cepheus Black.
A 31 de diciembre de 1995, esa voz permanecía ahí. En su cabeza. «Estás donde debes estar». «La pérdida de Aquila solo ha sido un escalón hacia la cima». «No llores. No eres un crío. Tienes cuarenta años, crece de una vez».
Eridanus no daba abasto. Escuchar la voz de su padre perforarle los oídos noche tras noche le sacaba de sus cabales, si es que alguna vez había estado cuerdo. No recordaba la última ocasión donde había sido capaz de pensar por su cuenta. De ser realmente él, Eridanus, el que hablaba, y no Cepheus.
Cuanto más lo intentaba, más alto gritaba.
«En vez de lamentarte, deberías haberla controlado. Si tu hija está muerta es porque no supiste enderezarla».
Eridanus se arrepentía de muchas cosas que había hecho a lo largo de su vida, pero mantener a su padre al margen del cuidado de sus hijos no era una de ellas. Él sabía que Aquila y Caelum lo odiaban. Y se lo tenía merecido. Nunca les había demostrado que pudieran contar con él, pero Eridanus no se arrepentía de nada de eso. Si los había mantenido alejados de él, eso significaba que estarían lejos de Cepheus.
Porque Cepheus vivía en su cabeza. Y en su habitación, cuando Leonor dormía y Eridanus abría los ojos en medio de la oscuridad. Y en el jardín, cuando la lluvia golpeaba la ventana y las ramas de los árboles se agitaban por las ventiscas: Cepheus estaba en el centro del patio, aguardando a que bajara la guardia. A que le dejara entrar.
Y a veces lo hacía. A veces, Eridanus se despertaba y no recordaba casi nada. Se encontraba a Leonor llorando y se temía lo peor porque no sabía si era por su culpa, si había hecho algo para causarle mal. Se encontraba a alguno de sus hijos castigados en su habitación y ni siquiera sabía por qué los había mandado ahí en primer lugar.
Todo porque Cepheus había decidido jugar con su mente cuando Eridanus tenía doce años y una inocencia de la que hacía tiempo que carecía. Quizás había sido un Juramento Inquebrantable o quizás cualquier otra ida de olla que Cepheus pudo pensar basándose en los mismos pilares. Lo único de lo que Eridanus tenía certeza era de las palabras que su padre dictó como un mantra:
«No vas a salvar a tus hermanos para escaquearse de mis castigos. Vas a escucharme cada vez que tomes una decisión. Tus obligaciones como cabecilla de la familia serán tu prioridad. Deja de comportarte como un crío».
Nunca llegó a pensar que los efectos perdurarían post mortem. Pero eran más fuertes que nunca. Como si, ahora que el alma de Cepheus se había librado de la cárcel de su cuerpo, hubiera alcanzado la inmortalidad en la mente de Eridanus. Y él no sabía qué hacía la mayor parte del tiempo.
Ariadna se asomó por la puerta de su habitación. Eridanus estaba mirando por la ventana, apoyando una mano en el cristal cubierto de vaho.
—¿Nos vamos ya? Llevamos media hora esperando, por Salazar —dijo Ariadna con cierta impaciencia. Ese día, Eridanus estaba particularmente ausente.
No le respondió. Ariadna resopló y salió en busca de su madre.
Se había acostumbrado esos últimos meses a mostrar menos decencia a la hora de hablar con sus padres. Antes, dentro de su ferocidad, Ariadna era una chica educada ante sus mayores. Pero, desde que recibió el visto bueno del Señor Tenebroso, se pasaba los días con la cabeza erguida, mirando al resto por encima del hombro.
Leonor cerró la puerta tras de sí cuando se internó en la habitación. La mujer estaba irreconocible. Había perdido al menos diez kilos desde el verano, porque se le cerraba el estómago cada vez que iba a comer, y ahora le costaba levantarse sin sentir un mareo. Ya no se arreglaba. No lucía perlas, ni telas de seda ni pendientes de piedras preciosas. Leonor no hablaba casi nunca, cosa que si ya era costumbre antes, ahora se había convertido en norma.
Si el matrimonio entre Eridanus y Leonor había sido feliz en algún momento quedaba obsoleto en cuanto los veías a ambos juntos al mismo tiempo. Uno mirándose al otro, viendo en su cónyuge las facciones de Aquila, a quien habían perdido por malos padres; las de Caelum, a quien se habían obligado a soltar para no hacer más daño; y las de Ariadna, a quien habían condenado a seguir un pensamiento que, tristemente, encajaba con ella. Eridanus sabía que la nariz de Leonor era idéntica a la de Aquila, y Leonor sabía que las pecas de Eridanus era lo más cercano que tendría a volver a ver las de Caelum.
—Todavía podéis iros —susurró Eridanus, apartando la mano de la ventana—. Nadie os culpará.
—¿Es que no entiendes todavía lo que ha pasado? —dijo Leonor con la voz apagada, ronca como si hubiera pasado años sin hablar—. Resulta impensable.
—Ya intentasteis largaros una vez, hace años.
—Y salió fatal.
—¿Te habrías llevado a Aquila de aquí? ¿La habrías salvado?
Recordaba aquel fatídico verano del 78. El escándalo al enterarse del lío amoroso en el que Leonor se había metido con nada más y nada menos que Nashira. Sintió los últimos rayitos de esperanza desmoronarse.
Y también recordaba la sensación de verse a sí mismo ya muerto, casi deseándolo. Porque Eridanus no le dijo nada a Cepheus, no podía; y eso significaba que estaba ayudando a su hermana a escaquearse del castigo de su padre y, por ende, que incumplía el juramento. Eridanus estaba preparado para morir, no para seguir viviendo.
Cepheus pilló a Nashira y Leonor a punto de huir.
—Estaba sacándola de la cuna cuando escuché a tu hermana gritando. La pegué a mí y me desaparecí de la mansión —admitió Leonor, tragando saliva.
Había dejado a Nashira sola y su relación se había roto, viéndose superada por el orgullo de una y la vergüenza de la otra.
—Cuando llegué, mi padre estaba medio muerto. Nashira le trastocó el cerebro al intentar borrarle la memoria en medio de un ataque de pánico, después de haberle lanzado un Desmaius.
—¿Por qué recuerdas todo esto ahora? Tenemos que ir al cementerio, Eridanus.
Leonor solo usaba ese tono de reproche con él. Prácticamente, solo usaba su voz con él.
—No estamos haciendo lo correcto —musitó Eridanus, en lugar de responder.
—¿Cuándo lo hemos hecho?
Nunca.
Lo único que creía haber hecho bien era alejar a las personas que le importaban. Y eso, al final, no había resultado como pensaba.
Caelum sabía que debía alegrarse por estar con su familia en Navidad, pero se sentía en una tensión constante cada vez que Sirius entraba en la habitación. No olvidaba que les había hablado mal cuando Harry, Zoe y él llegaron a la casa, al soñar Harry con el ataque de Gordon.
No se consideraba una persona rencorosa, porque no estaba enfadado con Sirius. Simplemente notaba una opresión en el pecho porque se sentía inútil cuando alguien le recriminaba aunque fuera el menor inconveniente, y eso era lo único que se reproducía en su mente al ver después a dicha persona. Así que, cada vez que entraba a la cocina a la hora de la cena y se topaba con Sirius, Caelum escuchaba las duras palabras de su tío y era incapaz de sonreír de verdad ante sus chistes y sus anécdotas.
Eso no pasó desapercibido para Sirius, quien no podía despedir el año en paz sin hablarlo con su sobrino. Lo encontró a solas en su habitación.
—¿Estás listo para ir al cementerio?
Caelum levantó la vista, dando un respingo.
—Sí —mintió. Estaba de todo menos listo para visitar la tumba de su hermana.
—Antes quería hablar contigo.
Sirius se sentó en el colchón y esperó a que Caelum, receloso, le imitara.
—He notado que estos días estás raro conmigo —soltó Sirius, queriendo ir al grano. Detestaba las conversaciones incómodas.
—No estoy raro —negó Caelum, jugando con los cordones de sus zapatillas—. Serán imaginaciones tuyas.
—Yo me imagino muchas cosas, pero sé cuándo alguien me ignora. Porque nadie lo hace.
Caelum quiso apuntar algo a esa prepotencia, pero prefirió ahorrárselo.
—Me sentó mal que me gritaras el otro día, ¿vale? —reconoció, abrazándose las piernas. Quería escapar de esa conversación, porque dentro de unos minutos estaría frente a la tumba de Aquila, y no podía hacer frente a dos problemas al mismo tiempo—. Pero no pasa nada.
Sirius suspiró. Pareció que toda su fachada cómica desaparecía a cada segundo. Se llevó las manos a la cara. Era difícil notarlo si no habías visto a Sirius en su juventud, porque a pesar de los años entre rejas y en semilibertad Sirius mantenía un aspecto agradable; pero el brillo aventurero a menudo era opacado por el cansancio y el desgaste emocional.
—Lo siento. Llevo... años sin apenas contacto humano. Mis habilidades sociales son natas, pero están muy afectadas, y cuando me pongo nervioso...
—Explotas —acortó Caelum. Sirius asintió—. Da igual, de verdad. No estoy enfadado ni nada. Solo... —Se encogió de hombros, sin saber expresarse correctamente—. Me sentó mal.
—No voy a dejar que vuelvas a Hogwarts incómodo conmigo, que luego le hablarás mal de mí a Mary y me echará la bronca —dijo Sirius, pasando un brazo por los hombros de su sobrino—. ¿Qué tengo que hacer?
Caelum negó con la cabeza con una pequeña sonrisa apretada. El problema era suyo por sobrepensar cada gesto de los demás sobre él, pero no podía evitarlo.
—No tienes que hacer nada, Sirius.
—Bueno, pero quiero darte algo. Para compensar.
Sirius levantó la varita e hizo levitar un paquete por el hueco de las escaleras. Caelum tardó en abrirlo porque no sabía con qué iba a encontrarse.
Era una guitarra. Negra, con pegatinas de grupos de rock de los setenta y una cuerda de cuero. Caelum se quedó boquiabierto.
—¡Sorpresa!
—Sirius, es...
—Mi vieja guitarra. Cuando iba a Hogwarts, solía tocar con Marlene McKinnon, mi mejor amiga. He perdido mucha practica, pero a lo mejor puedes volver a enseñarme. ¿Qué te parece? ¿Te gusta?
Esta vez, Caelum sonrió de verdad.
—Me encanta.
Se dejó abrazar por su tío, sintiéndose más cómodo para hacer frente al día.
El césped grisáceo engullía los pies de Caelum. O eso veía él cuando miraba al suelo. O eso deseaba que pasara.
Porque, en cuanto levantara la mirada, se toparía con la lápida donde descansaba su hermana. Para siempre.
«Bajo un cielo lleno de estrellas, nunca estarás solo»
Eso rezaba el epitafio de su lápida.
¿Y qué pasaba si las estrellas en su cielo se estaban apagando? ¿Qué ocurría cuando se morían? ¿De qué servía estar parado bajo un abismo de supernovas que desaparecían a cada instante?
Lo que pasaba era que la lluvia de estrellas se convertía en una de lágrimas. Que no solo se apagaban en el cielo, también en su interior.
Zoe le abrazó por la espalda, apretando todo lo fuerte que podía para mostrar su apoyo. Capella los había dejado solos un momento porque creyó oportuno dar una vuelta por el cementerio. Ella tenía más fantasmas a los que visitar. Caelum casi despegó la vista de sus zapatos para comprobar si continuaba contemplando la lápida de Agatha Black, su madre, o si había decidido visitar la de su tío Alphard, la de su primo Regulus o la de su amiga Coraline Whittle.
—Lo siento —murmuró Caelum en dirección a donde Aquila estaba enterrada. Sus ojos se habían cristalizado y su voz carraspeaba—. Deberías estar aquí.
Conmigo.
Nadie podía preparar a un chaval para perder a su hermana mayor.
—Caelum.
Él no alzó la vista de inmediato. Durante unos dulces segundos, aquella voz había sido producto de sus alucinaciones. Un mal sueño. Un recuerdo del pasado.
Pero conforme su mirada pasaba de los mocasines negros de su padre a los tacones grises de su madre y a las bailarinas de Ariadna, Caelum se iba dando cuenta de que estaban ahí de verdad.
—Por favor, no quiero pelear ahora mismo.
Caelum se sorprendió ante su propia petición.
Aunque ellos apenas alteraron sus expresiones, Leonor no pudo hacer nada por evitar sucumbir al llanto. Aquila estaba muerta bajo sus pies. Ariadna ni siquiera mostraba compasión por sus hermanos. Y Caelum... Caelum estaba enfrente, tan cerca y tan lejos. Como siempre.
Ahora Leonor se limpiaba las lágrimas con un pañuelo y Eridanus apoyaba sutilmente una mano sobre su hombro. Su padre seguía mirando a Caelum como si supiera que no debería estar haciéndolo. Como si el simple hecho de tenerlo enfrente fuera un crimen por el que pudieran condenarlos a todos. Ariadna rodeó a su familia y se sentó al lado de la lápida de su hermana, dejando un clavel en el centro.
—¿Vas a quedarte ahí de pie? —le espetó Ariadna a Caelum, dirigiéndole una severa mirada.
Pero la apatía habitual de Ariadna estaba cubierta por un tono de amargura que no tenía que ver con Caelum. No en el mal sentido, al menos.
Y entonces comprendió que ellos tampoco querían una pelea en ese momento.
Caelum miró a Zoe y, tras su espalda, a Capella. Su tía había sacado la varita, pero la mantenía pegada al costado, bajada. Solo por si acaso. Se acercaba lentamente porque el esfuerzo que dedicaba a volver a ver a su familia era ya superior al que podía soportar. Pero llegó junto a ellos. Observó los ojos cansados de su hermano y el hiposo llanto de su cuñada.
Asintió cuando su mirada se cruzó con la de Caelum. Y él se sentó junto a sus dos hermanas. Aquila estaba en medio. Bajo tierra.
Ariadna le había traído un clavel amarillo. ¿Sabría que era su color favorito, o había sido simple casualidad?
Zoe le dio la mano a su madre, sin admitir en voz alta lo intimidada que se sentía por estar rodeada de aquellos que, supuestamente, tanto daño le habían causado.
Pero entonces sucedió algo que ninguno se esperaba.
Ariadna agarró la mano de su hermano sin siquiera mirarlo. Él se quedó paralizado. El tacto de su hermana era tan frío como un clavo de metal. Pero le estaba tocando. Con sus dedos. Ariadna Black.
No sabía si era un paso hacia delante o la señal de que las cosas no podían ir peor.
Su familia estaba rota en todos los sentidos de la palabra.
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