Noventa y seis

Habían llegado demasiado lejos.

Ambos.

Franco luchaba con la impotencia de haber jugado su alma a todo o nada en una mano. Y se sentía vacío, porque perdió la partida y el alma que había apostado. Y como premio consuelo, allí en el baño estaba su camiseta 23 de Lanús, aún húmeda en el piso junto al jacuzzi. Dondequiera que miraba, su mente ponía imágenes del fin de semana vivido. Fue muy alto el precio que pagó por jugar a tenerla, y era momento de pagar las consecuencias.

Del otro lado del dique, Evangelina no hacía más que dar vueltas en la cama, si el abandono de Daniel era demasiado para ella, haber probado a Franco como compañero de vida fue similar a la sensación ludópata que experimentaba él. Solo que en su caso, sabía que el precio a pagar para tener el mejor compañero de vida que una mujer puede tener, era tan caro que en ese momento no estaba en condiciones de pagarlo. Porque Franco era todo lo que una mujer necesitaba para sentirse completa. Un hombre dulce, romántico, gracioso, desinteresado, y cuando las luces se apagaban, el mejor amante que haya recorrido su cuerpo. Todavía sentía espasmos de solo recordar su imponente cuerpo desnudo, esa mirada seria e intensa con que la tomaba de la mano y la llevaba al cielo, o cuando no dejaba de repetir cuánto la amaba, mirándola a los ojos, mientras la hacía suya una y otra vez.

Pero nada bueno podía empezar si Daniel seguía en su vida, o eran acosados por la prensa.

El primer lunes del año representaba un desafío para ambos, volvían a verse las caras en público después de haber sido amantes de fin de semana. Evangelina se sentía peor que en sus primeros días con él, a pesar de que ya estaba acostumbrada a ese tipo de incertidumbres. La primera fue cuando Franco comenzó el proyecto de los Orson aquella mañana en La Escondida, la segunda cuando fue por primera vez a sus oficinas, y en esa oportunidad sería la tercera, luego de conocerse a piel desnuda y abandonarlo cobardemente con un correo electrónico.

Evangelina trató de comportarse de manera normal al llegar a la oficina, aunque no tenía ánimos de socializar como cualquier día, no podía permitirse que alguien le diga «¿Estás bien?», porque estaba tan frágil que se largaría a llorar sin explicación. Su mayor desafío era Dae-myung, porque el joven la conocía un poco más que el resto del equipo, pero corrió con la suerte de que se distrajo hablando con el resto de los chicos, compartiendo los chocolates que trajo de su viaje a Uruguay. Aprovechó para tomar uno y que nadie sospeche que lo único que quería era hundir la cabeza en su MacBook, aguardando por el momento de ver en qué estado quedó Franco luego de su correo. Porque lo conocía, y la tonalidad de la respuesta que le envió hablaba más que las palabras que contenía.

Trabajaba en la presentación de Powerpoint para los futuros paquetes de Eva, cuando finalmente Franco apareció en la oficina.

—Buen día, chicos.

—Buen día —respondieron todos al unísono.

Si bien Franco había utilizado un tono neutral, inofensivo para el resto, para Evangelina fue letal. Se giró para observarlo, después de haberlo visto por última vez dormido en su cama. Y eso que había escuchado en su tono, lo vio reflejado en su cara. Ya no era cansancio de amarla, era rendición y aceptación.

Utilizando sus palabras, lo había hecho mierda.

Necesitaba encontrar un espacio para hablar con él, explicarle de su boca la razón por la que decidió retroceder, pero no sabía cómo acercarse sin que su propio calvario quedara expuesto al resto de sus compañeros. Que el jefe esté con un mal día puede pasar en cualquier empleo, que el jefe y su mano derecha, aquella de la que él estaba enamorado, también lo esté, daba lugar a especulaciones. Porque dos más dos son cuatro, y tampoco podía medir cuánta gente sabía que Franco estaba enamorado de ella. Trató de controlar las respiraciones y dejó fluir la situación, quizás era él quien inventaría alguna excusa para apartarla y hablar.

Pero eso no iba a suceder.

—Escuchen, tengo una reunión en River ahora para cerrar el sponsoreo de las Eva, y después me voy a la sede de Uruguay a arreglar unos asuntitos. Demián, quedás a cargo de la gerencia, y vos, Evangelina, a cargo de los chicos. Cualquier cosa me escriben, ¿sí?

Franco les guiñó un ojo y salió disparado. Y en esa ocasión, él se llevaba su alma en la mochila. Se levantó con su teléfono y fue al baño, aquel en que Franco la supo consolar cuando Daniel le había enviado Boquitas Pintadas, y se debatió entre escribirle o dejar que las cosas se encarrilen naturalmente.

Pero no podía dejarlo así.

Salió a toda prisa hacia la calle, con un poco de suerte lo alcanzaría antes de que se vaya, pero el ascensor no ayudó, y el tumulto de trabajadores que entraban en contramano hicieron que al llegar a la vereda pueda ver el Porsche alejarse por Paseo Colón, en dirección al sur. Se limpió una lágrima que se le escapó, y decidió olvidar el asunto, tal como Franco hizo, en su percepción errónea.

Porque, ¿cómo podría olvidarla? Si estaba yendo a La Plata a buscar a su padre para llevarlo a las instalaciones de River, tal como había prometido. Tenía cincuenta kilómetros para inventar algo y no desilusionar al hombre diciéndole que su hija elegía alejarse de él para volver a ser amigos, porque no estaba preparada para estar con una persona tan influyente como él. ¿Cómo se quitaba la cara de desalmado y de corazón roto? ¿Cómo le decía a esa pareja que ya se había rendido, y que nunca sería su yerno porque su hija así lo decidió?

Pero Mauricio estaba tan ilusionado con la visita, que en los cincuenta kilómetros de regreso a Núñez hablaron de fútbol, de Messi, del mundial ganado, y del rendimiento de River y de Lanús en el torneo local. Franco cerró exitosamente el acuerdo, y luego recorrieron el club con los dirigentes a cargo del trato. Mauricio pudo conocer a algunos de los jugadores que deambulaban por allí, y finalmente se fue con una camiseta firmada por todo el plantel, algo en lo que Franco había trabajado en conseguir durante la semana previa al año nuevo. Y el hombre volvió todavía más ilusionado, mirando la camiseta y hablando de todo lo que había visto en esa tarde, que no recordó a su hija ni la relación que la unía a Franco. Lo dejó en su casa de La Plata, con la promesa de llamarlo si surgía alguna otra oportunidad de visita al club, y abandonó la ciudad natal de Evangelina directo al aeropuerto.

Dejó el auto en el estacionamiento del Pistarini, y tomó del baúl del auto la pequeña maleta que había preparado en la mañana. Sacó el siguiente vuelo a Uruguay, que para su suerte despegaba en media hora, y abandonó Buenos Aires al igual que la vez anterior: huyendo de Evangelina y de lo que sentía por ella. El problema fue que sus recuerdos lo perseguían dondequiera que fuera. Apenas abrió el departamento, Evangelina comenzó a aparecer en cada rincón. Con el traje gris que le hizo cambiar el día de la charla, recostada en su cama mirando el techo cuando discutió con Daniel, o en la mesa del comedor cuando preparaban la charla.

Dejó caer las llaves al suelo, y se largó a llorar abatido. No tenía a dónde ir porque todo le recordaba a ella, la había metido tanto en su vida que ningún lugar era seguro. Extrañaba a Bruno, más que nunca necesitaba una buena trompada verbal, o por qué no, también física. Era la primera vez en sus treinta años de vida que lloraba por amor, desesperado porque era la primera situación que se escapaba de las manos, y no sabía qué hacer con esa angustia que le oprimía el pecho. Experimentaba sin saberlo un ataque de ansiedad, y estaba solo. Y aunque fingiera fortaleza, él sabía perfectamente la realidad de su situación.

Estaba completamente roto.

Fue a la habitación y se arrojó en la cama vestido, ni siquiera se quitó las zapatillas. Lloró con la cabeza hundida en la almohada hasta que se quedó dormido, y para cuando abrió los ojos, estaba comenzando a amanecer en Montevideo.

Y no, no estaba mejor, estaba peor.

Se duchó, sacó ropa limpia de su maleta, entre ellas la 23 de Grana que Evangelina había dejado en su casa, y fue a las oficinas uruguayas de Chanchi. No había olvidado el tema de Nelson, por lo que aprovechó ese estado de apatía para ser imparcial y tomar una decisión justa y razonable.

Seguiría el consejo que le dio a Evangelina: no iba a dejarse caer.

La canción de multimedia no podía ser otra que esa de Cruzando el Charco. Pero adicionalmente, me imaginé a Franco cayendo al suelo de rodillas y llorando con esta canción de Shawn Mendes de fondo. Con las dos, en realidad. Así que la dejo de bonus:

Y dejó otra canción bonus (sí, Francisco Lago es el vocalista de Cruzando el Charco).

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