EPILOGUE ━ The First Chapter

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EVERMORE
EPILOGUE

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❝EL PRIMER CAPÍTULO❞

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PETER DEJÓ DE ver los ojos azules de Elysant y entonces volvió la cabeza al frente, encontrándose con la estación de trenes de Inglaterra. Suspiró, derrotado. Le temblaban las piernas como nunca jamás le había ocurrido. Ni siquiera cuando tuvo que liderar un ejército en la Batalla de Beruna contra la Bruja Blanca se había sentido así. Elysant era la única tenía ese poder.

Lucy torció los labios, mirando a su hermano. Susan sonrió, intentando reconfortar al mayor. Ella tampoco volvería a Narnia nunca. También había crecido. Ella y Peter dejaban muchas cosas en Narnia. Muchos recuerdos, parte de sus almas y a grandes personas que habían conocido en sus dos viajes.

Lo cierto era que ninguno de los cuatro sabía qué hacer en aquel momento.

Se habían quedado parados frente al metro, que ya había llegado a la estación, dispuesto a llevarles a sus escuelas.

―¿No subes, Phyllis?

A la izquierda de Susan, un chico vestido con un uniforme amarillo y negro miró a la castaña y señaló el tren con la cabeza. Los cuatro hermanos reaccionaron, recogiendo sus maletas ―que todos habían dejado allí antes de que la estación empezara a venirse abajo y llegasen a Narnia― y subiéndose al tren una vez habían agarrado sus pertenencias.

Entonces, en medio del silencio ―puesto que ninguno quería hablar― Edmund recordó algo.

―¿Estáis seguros de que no podemos volver? ―inquirió, tras revisar su bolso. Los contrarios fruncieron el ceño.

―¿Por qué, Ed? ―le preguntó Peter.

―Es que... me he dejado la linterna en Narnia ―respondió.

Susan y Lucy rieron, mientras que Peter solo sonrió.

Ojalá.

Elysant estuvo a punto de caer al suelo cuando vio cómo los Pevensie se desvanecían. Si no hubiera sido por el agarre de Caspian en su cintura, habría caído de bruces sobre sus rodillas.

Aquella noche simplemente lloró, con la cara enterrada en las almohadas de su cama, recordando a Peter, con unas palabras grabadas a fuego en su mente, que habían aparecido en algún momento de la tarde y que sabía que no se irían: «Lo que perdemos tiende a volver a nosotros siempre, aunque quizás no sea de la forma ni en el momento que esperas. El destino es caprichoso, pero todo tiene una razón».

Y se durmió, y vivió durante todos los años de vida que le quedaron sin olvidar aquellas dos frases.

Cada noche, las escribía en un papel, y las guardaba en sus aposentos, junto a las cartas que, ocasionalmente, le escribía a los Pevensie. Aunque nunca fueran a leerlas, claro está. Pero le servía, para desahogarse, sobre todo cuando había tenido un mal día.

Tres años pasaron con rapidez. Y, en esos tres años, Elysant y Caspian consiguieron instaurar la paz a lo largo y ancho de toda Narnia. Y el segundo le pidió matrimonio a Typhainne.

Elysant se despedía del rey ―y de su hermana pequeña, Mary― en aquel momento, que partía en el Viajero del Alba, un navío que, comparado con los buques y trasatlánticos de la tierra de los Pevensie ―o, simplemente, con los barcos de los reyes durante la Edad Dorada; el Esplendor Diáfano le daba mil vueltas, pero qué esperar de un pueblo que había pasado un siglos sin acercarse al mar―, no era muy grande. Y, aun así, era un gran logro.

El barco salía de Cair Paravel en dirección a las Islas Solitarias. El objetivo de Caspian era pasar por cada una de las islas y, después, navegar más allá, donde nunca nadie ha llegado, para buscar a los Siete Lores, que habían sido fieles a su padre cuando este reinaba. Miraz, cuando mató a Caspian IX, los mandó en busca de nueva tierras a alta mar, pretendiendo que estos nunca volvieran.

Y ahora Caspian quería encontrar a los que siguieran vivos, y por eso se ausentaría en Narnia durante unos meses hasta cumplir con su deber.

Elysant, junto a Trumpkin y Lord Cornelius, se quedaba en tierra firme para encargarse de Narnia el tiempo que el rey se ausentase. Además, contaban con el cuerno mágico de la reina Susan, por si necesitaban ayuda en algún momento. Sin embargo, Caspian estaba seguro de que la castaña no necesitaría ayuda para gobernar mientras que él estuviera navegando. Confiaba plenamente en ella y en el enano, y, por supuesto, en su mentor.

Además, Caspian había prometido que, cuando regresara, se organizaría la más grande y bella de las bodas que Narnia habría visto nunca, y se casaría con Typhainne. Y, mientras él estuviera fuera, Elysant se encargaría de organizar los detalles y preparar lo más importante.

Cuando, unos meses más tarde, Aslan se presentó frente a Elysant y Trumpkin para contarles lo que estaba viviendo el rey mientras navegaba, la castaña se alegró, aunque también un tristeza enorme inundó su corazón, al saber que los dos Pevensie menores, Edmund y Lucy, le acompañaban junto a su primero Eustace Clarence Scrubb. Hasta aquel momento había estado demasiado ocupada atendiendo asuntos del reino, pero entonces llevó su memoria atrás, dándose cuenta, de nuevo, de que echaba de menos a los cuatro Pevensie.

Le alivió saber que su hermana Mary estaba bien y que había entablado una amistad con Lucy. Siempre se había dicho a sí misma que las dos niñas eran muy parecidas y que, seguramente, se llevarían muy bien si se conocieran.

Aslan también les dijo que Reepicheep, el Gran Ratón, había tomado el camino que llevaba a su nación ―el País de Aslan―, y que no volverían a verle. Añadió que a Eustace, posiblemente, lo necesitaran una vez más, y que Edmund y Lucy tampoco volverían a Narnia. Aquello fue demasiado doloroso para Elysant.

Y, como habían prometido Caspian, la boda fue un evento mágico, convirtiendo así a la hermana de Elysant en reina, y la estrella Ramandu le otorgó el don a Typhainne de que su primer hijo poseyera sangre de estrella en sus venas.

Quince años más tarde, Typhainne dio a luz a un niño, al cual llamaron Rilian, y nombraron a Elysant como madrina del niño, que era lo único que podía alegrarle el corazón a la regente narniana. Su sobrino era la luz de sus ojos en otras palabras.

Y, desgraciadamente, cuando Rilian cumplió los veinte, él y su madre salieron a dar un paseo por el bosque, con algunos cortesanos, por supuesto. Mientras descansaban un poco apartados de los demás, una gigante serpiente verde atacó a la reina. Sus gritos fueron tan terribles que hasta los cortesanos pudieron escucharlos, aunque cuando llegaron era demasiado tarde para hacer algo por Typhainne. Antes de morir, intentó hablar con su hijo, pero el veneno de la serpiente era tan fuerte que no pudo hacerlo.

Como era de esperar, todo el castillo guardó luto durante mucho tiempo. Typhainne había sido muy querida por el pueblo narniano.

Y Elysant volvía a sentirse como tantos años atrás, cuando Peter se había marchado de Narnia para siempre. Oh, le echaba tanto de menos. Ojalá pudiera estar con ella. Le necesitaba más que nunca. Se había acostumbrado al vacío en su pecho, a extrañarle día y noche, a pensar en él a cada segundo, que casi no recordaba lo mucho que le dolía.

Un tiempo más tarde, fue Rilian el que desapareció. Dejó a Caspian totalmente destrozado, y Elysant cayó muy enferma después de aquello.

La salud de la ya no tan joven telmarina ―puesto que las canas eran cada vez más abundantes en su cabellera, y poco castaño quedaba ya, y sus ojos azules ya no brillaban como acostumbraban, y aparentaba tener veinte años más de los que en realidad tenía― se había visto empeorada. Las malas lenguas susurraban que el verdadero causante de su malestar era el Sumo Monarca, que la había abandonado cuando ella aún era joven.

Y, en parte, así era. Tanto sufrimiento a lo largo de su vida había logrado que su bienestar fuera tan frágil como una copa de cristal. Aunque, por supuesto, la muerte de sus padres unos años después de que naciera Rilian, luego Typhainne, la desaparición de su sobrino y la enfermedad de Arabella, su hermana mayor, no habían ayudado para nada a que, al menos, pudiera encontrarse algo mejor.

Tres años después, Elysant encontró la muerte en su lecho de Cair Paravel ―he olvidado mencionar que Caspian mandó la reconstrucción del castillo poco después de que regresara de su travesía con el Viajero del Alba―. Su puesto como Lady Regente pasó a ser del enano pelirrojo Trumpkin, que estaba medio sordo y cada día más viejo, y se enterró su cuerpo en el antiguo jardín de Cair Paravel, donde aún permanecían los manzanos que los Reyes de Antaño habían plantado en sus años de reinado tanto tiempo atrás, y que seguían dando riquísimas manzanas y una agradable sombra, ideal para sentarte a pasar la tarde, leyendo o simplemente disfrutando del lugar.

Elysant abrió los ojos sin estar muy segura de dónde se encontraba. Todo era increíblemente blanco y brillante, aunque lo más brillante era el gran león que tenía frente a ella.

―¡Aslan! ―exclamó, y corrió hacia el león.

Se sorprendió, inicialmente, al comprobar que volvía a poseer la agilidad de cuando tan solo tenía veinte años. Comprobó sus manos, que ya no tenían la piel fina y caída, si no tersa y suave, y palpó su rostro, dándose cuenta de que sus arrugas habían desaparecido, y vio que su pelo volvía a tener ese color castaño intenso.

―¿Qué sucede, Aslan? ―inquirió, haciendo una reverencia ante el león.

―Ha llegado tu hora de abandonar el mundo de los vivos, querida ―respondió.

―¿Entonces... he m-muerto?

―Sí lo ha hecho tu cuerpo, el que está en Narnia, niña, pero tu alma está aquí, y sigues estando viva ―le explicó.

―Oh, ¿y dónde iré ahora? ―preguntó, temblando.

―A mi país ―contestó Aslan.

―¿Está mi familia en tu país, Aslan?

―Eso puedes comprobarlo por ti misma.

Y, entonces, se abrió una puerta que, hasta el momento, Elysant no había visto. Y tras ella se veía a mucha gente, y allí localizó a sus dos hermanas mayores y a sus padres.

Jill Pole llegó, a lomos de un búho parlante, que se llamaba Plumabrillante, a una torre en ruinas, recubierta por hiedra, enredaderas y plantas que habían crecido en torno a la pierda durante años. Entró, volando, por una ventana arqueada. Se bajó del búho, un poco abrumada por el olor a moho. Sin embargo, le alivió escuchar una voz conocida. Pertenecía a Eustace.

―¿Eres tú, Pole? ―preguntó el niño.

―¿Eres tú, Scrubb? ―preguntó la niña.

―Bien ―empezó Plumabrillante―, creo que ya estamos todos. Celebremos un parlamento de búhos.

―¡Uhú, uhú! Como dices tú, es lo que debemos hacer ―replicaron varias voces.

―Un momento ―dijo la voz de Scrubb―. Hay algo que quiero decir antes.

―Hazlo, hazlo, hazlo ―dijeron los búhos.

―Adelante ―añadió Jill.

―Supongo que todos vosotros, muchachos... búhos, quiero decir ―empezó Scrubb―. Supongo que todos vosotros sabéis que el rey Caspian X, en su juventud, navegó hasta el extremo oriental del mundo. Bueno, pues yo estuve con él en ese viaje; con él y con Reepicheep el Ratón, y Lord Drinian, y con los reyes Edmund y Lucy, y todos los demás. Sé que parece difícil de creer, pero la gente no envejece en nuestro mundo a la misma velocidad que en el vuestro. Y lo que quiero decir es esto, que soy un hombre del rey; y si este parlamento de búhos es una especie de complot contra el monarca, no pienso tener nada que ver con él.

―Uhú, uhú, nosotros somos todos búhos del rey ―declararon las aves.

―Entonces ¿de qué trata todo esto? ―quiso saber el niño.

―No es más que eso ―dijo Plumabrillante―, que si Lord Regente, el enano Trumpkin, se entera de que vais a ir en busca del príncipe desaparecido, no dejará que os pongáis en marcha. Antes preferirá manteneros encerrados bajo llave.

―¡Cielos! ―exclamó Scrubb―. ¿No estaréis diciendo que Trumpkin es un traidor? Oí hablar mucho de él en aquellos días, así como de Lady Elysant ‒aunque no sé nada de ella ahora mismo‒ mientras navegábamos. Caspian, el rey, quiero decir, confiaba plenamente en él.

―Claro que no ―dijo una voz―, Trumpkin no es ningún traidor. Pero más de treinta paladines, entre caballeros, centauros, gigantes buenos y toda clase de seres, han intentado en una ocasión u otra buscar al príncipe perdido, y ninguno de ellos ha regresado jamás. Y finalmente el rey dijo que no iba a permitir que siguieran desapareciendo los narnianos más valientes por ir en busca de su hijo. Y ahora no se permite ir a nadie.

―Pero sin duda nos dejaría ir a nosotros ―indicó Scrubb―, cuando se enterara de quién soy yo y quién me envía.

―Nos envía a los dos ―intervino Jill.

-Sí -repuso Plumabrillante-, creo que es muy probable que lo hiciera. Pero el rey no está. Y Lady Elysant tampoco, que estoy seguro de que os permitiría marchar. La verdad es que cayó enferma poco después de la desaparición del príncipe, y unos años más tarde falleció. Y Trumpkin, que fue quien asumió, por nombramiento de nuestro rey, el puesto de Lord Regente, se atendrá a las normas. Es fiel como el acero, pero está más sordo que una tapia y es muy irascible. Jamás conseguiríais hacerle comprender que éste podría ser el momento para hacer una excepción.

-Tal vez penséis que podría hacernos caso a nosotros, porque somos búhos y todo el mundo sabe lo sabios que son los búhos -dijo otro-. Pero es tan viejo ahora que se limitaría a decir, «No eres más que un polluelo. Recuerdo cuando eras un huevo, así que no vengas a intentar darme lecciones, señor mío. ¡Cangrejos y bogavantes!» .

Y Eustace se sintió mal, porque, aunque nunca conoció a Elysant, sí que tuvo el placer de tratar con su hermana pequeña, Mary, que, según parece, era la única que seguía viva, pero que también estaba cerca de morir porque, decían las malas lenguas, que, si un Rhullitvon moría, su familia no tardaría en seguir sus pasos. Algunos murmuraban que era un maldición de una bruja en su linaje, y otros afirmaban que el propio Aslan había hecho esto. Claro que nadie estaba seguro de que fuera cierto.

Cuando Caspian llegó al País de Aslan, Elysant descubrió que el primo de los Pevensie ―Eustace― y una compañera suya de la escuela, que se llamaba Jill Pole, habían logrado traer de vuelta al príncipe Rilian, y que Narnia tenía ahora un nuevo rey, y que Caspian había visitado la tierra de los humanos durante cinco minutos antes de reunirse con ellos.

Ya no podía sentir tristeza, puesto que en la Nación de Aslan nadie siente tristeza, pero sí que le habría gustado a ella también conocer el mundo de los Pevensie, incluso conocer a Eustace y a Jill.

Y su deseo se cumpliría muy pronto, más de lo que podría imaginarse.

Y allí estaban siete Reyes y Reinas delante de los ojos del rey Tirian, el último rey de Narnia, todos vestidos con las más bellas ropas, con elegantes y brillantes coronas sobre sus cabezas.

Tirian hizo una rápida reverencia, dispuesto a hablar, mas las carcajadas de la más joven le hicieron detenerse y mirarla, perplejo, porque era Jill Pole, aunque estaba cambiada. Y el otro rey más joven era Eustace, que tampoco era el mismo. Y se sintió muy incómodo al estar frente a todos ellos, aún con la suciedad y la sangre de la batalla sobre él mientras los reyes estaban limpios y frescos, resplandecientes. Sin embargo, al minuto se percató de que para nada se veía como él creía, si no que estaba igual de fresco y limpio que ellos, con ropas que habría usado en algún importante festejo en Cair Paravel.

-Señor -dijo Jill, adelantándose y haciendo una reverencia-, déjame presentarte al Sumo Monarca Peter, el Rey sobre todos los Reyes de Narnia.

Y Tirian no necesitó preguntar cuál de todos era el Sumo Monarca, pues podía recordar su rostro ―a pesar de que aquí se veía lejos mucho más noble―, que había visto en sueños. Dio un paso adelante, hincó una rodilla en el suelo y besó la mano de Peter.

―Sumo Monarca ―dijo―. Bienvenido a mí.

Y el Sumo Monarca lo hizo alzarse y lo besó en ambas mejillas, como debe hacer un rey como él. Luego le llevó hasta donde se encontraba la mayor de las Reinas -pero tampoco era anciana, ya que no había rastro de las canas que alguna vez había tenido en su cabello, ni tampoco de las arrugas de sus mejillas-.

―Caballero, esta es aquella Señora Polly, que vino a Narnia el Primer Día, cuando Aslan hizo que brotaran los árboles y que las Bestias hablaran ―explicó. Y, dirigiéndose a un hombre a su lado, de barbas doradas, añadió―: Este es el Señor Digory, que la acompañó cuando vino a Narnia el Primer Día.

Después, lo condujo a un joven, que tenía que tener algo más de veinte años, de rostro amable, cabellos azabaches, ojos oscuros y pecas esparcidas por la nariz y las mejillas.

-Y este es mi hermano, el Rey Edmund ―y, luego, miró a una jovencita, de pelo cobrizo y ojos claros―; y esta es mi hermana, la Reina Lucy.

-Señor -dijo Tirian, una vez que los hubo saludado a todos-. Si he leído correctamente las crónicas, debería haber alguien más. ¿No tenía Su Majestad dos hermanas? ¿Dónde está la Reina Susan?

Peter frunció el ceño y torció los labios, para mirar al rey.

-Mi hermana Susan -repuso el rubio, en tono serio y cortante- ya no es amiga de Narnia.

-Sí -le secundó Eustace-, y cada vez que tratas de hacerla venir para conversar sobre Narnia o hacer algo por Narnia, siempre dice: «¡Qué memoria tan maravillosa tenéis! Mira que seguir pensando en esos juegos divertidos que solíamos jugar cuando éramos niños».

―¡Ah! Susan sólo se interesa en vestidos de bonitas y caras telas, en pintalabios y en invitaciones a fiestas. Siempre fue bastante impaciente por crecer y ser una adulta ―se lamentó Jill.

―¡Adulta!, qué va ―dijo la Señora Polly―. Me gustaría que creciera de verdad ―deseó―. Desperdició toda su época de colegio deseando tener la edad que tiene ahora, y va a perder el resto de su vida tratando de conservar esta edad. Su mayor sueño ha sido correr a toda prisa para alcanzar lo más rápido posible la época más tonta de la vida y luego detenerse ahí lo más que pueda.

―Bueno, no hablemos de eso ahora ―negó Peter, que no le gustaba hablar de su hermana―. ¡Mirad! Aquí hay unos deliciosos árboles frutales. Vamos a probar sus frutos.

Y, efectivamente. Un poco más allá de su posición se extendía una espesa arboleda de árboles frutales, adornados por colores brillantes que resultaban muy tentadores y llamativos. Seguramente, el sabor de aquellos frutos debían de ser magníficos.

Cada uno levantó la mano para coger la fruta que más le gustó y luego cada uno se detuvo, titubeando, por un segundo. Era una fruta tan preciosa que cada cual pensó: «No puede ser para mí..., seguramente no estamos autorizados para tomarla».

―No os preocupéis ―añadió Peter―. Sé lo que todos estamos pensando. Pero estoy seguro, segurísimo, de que no debemos de hacerlo. Tengo la sensación de que hemos llegado al sitio donde todo está permitido.

―¡Allá vamos, entonces! ―exclamó Eustace, y todos dieron un bocado a su fruta, y luego otro, y después otro.

Y estaban tan buenas que era imposible de describirlas con palabras, y solo podrías saber cuál era su sabor si tú mismo arribabas aquellas tierras y probabas una de las frutas.

Y, cuando todos hubieron saciado su apetito, Eustace miró a su primo mayor con curiosidad.

―Todavía no nos habéis dicho cómo llegasteis aquí. Estabas por explicarlo cuando apareció el Rey Tirian ―dijo.

―No hay mucho que contar ―respondió Peter, pero procedió a relatar los hechos―. Edmund y yo estábamos en el andén y vimos que venía vuestro tren. Me acuerdo que pensé que tomaba la curva demasiado ligero. Y recuerdo que pensé que era divertido que probablemente mi familia fuera en el mismo tren y que Lucy no lo supiera...

―¿Tu familia, Majestad? ―preguntó Tirian.

―Quiero decir, mi padre y mi madre, los padres de Edmund y de Lucy también.

―¿Por qué iban ellos ahí? ―inquirió Jill―. ¿No querrás decir que ellos saben de Narnia?

―No, no tienen nada que ver con Narnia ―contestó el rubio―. Ellos iban camino a Bristol. Yo sólo había escuchado que partirían esa mañana. Pero Edmund dijo que seguramente iban en aquel tren. ―Y Edmund era de esa clase de personas que lo saben todo sobre las líneas de ferrocarril.

―¿Y qué pasó entonces? ―cuestionó Jill.

―Bueno, no es muy fácil de describir, ¿no, Ed? ―respondió el Sumo Monarca.

―No mucho ―asintió Edmund―. No fue nada parecido a aquella otra vez cuando fuimos arrancados de nuestro mundo por magia, cuando vinimos a Narnia por segunda vez, quiero decir ―expresó―. Hubo un estruendo tremendo y algo me golpeó con el ruido de una estampida, pero no me hizo daño. Y no me sentí tan asustado, si no, más bien..., bueno, emocionado. ¡Ah...!, y esto es algo bien curioso; yo tenía una rodilla adolorida de una patada que recibí jugando rugby. Me di cuenta de que ya no me dolía. Y me sentí muy liviano. Y luego... estábamos aquí.

-Fue casi lo mismo que nos pasó a nosotros en el tren -dijo el Señor Digory, limpiando las últimas huellas de fruta de su barba dorada-. Solo que creo que tú y yo, Polly, sentimos principalmente que nos habíamos desanquilosado. Vosotros, los más jóvenes, no lo entenderéis. Pero dejamos de sentirnos viejos.

Y es que, aunque no lo sabían, habían tenido un accidente de tren. Y había muchas cosas que todavía no sabían, pero que conocerían pronto.

El Gran Aslan había aparecido frente a los reyes. Les había enseñado que los enanos no querían creer en él, y que no había nada que hacer.

―¿Ves? No nos dejarán ayudarlos ―le dijo Aslan a Lucy, que seguía teniendo esperanzas en las criaturas―. Han elegido la astucia en lugar de la fe. Su prisión está en sus propias mentes, nada más, y sin embargo están encerrados allí; y tan temerosos de que los engañen que no hay forma de sacarlos. Pero venid, niños. Tengo otro trabajo que hacer.

Fue hasta la puerta y todos lo siguieron. Levantó la cabeza y rugió: «¡Ya es tiempo!»; y después más fuerte: «¡Tiempo!»; y en seguida tan fuerte que debió de haber sacudido a las estrellas: «¡TIEMPO!». Y la puerta se abrió de inmediato.

Todos estaban al lado de Aslan, a su derecha, y miraron a través de la puerta, únicamente pudiendo apreciar tinieblas. Aslan volvió a rugir, y entonces distinguieron una silueta negra, en un gran gigante. Y todos se imaginaron que estaba en los elevados páramos que se extienden más allá del Río Shribble. Y Eustace y Jill recordaron al enorme gigante dormido, el Padre Tiempo, que despertaría cuando llegase en el fin del mundo.

―Sí ―asintió Aslan, aunque ellos no habían hablado―. Mientras permaneció dormido su nombre fue Tiempo. Ahora que ha despertado tendrá un nuevo nombre.

Y entonces, Narnia empezó a consumirse, las estrellas cayeron del cielo, y los árboles y la hierba fueron arrancados de las rocas, y al final solo se veía un paisaje rocoso y amarillo grisáceo, y Digory y Polly, que también estuvieron en un mundo diferente donde vieron una vez un sol moribundo, y supieron que el sol se estaba muriendo. Era tres veces, veinte veces más grande de lo normal, y de color rojo oscuro. Cuando sus rayos cayeron sobre el gran Gigante Tiempo, este se puso rojo también; y con el reflejo de ese sol todo aquel desierto de aguas sin playas pareció ser de sangre.

Luego salió la luna, muy roja y demasiado cerca del sol. Y, al verla, el sol comenzó a arrojarle grandes llamaradas como bigotes o serpientes de fuego carmesí. Ella fue hacia él, lentamente al principio, pero después cada vez a mayor velocidad, hasta que por último las largas llamas la envolvieron y los dos empezaron a girar juntos y se transformaron en una descomunal bola semejante a un carbón ardiente. Grandes masas de fuego iban cayendo de la bola al mar, levantando nubes de vapor.

Entonces, Aslan dijo:

―Hazlo terminar ya.

El gigante arrojó su cuerno al mar. Luego extendió un brazo, que se veía muy negro y de miles de metros de largo, a través del cielo hasta que su mano alcanzó al sol. Tomó el sol y lo exprimió como tú podrías exprimir una naranja. Y al instante se hizo la oscuridad total.

Todos, excepto Aslan, dieron un salto hacia atrás por el aire glacial que empezó a soplar a través del portal. Sus bordes se cubrieron de carámbanos.

―Peter, Sumo Monarca de Narnia ―dijo Aslan―. Cierra la puerta.

Peter, tiritando de frío, se inclinó hacia afuera en la oscuridad y tiró de la puerta. La puerta chirrió sobre el hielo al empujarla. Luego, torpemente ―porque en ese momento tenía las manos entumecidas y amoratadas―, sacó una llave de oro y con ella la cerró.

Y aquello había sido lo más extraño que habían vivido nunca, pero más extraño fue mirar a su alrededor y encontrarse con la brillante luz del sol sobre sus cabezas, y a sus pies un pasto verde con flores de colores, y frente a ellos a Aslan, con felicidad en sus ojos dorados. El león se volvió con rapidez, y saltó y salió disparado con como si de una flecha brillante se tratase.

―¡Venid más adentro! ¡Venid más arriba! ―gritó por encima del hombro. Pero ¿quién podía seguirle el paso? Echaron a andar hacia el oeste, en pos de él.

―Así, pues ―dijo Peter―, la noche cae sobre Narnia. ¡Lucy! ¿No me digas que estás llorando con Aslan adelante y todos nosotros aquí?

―No trates de impedírmelo, Peter ―repuso la joven―. Estoy segura de que Aslan no lo haría. Estoy segura de que no está mal lamentarse por Narnia. Piensa en todo lo que ha quedado muerto y helado detrás de esa puerta.

―Sí, y yo esperaba ―añadió Jill― que podría durar para siempre. Sabía que nuestro mundo no podía durar. Pensé que Narnia sí.

―Yo la vi nacer ―dijo el Señor Digory―. No creí que viviera para verla morir.

―Señores ―intervino Tirian―. Hacen bien las damas en derramar sus lágrimas. Vean que yo también lloro. He presenciado la muerte de mi madre. ¿Qué otro mundo he conocido yo fuera de Narnia? No sería una virtud sino una gran descortesía si no la llorara.

Llegaron al País de Aslan entonces, y, aunque a Lucy, a sus hermanos y a los demás reyes les parecía maravilloso, aún tenían una inquietud.

―Todavía no estáis todo lo felices que quiero que seáis ―les dijo Aslan

―Tenemos tanto miedo de que nos eches de aquí, Aslan ―replicó Lucy―, y tú nos has mandado tantas veces de vuelta a nuestro propio mundo.

―No hay nada que temer ―dijo Aslan―. ¿No lo habéis adivinado?

Sus corazones dieron un vuelco y una salvaje esperanza nació en ellos.

―Hubo realmente un accidente de trenes ―expresó Aslan, suavemente―. Tu padre y tu madre y todos vosotros estáis..., como solían decirlo en las Tierras Irreales..., muertos. Las clases han terminado: han comenzado las vacaciones. El sueño ha concluido: esta es la mañana.

Elysant no sabía exactamente qué estaba pasando. Unas rebeldes mariposas revoloteaban en su estómago, y poco después escuchó un coro de voces y un revuelo, miró hacia donde provenía dicho ruido.

Alrededor de ella estaban todos aquellos de quienes hayas oído hablar ―si conoces la historia de esos países― alguna vez. Estaban el Búho Plumabrillante y el Renacuajo del Pantano, Barroquejón, y el Rey Rilian el Desencantado, y su madre, la reina Typhainne, y sus padres los duques de Narnia, y el propio Caspian X. Y junto a él estaban el Señor Drinian y el Señor Berne y el Enano Trumpkin, y Buscatrufas, el tejón, con el centauro Borrasca de las Cañadas y una centena de otros héroes de la Gran Guerra de la Liberación. Y luego por otro lado venían Cor, el Rey de Archenland, con el Rey Lune, su padre, y su esposa, la Reina Aravis, y su hermano, el valiente príncipe Corin Puño de Trueno, y el Caballo Bree y la Yegua Hwin. Y también los que venían desde el pasado más remoto, el matrimonio de los Castores, el fauno Tumnus y el centauro Oreius.

Sin embargo, para Elysant dejó de existir todo lo demás cuando vio un grupo de ocho personas, todos con coronas sobre sus cabezas. Y, aunque habían crecido, reconoció a la perfección a tres de ellos, y se le paró el corazón.

Porque eran los hermanos Pevensie, Peter, Edmund y Lucy, acompañados de Digory Kirke, Polly Plummer, Eustace Clarence Scrubb, Jill Pole y el último rey narniano, Tirian.

Elysant se mordió el carrillo ―hay cosas que nunca cambian― y dio todos los pasos que fueron necesarios hasta ser visible para los reyes.

―¡Elysant! ―exclamó Lucy, la primera en verla, que se acercó a abrazarla efusivamente.

Y a Peter también se le paró el corazón cuando vio a la única persona que había ocupado sus pensamientos y que había sido la dueña desde su corazón desde que era mucho más joven.

Ambos eran un poco más mayores de lo que lo fueron la última vez que se vieron, hace mucho, mucho tiempo, pero seguían teniendo los mismos sentimientos.

Peter dio varios pasos hasta estar frente al amor de su vida y dejó una caricia en su mejilla, cerciorándose de que aquello era real.

―Te he echado tanto de menos, Peter ―murmuró, sonriendo, con lágrimas de felicidad asomando en sus ojos azules―. Te he esperado tanto tiempo, Peter.

―Y te sigo amando como el primer día, Elysant ―dijo él.

―Y me debes un baile a la luz de la luna, lejos de la música y cerca de las flores rojas ―añadió.

―Y te debo todos los besos que no te pude dar.

―Y me debes todas las caricias que no me pudiste dar.

―Y te debo todo el amor que he guardado para el día en que nos volviéramos a encontrar.

»Y ese día es hoy. ―Y Peter besó a Elysant, transmitiendo toda la añoranza que había sentido durante tantos años mediante sus labios, y Elysant le devolvió el gesto de la misma forma.

Y para nosotros este es el final de todas las historias, y podemos decir con toda verdad que ellos vivieron felices para siempre. Pero para ellos era solo el comienzo de la historia real. Toda su vida en este mundo y todas sus aventuras en Narnia habían sido nada más que la portada y el título. Ahora, por fin, estaban comenzando el Capítulo Primero de la Gran Historia, que nadie en la tierra ha leído; que nunca se acaba; en la cual cada capítulo es mejor que el anterior.


FIN



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NOTA DE LA AUTORA
30/08/2022

Terminé este fanfic en el 2020, hace dos años, y desde entonces he mejorado y evolucionado mucho en mi forma de escribir, redactar, crear tramas, etc. Gracias por haber leído Bloodline hasta el final y, si por algún casual, te has quedado con ganas de leer algo más del universo de Narnia que yo haya escrito, te recomiendo que vayas a leer Play with fire (disponible en mi perfil), del que estoy mucho más orgullosa y está, creo, mucho mejor planteado y escrito que Bloodline. De cualquier forma, gracias por leerme.
Mon <3

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