Capítulo 33. «Solo te amo ti»
«Solo te amo ti»
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Un viaje al pasado...
—Mi novio es un imbécil —declaró la pelinegra, dejándose caer en los escalones traseros de la vieja cabaña de sus padres.
El chico a su lado sonrió divertido, aunque en ese momento no se sentía alegre en lo absoluto.
—Eric siempre ha sido un imbécil, Soph. —Dejó escapar el humo de una calada que la brisa no tardó en arrastrar—. Pero es un imbécil de puta madre.
—Estoy hablando en serio, Richard. —La chica le dedicó una mirada ominosa—. Ya estoy cansada de fingir que no tengo idea de lo que hace cuando desaparece de la forma en la que lo ha hecho hace un rato.
Horas atrás, ellos y el resto del grupo habían estado jugando al Scrabble y bebiendo cervezas como ya era costumbre cada que visitaban la cabaña de los Smith, a orillas del lago, mientras los adultos no estaban. Sin embargo, aquella noche, no todo había sido diversión.
Durante un descanso, Richard y su novia tuvieron una discusión acalorada en una de las habitaciones, y cuando finalmente se unieron al resto, lo hicieron sin dirigirse ni una sola mirada. Un rato después, cuando Eric ideo una excusa barata para largarse, Helen aprovechó la oportunidad de pedirle el aventón.
Richard tensó la mandíbula, pero no dijo nada. Se suponía que ambas parejas se quedarían a pasar esa noche en la cabaña, en una especie de cita doble de esas que a las chicas les parecían súper románticas. Sin embargo, ese era un plan que tras su discusión ya no tenía sentido.
Eventualmente, considerando que ya habían sido demasiados porros y cervezas por una noche, el resto comenzó a despedirse también.
—¿Vienes, Richie? —Cristina le había preguntado a su hermano, colgada al brazo de su novio con un bonito vestido de puntos y unos aretes de plata que brillaban en la oscuridad.
—En cuanto termine con esto, Tina. —Richard agitó su botellín de cerveza en el aire.
Ella le dedicó una sonrisa compasiva antes inclinarse y besar su mejilla.
—No te angusties, hermanito —le dijo en voz baja—. Si hay una pareja lo suficientemente mágica para encontrarle una solución a cualquier problema, son ustedes.
El castaño sonrió con tristeza.
—A veces la magia no es suficiente.
Su hermana pequeña negó con la cabeza, pero en lugar de insistir con el tema se dio media vuelta y caminó hacia la pickup roja de Luke.
—No te pasas con las cervezas si tienes planes de conducir, hermanito —le advirtió Luke, despidiéndose con un choque de puños—. Y deja de comportarte como una nenita despechada, ¿quieres? Das un poquito de pena.
—¡Luke! —Lo reprendió Cristina, arrastrándolo a la pickup roja que el chico conducía.
—¡Era broma, nena! Ese cabrón lo sabe, ¿verdad? —El moreno se volvió para guiñarle un ojo a su amigo.
Richard consiguió sonreír, a su pesar.
—¡Ya lárgate, idiota!
Aun riendo, Luke y Cristina subieron a la camioneta y se pusieron en marcha. Un minuto después fue el turno de Daniel Taylor. Su despedida fue rápida, ya que una chica castaña y menuda que colgaba de su brazo, parecía bastante dispuesta a succionarle hasta la médula ahí mismo.
—Nos vemos, hombre.
Richard apretó el cigarrillo entre sus labios antes de chocar el puño de su amigo.
—Hay un hotel a cinco kilómetros de aquí, por en el camino lo necesitas. —Daniel puso una cara de circunstancias que de nuevo hizo a Richard sonreír.
Estaba claro que la compañía de la chica no era lo que al rubio más le apetecía, pero Richard sabía por qué ninguna chica resultaba suficiente para Daniel Taylor. El chico llevaba un par de años colado por una muchacha que no le correspondía, y se escondía tras su faceta de casanova para no hacer tan evidente —e incómodo— el corazón partido que albergaba en su interior.
—Disfruten el resto de su noche, chicos —se despidió Sophia con una sonrisita sugerente, apoyaba contra la balaustrada de madera—. Pero con responsabilidad, eh.
Daniel le dedicó una mirada ominosa y luego se subió en el costoso BMW de sus padres con la chica sanguijuela pegada a su cuello.
Desde que él y Richard se conocieron en el instituto, el rubio había pasado a formar parte fundamental de su grupo de amigos. Desde entonces, él y Eric se habían mantenido en una carrera constante por ver quién de ellos era capaz de conquistar la mayor cantidad de chicas en el pueblo. El quarterback del equipo de futbol americano que conducía un descapotable, o el rebelde badboy que iba en una Harley-Davidson por la vida.
Richard le habría apostado al segundo, si este no se hubiera pillado por la pelinegra que estaba a su lado hacía más de un año ya.
—No hay otra chica, si eso es lo que estás pensando —le dijo entonces, retomando la conversación—. Eric te tiene a ti, Soph. Y tú eres suficiente para cualquiera.
Richard le dio otra calada a su porro, ajeno al vuelco que dio el corazón de la muchacha.
—No lo suficiente para mi novio, por lo visto —dijo ella, controlando sus emociones.
—¿Lo dices porque se ha ido de pronto?
—Lo digo porque me está engañando.
Richard torció los labios en una mueca. Era cierto que antes de salir con Sophia, su amigo se había hecho con una reputación bastante cuestionable entre las chicas del pueblo. Sin embargo, desde que estaba en una relación oficial con la pelinegra, las cosas habían cambiado para bien. Al menos ya no parecía tan desesperado por ganar en su competencia contra Daniel. Se había llevado el premio mayor con esa chica. Y ella parecía ser ese respiro que el tanto necesitaba.
Juntos hacían la puta pareja más guapa y envidiada del pueblo. Las chicas deseaban ser ella, los chicos querían ser él. Y cuando estaban juntos, sin importar dónde o con quien, sus muestras afectivas desataban silbidos, vítores y arcadas fingidas entre su grupo de amigos.
Hasta ese momento, Richard habría jurado que todo estaba bien entre ellos. Incluso, para sus adentros, los envidiaba un poco. Helen y él no habían estado atravesando su mejor etapa durante los últimos meses. Los planes para su futuro comenzaban a chocar entre sí, y sus caminos parecían alejarse cada vez más.
Esa era la razón de que esa noche se encontrara allí, fumando maría, con un botellín de cerveza a medio acabar en la mano, y la vista perdida en la nada.
Quienes no supieran aquello, podrían haber jurado que seguían siendo la pareja más idílica y perfecta del mundo, pero ahora dudaba de que eso fuera verdad. Así que, ¿por qué no podía estar equivocado respecto a la relación de sus amigos?
—¿Tienes pruebas? —preguntó entonces, mirando a la novia de su amigo—. De que te está engañando, ¿tienes pruebas?
—Yo misma lo vi.
—¿Lo viste? —Richard pareció sorprendido—. ¿Haciendo qué exactamente?
—Besándose con alguien más. En las aulas condenadas del viejo instituto.
El muchacho mascullo algo parecido «Estúpido cabrón».
—¿Quién era la chica?
—Diana Wood —mintió ella tragando saliva.
Eso era menos humillante que la verdad.
—No lo entiendo —dijo Richard, descolocado—. Eric no me ha hablado de otra chica desde que está contigo. Tampoco me dijo que lo habías pillado.
—Eso es porque él no lo sabe. —La chica llevó sus ojos al frente—. No he tenido el valor de enfrentarme a él porque si lo hago... entonces será real.
—Joder, Soph. Eso está muy mal.
—¿Crees que no lo sé? —Hizo una mueca antes de robarle el botellín de cerveza y acabársela de un trago largo.
Richard suspiró y luego fue por un par más al congelador. Al parecer ambos estaban necesitando una buena dosis de alcohol esa noche. Al regresar, se sentó de nuevo a su lado al regresar y le ofreció una nueva botella.
—¿Por qué sigues estando con él? —le preguntó tras un minuto de silencio.
Le sentó mal hacer aquella pregunta. Eric era uno de sus mejores amigos, pero no por ello iba a justificar sus acciones.
—Por la misma razón que tú no la dejas a ella a pesar de todo —respondió Sophia, abrazándose las rodillas—. Porque lo quiero.
Richard tragó saliva y volvió a inhalar de su porro. Durante largos segundos se mantuvo en silencio, mirando a lo lejos el reflejo de la luna en las aguas del lago y escuchando el ulular de los búhos hacer eco entre los árboles.
—Hemos terminado —confesó de pronto, convirtiendo el hecho en algo real—. De hecho, ella rompió conmigo. Creí que había sido bastante evidente cuando nos volvimos a reunir con ustedes.
Sophia lo miró, falsamente confundida.
—Noté que habían discutido, Richie, pero sinceramente creí que solo era una pelea más. Como las demás.
—Ya ves que no. —Encogió los hombros, llevándose el botellín a los labios.
—¿Qué pasó?
—Recibí un ultimátum de The U —le dijo—. Ahora que Cristina es mayor de edad y mi tutela ha dejado de ser una excusa para seguir retrasando mi ingreso en la facultad de negocios, quieren que no me mude al campus al finalizar el verano. De lo contrario perderé mi beca.
—Eso es una mierda.
—Lo sé, pero da igual. Cuando le dije que pensaba rechazar mi plaza y quedarme aquí, ella se puso como loca.
—Y prefirió romper contigo antes de permitir que arruinaras tu futuro por su culpa —completó Sophia, luchando para no poner los ojos en blanco. Richard asintió sin mirarla—. Que estupidez. Por parte de ambos.
—No puedo dejarla —admitió el chico en voz baja—. Simplemente no puedo, Soph.
—Pero ella sí que puede dejarte a ti, ¿no?
—Ella solo quiere que cumpla mis sueños.
«No. Solo quiere hacerse la mártir», difirió la muchacha en su mente.
—Exacto, y esta es tu oportunidad de hacerlos realidad. ¿Piensas quedarte aquí de todas formas?
—No lo sé. —Richard desechó la colilla del porro con más fuerza de la necesaria—. Esta es mi única oportunidad para estudiar en una universidad de prestigio en la ciudad, pero no sé lo que es estar sin ella en mi vida. Y estoy seguro de querer averiguarlo.
Dejó caer la cabeza y sacudió su cabello con frustración. Sophia colocó una mano en su espalda y trató de calmarlo con caricias suaves.
—Conozco a Helen —le dijo—. Jamás te perdonará si te quedas.
El muchacho volvió su rostro para mirarla.
—¿Por qué es tan jodidamente difícil convencerla de irse conmigo?
—No lo sé. Pero si yo fuera ella, no dudaría en acompañarte.
—¿Lo harías?
—Por supuesto. —Sonrío de lado—. ¿Por qué conformarme con vivir en este patético pueblo cuando hay todo un mundo de posibilidades ahí fuera? Es ridículo si quiera pensar en negarse.
—Helen sigue insistiendo en que su lugar está aquí.
—Claro. Aunque para mí solo está siendo... Lo siento. —Negó con la cabeza—. Helen es mi mejor amiga. La quiero. Y no debería estar juzgando sus decisiones. Olvídalo.
—Hey, tranquila. —Richard la tomó su barbilla y con cuidado la obligó a mirarlo—. Está bien, Soph. Eric también es mi amigo y aun así creo que es una putada lo que está haciéndote. Puedes decirme lo que piensas, no pasa nada.
—¿Me prometes que no vas a tomártelo a mal? —Lo miró a través del mechón azabache que cubrían la mitad de su rostro.
—Prometo que no voy a comportarme como la nenita despechada que Luke dice que soy.
Sophia dejó escapar una risita por la nariz.
—Vale. —dijo, suspirando—. Pienso que Helen está siendo muy egoísta e injusta contigo. Se niega a irse a la ciudad, pero, ¿realmente tiene un propósito en el pueblo además de limpiar mesas en el local de los Taylor?
—Está estudiando para enseñar a niños con condiciones especiales —la defendió él, sin poder evitarlo—. Y eso parece hacerle mucha ilusión. No todos tienen grandes sueños como los míos, Soph.
La pelinegra resopló.
—Estoy segura de que el mundo está lleno de niños defectuoso. Helen podría enseñar en cualquier otro lugar. Si realmente lo quisiera.
Richard tragó.
—¿A dónde quieres llegar?
—Tú estás dispuesto a quedarte por ella, ¿no? Entonces, ¿por qué ella no puede estar dispuesta a irse por ti?
—Sus padres...
Sophia lo cortó.
—Los señores Bell son perfectamente capaces de sobrevivir sin ella, créeme.
—¿Insinúas que... Helen no me quiere lo suficiente?
—No estoy insinuando nada. —La muchacha pareció ofendida—. Solo digo que terminó contigo porque no se ve capaz de cargar con la culpa de que te quedes por ella, pero tampoco es lo suficientemente valiente para irse contigo. Tiene miedo. Y si es capaz de dejar que el miedo la domine, entonces ella no te...
—Ella no ¿qué? —insistió Richard ante el abrupto silencio.
Sophia negó con la cabeza.
—Perdóname. No soy quien para decir esto.
—Solo dilo, joder.
—No te merece —le dijo, con gesto compasivo—. Si deja que sus miedos la dominen pese a todo lo que has dado por ella, entonces no te merece. Y no vale la pena que te aferres a una vida que no te llena solo para estar a su lado. Lo siento si estoy siendo demasiado dura, pero...
—Está bien. —La detuvo con un apretón en el muslo—. Supongo que... de alguna forma tienes razón.
—No quisiera tenerla —le dijo, mostrándose realmente afectada—. Tampoco en lo que se refiere al imbécil de mi novio, pero supongo que así son las cosas.
Richard se acabó el contenido de su cerveza ante de decir:
—Él tampoco te merece. Lo sabes, ¿verdad?
Sophia le sonrió con un deje de amargura.
—Con mi reputación, cualquiera diría que esto es todo lo que me merezco.
—Quien piense eso es imbécil.
—Pues entérate, cariño: vivimos en un pueblo repleto de imbéciles.
—Tú sabes qué clase de chica eres en verdad, Soph. Y eso es lo único que debería importarte.
—Ese es el problema. Que no lo sé. —Suspiró—. Solo sé cuál es la chica que quiero llegar ser.
Richard inclinó la cabeza para mirarla.
—¿Y qué chica es esa?
Ella se mordisqueó el labio inferior unos segundos antes de confesar:
—Quiero ser la única chica en la vida del idiota que amo.
—Quizás deberías amar a un idiota diferente.
—Y tú deberías amar a alguien más valiente —le susurró—. Alguien que esté dispuesta a todo por ti.
Esas palabras escocieron en el pecho del muchacho, pero se obligó a sonreír.
—Tal vez solo debamos mandar todo a la mierda por esta noche y emborracharnos, ¿qué dices?
—Digo que, si estamos hablando de mandar todo a la mierda, entonces es que ya estamos un poco borrachos.
Richard se echó a reír y ella lo imitó hasta que le dolieron las tripas. Luego, cuando el eco de sus carcajadas terminó perdiéndose en la profundidad de los árboles que los rodeaban, sus ojos se encontraron y lentamente fueron descendiendo hacia los labios del otro.
Richard tragó.
Por primera vez fue consciente de lo cerca que se encontraba de ella, pero no de lo hermosa que le resultaba con esos labios carnosos y las mejillas sonrojadas por la risa y el alcohol. De eso había sido consciente desde que la había visto por primera vez, años atrás. Pero él ya estaba perdidamente enamorado de su vecina para ese entonces, y enterarse de que la pelinegra se sentía interesada de forma romántica en él, no cambió absolutamente nada.
Su amor por Helen se había forjado años de campings, risas y confesiones a la luz de la luna. Habían sido los mejores amigos hasta que ser solo amigos dejó de ser suficiente para él. Hasta que Helen intentó emparejarlo con su mejor amiga y él dejó salir todo lo que llevaba por dentro. Después las confesiones, un par de besos y un poco de drama, comenzaron a salir de forma oficial.
Al tiempo, Eric y la pelinegra los sorprendieron a todos con la noticia de su noviazgo, y con eso, para Richard había quedado atrás cualquier sospecha de que Sophia pudiera seguir interesado en él.
Hasta ahora.
Algo se había encendido en su interior. Una pequeña llama de deseo. Y de pronto se encontraba demasiado curioso por conocer el sabor de esos labios que todos los imbéciles de su antiguo instituto habían votado como los más sensuales del pueblo. Se preguntaba cómo sería besarla, qué sentiría al probar una boca diferente a la única que había probado en su vida. Quiso desafiar a su mente y por primera vez, dejarse llevar por el instinto.
Y su instinto no lo dejó retroceder cuando chica de ojos azules se acercó un poco de sus labios.
—¿Qué estamos haciendo? —susurró.
—No lo sé —respondió ella, derramando su aliento sobre sus labios—. Pero me gustaría averiguarlo.
Richard gruñó por lo bajo, cerró la distancia que quedaba entre ellos y la besó. Sophia dejó que su lengua entrara en su boca con un jadeo y él supo que aquel beso no se parecía en nada a los que había compartido antes con su novia. No había magia. Pero sus cuerpos irradiaban tanto calor que podía convencerse de lo contrario solo para seguir besándola.
La forma en la que ella lo tomó del cuello y mordió su labio inferior fue tan jodidamente sensual que lo último que quería en ese momento era parar. La tomó de las caderas y la subió a horcajadas en sus piernas.
Los pensamientos de que aquello estaba muy mal regresaron a su mente, pero los hizo desaparecer besándola con más intensidad. Y cuando intentaron colarse de nuevo entre sus manos y la pálida piel de la chica, fue un poco más allá, acariciando los costados de su cuerpo con unas manos que no nunca habían tocado otra piel de forma tan visceral.
Sophia gimió cuando los dedos de Richard alcanzaron sus pezones por encima de su camiseta, y el sentimiento de culpa lo llevó a romper el beso solo para liberarla de la prenda y lamerle los pechos con avidez. Era un puto círculo vicioso del que no podía escapar. Cuando la lucidez llegaba, solo se podía tomar dosis más y más grandes de ella. Hasta que solo quedó la reserva que se encontraba entre sus piernas, y él fue por ella, subiéndole la falta hasta la cintura y dejando que ella liberara la excitación de sus pantalones.
Fue un polvo violento y desesperado que, tras su liberación, solo dejó un vacío que lo hizo sentir aún más infeliz. Y jodidamente culpable.
Ella fingió que se sentía igual. Y cuando acordaron no hablar nunca más de lo que acababan de hacer, ella deseó haber tenido una cámara para atesorar aquel momento en algo más que sus recuerdos.
Richard se puso de pie, se revolvió el cabello y le dejó un par de billetes para que a la mañana siguiente fuera a la farmacia por la píldora.
Ella nunca lo hizo.
Habían pasado un par de semanas de aquel encuentro en la cabaña cuando Helen apareció en la puerta de Richard.
—Me iré contigo —dijo cuando él abrió—. Me iré contigo a la ciudad, amor. Y lamento haberme comportando como una tonta antes.
Richard ni siquiera supo que decir. Tiró de su mano y se limitó a abrazarla con fuerza mientras le susurraba un «Gracias, gracias, gracias» al oído.
Esa noche se fueron juntos a la cama, y la reconciliación hubiera sido perfecta para Richard si los remordimientos no lo hubieran estado atacando mientras se hundía en el interior de su chica.
De nada valía intentar convencerse de que técnicamente no la había engañado cuando de todas formas se había follado a la novia de uno de sus mejores amigos. Aunque dicho amigo hubiera estado acostándose con Diana Wood en ese mismo momento, seguía siendo un cabrón.
Sin embargo, no estaba dispuesto a arruinarlo todo ahora que las cosas comenzaban a marchar bien. ¿Para qué confesar algo que no había significado nada para ninguna de las partes? No tenía sentido.
Así que se lo guardó hasta que las maletas para su viaje estuvieron hechas y un mensaje interrumpió la sesión de besos improvisada que Helen y él estaban teniendo en su habitación.
«Tengo dos semanas de retraso».
Esas cinco palabras bastaron para echar abajo todo su mundo.
Y también para obligarlo a construir uno nuevo. Con otra mujer.
Cuando estuvo de pie en el altar frente y el sacerdote le hizo la pregunta, estuvo a punto de salir corriendo. Pero luego bajo la vista hasta el vientre ligeramente abultado que tenía delante y recordó la razón por la que estaban allí. La razón por la que era Sophia, y no esa otra chica de la que seguía profundamente enamorado, la que llevaba un vestido de novia en su lugar.
Había sido imprudente y un completo imbécil cuando decidió follarse a la mejor amiga de su ex novia cinco minutos después de romper con ella. Estaba borracho y poco colocado, pero nada de eso era una excusa válida ante un tribunal por haberse acostado con una menor y, además, embarazarla.
Los padres de la chica prácticamente lo habían obligado a casarse con su hija en lugar de levantar cargos en su contra. Y como él era un imbécil, pero un imbécil que se hacía cargo de sus cagadas, no decantó por el altar.
Así que volvió a centrarse en la pregunta que el sacerdote le acababa de realizar, encontró la mirada azulada de la muchacha, y pronunció la palabra «Acepto» sin reconocer la emoción que se escondía tras el brillo en sus ojos.
Era victoria.
Porque acababa de ganar. Y para celebrarlo, convirtió lo que sería un casto roce de los labios, en un beso intenso y apasionado frente los únicos dos integrantes de la familia Smith que estaban esa tarde en la iglesia y... nadie más.
Richard se sintió incómodo y muy solo cuando miró a su alrededor. Todos sus amigos ahora lo odiaban. Su hermana no lo perdonaría fácilmente por su insensatez. Y acababa de joder la última oportunidad que tenía de recuperar al amor de su vida.
Sophia era lo único que le quedaba ahora. Ella y la pequeña niña que crecía en su vientre. De modo que, si su vida de ahora en adelante tendría que ser con ella, haría lo posible para que al menos uno de ellos fuera feliz.
Antes de que terminara el verano ya se estaban mudando a un pequeño departamento en Coral Gables que quedaba cerca del campus. Al principio, acordaron dormir en habitaciones separadas, ya que lo único que realmente los unía era su hija. Hasta que Sophia comenzó a pasearse con faldas cada vez más cortas mientras preparaba la cena, o se olvidaba de cerrar la puerta de su dormitorio tras tomar una ducha y desprenderse de la toalla que cubría su cuerpo. Y a esa parte de Richard que era más animal que hombre, se le olvidaba que esa no era la mujer que él amaba.
En algunas oportunidades, la muchacha insistía en llevarle el almuerzo caliente a la universidad con la excusa de que debía alimentarse bien y estar fuerte para su hija, absorbiendo las miradas que le dedicaban los compañeros de estudio de su marido, otras, lo esperaba para salir a cenar fuera, con el pretexto de que el encierro la estaba volviendo loca y la pequeña necesitaba respirar aire fresco.
Antes de que Katherine Jackson cumpliera su primer año de vida, sus padres ya compartían la misma cama. Tres meses después, el primero de sus hermanos ya venía en camino.
Para entonces, Richard ya comenzaba a notar actitudes en su mujer que no le gustaban nada. Sin embargo, intentó convencerse de que las hormonas del embarazo eran las culpables de su repentino ataque de celos en el auto, después de una cena de negocios en la que supuestamente lo había pillado intercambiando miradas con la esposa de su cliente; también culpó a las hormonas de las lágrimas que corrieron por sus mejillas después, mientras se disculpaba por la ridícula escena.
Richard se dijo que era normal verla aparecer sin previo aviso en la pequeña oficina que había conseguido rentar en el centro empresarial de la ciudad tras culminar la primera fase de sus estudios. Se dijo que sus radicales cambios de ánimos se controlarían con la llegada de su pequeño Robert. Y que la Sophia divertida, encantadora y sonriente regresaría para mantener viva la ilusión de que a su lado podía llegar a ser realmente feliz.
Sophia se esforzaba por ser una buena madre y esposa. Sin mencionar que en la cama era un maldito diez. Y él la quería. Dios sabe que la quería. Quizás no con la intensidad con la que en secreto seguía queriendo a su primer amor, pero lo intentaba con todas sus fuerzas.
Poco después de la llegada de su segundo hijo, la incorporó al negocio de bienes raíces y juntos formaron un equipo imparable. Su estatus social se fue elevando con cada nuevo cliente que capturaban. Un día nadie conocía su nombre, y al siguiente, Richard Jackson ya se estaba posicionando como uno de los mejores agentes de bienes raíces del estado.
Su sueño se estaba haciendo realidad. Y aunque la persona a su lado no era con quien él se había imaginado compartiendo ese logro, una noche, durante una gala benéfica a la que habían sido invitados, tomó a Sophia de la mano, salió con ella al balcón y juntos bailaron una pieza bajo la luz de luna. Cuando la canción llegó a su final, él la miró a los ojos, acercó sus labios a los suyos, y tras un beso largo y apasionado, le dijo por primera vez que la amaba.
Era verdad.
Una parte de él estaba convencida de que realmente lo hacía. Sophia era hermosa, inteligente, elegante y magnética. No había una persona que no se fijara en ella cuando hacía acto de presencia en algún lugar. Sus conocidos en aquel nuevo mundo que estaba descubriendo le palmeaban el hombro y constantemente le recordaban que era un tipo con suerte. Se lo dijeron tantas veces que finalmente se lo creyó.
Era afortunado. Y esa mujer era completamente suya.
El primer verano tras la llegada de Rob, Richard decidió que era hora de visitar el hogar que lo había visto nacer. Aunque su hermana se había enojado muchísimo tras el primer embarazo de Sophia, ya era hora de hacer las paces con ella y presentarle a sus sobrinos.
A su esposa, como era de esperarse, la idea de regresar le había resultado absurda e repulsiva, pero no opuso resistencia a pesar de estar aterrada con la idea de «ellos dos» encontrándose de nuevo.
Odiaba sentirse así. No tenía por qué. Ella había ganado. Richard era suyo.
O eso era lo que cría hasta aquella tarde, cuando regresaban de un paseo por la feria con sus hijos en brazos y se encontraron a Eric saliendo de la casa de al lado con la pelirrojo sujeta a su brazo.
Richard y Helen se quedaron inmóviles, y todos los años que habían pasado sin verse se disolvieron en la nada. De nuevo volvían a ser los adolescentes que había cometido muchos errores en el pasado. Los que lo sentían absolutamente todo con demasiada intensidad.
Los que se amaban tanto que dolía.
Eric tiró a la pelirroja del brazo para que siguieran su camino, Sophia hizo lo mismo con el de su marido. Se las arreglaron para fingir que nada había pasado tras unos breves segundos que habían parecido eternos, pero esa noche, mientras la pelinegra dormía, Richard escribió su primera carta en casi cuatro años.
No lo hizo para dejar en papel lo arrepentido que se encontraba —con sus hijos durmiendo en la habitación de al lado, eso se sentía casi como una traición hacia ellos—, solo necesitaba recordarle a Helen que antes de toda su historia de amor, habían sido mejores amigos. Y esa era la parte que extrañaba de ella. Las horas y horas de charlas interminables, o de silencios ocupados por su disco de los Backstreet boys favorito.
Como en los viejos tiempos, trepó las enredaderas y la dejó caer la carta por la rendija de su ventana hacia el interior de la oscura habitación. La tarde siguiente, encontró una respuesta de Helen escondida entre las ramas de su árbol favorito:
«No te odio, Richard, pero tampoco confío en que podamos volver a ser amigos. Eso resultaría muy incómodo para los cuatro».
Richard no supo si con «los cuatro» ella le estaba queriendo confirmar que, en efecto, Eric y ella ahora mantenían una relación o solo porque era su amigo y el ex de Sophia. De cualquier forma, se sintió celoso, y deseó que de todos los chicos del pueblo no su hubiera enamorada precisamente con él.
Lo último que había sabido de su antiguo amigo antes de que este le partiera la nariz y le dejara un ojo morado, era que había estado engañando a Sophia con Diana Wood, quien, se había enterado por boca de su hermana, ahora estaba saliendo con Daniel Taylor, otro de sus amigos cercanos con el que a partir de aquel viaje retomaría el contacto.
Richard se obligó a no insistir en el tema con Helen. Ella tenía razones de sobra para no quererlo en su vida, en ningún de los sentidos. Sin embargo, un par de noches más tarde, no pudo contener el impulso de escribirle otra carta. Estar tan cerca de ella y no poder hablarle lo estaba volviendo loco. Y si no podían hacerlo de frente, entonces dejaría que el papel hablara por ambos.
La hoja que dejó caer esa vez por su ventana se asemejaba más a un diario que una carta de amor. En ella ponía todas esas cosas de su vida que algún momento había deseado compartir con ella. Le hablaba sobre la universidad, el trabajo, y de sus hijos. Le encantaba se padre. Y le encantaba tener a una princesa de dos años y medio que lo adorara. Evitó mencionar cualquier cosa relacionada a Sophia para no hacer las cosas más incómodas, y... porque sinceramente no quería.
Esto se trataba solo de ellos dos. Y Helen le respondió de la misma forma al día siguiente.
El intercambio de cartas se mantuvo durante días. Hasta que una noche Sophia salió de la cama y descubrió a Richard escribiendo en su viejo escritorio de madera.
—¿Qué haces? —le preguntó.
—No podía dormir.
—¿A quién le estás escribiendo esa carta? —Richard sonrió de lado, ocultando su nerviosismo.
—No estoy escribiéndole a nadie en particular. —Rompió la hoja de papel en ocho pedazos y la echó a la basura antes de ponerse de pie—. Escribir mis pensamientos en un diario me ayudaba a conciliar el sueño cuando era pequeño. Creía que hacerlo ahora podía servirme también, pero quizás lo único que necesito para dormir seas tú, cariño.
Rodeó su cintura con los brazos y comenzó a dejar besos por todo su cuello. Sophia cedió ante las caricias y veinte minutos después ambos estaban jadeando entra las sábanas. Cuando Richard se quedó dormido, ella se puso de pie y rebuscó en la papelera los trozos de papel que su marido había desechado. Los volvió a armar sobre el escritorio y describió que la hoja estaba completamente en blanco. A excepción del encabezado donde podía leerse: «Querida, Helen».
A la mañana siguiente, Sophia ya tenía preparada una excusa para volver a la ciudad. No hizo ningún comentario sobre la carta, pero el monstruo de los celos comenzó a crecer en su interior hasta convertirse en un gigante. Llenándola de dudas, inseguridades y paranoias que cada día eran más difíciles de controlar.
Hasta que la consumieron entera, y luego comenzaron a consumirlo a él también. La situación se volvió más asfixiante con el paso de los meses, y la distancia entre ellos se hizo más evidente cuando Richard comenzó a dormir en el cuarto de invitados. Las cosas se habían dañado hasta un punto que ni siquiera el sexo podía solucionar.
Durante los últimos meses, solo recordaba vagamente haber estado con ella bajo los efectos del alcohol. Al cual comenzaba a recurrir con mucha más frecuencia que antes durante las largas cenas, galas, y cócteles de negocios a los que solía asistir en busca de nuevos clientes. Y esta vez lo hacía sin la compañía de su mujer.
Una noche, cuando Richard llegó a su casa pasadas las dos de la madrugada, con la corbata colgando se su cuello por el cansancio y el cabello desordenado, Sophia lo estaba esperando a orillas de la cama una bata de seda blanca y una pieza metal en las manos. Apuntándolo.
—Sophia, ¿qué estás...?
—Estabas con ella, ¿verdad? —Se puso de pie—. ¡Estabas con esa maldita puta!
—Cariño, tienes que calmarte.
Ella negó con la cabeza. Lágrimas negras caían de sus ojos.
—Eres un maldito mentiroso. ¡Dijiste que me amabas!
—Y lo hago —replicó él, dando un paso en su dirección—. Te amo, joder. Pero tienes que bajar esa cosa. Vamos a resolver eso con calma.
—¡¿Cómo?! —Lo apuntó con ímpetu renovado—. ¿Cómo podemos resolver esto cuando sigues enamorado de ella?
—Sophia, yo no...
Ella lo cortó.
—Vi la carta que le estabas escribiendo, Richard. ¡Yo soy tu mujer! ¡La madre tus hijos! ¡Y nunca has escrito una carta para mí!
—Créeme, cariño, no es lo que parece. —Intentó calmarla con un movimiento de manos—. Lo de las cartas es algo que Helen y yo solíamos hacer cuando éramos niños. Solo... solo estaba intentando recuperar a mi mejor amiga. Pero yo ya no la quiero de esa forma. No la quiero cómo te quiero a ti. Te lo juro.
—Quiero que se lo digas —gruño ella, limpiándose ferozmente una mejilla—. Dile que no la quieres como me quieres a mí. ¡Que nunca lo harás!
—Con que tú lo sepas tiene bastar, cariño. Eso es lo único que importa. Que te amo solo a ti. —Dio un paso más cerca de ella—. Vamos, dame el arma antes de que hagas algo de lo que te puedas arrepentir.
—¿Algo cómo qué? ¿Cómo lo que tú hiciste conmigo aquella noche en la cabaña? ¡Eso de lo que te arrepentiste al instante!
—¡Creía que tú también lo habías hecho, joder! Y son contextos diferentes, Sophia.
—Es lo mismo —replicó ella—. Si disparo esta arma, te estaría matando de la misma forma en la que tú me estás matando a mí al engañarme con ella.
—No sé de donde mierda sacas que te estoy engañando, pero no es verdad. ¡Ya no tengo nada que ver con ella, Sophia!
—¡Entonces díselo! Dile que solo me quieres a mí. Que no te llame, ni te busque. Que ni siquiera respire cerca de ti.
—¡¿Tú te estás escuchando?!
—¡Díselo! —La bala que salió dispara junto a esa orden se incrustó en el techo de la habitación. Richard se cubrió con los brazos por instinto y el llanto de un bebé no tardó en hacerse escuchar a través de la pared contigua—. ¡Dile a esa mosquita muerta que tú me perteneces solo a mí!
—¡¿Te has vuelto jodidamente loca?! ¡¿No ves que estás asustando a los niños?!
—Envía el maldito mensaje, Richard. ¡Ahora!
—¡Ni siquiera tengo su número, maldita sea! —Abrió los brazos con desesperación—. ¿Y sabes qué? ¡Ya estoy cansado de esto! Si me vas a matar, hazlo ya. De lo contrario, deja que vaya a hacerme cargo de los niños que por lo visto tú no estás capacitada para cuidar.
—¿Ahora intentas hacerme ver como una mala madre?
—¡Solo mírate, Sophia! ¡Me estás apuntando con un arma mientras mis hijos están llorando en la otra habitación!
—Nuestros hijos —lo corrigió ella—. Y al parecer la única razón por la que no te has deshecho de mí.
—Eso no es verdad.
—Ah, ¿entonces no es verdad que has estado hablando con tus abogados sobre los papeles de divorcio?
Los labios de Richard se apretaron en una línea.
—¿De dónde has sacado eso?
—¿Es verdad sí o no?
—Sophia...
—¡Sí o no, maldita sea!
Otro disparo al aire.
Más llanto en proveniente de la habitación de los niños.
El pitido de la detonación resonando aun en sus tímpanos.
Richard no pudo soportarlo más. Se abalanzó sobre ella corriendo el riesgo de morir en el intento. Cayeron sobre la cama y tras un forcejeo que no duró demasiado, consiguió despojarla del arma.
Se puso de pie y la apuntó con ella.
—¿Vas a matarme, cariño? —La sonrisa de Sophia era divertida, maniaca—. Vamos, ¡dispara!
—Necesitas ayuda profesional, Sophia.
—Estoy mejor que nunca —le dijo, acercándose hasta que el cañón del arma estuvo contra su pecho—. ¿Y sabes por qué? Porque estoy esperando a un nuevo bebé. Un bebé nuestro, cariño. ¿No te pone feliz la noticia?
—No. —Richard dio un paso atrás—. Eso no es verdad.
Sophia le dedicó una sonrisa torcida antes de ir por las tres pruebas de embarazo que se había realizado más temprano esa misma noche. Las dejó todas alineadas donde él pudiera verlas y suspiró complacida por haberlo conseguido lo único que, en ese punto, le garantizaba el amor de su esposo de nuevo. Otro embarazo.
Ya le había funcionado antes. Y aunque esta vez le había costado un poco más de trabajo, le volvería a funcionar.
—¿Me crees ahora?
—Se suponía que te estabas cuidando, Sophia.
—Se suponía que me amarías para toda la vida.
Richard apretó los labios. En ese momento no se veía capaz de volver a mentir. Estaba claro que no la quería. En algún punto de su matrimonio lo había hecho, pero ella era la única culpable de que ese sentimiento hubiera muerto incluso antes de echar raíces.
«Lo intenté», se dijo, «Dios sabe cuánto lo intenté para que esto funcionara».
Pero él no tenía idea de quién era realmente la mujer con la que se había casado. Amaba a sus hijos, pero maldecía el día en el que se había follado a Sophia Smith.
—¿Crees que eso cambia algo? —le dijo—. ¿Crees que por estar embarazada mágicamente me olvidaré de todo esto?
La expresión de Sophia vaciló, pero rápido se recompuso.
—Lo creo. —Dio un paso en su dirección—. Hemos sido felices con la llegada de nuestros hijos en el pasado, esta no va a ser la excepción. Juntos hacemos un equipo increíble.
Richard retrocedió cuando ella intentó colocar una mano sobre su pecho.
—Necesitas ayuda, Sophia.
—Lo único que yo necesito es a ti.
En ese punto, la respiración de Richard se encontraba errática. Todo aquello era simplemente demasiado para procesar. Lo niños habían parado de llorar, y le mortificaba que se hubieran cansado de esperar por unos padres que estaban más ocupados de matarse entre sí que en cuidar de ellos.
—¿Quién eres...? —La pregunta le salió en un susurro.
—Soy la única mujer en la vida del hombre que amo. Eso soy.
Richard se sintió mareado al comprender que esas palabras siempre habían sido para él, que la obsesión de su mujer iba más allá de todos los años que llevaban casados. Tenerlo a él era lo único que ella había deseado siempre, y Richard se lo había puesto en bandeja de plata al caer en la tentación de sus malditos labios.
Al probar de su veneno.
—Quiero el divorcio —lo dijo sin siguiera pensarlo.
Sophia se echó a reír como una desquiciada.
—¿Es que acaso no me has escuchado, amor mío? Estoy embarazada.
—Me importa una mierda. —Richard ya estaba perdiendo la paciencia—. Robert, Kate, y ese bebé que llevas en el vientre seguirán siendo mis hijos con o sin ti. Quiero el maldito divorcio y quiero que te internes en un puto psiquiátrico antes de que te conviertas en un peligro también para ellos. ¡Te quiero fuera de mi vida!
Por primera vez, Sophia retrocedió.
Si antes había temido que él la estuviera engañando, ahora temía que la dejara para estar libremente con ella.
Pero no la podía dejar, ¿verdad? Eso era imposible. Después de todo lo que había tenido que hacer para retenerlo, no podía perderlo sin más. El bebé. Ese bebé que crecía en su vientre debía servir para algo. Se suponía que estaba ahí para que las cosas volvieran a ser como antes. Para que la besara, acariciara y adorara como lo hacía cada que su vientre se abultaba y los piecitos de un nuevo bebé se le marcaran en la piel.
¿La había estado engañando todo ese tiempo? ¿Todo ese amor... nunca había sido realmente para ella? ¡¿Lo único que a él le importaba eran esos malditos mocosos que no paraban de llorar a todas horas?! ¿Y por qué le daría el placer de tener a sus hijos si no la quería a ella también?
Antes de que Richard pudiera reaccionar, Sophia le arrancó el arma de las manos y salió corriendo hacia la habitación de los niños. Él la siguió, pero sin dejar de apuntarlo, ella tomó a sus dos pequeños en brazos y comenzó a bajar las escaleras.
—Maldita sea, ¿qué intentas hacer, Sophia? Dame a los niños.
Ella lo ignoró y una vez estuvo en el piso de abajo corrió a la cocina y trabó las puertas dobles con un tubo metálico. Luego cogió un encendedor eléctrico y abrió todas las perillas del gas.
Richard gritaba y pateaba la madera al otro lado, pidiéndole entrar en razón, pero ella lo ignoraba.
—¿Crees que puedes abandonarme y seguir viviendo feliz? —Lágrimas cargadas de cólera corrían por las mejillas de la mujer—. Si yo muero para ti. Ellos lo harán conmigo también. No pienso dejarte nada, ¿me oyes? ¡Los cuatro vamos a arder!
—Por favor, Sophia. ¡Lo estás asustando!
Ahora el bebé lloraba más fuerte y la pequeña Kate llamaba a su papi con desesperación. A Richard le dolía el corazón de la angustia y la impotencia, pero hizo lo único sensato que se le ocurrió en un momento como ese. Retrocedió varios metros, marcó el número de emergencias con dedos temblorosos, y en susurros le explicó lo que estaba pasando al operador. Después de proporcionándole la ubicación de la propiedad, el hombre en la línea le pidió que dejara las puertas de la casa abiertas para las autoridades.
Richard no cortó la llamada cuando regresó a las puertas de la cocina.
—Tú no quieres hacer esto —le dijo, apoyando la frente contra fría madera en busca de más tiempo—. Tú no quieres acabar con nuestra familia de esta manera.
—¡Vas a pedirme el divorcio, Richard! Ya no hay nada nuestro aquí. Pero tampoco quedará nada tuyo.
—Tú eres mía —susurró él, sintiendo que las palabras le quemaban en la garganta—. Y lo que mencioné sobre el divorcio... no lo decía en serio, ¿vale? No quiero perderte, nena, pero me estás poniendo muy nervioso esta noche. Estoy asustado. Y lo único que necesito es saber que vas a estar bien. Que estaremos bien juntos.
El olor a gas ya comenzaba a colarse por los resquicios de la puerta y el llanto de sus hijos estaba a punto de volverlo loco.
—Estás mintiendo —siseó ella—. Lo único que sabes hacer es mentir, Richard Jackson. Mentiste con lo de la carta y mentiste al decir que ya no la quieres a ella. ¡Siempre la has querido a ella!
«Sí, y lo seguiré haciendo toda mi maldita vida», quiso gritar él, pero en cambio...
—Solo te amo ti, Soph —le dijo, dejando caer un par de lágrimas sobre el linóleo—. Solo a ti. Te lo juro. Eres la única en mi vida y siempre lo serás.
La pelinegra contuvo el aliento. Esas las palabras eran todo lo que estaba deseando escuchar desde el día en el que vio al vecino de su nueva amiga por primera vez, inclinado sobre el motor de su auto sin camiseta y con una mancha de grasa en la mejilla izquierda.
Antes de eso, había creído que mudarse con sus padres a ese maldito pueblo dejado de Dios, tras la serie de perturbadores eventos con los que ella se había visto relacionada en Canadá, era lo peor que le había podido pasar.
Pero conocerlo a él había sido como encontrar un nuevo objetivo para su juego.
—¿Me estás... me estás diciendo la verdad, cariño?
Richard tragó saliva.
—Por supuesto, nena. No podría mentirte con esto. Solo abre y deja que cuide de ti y de nuestra familia. Por favor.
Sophia vaciló. No era capaz de confiar complemente en él, pero al mismo tiempo... él era todo lo que ella quería. Y estaba ahí, del otro lado, rogando por ella.
—Si no es verdad... te juro que...
—Es verdad —la cortó él—. ¿Acaso no te lo he demostrado todos estos años? ¿Acaso no te he presentado como mi reina ante todos?
«Su reina».
El pensamiento la hizo sonríe. Ella había nacido para ser una. Y absolutamente nadie en el maldito mundo osaría a robarle su trono.
Dio un paso más cerca de las puertas, aun cargando con sus hijos y el encendedor.
—Voy a abrir —susurró a través de la ranura entre las hojas—. Pero primero tienes que hacerme una promesa.
—Lo que quieras, amor. —La desesperación ni siquiera lo dejó pensar en esa respuesta.
—Prométeme que no volverás a verla nunca más —le dijo—. Prométeme que te harás a la idea de que Helen Bell está muerta y enterrada para ti. De lo contrario... yo misma me encargaré de enterrarlos a ambos.
Richard se estremeció. No tenía ni puta idea de las cosas que era capaz de hacer la mujer con la que se había casado, pero si aquello era una muestra, solo podía limitarse a darle lo que quería. Aunque le doliera el corazón al hacerlo.
—No tengo idea de quién es la mujer que acabas de nombrar, cariño —le dijo, entrando en su juego—. Nunca había escuchado de ella en la vida y no me interesa hacerlo ahora. Para mí solo existes tú, Sophia Elizabeth Jackson Smith.
Con esas palabras, su mujer se sintió lo suficientemente complacida para desbloquear las puertas y permitirle entrar a la cocina. La pequeña Kate inmediatamente se lanzó a los brazos su padre y él la tomó incapaz de contener un sollozo de alivio.
—Lo siento mucho, princesa —le susurró.
Luego fue por el bebé que seguía llorando en los brazos de su madre. Se ocupó de cerrar el gas antes de descargar el arma que reposaba en la encimara y guardarse las balas en el bolsillo.
Sophia sostenía el encendedor con una mano y se acariciaba el vientre con la otra cuando Richard se detuvo frente a ella.
—Estaremos bien ahora, ¿verdad?
Richard no entendía cómo podía estar sonriéndole tan tranquila y serena después de haber amenazado con quemarse viva junto a sus hijos.
—Lo estaremos —le respondió él, captando un atisbo las sombras que se movían a su espalda mientras se aferraba más a sus hijos—. Sin ti lo estaremos, Sophia.
El rostro de su mujer se llenó de confusión, pero antes de que las palabras abandonaran sus labios, un par de oficiales ya estaban tomándola por los brazos y colocándole las esposas mientras comenzaban a recitarle sus derechos.
—¿Qué están haciendo? —Se removió entre los cuerpos policiales, dejando caer el encendedor en el proceso—. Richard, diles que me suelten. ¡Diles que no he hecho nada malo!
Pero él no dijo nada.
Se limitó a ver cómo sacaban de su vida y de su casa a la mujer con la que se había casado mientras ella gritaba, maldecía y juraba vengarse. Se mantuvo allí incluso cuando un paramédico se acercó a sus hijos para comprobar que no estuvieran heridos y una mujer oficial comenzó a hacerle preguntas que él respondió como autómata.
A través de la ventana, pudo ver como hacían entrar a Sophia Jackson en el interior de la patrulla. Y se juró que esa sería la última vez que pensaría en ella portando su apellido.
Después de haberla visto por última vez en el juzgado, la mañana en que el juez falló a favor de que fuera internada en un centro de salud mental por tiempo indefinido, Richard no había vuelto a tener ningún tipo de contacto con ella. Hasta ese día.
El día en el que ella había dado a luz al último de sus hijos.
—Tienes visita —anunció una enfermara de blanco tras empujar la puerta metálica de la habitación.
A Sophia no le sorprendió la sequedad con la que recibió la noticia más de lo que le sorprendía lo poco que había tardado su esposo en aparecer para llevárselo al recién nacido de su lado.
Cuando Richard atravesó el umbral y cerró la puerta a su espalda, ella ni siquiera se molestó en alzar la mirada.
—¿Cómo te sientes? —Su voz hizo eco en el interior de la blanquecina habitación. Ronca y profunda. Totalmente indiferente.
—¿Acaso te importa? —replicó ella, concentrada en el pequeño bulto que sostenía contra su pecho—. ¿Te he importado alguna vez?
Él suspiró.
—Sabes que sí, Sophia.
—¿Entonces por qué sigo encerrada aquí? —Esta vez lo miró—. ¿Por qué me has hecho pasar por esto sola, Richard?
—Yo no te he hecho nada —le dijo él, intentando mantenerse calmado. Lo cual era bastante complicado si recordaba las razones por las que se encontraba allí—. Esto te lo hiciste tú misma.
—Fuiste tú quien llamó a la policía. Fuiste tú quien les dijo que yo...
—¿Qué tú qué, Sophia? ¿Qué te habías encerrado en la maldita cocina con intención de matar a mis hijos? ¡Solo porque estabas celosa!
—¡Sabes que yo nunca habría sido capaz de encender esa llama!
—No, no lo sé. Cuando se trata de ti, Sophia, no sé absolutamente nada. —Se revolvió el cabello, frustrado—. Estás enferma. Y si estás aquí es porque necesitas curarte.
—No quiero pasarme la vida en un maldito manicomio.
—Y no lo harás —mintió él, a pesar de haber sobornado ya a las personas adecuadas para asegurarse de que esa mujer no saliera nunca más del hospital de rehabilitación y salud mental Hopeless Dreams—. Pero tienes que permanecer aquí el tiempo suficiente para sanar.
—Tú eres lo único que necesito para sanar. —Richard apretó la mandíbula, pero no dijo nada.
Sabía que no tenía sentido discutir con una mujer dominada por un trastorno límite de la personalidad. El capricho, la obsesión y el miedo al abandono la habían llevado al punto en el que se encontraba ahora. Recluida en aquella antigua construcción de estilo victoriano con jardines enormes y extrema seguridad.
Un lugar que, pese a sus quejas, resultaba mucho mejor que la celda a la que Richard la hubiera enviado de no haber sido por su embarazo. Si había algo peor a que su hijo naciera en un psiquiátrico, era que lo hiciera en una prisión.
—El médico me informó que había nacido sano. —Dio un paso en su dirección y algo cálido se derramó sobre su pecho cuando consiguió ver el rostro de su bebé. Sonrío—. Tiene tu cabello.
—Y también tiene mis ojos —añadió ella, rozando sus pequeñísimos mofletes con la punta de un dedo. Él recién nacido parpadeó, dejando ver el azul empañado de sus iris—. La enfermera dijo que se aclararían más en un par de semanas.
Richard sintió una punzada de celos. Le gustaba que sus dos primeros hijos hubieran heredado el color café de sus ojos. Pero era justo que Oliver hubiera nacido con los ojos de su madre, ya que de alguna forma necesitaba recordar todas las razones por las que no podía permitir que esa mujer volviera a acercarse a ellos en su maldita vida.
—Debo llevármelo ya. El auto nos está esperando fuera. —De pronto se sentía ansioso por abandonar aquel escalofriante lugar—. Dámelo, Sophia.
—Déjame disfrutarlo un poco más —murmuró ella, incapaz de apartar los ojos de su pequeña creación—. Déjame grabar su carita en mi memoria. Ya que estoy segura, está será la última vez que lo vea.
—Vendré a visitarte con cuando esté más grande.
Sophia le dedicó una sonrisa mordaz.
—¿Así como me venido a visitarme estos últimos meses con Robert y Kate?
—Kate sigue estando traumada con tu... episodio. Tienes que darle tiempo.
—¿Tiempo para que tú les envenenes la mente en contra de su madre?
—No todos somos como tú, Sophia. No necesito poner a tus hijos en tu contra para que me quieran.
Las palabras escocieron en el pecho de la mujer, pero en lugar de mostrarse afectada, se inclinó para dejar un prolongado beso en la cabecita de su bebé.
—Cuando llegue el momento, iré por ti, mi pequeño —alcanzó a prometerle en voz baja antes de que Richard se lo arrancara de los brazos.
Miró a su marido con odio cuando a cambio de su bebé, dejó un sobre y su anillo de matrimonio en sus manos.
—¿Qué significa esto?
—Significa que tú y yo ya no somos nada —le dijo, cogiendo las mantas que reposaban sobre la pequeña cuna metálica—. Oficialmente, estamos divorciados, Sophia.
—Eso es imposible —rugió ella—. Yo no he firmado nada.
—Resulta que es muy sencillo deshacer un matrimonio cuando una de las partes está recluida en un psiquiátrico por intento de asesinato hacia sus propios hijos.
—Estás enfermo si crees que puedes jugar así conmigo.
—La única enferma aquí eres tú. —Señaló el lugar en el que se encontraban—. Ni siquiera sé cómo pudiste creer que seguiría casado contigo después de todo lo que hiciste.
—Ya veo. —Sonrió sombríamente—. Esto era todo lo que estabas buscando, ¿no? Tener el camino libre para ir de nuevo tras esa maldita perra. ¿Por eso hiciste que me encerraran aquí?
Richard decidió hacer caso omiso de las acusaciones.
—Ahora la custodia de los niños es completamente mía —le dijo en cambio—. Cuando realmente comiences a sanar, tal vez traiga de visita a los niños. Hasta entonces... intenta recordar que esto te lo has hecho tú misma, Sophia.
Se dio media vuelta y salió de la habitación sin mirar atrás ni una sola vez, pese a los gritos y amenazas que escuchaba tras él mientras un grupo de enfermeros intentaba retenerla.
—¡Los mataré! ¡Voy a matarlos a los dos!
Richard cerró los ojos un segundo, aferró con más fuerza a su bebé y siguió caminando.
Esa misma semana hizo las maletas, y partió en un viaje de regreso al pueblo donde todo comenzó con sus tres hijos a bordo. No sabía cómo manejarse con un recién nacido y dos niños de pequeños a su cargo las veinticuatro horas del día. Necesitaba a su hermana. Necesitaba su hogar. Y, para qué negarlo, también la necesitaba a ella.
No quería albergar esperanzas, pero se le hizo imposible no hacerlo cuando estacionó el auto frente la propiedad de sus padres y posó la vista la casa de al lado.
Estaba dispuesto a hacer las cosas bien esta vez, si ella decidía darle una oportunidad.
Lo que Richard no sabía, era que Helen no había tenido intenciones de esperar por él toda la vida. Alguien más le había ofrecido el cielo, las estrellas y hasta el maldito universo, y ella no había dudado en aceptarlo junto al altar.
Otra cosa que Richard no sabía cuándo puso un pie de nuevo en el pueblo, era que las promesas de Sophia algún día se harían realidad.
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Hola, pecadoras.
Estuve super ausente a lo largo de esta semana, pero creo que este capítulo refleja TODO lo que estuve trabajando.
Admito que me bloqueé muchas veces en el proceso de contar este fragmento del pasado que se esconde tras esta historia, pero siento que ha valido totalmente la pena. Espero que ustedes piensen igual.
¿Cuanto odian a Sophia? Y para las que son nuevas leyendo, ¿se lo esperaban?
Estaré encantada de leer sus opiniones en los comentarios.
Besitos ♥
PD: Mas o menos así me imagino a Helen ♥
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