Cuatro

Franco se sorprendió al entrar al restaurante y verlo atestado de gente. A simple vista, los tres chiflados de la mañana no estaban, incluso había mucho más personal, y hasta camareros uniformados atendiendo las mesas. La caja estaba comandada por un joven que si bien aparentaba su edad, vestía como un adolescente recién salido de la secundaria, y no paraba de coquetear con una de las meseras que claramente no le daba cabida.

Sin perder más tiempo, se acercó hasta la caja para preguntar por la simpática chica que lo había atendido en la mañana.

—Disculpá —comenzó para llamar la atención de Alan del otro lado del mostrador—. Estaba buscando a una chica que trabaja acá, flaquita, pelo lacio por los hombros, morocha pero con un degradado a rubio...

—¿Eva? —respondió Alan, dubitativo.

—No sé cómo se llama, estaba esta mañana cuando vine, tipo ocho. Estaba ella y dos empleados más.

—Sí, es Eva —dedujo finalmente—. Pero no está, ya terminó su turno. ¿Hubo algún problema? ¿Te cobró mal? Puedo ayudarte, soy el dueño de este lugar.

Franco se lo pensó un momento. ¿Y si el adecuado para hacer el sondeo sobre la terminal de Chanchi era ese muchacho? Pero durante esos segundos de silencio, y viendo el lenguaje corporal de Alan, comprendió que su visión de negocio estaba más cerca de la de su ex colaborador —porque de verdad pensaba despedirlo— que de la que necesitaba para sacar la terminal adelante. Además, dudaba de que ese joven realmente fuera el dueño de ese lugar tan anticuado; o era un empleado haciéndose el chistoso con un desconocido, lo cual era bastante grave, o era el hijo del dueño, que no es lo mismo que ser el propietario del lugar.

—No, no te preocupes. Paso mañana.

—¿Pero es algo relacionado al restaurante? De ser así, es conmigo con quien deberías hablar, Eva es solo una empleada.

—No —mintió—. Es un tema personal.

—Okey —esbozó confundido—. Entonces le digo que pasaste, ¿cómo es tu nombre?

Inmediatamente, se le vino a la cabeza el recuerdo de la mañana, el temor de ese trío de que fuera un delincuente cibernético, no necesitaba que su jefe la espantara innecesariamente.

—No, en serio, no es necesario —reiteró—. Vuelvo mañana a la mañana. Gracias.

Y se alejó antes de que el joven pudiera replicar algo, volvió a las oficinas de Chanchi para gestionar la desvinculación de Ignacio en recursos humanos, y luego se marchó al piso que compartía con su hermano del otro lado del dique, en pleno Puerto Madero.

Estaba estresado, la realidad era que todavía no se acostumbraba a la vorágine de co-comandar una finitech con su hermano, o como las revistas de negocios los llamaban, otro unicornio argentino.

Chanchi comenzó como un proyecto de programación personal. Franco era un adolescente pésimo para manejar sus finanzas personales, y como parte de un proyecto universitario creó una pequeña aplicación para control de gastos. Era mucho más intuitiva que un Excel lleno de fórmulas y columnas, y cuando empezó a interiorizarse en la programación para móviles, desarrolló la versión para Android.

Cuando compartió esta aplicación con su hermano, él, que ya era un estudiante de finanzas, comenzó a pedirle modificaciones, cositas... Y cuando menos se dio cuenta, Bruno había compartido su proyecto personal con uno de sus profesores, quien se ofreció a invertir para convertirla en una aplicación de pagos reales. La bola fue creciendo, y cuando Franco quiso darse cuenta, ya eran una finitech con todas las de la ley. Billetera digital, inversiones, criptomonedas, préstamos, beneficios... Bruno le devolvió la inversión inicial a su profesor con creces, y Chanchi se convirtió en un método de pago consolidado.

La realidad era que aunque compartieran las acciones de la compañía en partes iguales, Franco nunca sintió a Chanchi como suya. Si bien partió desde un proyecto personal, cuando Bruno tomó las riendas del diseño y las características de la aplicación con todo su expertise en el mercado y los negocios, y convirtió algo que hizo como hobby en su principal fuente de ingreso, perdió por completo el interés en el proyecto. Y aunque fuera el dueño de la mitad, se comportaba como un programador asalariado; de hecho, la oficina que su hermano montó junto a la suya con una puerta interna de conexión entre ambas, la convirtió en un espacio personal de ocio, y montó su escritorio principal junto al resto de los programadores. Era una oficina cerrada y vidriada en el medio del piso, llena de post-it, memes, y garabatos de marcador a modo de pizarra, que el resto de la compañía llamaba «la pecera de los nerds».

Y fue en uno de esos retiros en la soledad de su oficina privada que tuvo la idea de diseñar una terminal de pagos propia, algo completamente nuevo en el mercado. Atrás quedaría la pantalla verde monocromática, ya había visto terminales con pantallas coloridas similares a un pequeño celular, y fue eso lo que le dio la idea de ir más allá.

Si un celular podía contener toda nuestra vida digital, ¿qué sucedería si se le insertaba un celular a una terminal de cobros?

Así fue como comenzó a trabajar en lo que sería un celular propio de cada negocio. Partiendo desde la misma base que cualquier teléfono móvil, su idea fue completar el ecosistema de pagos con aplicaciones de control de stock, pedidos online, balances de gestión del negocio, y hasta un sistema de recompensas para los clientes más fieles. Tenía pensado también colocarle una cámara, y hasta un lector de códigos de barra para justamente facilitar el control de stock.

Pero el modelo que Bruno sacó al mercado, aquel que probaba Ignacio antes de que Franco partiera a Miami a un seminario de criptomonedas, era ese diseño inicial a medias. Tosco, sin cámara, y sin el menú intuitivo que había pensado. En su lugar, salió al mercado el modelo que apenas se enciende muestra un listado plano de funcionalidades, y muchas de ellas con nombres casi en binario, difícil de entender para una persona mayor, por ejemplo.

O para Evangelina, que con treinta y cinco años todavía estaba lejos de ser mayor, y evidentemente no lo entendía porque le facturó con la clásica terminal monocromática.

Decidió ponerse a descargar tensiones en el mini gimnasio que compartía con Bruno, ni siquiera reparó en vestirse para la ocasión, fue dejando un camino de ropa mientras llegaba hasta ese espacio, y ya con solo verse en el gran espejo en la pared, comprendió que necesitaba parar un poco. Cada vez que se estresaba o se frustraba, descargaba esos sentimientos haciendo pesas. Y era evidente que estuvo muy frustrado y estresado, sus brazos y su espalda lo confirmaban.

Descargó las tensiones de la discusión que tuvo con Bruno, y cuando se sintió con la mente en blanco, fue juntando la misma ropa que había regado por el piso, se duchó, y luego de prepararse una sopa ramen instantánea mientras consultaba el horario de apertura de La Escondida, se internó en su habitación dispuesto a cenar y a dormir.

Sabía que lo esperaba un largo día, lo que desconocía y le inquietaba era cómo iba a reaccionar Evangelina cuando se apareciera en el restaurante a las siete y media de la mañana, interrumpiendo nuevamente su serie.


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