Seis
Todo era confusión.
Mientras Evangelina efectuaba el cobro con el POS de Chanchi, Ángel había encontrado en el mueble de la registradora el folleto de bienvenida, en donde se especificaba que cada cien pesos de consumo, el cliente recibiría un poinkt para canjear por descuentos o productos de un catálogo.
Y Franco tenía 1.876.345 poinkts.
—No entiendo mucho qué es esto de poinkts, pero tenés casi dos millones, y no es normal. En realidad, nadie en su sano juicio gastaría tanto en su vida como para amasar esta cantidad de puntos.
—Sin contar con que acá dice que si no los usás en un período de un año se vencen —agregó Patricio, señalando la letra chica del folleto—. ¿Qué onda? ¿Qué escondés?
—Creo que la pregunta correcta sería ¿quién sos?
Evangelina dejó el POS sobre la barra y se cruzó de brazos, esperando una respuesta a su pregunta que satisficiera a los tres.
—Tranquilos, no oculto nada. Y si los tres me quieren ayudar con esto, bienvenido sea. Están en lo correcto, yo trabajo en Chanchi, soy el gerente del área de sistemas, soy programador, no hacker —le aclaró a Ángel con un dedo en alto y una media sonrisa ladeada, omitiendo que era el dueño junto con su hermano. No quería tergiversar la percepción de ninguno—. Yo estoy a cargo del diseño y las funcionalidades del POS, por eso tengo tantos puntos en mi cuenta, de la cantidad de pruebas que le metí, puntos que no puedo usar, por cierto. El problema es que me fui quince días a Miami y lo sacaron a la venta antes de que lo terminara.
—¿Y en qué te puede ayudar Eva? Que yo sepa no sabe programar... ¿Sabés programar y nunca nos contaste? —la acusó Ángel.
—¡Ay, no! A duras penas puedo con la caja y algunos informes que me pide Isidro —rio con soltura.
—Es que eso es lo que justamente necesito, contacto con el usuario final. Yo voy a hacer todos los ajustes, pero sin una cabeza fresca para hacer las pruebas y que me baje la línea de lo que necesita, este proyecto va a estar destinado al fracaso. No te sientas mal por no poder manejarla, los trescientos que se vendieron están en la misma situación que este: guardados.
—¿Y eso cómo lo sabés?
La secuencia se repitió, Franco tecleó algunas cosas en su computadora, y luego la giró para que todos vean los doscientos noventa y nueve semáforos en rojo, porque el único en verde era el que tenían ahí, sobre la barra. Patricio tomó el POS, giró la colita para apagarlo, y el semáforo cambió automáticamente a rojo.
—Guau... —esbozó sorprendido.
—A ver si entendí... —Evangelina comenzó a poner en orden su cabeza, estaba aturdida por toda la situación—. Vos lo que querés es que yo te diga qué está mal, qué falta, qué sobra... ¿Es eso lo que querés?
—Sí, entendiste todo.
—Hay un problema. Yo acá soy una empleada, esto lo tendrías que ver con Alan o con Isidro.
—No tengo problema, ellos son los dueños de este lugar, ¿no?
—Isidro es el dueño, Alan es el descerebrado del hijo, el que compró esta cosa —explicó Ángel.
—Lo sabía. —Franco rio de costado—. Ayer vine a la tarde, ustedes ya se habían ido. Hablé con él, se presentó como el dueño y no le creí una sola palabra. Ya con verlo a él y al restaurante te das cuenta de que no son compatibles, creo que una persona como él jamás tendría un restaurante con esta estética.
»Si vos me decís que el que compró esta cosa horrenda fue él, desde ya no me sirve para el trabajo que tengo planeado. Y si el dueño no maneja la caja y solo se dedica a administrar desde las sombras, tampoco. La elegida sos vos, Eva. Solo decime con quién tengo que hablar para que me preste un poquito de tu tiempo. Acá la pregunta es: ¿estarías dispuesta a trabajar conmigo?
Evangelina estaba abrumada, la situación en sí era por demás extraña. Observaba a Franco expectante por su respuesta, y a sus dos compañeros y amigos tan sorprendidos como ella. El reloj marcó las ocho de la mañana en el momento en que un cliente ingresó, y Patricio se encargó de atenderlo mientras Ángel todavía le oficiaba de guardaespaldas. Giró la cabeza hasta quedar cara a cara con Ángel, a pesar de la altura y la corpulencia del hombre, y con un leve asentimiento le hizo saber que podía ir, que estaría bien.
Si iba a trabajar con ese inquietante y parcialmente intimidante hombre, quería comenzar a acostumbrarse.
Ángel volvió a la cocina sin muchas opciones, el cliente había pedido minuta para acompañar el café, y debía servir la orden. Cuando Evangelina se quedó a solas con Franco, se acercó hasta quedar cara a cara con él, a pesar de estar del otro lado de la barra. Y fue su momento de sentirse intimidado por ella, cuando volvió a pasar los dedos por su flequillo, en un intento de tirar el cabello largo para atrás.
Y comenzó a dudar de si sería una buena idea trabajar con una mujer tan hermosa.
La realidad era que Franco nunca le había puesto atención antes de ese momento en que Evangelina se acercó hasta él, con una pose que le pareció extremadamente seductora. Evangelina se apoyó en la barra con sus antebrazos, y entrelazó sus dedos antes de proseguir.
—Acepto, solo si me respondés esto. ¿Por qué yo? O mejor dicho... ¿Por qué nosotros? O sea, este restaurante —vaciló—. Tenés trescientos tipos con este mismo aparato y nos elegiste a nosotros. ¿Por qué?
—Primero, porque fue de casualidad. Ayer a la mañana estaba a punto de pedirme un café en la estación de servicio de la esquina, y mientras esperaba a que me atendieran vi la etiqueta de Chanchi en la vidriera, la misma que mandé a diseñar para repartir con los POS. Todavía no lo conocía, quería verlo en acción, desde que volví de Miami no tuve tiempo de sentarme a verlo y me pareció copado descubrirlo como cliente. Pero cuando me trajiste el voucher clásico, volví a la oficina y me puse a indagar por qué no lo usaste, y me encontré con esta mierda que yo no aprobé. Y segundo, porque nuestras oficinas están allá.
Franco señaló la ventana que mostraba la esquina de la cuadra, Evangelina se acercó hasta ella y él la siguió.
—Ese edificio de allá. —Marcó un antiguo edificio, a dos cuadras del restaurante, sobre la avenida—. Si el dueño lo aprueba, puedo venir cada vez que te necesite, o podés venir vos y conocer las oficinas —sonrió, y agregó—. Es más, puedo venir cuando quieras sin cortarte el recreo de la apertura, ni a vos ni a tus amigos.
Evangelina le echó una mirada asesina, y él le devolvió una cómplice mientras le guiñaba el ojo.
—¿Te creés que no me di cuenta? —continuó—. Vos sacaste la serie como si te hubieran descubierto viendo pornografía, el barista tenía la barra llena de apuntes, y el cocinero estaba con la puerta de la cocina abierta en modo Gordon Ramsay. Pero no hay problema, su secreto está a salvo conmigo.
—¿Me estás chantajeando? —lo amenazó con un dedo en alto—. Porque si...
—¡No! —se apresuró a aclarar—. Podemos ser cuatro, eso es lo que quise decir. ¿Qué decís? ¿Aceptás?
De abrumada a ansiosa por el proyecto en un segundo. Evangelina volvió a la barra seguida de Franco, tomó su teléfono, lo desbloqueó y se lo extendió.
—Hacete una llamada así te queda mi número. Te escribo en cuanto te concrete una cita con Isidro.
—¿Eso quiere decir que...?
—Acepto.
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