Diecisiete
La espera de ese segundo día en la puerta de La Escondida fue mucho más ansiosa que la de su primer día. En lugar del frío cortante, la principal preocupación de Franco era esa sensación de turbulencia estomacal que sentía a cada segundo que pasaba. La calle desierta en contraste con el reggaetón que sonaba en sus auriculares, no lo distrajeron en absoluto de los escenarios que su cabeza generaba para ese segundo día.
Y en realidad, estaba ahí por pedido de Evangelina, a Patricio le quedaban dos días más de reposo, y se había comprometido a cubrirlo como barista hasta su regreso, en el tiempo que tardaba Enzo en entrar a trabajar. En cuanto al proyecto, lo único que podía hacer era compartirle el diseño que había cerrado del nuevo POS, porque del resto, definitivamente necesitaba de ella para comenzar a trazar la versión final.
Tenía bien claro el objetivo de ese día: se quedaría allí hasta que Enzo lo reemplazara, y luego iría a su oficina a comenzar a depurar el código de la terminal de cobros. Su objetivo era conocer a esa mujer que lo tenía cautivado fuera de su zona de confort, en la soledad de su oficina y en compañía de su equipo de trabajo.
Al caso, iban a tener más privacidad allí, siendo el centro del piso de Chanchi, que en un rincón La Escondida, con las interrupciones y distracciones que tiene un local comercial.
Movió la cabeza para despejar esa ansiedad que lo estaba carcomiendo, y cuando volvió en sí, divisó a lo lejos a Ángel, acercándose con pasos lentos y pesados. Agradeció haber puesto las cosas en claro el día anterior, de otro modo se hubiera sentido incómodo con el hombre a solas.
—Franquito, buen día.
—Buen día, Ángel. —Se saludaron con un choque de manos.
—¿Hace mucho que estás acá? Mirá que a mí me gusta el frío, pero esto ya es demasiado —bromeó mientras hundía las manos en los bolsillos.
—No mucho, diez minutos. Me gusta llegar temprano, prefiero esperar a que me esperen.
Ángel consultó la hora en su celular, era él quien estaba ligeramente incómodo.
—Que raro Evita... Ella es la reina de la puntualidad, ya debería haber llegado. A ver, le voy a escribir.
Mientras el hombre escribía en su teléfono, Franco descubría una nueva sensación para encastrar en su rompecabezas: preocupación. ¿Y si le había pasado algo? ¿Si necesitaba ayuda? Esa zona de San Telmo a la mañana era una boca de lobo, y los asaltos eran moneda corriente. Respiró profundo para mantener la calma, y se sobresaltó cuando el celular le vibró en el bolsillo. Ángel había mandado el mensaje al grupo «El trío de apertura y el niño Wall Street».
—Este fuiste vos, ¿no? —soltó Franco entre risas mientras le mostraba la pantalla del celular, había notado que lo agregaron al grupo, pero no había reparado en el nombre.
—Es que Eva te agregó y se olvidó de cambiar el nombre. No te vas a enojar por eso, ¿o si? Si querés lo cambio.
—Para nada —aclaró—, hasta te diría que se me hace simpático y gracioso.
—Ahí viene...
Franco volteó hacia donde señalaba Ángel, Evangelina apuró el paso para llegar a ellos mientras esbozaba una amplia sonrisa que también lo hizo sonreír a él, aliviado de verla tan radiante y en una pieza.
—Perdón, chicos, se me hizo tarde, no encontraba mi celular.
Se abalanzó sobre él y le dejó un ruidoso beso en el cachete, con tanta velocidad que no le dio tiempo de reaccionar y devolverle el beso. Se había preparado tanto para ese momento de la mañana que cuando llegó no supo qué hacer, se sintió de nuevo en pausa mientras Evangelina le daba las llaves de La Escondida a Ángel para que abriera el local.
—¿Listo para tu segundo día como barista? —le preguntó mientras Ángel abría la pequeña puerta metálica.
Se volvió a quedar callado, algo tenía Evangelina que no podía dejar de admirarla cuando no hablaban del proyecto. Sin poder evitarlo, sus ojos cayeron sobre sus labios, esa mañana de un modesto nude, pero subió la vista rápidamente cuando su pulso se aceleró debido a las imágenes que su cabeza comenzó a inventar.
Sintió deseos de aprovechar la oscuridad de la calle, tomarla de la cintura y probar esos labios. Así, sin mediar palabra.
—¿Qué? —dijo, para justificar el tiempo que perdió fantaseando.
—Mierda... Sos un zombi a esta hora —rio, y él suspiró aliviado mientras se maldecía mentalmente por su nueva debilidad—. Te decía si estás listo para tu segundo día de barista.
—Ah, sí, por eso vine. Apenas llegue Enzo me voy, hoy me toca trabajar a mí solo así después podemos estar juntos... Digo... seguir juntos con el desarrollo —se corrigió nervioso mientras entraban al restaurante.
—¿Y por qué no me dijiste ayer y le pedía a Enzo que venga en la apertura? —Afortunadamente, Evangelina había pasado por alto su fallido—. Al pedo te levantaste tan temprano, ahora cuando llegue le digo que...
—No, Eva... —la cortó—. No me molesta, al contrario. Me la paso bien con ustedes, y mientras puedo seguir viendo cosas. No te preocupes, te dije que yo cubría a Patricio y así lo haré mañana también. Y ahora, si me disculpa, señorita, tengo tres cafés que hacer.
Evangelina no discutió más, ayudó a Ángel a poner el restaurante en marcha mientras Franco encendía la cafetera y comenzaba a preparar lo de siempre: una lágrima, un café con leche, y uno bien cargado para él. Fue una mañana por demás tranquila, y cuando Enzo llegó un rato antes de las nueve, Franco se despidió de sus nuevos amigos y se marchó caminando hasta las oficinas de Chanchi. Pero antes de entrar al edificio, fue interceptado por un hombre.
—Estarás contento, ¿no? ¡Por tu berrinche de ayer me echaron!
Franco dio un paso hacia atrás para reconocer a quien le hablaba, lo cruzó un par de veces en el edificio, y tenía entendido que era uno de asistentes de la recepción, le había llevado el correo hasta la oficina en más de una ocasión.
—Disculpame, no sé de qué me hablás.
—Ah, ¿no? ¿Ya te olvidaste de lo que pasó ayer? ¿El señor pudo salvar su peine de oro de adentro del paquete? ¿Sus revistas fifí? —ironizó, gesticulando grandeza con sus brazos—. ¿Sabías que tuve un accidente y que me obligaron a volver a trabajar antes de terminar mi recuperación? ¿Que tuve que elegir entre renunciar y seguir mi tratamiento, o volver a trabajar porque no pensaban darme más días de licencia? Por eso me caí, porque todavía me cuesta pisar. Y ahora, por tu arranque de niñito rico, me quedé sin laburo y sin obra social para terminar mi tratamiento.
Franco escuchó con atención cada una de sus palabras, y comprendió todo. Ante la atónita mirada del joven, sacó su celular del bolsillo y efectuó la llamada.
—Bruno... ¿Estás en la oficina?
—Sí, ¿qué pasó?
—¿Podes bajar un segundo a la puerta? Tengo a alguien preguntando por vos.
—Que suba, ¿tiene cita?
—Lo dudo... ¿Podés bajar, puber? —bufó exasperado.
—Ahí voy.
Guardó el teléfono en su bolsillo y aguardó en silencio hasta que su hermano bajara al encuentro, aumentando la furia del hombre.
—¿Encima me boludeás?
—No es a mí a quien buscás, es a él.
Franco señaló a Bruno, y el hombre se puso pálido, al igual que su gemelo, que no esperaba volver a ver al cadete.
—¡Uy! Disculpá, es que son iguales, y...
—No te preocupes, veo que tienen un tema que solucionar. Decile todo eso que me dijiste recién, y si él no te da una solución, vení a verme que yo le alineo los chakras.
Franco le regaló una mirada reprobatoria a su gemelo y se internó en el edificio, dejándolos a solas.
Bruno tragó saliva y temió por su integridad física. El que estaba frente a él no era el hombre torpe del día anterior, era una persona enfurecida, en buena forma física, y con la expresión completamente desencajada de ira.
Por primera vez en su vida sintió miedo.
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