Veintiuno

Omitiendo el hecho de que eran las diez de la mañana, Bruno estaba en mejores condiciones que Franco al levantarse esa mañana. Quizás sentía una pequeña molestia en la cabeza, pero nada más allá de eso. También se había quedado dormido, pero poco le importó.

—Soy el puto jefe —rezongó mientras salía de su habitación rumbo a la ducha—. Pueden estar sin mí un día más.

Repitió el mismo ritual que Franco, pero con calma. Eligió ropa cómoda a sabiendas de que ese era su uniforme oficial de depresión, y si no fuera porque Bruno elegía Converse para sus pies, tranquilamente podía ser confundido con Franco. Saludó a Estela, la empleada doméstica, y aceptó el café que le puso frente a sus ojos. No era descabellado que la mujer supiera cuánto lo necesitaba, el living ya estaba ordenado, la botella vacía había hablado por él.

—Qué raro vos por acá a esta hora —dijo la mujer por sacar charla, sabía perfectamente por qué estaba allí luego de ver el desorden del living y la botella vacía.

—¡Dale, Estelita! ¿En serio me decís eso? —bromeó Bruno luego de darle un sorbo a su café—. No te hagas la boluda.

—Justamente por eso, porque no soy boluda es que te lo pregunto. ¿Mal negocio o mal amor?

—Lo segundo. Pero ya está, a cada ruptura aprendo algo nuevo. —Sonrió apático—. Igual, si te molesto ya me voy, tengo pensado ir a ver un rato a papá. ¿Querés que le diga algo a Juli?

—No hijo. No te preocupes, esta noche nos vemos un ratito. Si Dios quiere, a fin de año ya se recibe de enfermera y se le termina eso de ir a cursar de noche. Aprovechá tu día libre para despejar la cabeza, y dejá de sufrir por alguien que no merece la pena.

Bruno depositó un beso sobre la frente de la mujer, y la dejó para que pueda continuar sus quehaceres. Estela, más que una empleada, era casi como una madre para Bruno y Franco. La vecina de al lado, esa que no los retaba cuando jugaban en la vereda, y los defendía cuando otros vecinos sí se molestaban por el ruido. Y la relación se afianzó cuando Julieta, su hija, se integró a las travesuras de Bruno y Franco por tener la misma edad que los gemelos.

Fue así como Bruno y Franco pasaron innumerables tardes en casa de Julieta tomando la merienda, y viceversa. Los chicos crecieron, Bruno y Franco fundaron su empresa y se fueron del barrio en Lanús; Julieta buscó una carrera que satisficiera su marcada vocación al servicio en el ámbito de la salud, y se formó como acompañante terapéutica sin saber que su primer paciente iba a ser Eugenio Antoine.

El padre de los gemelos sufría Alzheimer, enfermedad que se intensificó luego de la muerte de su esposa, lo que provocó que necesitara compañía y cuidados extremos. Y por más que Bruno y Franco intentaron llevarlo a vivir con ellos, con todas las comodidades y lujos que habían adquirido luego del éxito de Chanchi, el hombre se rehusó a abandonar el hogar que había construido con su esposa. Es por eso que Julieta se ofreció a asistirlo, como práctica profesional, y por el inmenso cariño que le tenía a Eugenio. Era una nómade que oscilaba entre su casa y la del hombre, aprovechando que las casas estaban pegadas.

En cuanto a Estela, había enviudado cuando Julieta acababa de cumplir quince años, y le tocó salir a trabajar para mantenerse. Consiguió un trabajo de maestranza en el que estuvo un poco más de una década, hasta que un día la empresa quebró y dejó a todos sus empleados en la calle, justo en el momento en que su edad superaba los requerimientos de cualquier aviso laboral. Apenas Bruno se enteró de lo sucedido, no dudó un segundo en llevarla a su casa, y si bien el departamento lo usaban apenas para cenar y dormir, no le venía mal una mano con los quehaceres del piso.

Y por qué no, tener más cerca a la mujer que consideraba una madre, incluso más que la mujer que lo había engendrado.

Bruno tomó su billetera, las llaves del auto, saludó a Estela, y al abrir la puerta del departamento se chocó de lleno con Franco, por salir embalado y en su mundo.

—¡La puta madre! —soltó Bruno asustado.

—Veo que a mí solo no me pegó el Rutini, eh... ¿No vas a la oficina? —preguntó cuando vio sus ropas.

—No, no tengo ganas, voy un rato a ver a papá.

—Otro más que anoche le entró al chupi... —intervino Estela desde el living—. O no los veo nunca o los veo a los dos juntos.

—Te veo después, puber, me voy a dormir. Dejale saludos a papá de mi parte.

Bruno palmeó la espalda de su hermano, y se fue rumbo a Lanús a visitar a su padre. Porque más allá de los olvidos y los desvaríos que tenía, él era el único que lo comprendía cuando estaba de bajones emocionales. Tenía la capacidad de tirar las respuestas que estaba buscando en charlas banales, porque con una mirada comprendía todo aquello que no le contaba a nadie más que a Franco.

Apagó el celular al subir al auto, y condujo con una calma que al pasar de los kilómetros se fue convirtiendo en pausa. Faltaba poco para el mediodía y había olvidado que era la hora ideal de cortes de calles y puentes, sin dudarlo, decidió encarar hacia el viejo puente Pueyrredón para ganar un poco de tiempo.

Aburrido y hastiado, cuando la música ya le molestaba en lugar de distraerlo, comenzó a mirar el paisaje a su alrededor con atención. La gente que se ejercitaba bajo la autopista, los que paseaban a sus mascotas, pero cuando llegó a la altura del Bike Park de Barracas y puso atención a los deportes que estaban practicando allí, su pulso se detuvo al reconocer a uno del grupito de los que estaban con las BMX.

Era el mismo hombre que hizo despedir.

Apenas se movió la fila de autos, estacionó en un hueco sobre Herrera, justo al costado de la autopista. Sin pensarlo demasiado, se bajó y se acercó al park. Si bien el hombre estaba con su bicicleta, no estaba practicando el deporte, solo arengaba a sus amigos. Se quedó tras la reja observándolo, hasta que el joven lo reconoció y se acercó.

—Ey... Qué raro verte por acá.

Bruno comprendió que nuevamente se había confundido, y lo estaba tratando con cordialidad porque pensaba que era Franco. Cuando se bajó la capucha del canguro y lo reconoció, el rostro del hombre se transformó.

—¿Qué hacés acá? —dijo, en un tono bastante sombrío.

—Solo pasaba con el auto y te vi. Franco me contó lo que te pasó, y quería pedirte disculpas. Yo no sabía, de verdad.

—No me importa si lo sabías o no, al caso, no es algo que tuvieras que saber. Lo que sí tenés que saber es que no podés tratar a nadie así, porque justamente, vos no sabés por lo que esa persona está pasando en ese momento.

—Fue con esto que te lesionaste, ¿no?

—Sí, por eso me obligaron a volver.

—Quiero ayudarte, poneme un número y te lo doy a modo de indemnización.

El hombre enmudeció, lejos de analizarlo o ponerle un precio al daño, volvió a enfurecerse.

—¿Ves que sos un sorete que todo lo quiere arreglar con guita? ¿Cuánto vale para vos limpiarte la conciencia conmigo? Yo no quiero guita, quiero un laburo, no quiero que nadie me regale nada.

—Entonces te espero esta tarde en mi oficina con un currículum. ¿Querés un trabajo? Yo te lo doy. Es más, te doy un trabajo mejor del que tenías, así se lo podés restregar en la cara a los que te echaron.

El hombre se lo pensó un momento. Sabía que conseguir un buen trabajo se le estaba haciendo cuesta arriba, y aunque no quería nada de Bruno, no podía dejar pasar la oferta, al menos hasta encontrar otro trabajo y olvidarse por completo del asunto.

—¿A qué hora?

—Cuatro de la tarde, ¿te parece? —propuso luego de consultar su reloj.

—Perfecto.

Bruno sacó su billetera, y le entregó su tarjeta personal.

—Antes de venir mandame tu currículum por email, así se lo paso a las chicas de recursos humanos para tu legajo. Por cierto, no sé tu nombre.

—Ismael. Ismael Castillo.

— Ismael... —repitió sosteniéndole la mirada—. Vamos a ver qué podés hacer.

Bruno le guiñó un ojo y lo dejó perplejo en el park, volvió a su auto y cuando el embotellamiento por el corte se lo permitió, giró de regreso a su casa. Podía estar deprimido y vestido acorde al estado de ánimo, pero jamás lo mostraría en la oficina.

Hora de volver al traje.

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