Capítulo 7. «El peligro siempre será real cuando se trata de nosotros»


 «El peligro siempre será real cuando se trata de nosotros»

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OLIVER

Toda bruja tiene un gato, y el de la salvaje es el más feo de todos.

Lo compruebo al notar la enorme cicatriz que atraviesa el ojo izquierdo del animal que me mira como si yo fuese el peor de sus enemigos.

El mito de que las mascotas se parecen a sus dueños al parecer es real, porque ella se encuentra mirándome igual. Como si me odiara.

Y lo admito, la sonrisa divertida que está adornando mi cara tal vez tenga un poquito de culpa, pero es que no la he podido contener.

Ha sido una completa sorpresa —y no de las gratas— haber salido al jardín en busca de mi tía y descubrir que en la casa de al lado se encontraba una chica sentada plácidamente sobre una mecedora de madera con un pijama —muy sexy— de pastelitos, un gato entre las piernas y una taza de Harry Potter en las manos.

No porque de pronto la imagen haya provocado que me diese un vuelco el corazón y que mi mente comenzara a ser atropellada por un montón de recuerdos, sino por no haber esperado que el impacto de volver a encontrarme con esa niña de mi infancia que tanto disfrutaba molestar, pudiese ser superado por el ardor que se produjo en la boca de mi estómago al reconocer que, además, es la misma salvaje que la noche anterior me mandó muy sutilmente a la mierda.

Emma Clark es la salvaje.

La salvaje es mi vecina.

«Gracias universo, por esta putada».

Mi padre me envió al pueblo a vivir una tortura, pero la chica que se encuentra al otro lado de la empalizada, desde anoche se ha convertido en mi jodida pesadilla.

Aun así, no soy malditamente capaz de quitarle los ojos de encima. Sabía que algo en ella me había resultado familiar, pero sigo intentando hacerme a la idea de que la chica que anoche me pateó las pelotas, es la misma que una década atrás se echaba a llorar cuando tiraba de su coleta y le decía que era una niña muy fea.

Ni siquiera sé por qué le decía eso cuando lo cierto es que la brujita siempre había sido preciosa, con todas esas pequeñas pequitas adornando su nariz, esa sonrisa inocente y esa melena rojiza y alborotada que la hacía tan parecida a Hermione Granger.

Supongo que solo la molestaba porque me daba vergüenza admitir que me divertía más con una mocosa de ocho años que con los niños de mi edad que me invitaban a jugar en la calle. Y porque necesitaba una excusa para acercarme a ella y consolarla, puede que eso también.

La verdad es que no lo tengo claro del todo. Éramos un par de críos que habían coincidido en la vida solo porque sus padres los llevaban a pasar el verano en el mismo lugar. Éramos el resultado de una casualidad.

Y ahora que el destino me ha hecho encontrarme de nuevo con ella, me da la impresión de que ya no es ni la sombra de lo que un día fue. No cuando por más que trato, no logro ver esa inocencia que desprendía cada que agitaba su varita e intentaba hechizarme.

O tal vez lo único que ha cambiado sea mi forma de mirarla.

Porque mierda, desde que la vi en la discoteca, no he parado de preguntarme qué es lo que tiene esa criatura del demonio que con solo una mirada ha conseguido despertar en mí un primitivo deseo de doblegarla. De hacerla mía.

Y es el mismo rechazo que ella ha demostrado por mí, el que me hace sostener su mirada sin borrar la sonrisa. Porque sé que, después de todo, estar viéndome aquí, con el hombro apoyado en uno de los pilares de madera, los brazos cruzados, y mi mejor pose de «modelito», no la está haciendo rabiar tanto como el hecho de reconocer que, además de ser el mismo chico por el que estuvo babeando desde lo alto de la barra, soy el niño con el que comparte un pasado que estoy seguro, ella tampoco ha podido olvidar. No del todo.

Y este punto que acabo de anotar a mi favor, nos deja con el marcador empatado.

—Hola, Granger —la saludo, rompiendo finalmente el silencio—. ¿Me extrañaste?

La veo tomar una inhalación profunda antes de ponerse de pie de forma tan abrupta que el gato maúlla cuando cae a sus pies.

Con la mandíbula apretada y los pies descalzos, se acerca al lado de la balaustrada que queda en paralelo con el pórtico de mi tía. Yo hago lo mismo, separándome del pilar y acercándome a ella.

Nuestras miradas se encuentran en medio de una guerra que ninguno de los dos parece tener intenciones de perder.

No sé cuánto tiempo pasamos así, pero tras lo que me parecen minutos de estar quemándome bajo la intensidad de esos ojitos cafés, el gato del demonio toma posición en esta guerra, saltando sobre el borde de la madera y mirando en mi dirección con sus ojos verdes y entrecerrados.

Todo muy turbio.

La salvaje se cruza de brazos y me estudia de los pies a la cabeza, como si necesitara comprobar por última vez que lo que está viendo es real. Que yo lo soy.

Mis cejas se elevan, preguntándole en silencio si es que esa lengua viperina ha sido devorada por los ratones, pero justo cuando separa los labios para responder, o en su defecto, para mandarme de nuevo a la mierda, el sonido de un claxon que proviene del otro lado de la propiedad consigue que los vuelva a cerrar.

No tengo idea de quién pueda ser la persona que acaba de llegar, pero a ella parece resultarle mucho más importante que yo, porque tras una última mirada asesina se da media vuelta y se interna de nuevo en la casa.

El gato del demonio la sigue después de lanzarme un bufido, atravesando la puertecilla para animales.

Sacudo la cabeza y dejo escapar todo el aire que no sabía estaba conteniendo.

—Bruja —mascullo.

Y no sé por qué lo hago, pero por alguna retorcida razón, decido seguirla, atravesando a toda velocidad la cocina hasta llegar a la estancia y saltar por encima de los muebles como si de una película de acción se tratará.

Edward, que está sentado en uno de los sofás enviando mensajes con su celular, arruga la frente al verme pasar frente a él como la versión joven y mejorada de Tom Cruise, pero ignorando su interrogante consigo llegar atropelladamente a la ventana del salón que conecta con la calle.

Me asomo por un resquicio de las cortinas justo a tiempo para ver al rubio alto, fornido y con lentes de sol que está bajando del BMW rojo que esta estacionado frente a la casa de mi vecina.

El tipo no ha dado dos pasos en dirección al caminillo que atraviesa el jardín cuando unos brazos le rodean el cuello y una melena rojiza se interpone en mi campo de visión.

Él no tarda mucho en responder a su abrazo y levantar a la salvaje del suelo, haciéndola girar por el aire. El sonido de su risa consigue colarse hasta mis oídos, provocando que se me tense la mandíbula mientras veo como nuevamente la deja en el suelo, pero sin separarse del todo de ella, que lo sigue abrazando como si no lo hubiera visto en años.

Una parte muy jodida de mi ser se lamenta de no ser yo quien esté recibiendo un abrazo como ese, pero la otra supone que el peso de esa promesa que nunca cumplí, no me da el derecho a exigir algo como eso.

Tampoco lo necesito.

Nunca lo he hecho y no voy a empezar a hacerlo ahora.

Además, en lugar de molestarme la muestra afectiva de ese par, debería sentirme complacido. Y es que, si ese tipo es el novio de la salvaje, entonces sobran razones para entender el porqué de su rechazo la noche anterior.

—¿Qué estás mirando? —La cabeza de Ed aparece sobre la mía, haciendo que luzcamos como un par de viejas chismosas—. No me digas que ahora te ha dado por espiar a los veci... Espera, ¿qué está haciendo esa chica ahí?

—¿Conoces a Emma? —Me giro hacia él, completamente descolocado—. Pero, ¿cómo...?

—Un momento —me corta—. ¿Tú también la conoces?

Nos alejamos de la ventana al notar que la pareja ya ha desaparecido de nuestro campo de visión, seguramente hacia el interior de la casa.

—La conozco desde que estaba en pañales —respondo—. Es nieta de la vecina de al lado y la pesadilla con la que me topé anoche antes de enrollarme con la bipolar. Lo que no entiendo es cómo cojones la conoces tú.

—¿Recuerdas la rubia que te comenté que había conocido cuando estaba fumando? —Asiento con el ceño fruncido—. Pues ella es la amiga.

Dejo escapar un bufido.

—Al final va ser cierto es de que pueblo chico...

—Infierno grande —completa mi amigo, con una sonrisita—. ¿Y a qué te refieres con eso de que ella fue tu pesadilla de la noche?

Respiro hondo y me pongo cómodo antes de proceder a contarle rápidamente todo lo referente a mi encuentro con la salvaje la noche anterior. Cuando finalizo con el relato, Ed parece estar aguantándose las ganas de reír.

—Ni te atrevas —le advierto, pero es en vano, porque lo siguiente que termina llenando el silencio de la estancia es la sonora carcajada que sale disparada de su boca—. Imbécil. —Le lanzo un cojín que apenas consigue esquivar en medio de los espasmos de su risa.

—Lo siento, pero que... —Intenta calmarse—. Joder, lamento mucho no haber estado ahí para ver a esa chica partiéndote las pelotas.

Pongo los ojos en blanco.

—Cómo si a ti no te las hubieran pateado ya.

—Claro que lo han hecho —repone, secándose una lágrima de pura diversión. Será cabrón—. Pero solo cuando me toca defenderte en alguna de esas peleas que a ti te encanta iniciar, princesa. No por andar dándomelas de chulito con una chica que no me da ni la hora.

Se echa a reír otra vez y yo me contengo para no estamparle otro cojín en la cara.

—¿Sabes qué? No tengo tiempo para tus chistecitos.

Me saco el móvil del bolsillo y presiono el botón de encendido esperando que el aparato no me estalle en las manos cuando comiencen a entrar todos los mensajes y notificaciones de llamadas perdidas que han de haberse estado acumulando desde ayer por la tarde cuando Ed y yo abandonamos la ciudad.

Por suerte no estalla, a pesar de tener como veinte llamadas perdidas de mi vecina y como el doble de mensajes, pero lo que más me sorprende es no conseguirme con más de un mensaje por parte de mi padre. Donde me dice que lo llame en el mismo instante en el que lo lea. Y eso hago.

—¿A quién llamas? —indaga Ed cuando me ve llevarme el móvil a la oreja.

—A papá —respondo con los ojos en blanco al tiempo que escucho el primer tono del otro lado de línea.

Edward parece entender que para esto voy a necesitar un poco de privacidad, porque lo veo ponerse de pie y caminar hacia la cocina.

Un segundo después, Richard Jackson me hace el honor de contestar, y lo hace con un tono de voz que casi consigue reventarme el oído:

¡¿En qué coño estabas pensando, Oliver Alexander Jackson?!

—Hola para ti también —le respondo, aburrido.

Ni siquiera intentes dártelas de listo conmigo —rebate papá, y me lo puedo imaginar apretando los dientes—. Creíste que porque habías puesto a tu tía a dar la cara por ti te salvarías de vértelas conmigo.

—Pero es que no puedo vérmelas contigo, papá. Estoy a cientos de kilómetros de distancia, ¿lo recuerdas? No te veré la cara hasta dentro de ocho putas semanas.

¿Para cuándo se te van a acabar las reservas de ironías, Oliver?

—Para cuando a ti se te acaben las de secretos, Richard —replico, y lo escucho resoplar.

¿Necesito recordarte que soy tu jodido padre y que me debes respeto? —inquiere en un gruñido que incluso a través del auricular me hace sentir muy pequeño—. ¿O estoy siendo demasiado benevolente al no estar considerando la idea de cancelarte las malditas tarjetas ahora mismo?

Mi puño se aprieta contra el teléfono, pero haciendo mi orgullo a un lado me obligo a mascullar un:

—Tienes razón, papá. Lo siento.

Un lo siento no me basta, Oliver. Ya te he escuchado pronunciar esas dos malditas palabras demasiadas veces como para tomármelas en serio. ¡Te lo he dado todo, joder! ¡Todo! ¿Y es así como me pagas? ¿Con desacato, rebeldía, e innumerables faltas de respeto?

—Lamento ser tu hijo problema.

Por dios, Oliver, ni siquiera creas que victimizándote me vas a ablandar —replica él, haciéndome maldecir internamente—. No tienes ni idea de lo grave y peligroso que fue lo que hiciste.

—Estoy en el pueblo. Hice lo que me pediste. No todo tiene que ser siempre bajo tus términos, papá.

¿Y sí bajo los tuyos? Que siempre terminas haciendo lo que te da la gana sin medir las consecuencias. —Se ríe sin humor.

—¿Y cuáles son esas consecuencias? —replico—. Porque hasta ahora lo único que tengo claro es que me sacaste de la ciudad para que no siguiera manchando tu imagen.

Ya te dije que...

—Nada —lo corto—. Nunca me dices nada. Al menos no lo importante. Y lo siento, de verdad. Pero si me paso la vida en la calle haciendo lo que se me viene en gana, será porque en casa siempre me dejas de lado. Te quejas de que me comporto como un niño, ¿pero si quiera te has preocupado en tratarme como un adulto?

Oliver...

—No te atrevas a decir que no tengo razón —lo interrumpo—. Siempre es lo mismo contigo. Te pasas la vida paranoico y preocupado, cuidándome de todo lo que me rodea en lugar de decirme cual es el gran peligro que nos asecha para que pueda aprender a defenderme de él. A veces ni siquiera sé si el peligro es real o solo está en tu cabeza, ¿sabes?

El peligro siempre será real cuando se trata de nosotros, Oliver. Somos figuras públicas. Nuestro apellido tiene un gran peso en la política y la sociedad. Tenemos enemigos. Yo los tengo. Así que no te atrevas a cuestionar mis métodos para cuidar de mi familia.

—¿Cuál familia, papá? —inquiero, cansado ya de pelear—. Han sido tus mismos métodos los que se han encargado de dividirnos. Kate y Rob están en Los Ángeles desde hace años, tía Cristina viviendo sola en este maldito pueblo, y yo contigo en una casa en la que apenas nos vemos las caras. Esto no es una familia. Es una pantalla. Y yo no tengo problema en ayudarte a mantenerla, pero al menos dime qué demonios es lo que está pasando.

Silencio. Eso es todo lo que le sigue a mis palabras. Entonces, cuando me dispongo a comprobar que la llamada siga estando en curso, lo escucho pronunciar:

Tu tía volvió a llamarme esta mañana. —Mi ceño se frunce, porque después de toda la verborrea que ha salido de mi boca, lo menos que me esperaba era esto—. Lo hizo para informarme que al final si tendría que irse a atender unos compromisos que ya tenía fuera del pueblo. No sabe cuántos días le tomará. Pero mientras tanto, quedas a cargo de la casa.

—¿Qué?

Dijiste que no te trataba como un hombre, ¿no? Pues ahora lo estoy haciendo. Quedas a cargo mientras Cristina no está —repite—. Y, por cierto, ¿cómo la viste anoche? ¿Se encuentra enferma?

No que yo sepa —respondo, aun descolocado—. Anoche lucía perfectamente bien. ¿Por qué?

Por nada. —Lo escucho suspirar—. Cuando hablamos me dio la impresión de que no se encontraba muy bien, pero probablemente solo estuviera cansada por el trasnocho.

—Lo siento por eso también —ironizo, porque no hace falta que lo diga para saber que me está recriminando el haber interrumpido el sueño de mi tía.

Seguro —me devuelve él en el mismo tono—. Espero que Edward y tú no hagan ninguna tontería en su ausencia.

—¿Vale...? —pronuncio, porque la verdad no sé qué otra cosa decir. Una parte de mí se siente decepcionada de que mi tía al final haya decidido largarse. Anoche me había dado la impresión de que realmente estaba dispuesta a renunciar a todos sus compromisos para pasar estos días conmigo, pero al mismo tiempo entiendo que ella tiene una vida más allá de mí y de las decisiones apresuradas de mi padre. Además, yo ya no soy un crío al que ella necesite cuidar—. Entonces..., ¿esto es todo?

No —responde mi padre, y su tono ha pasado de autoritario a cansado—. Sé que acatar mi palabra es una tarea infinitamente difícil de cumplir para ti, pero por favor, recuerda lo que te dije sobre las redes sociales, Oliver. Nadie, absolutamente nadie, puede saber que estás en el pueblo. Ni siquiera tu novia.

—Alessa no es mi novia. —Pongo los ojos en blanco.

No me interesa lo que sean tú y la hija de Gil. Nadie puede saberlo.

—¿Ni siquiera tu mejor amigo?

Nadie —recalca—. Es de suma importancia que tu paradero, y ahora también el de Ed, permanezcan ocultos del mundo. Yo me encargaré de hablar con los Watson para que no entren en pánico, ¿estamos?

—Estamos —repito, dejando escapar un suspiro.

Prométemelo, Oliver. Prométeme que vas a hacerme caso esta vez.

—Vale, te lo prometo. No se lo diremos a nadie.

Ni siquiera a Alessa.

—Ni siquiera a Alessa —repito, a pesar de haber visto ya varios mensajes suyos preguntándome en donde demonios me había metido.

—Muy bien. —Papá parece más tranquilo esta vez—. Ahora tengo que irme. Están esperando por mí para una rueda de prensa. Pronto estaré de nuevo en contacto contigo. Mantente alejado de los problemas mientras tanto.

—Ajá —mascullo, pero la llamada ya ha terminado—. Sí, yo también te quiero, papá.

Me llevo el aparato a la frente mientras intento encontrarle sentido a todo esto una vez más. No es un secreto que últimamente han estado relacionando a mi padre con el narcotráfico, y de ahí a que su campaña últimamente se haya estado viendo tan afectada, pero tendrá eso alguna relación con su decisión de enviarme lejos de la ciudad, o simplemente no se atreve a ser sincero y decirme que mi presencia en Miami no hace más que empeorarle las cosas.

Si tan solo supiera que yo no soy quien busca los problemas, sino al contrario. Desde que Richard Jackson se convirtió en una figura importante e influyente, yo también me he visto afectado por la opinión pública, por los miembros jóvenes del círculo social en el que nos manejamos, y hasta por mis propios compañeros de la universidad.

Con todos es blanco o negro. O me aman o me odian. Y quienes me odian, lo hacen de verdad.

Voy a carreras clandestinas porque correr es mi pasión, pero quienes pierden ante mí no suelen tomárselo nada bien. Consideran que gano solo porque tengo dinero para pagarme el mejor de los autos y no porque realmente tenga talento para correr.

Es cierto que disfruto de ser quien soy. Me gusta tener lo mejor y no me avergüenza admitirlo. Pero no por ello permitiré que cualquier imbécil ardido desmerite aquello por lo que llevo años trabajando. Y es ser el mejor en todo.

Ganar.

No existe en el mundo mejor sensación que eso.

Lo sé porque las veces que perdí, fueron una autentica putada, y desde entonces no he vuelto a permitir que algo así me suceda.

Soy un mal perdedor, lo sé. Y siendo completamente sincero, esa fue la razón por la que anoche hice lo que hice. Porque no había sido capaz de ganarle la batalla a mi padre y de alguna forma me tenía que desquitar.

A él nunca puedo ganarle, y llegados a este punto, quizás lo más inteligente sea dejar de pelear.

—¿Princesa? —me grita Ed desde la cocina—. ¿Ya terminaste de hablar?

—Sí —respondo en el mismo tono, poniéndome de pie—. ¿Qué pasa?

—Que tu tía es una floja que parece tener un mes sin visitar el súper —dice cuando me ve entrar a la cocina—. Me estoy muriendo de hambre y aquí no hay ni huevos. Te pediría los tuyos, pero anoche te los reventaron.

Le dedico una mirada asesina que lo hace reír y luego lo pongo al día de la situación con mi tía. Se gana otra mala mirada tras poner cara de perro triste, pero lo dejo pasar porque al menos durante unos días no tendré que soportar sus babosadas.

—¿Qué tal si salimos por ahí a ver si pillamos algún lugar donde todavía estén sirviendo desayunos? —sugiero, comprobando la hora en el móvil—. Aun no es medio día.

—Vale, princesa. Mueve entonces ese culito, porque estoy que te como a ti. —Me da una palmada en las nalgas antes de avanzar hacia la puerta principal.

—¿Estás seguro de que eres heterosexual? —inquiero, yendo tras él.

—¿Estás seguro de que eres hombre? —me devuelve él al tiempo que tira del pomo—. Es que nunca había conocido a uno que no tuviera pelotas.

—Ya no da risa, Ed —le espeto, cogiendo las llaves que están sobre la mesita a un costado de la entrada antes de cerrar la puerta a mi espalda—. Te aconsejo que vayas cambiando el repertorio de tus chistecitos.

—Lo haré cuando algo mucho más épico que tú siendo rechazado por una chica suceda —canturrea él, bajando de dos en dos los escalones del pórtico.

Me limito a resoplar al tiempo que miro en dirección al auto rojo que sigue estacionado frente a la casa de mi vecina.

Con la muestra tan efusiva de amor que le dio la salvaje al rubito ese cuando llegó, ya me los puedo imaginar enrollándose en su habitación.

—¿Qué pasa, little princess? —inquiere Ed rodeando el auto hasta la puerta del pasajero—. ¿El golpe te dejó sin palabras?

—Para ya de decir chorradas, ¿quieres? —le gruño, sintiendo que el humor me ha cambiado en cuestión de segundos—. Y mejor démonos prisa para encontrar un lugar antes de que sea tarde.

Desactivo el seguro de mi deportivo con el mando a distancia, pero antes de que consiga poner un pie en el interior, una voz dulce y jovial pronunciando mi nombre consigue que me detenga.

Me vuelvo para encontrarme a unos pocos metros con una mujer de cabello canoso, piel pálida y arrugada, y unos ojos verdes que no habría podido olvidar en la vida.

—Anny —el nombre se escapa de mis labios como si tan solo ayer la hubiese visto por última vez, con el cabello aun en un tono rojizo y la piel un poco más estirada.

Seguía siendo una abuelita, pero claramente con mucha más vitalidad de que ahora aparenta. Aunque igual de preciosa.

—Oh, dios mío, Oliver —dice acercándose con una rosa roja en la mano. Yo también ayudo a eliminar la distancia, a travesando el jardín de mi tía para colarme en el suyo—. Supe que eras tú en el mismo instante en el que te vi. Pero mira nada más cuanto has crecido, pequeño.

La mano con la que no está sosteniendo la rosa cae sobre mis mejillas cuando nos encontramos. Yo le devuelvo la sonrisa.

Puede que su nieta me resulte una auténtica pesadilla, pero Anny es una de esas personas que se ganan tu afecto sin siquiera intentarlo.

Quizás el tiempo haya puesto a dormir los recuerdos de esos veranos que me pasé jugando en el patio trasero de su casa, pero ahora que la tengo nuevamente de frente, me es imposible no pensar en todas esas galletas de chocolate, tartas y marquesas que la anciana preparaba para nosotros.

Igual que el cariño con el que solía tratarme a pesar de ser solo el sobrino de su vecina.

—Usted, por el contrario, luce mucho más joven que años atrás —le digo, ganándome unos ojos en blanco que me hacen recordar a su nieta.

—Al parecer todos los jovencitos de hoy en día son igual de aduladores, pero gracias por el cumplido —ironiza con diversión.

—Usted se merece eso y mucho más. —Le guiño un ojo que la hace reír y negar al mismo tiempo.

—Basta ya de tonterías y dime cómo has estado, cariño. Después de todos estos años no creí que tu padre, tus hermanos y ustedes fueran a regresar. ¿Dónde están? Quiero verlos a todos. —Anny se separa de mí para mirar en dirección a mi auto, pero solo se consigue con la sonrisa de Ed y un saludo de su mano.

—Ese es Edward. Mi mejor amigo —le digo—. Y lamento decepcionarte, Anny, pero solo hemos venido él y yo a pasar el verano. Papá está en la ciudad ocupado con su campaña y mis hermanos hace un tiempo ya que viven en Los Ángeles.

La anciana por un momento parece decepcionada, pero al segundo siguiente recupera la sonrisa.

—No pasa nada, cariño. Me basta con que tú estés aquí —dice, y la sinceridad en sus palabras remueve algo en mi pecho—. No tienes idea de lo mucho que te he echado de menos. Y Emma tamb... ¡Oh, dios, Emma! Esa niña va a enloquecer cuando te vea. Espera que vaya por ella.

Se de media vuelta para regresar a la casa, pero mi mano en su muñeca consigue que se detenga.

—Anny, espere —digo, y no sé muy bien por qué de pronto me siento así de nervioso—. Yo también tengo muchas ganas de ver a Emma —agrego lo que debería ser una completa mentira, pero en el fondo no parece ser más que una absurda verdad—. El problema es que Ed y yo tenemos que estar en un lugar ahora mismo. ¿Podemos..., eh, dejarlo para después?

—Claro, claro. —La anciana agita una mano para restarle importancia—. Entiendo que tendrás cosas mucho más importantes que hacer y...

—No es que no quiera verla —reitero porque no es mi intención hacerla sentir mal—. Es solo que no puedo ahora. De verdad lo siento.

—Tranquilo, cariño. —Sus dedos arrugados me tocan el brazo—. Ya habrá tiempo para un reencuentro más tarde y... ¡oh, por dios, tengo una idea!

—¿La tiene? —inquiero, medio curioso, medio temeroso.

—Sí —responde, agitando la rosa con emoción antes de echar un vistazo en dirección a la casa como si quisiera comprobar que nadie nos está espiando—. Hagamos que sea una sorpresa para ella, ¿te parece?

—¿Cómo que una sorpresa?

Ella se acerca a mi oído todo lo que su estatura le permite. Yo la ayudo agachándome un poco para escuchar las palabras las siguientes palabras que pronuncia casi en un tono confidencial:

—Le diré a Emma que esta noche he invitado a cenar a un ex colega del ayuntamiento y a su nieto, pero en su lugar aparecerán tú y tu amigo para sorprenderla.

—¿Está segura de que eso es una buena idea? —inquiero, echando la cabeza hacia atrás.

«Porque yo claramente no».

—¡Es la mejor! —exclama ella, desbordada de emoción—. Dudo que lo sepas, pero ayer fue su cumpleaños y no me dejó tomar un poco de mis ahorros para hacerle un regalo. Es una niña muy terca. Pero ahora que tú estás aquí, dudo que exista un mejor regalo que yo pueda darle que tu presencia.

—No estoy seguro de eso. —Me rasco la parte trasera del cuello—. Quizás ella ni siquiera se acuerde de mí.

—Pero qué cosas dices, muchacho —suelta la anciana con un bufido—. Emma cree que no tengo idea, pero sé que se sienta todas las mañanas a tomar su desayuno en el pórtico trasero solo para mirar el bosque donde ustedes solían jugar. Ella no te ha olvidado, Oliver. Y tampoco quiere hacerlo.

Ni siquiera sé cómo responder a todo este golpe de información. Así que hago lo único que el cerebro me permite: asentir.

—Está bien —digo, sabiendo que está todo mal—. ¿A qué hora debo presentarme?

La sonrisa de Anny está a punto de partirle la cara.

—A las siete está perfecto —apunta—. Emma y yo lo tendremos todo listo.

—Vale. A las siete entonces. —Sonrío, aunque sinceramente no sé si me convendría más comenzar a llorar.

—Perfecto. Y ahora vete, vete. —Agita la rosa para correrme—. Antes de que ella salga y te vea.

Me despido una última vez con la mano y después de eso finalmente subo en mi auto. Ed lo hace también. Y una vez que pongo en marcha el motor y comenzamos a avanzar por la calle, comenta:

—¿Qué ha sido todo eso, princesa? No sabía que te fueran tan maduritas.

—No seas imbécil —le espeto, aunque por alguna razón estoy sonriendo—. Esa señora era la abuela de la salvaje.

—Bien... ¿Y qué quería?

—Saludarme —respondo—, y también invitarme a cenar esta noche.

—Por todos los superhéroes de Marvel, princesa. Esto se está poniendo cada vez mejor —exclama él, divertido—. ¿Qué piensas hacer?

Me muerdo el labio inferior y tamborileo los dedos contra el volante.

—No soy maestro —le digo, dejando que una sonrisa se tome mis labios—. Pero pienso darle una lección a esa salvaje.

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Hola, pecadoras.

¿Qué tal vamos hasta ahora? ¿Se siente como un libro nuevo? ¿les gusta? 

Nunca he pedido más que sus votos y hermosos comentarios. Los estaré leyendo.

Besitos ♥

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