Dos

El antiguo pero todavía eficiente reloj de péndulo marcaba las ocho de la mañana cuando la puerta de La Escondida se abrió, y un joven que claramente no era Alan ingresó sin prisas. Bajó la capucha de la gruesa campera de abrigo que vestía, eligió una mesa con ventanal a la calle dejando su mochila sobre la silla, y finalmente se quitó el abrigo con calma. Se sentó sin notar la atónita mirada del trío de apertura, que lo observaba como si de un alienígena se tratara.

—¿Y éste? —susurró Patricio tras Evangelina—. Es la primera vez que lo veo, no es cliente habitual.

—Ni idea, pero no te preocupes, seguí estudiando que yo lo atiendo.

Evangelina tomó el control remoto y cambió al canal de noticias de su esposo, su mañana de series ya estaba truncada si de la nada comenzaban a llegar clientes. Buscó en la barra algún anotador de los camareros que ingresaban a trabajar a las nueve, y se acercó hasta su nuevo cliente.

—Buen día, bienvenido a La Escondida. ¿Qué le sirvo?

—Buen día —devolvió el saludo sin dejar de atender la computadora portátil que estaba encendiendo—. Café negro, bien cargado por favor.

—¿Desea algo para acompañarlo? Todavía no llegaron las facturas, pero podemos prepararle algo en la cocina.

—Café solo está bien, gracias.

El joven le regaló una mirada y Evangelina asintió, comprendiendo que ya sobraba en su mesa. Fue tras la barra dispuesta a preparar el café, pero Patricio se le había adelantado y ya lo estaba sirviendo, le agradeció con una sonrisa que el jovencito respondió con una mirada levemente engreída. Ambos soltaron una risa muda, porque sabían la capacidad del otro en cuanto a preparación de café se refería. Patricio volvió a sus apuntes, y Evangelina llevó el café hasta la única mesa que interrumpió su serie en el clímax del conflicto. El cliente le agradeció con un leve movimiento de cabeza, y volvió a concentrarse en su vieja laptop.

De vuelta en el mostrador, se dispuso a chequear sus redes sociales, Daniel había subido unas postales preciosas de su viaje de trabajo a Londres, era la Finalissima y Argentina se enfrentaba a Italia en el estadio de Wembley. Le tocaba seguir a la selección y salir al aire desde el móvil, un rato en todos los programas de la cadena. Sonrió y levantó la vista para chequear si en esas lo veía en el primer informativo de la mañana, pero el foco noticioso estaba puesto en la inseguridad.

—Que chabón más raro, ni siquiera endulzó el café... —Evangelina giró hacia la voz que le hablaba, Patricio no despegaba la vista del extraño cliente—. Y eso que se lo preparé bien cargado como pidió.

—Más que por la sobredosis de cafeína que se está mandando, yo me preocuparía por lo que veo en su pantalla. —Evangelina volteó su cabeza para el otro lado, Ángel se había sumado al escrutinio del cliente—. A mi hijo últimamente se le dio por aprender hacking, y créanme... Los videos que él ve son bastante parecidos a eso que tiene en la pantalla.

—Es programador, Ángel —acotó Patricio—, no caigas en el mito urbano de que todo programador sabe hackear. Además, si así lo fuera, no creo que sea tan pavo como para exponerse así.

—¿Cómo que no? Está en una ubicación pública, es el crimen perfecto...

—¡¿Quieren parar un poco?!

Evangelina elevó tanto la voz que también llamó la atención de su cliente. Los tres contuvieron una risa mientras evitaban el contacto visual con el joven, y cuando volvió a trabajar en su computadora, prosiguió.

—Chicos, no pasa nada, debe ser un estudiante más de ingeniería, vamos. Vos, aprovechá a estudiar antes de que venga Alan y empiece con sus estupideces, y vos igual. Si ya terminaste de preparar tu plato para la clase de esta noche, acomodá la cocina antes de que Alan llegue y piense que estás usando los insumos del restaurante.

Ambos obedecieron y volvieron a sus puestos. Evangelina volvió a centrar su atención en el noticiero, quería ver a Daniel, se había ido hace apenas dos días y lo extrañaba horrores, pero el noticiero estaba enfocado en la columna política del día. Aburrida, desvió su mirada al extraño cliente, era su turno del escrutinio privado.

Y comprendió el porqué del alboroto de sus compañeros.

El frenesí con el que tecleaba en su computadora era hipnótico, sus dedos bailaban por el teclado sin despegar la vista de la pantalla. Paraba por un microsegundo solo para correr el largo flequillo ladeado, ya sea con un movimiento de cabeza, o con su mano izquierda cuando se ponía muy rebelde. Esa pequeña cortina de pelo que llegaba hasta la altura de sus labios, en contraste con el cabello corto, le daba ese toque misterioso que había llamado la atención de sus amigos. Definitivamente, si era un estudiante de la facultad de ingeniería, estaba en las filas de sistemas. De repente, paró de teclear y se reincorporó de la postura encorvada, Evangelina dio un respingo porque temió que el muchacho la hubiera descubierto espiándolo de nuevo. Sin embargo, solo se estiró, observó por la ventana hacia el edificio de enfrente, y negó con la cabeza repetidas veces antes de volver a su computadora.

—Disculpá —la llamó con un dedo en alto, y ella se acercó hasta su mesa—. ¿Te puedo pedir otro café?

—Sí, ya te lo llevo. Pato —se dirigió a su compañero—, otro café para el señor.

Y mientras Patricio le preparaba la segunda taza de cafeína, Evangelina lo ayudó a acomodar sus apuntes para despejar la barra, faltaba poco para las nueve de la mañana, y su paz matutina estaba llegando a su fin. Cuando tuvo la taza de café, la llevó hasta su mesa y aprovechó para reforzar el escrutinio.

Le tomó cinco segundos comprobar que a pesar de que vestía ropa deportiva, un buzo negro y una babucha de algodón gris, era ropa de marca. Tampoco había notado las Nike de edición limitada que tenía en sus pies, y la pequeña argolla plateada que colgaba de la ceja tapada por el flequillo. Y a pesar de la ropa holgada, se notaba que se echaba unas cuantas horas de gimnasio por día. Para cerrar, volvió detrás del mostrador con sus fosas nasales inundadas de un fino perfume que Daniel supo tener en su tocador. Lo único que desentonaba en esa mesa era la laptop vieja y algo maltratada que manipulaba, porque sin dudas, era uno de esos ricachones del otro lado del dique perdido en San Telmo.

El teléfono del joven sonó cuando Evangelina estaba detrás de la caja, ayudando a Ángel con la entrega de las facturas. No pudo evitar poner su atención de nuevo en él, discutía acaloradamente con alguien, pero era una discusión plagada de confianza, de seguro con algún familiar o amigo. Y una vez más, el teléfono que utilizaba se sumaba al bando desentonado, un Android gama media, que si no vio mal cuando cortó, tenía la pantalla rajada.

Todo en él llamaba la atención. ¿Quién era y de dónde había salido?

—Señorita... ¿Le puedo pedir la cuenta?

Evangelina asintió con la cabeza desde su lugar, y facturó el importe consumido. Tomó el ticket y se lo entregó.

—¿Te puedo pagar con Chanchi? —preguntó mientras le extendía la peculiar tarjeta de crédito rosada con un simpático hocico de chancho dibujado en el centro.

—Sí, por supuesto.

Evangelina tomó la tarjeta de crédito y volvió a la caja, efectuó el cobro y le llevó el voucher para firmar a la mesa. El joven observó confundido el papel, mientras Evangelina no comprendía por qué se demoraba tanto en recibirle la lapicera. ¿Acaso había facturado mal? Consultó el ticket del cliente, pero todo era correcto.

—¿Hay algún problema?

—No, no... —se apresuró a aclarar—. No te preocupes.

Recibió la birome que le ofrecía, dibujó un fino y largo gancho de caligrafía, tomó el ticket y el comprobante de pago de la tarjeta, y se levantó dispuesto a marcharse, lanzando un gracias y buen día al aire.

Sin dudas, fue el cliente más extraño que vio en sus cuatro años de trabajo.

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