Capítulo 25. «¿Qué clase de brujería es esta?»

Música: Tatto / Rauw Alejandro & Camilo

«¿Qué clase de brujería es esta?»

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Diez años atrás...

Algo no andaba bien.

Oliver lo supo cuándo, aquella tarde, su pequeña amiga llegó en un auto que no era el de su padre. Era extraño que un hombre que parecía ser tan sobreprotector y cuidadoso con su hija, la enviara a casa de su abuela con una vecina.

Sin embargo, el pelinegro sonrió. Que ella finalmente hubiera llegado era motivo suficiente para hacerlo. Había rechazado la oferta de su padre de ir a pescar con él, su tío y un viejo amigo del pueblo solo para esperarla.

Era sábado, y los sábados Eric Clark dejaba a su hija en casa de Anny a las ocho de la mañana. En ese momento ya llevaba dos horas de retraso, pero aún les quedaba mucha luz del sol para planear sus aventuras en el bosque.

O eso creía Oliver antes de descubrir los ojos húmedos e hinchados de la niña que atravesó corriendo el jardín contiguo y se internó en el bosque presa de un llanto que por una vez no le había provocado él.

El pelinegro ni siquiera se lo pensó antes de saltar la empalizada que separaba las propiedades y seguirla. La encontró apoyada contra su árbol, en el suelo lleno de ramas y hojas secas.

—¿Qué sucede, brujita? —le preguntó, agachándose a su lado y apartándole el cabello de la cara. La respuesta de ella fue un sollozo que le rompió un poco el corazón—. Vamos, no llores así. Al menos dime qué te ha pasado.

La niña alzó la mirada y conectó sus pequeños ojos marrones, húmedos e hinchados por el llanto, con los azules del muchacho.

—Mi... mi mami —consiguió pronunciar ella con la voz débil y ahogada—. Mi mami está... muerta.

Se lanzó a los brazos del chico y lloró dolorosamente sobre su hombro. Él pareció sorprendido, tanto por el gesto como por las palabras que le precedieron, pero en cuanto logró reaccionar le devolvió el abrazo ya apretó fuertemente los ojos.

«...está muerta».

Esas palabras se quedaron haciendo eco en su cabeza y lo arrastraron a un pasado que no le gustaba nada recordar.

«...está muerta», le había dicho Hudson King, un niño de siete años con el que cursaba segundo grado —y cuyo mayor placer era atormentar a sus compañeros en el colegio—, durante la hora del recreo. «Si nunca la has visto y tampoco sabes dónde está, entonces es que está muerta».

Oliver lo había mirado sus ojos azules llenos de horror.

Hasta entonces, la idea de que su madre estuviera muerta nunca se le había cruzado por la cabeza. Su padre llevaba toda una vida diciéndole que su madre se había ido cuando él nació. Nunca había utilizado la palabra «muerte», pero a los siete ya era lo suficientemente mayor para encontrarle el sentido más lógico al «se ha ido muy muy lejos» que le había dicho su padre.

El dolor lo atravesó como un cuchillo la carne. Se había pasado toda una vida mirando fotos antiguas de su madre, tan hermosa y deslumbrante, tan parecida a él, y mientras lo hacía, se la imaginaba en partes del mundo donde el sol le iluminara los ojos y le hiciera brillar la cabellera. Viva. Aguardando el momento para regresar por él.

Pero muerta... muerta era una palabra tan definitiva y desesperanzada que Oliver no supo lidiar con la sensación de vacío que su mención le generó. Apretó la mano en un puño y dejó el primer golpe de su vida en el ojo izquierdo de Hudson King.

Esa misma tarde entró en el despacho de su padre y le hizo la pregunta: «¿Mi madre está muerta?»

—¿De dónde has sacado esa idea, Oliver? —El hombre pareció realmente sorprendido.

—Solo dime, papá. ¿Está muerta?

Los ojos cafés de Richard lo miraron por un tiempo tan prolongado que al niño le resultó infinito. Finalmente apartó la mirada, se lo pensó un poco más, y luego suspiró.

—Murió el mismo día que te trajo al mundo —dijo, aun sin mirarlo—. Lo siento mucho, hijo.

Oliver tardó varios segundos en procesarlo. Adiós ilusión. Adiós esperanza. Pero también adiós abandono. Ya no era un niño al que su madre había dejado tirado porque no lo quería. Porque prefería estar en otra parte que con él. Estaba muerta, y por eso no se encontraba a su lado.

—Quiero visitar su tumba —se escuchó decir con la voz más seria que había utilizado jamás. Su padre se volvió a mirarlo en un acto reflejo, con los ojos abiertos de par en par—. Quiero llevarle flores a mamá.

—Está... está bien, hijo —aceptó el hombre con voz titubeante.

Oliver le dedicó un asentimiento antes de abandonar el despacho. Un par de días después, él y su padre estaban visitando el cementerio más solitario de la ciudad con un ramo de rosas blancas en la mano. El lugar era antiguo, lleno de mausoleos mohosos, árboles deshojados y maleza seca. Daba un poco de miedo. Pero si su madre estaba allí, a Oliver no le importaba mostrarse valiente.

Se agachó sobre una tumba que estaba decorada con una lápida demasiado reluciente y conservada para los siete años que llevaba tallada con el nombre de una madre a la que él nunca conocería.

—Lo siento mucho, mamá —susurró en voz baja—. Siento ser el culpable de que murieras.

Su padre no alcanzó a escucharlo, pero tampoco parecía tener intenciones de hacerlo, se encontraba a varios metros de distancia, bajo la sombra de un árbol que había perdido casi todas sus hojas, con la mirada perdida en la nada.

Oliver se quedó un rato más sentado frente a la tumba de su madre, contándole cosas sobre él, el colegio, y sus hermanos. Por último, le habló de su padre:

—Ahora lo entiendo, ¿sabes? La razón de que esté tan serio y tan triste todo el tiempo. Ha de extrañarte muchísimo, mamá. —Se volvió para mirarlo y dejó escapar un suspiro antes de prometer—: Yo no pienso dejarlo jamás.

Esa tarde Oliver salió del cementerio con un dolor que hasta ahora desconocía: el de la pérdida.

Y fue por eso que el sufrimiento de la pelirroja le afectó tanto en ese momento. Mientras ella lloraba entre sus brazos. Porque no podía ni imaginarse lo mucho que iba a sufrir sin una madre que había estado con ella durante ocho años cuando él aun lloraba por una que no había conocido nunca.

Oliver solo había visto a Helen Bell un par de veces en todos los años que llevaba pasando sus veranos en el pueblo. Ambas en el interior del auto de su marido cuando pasaban a dejar a Emma en casa de su abuela. No tenía idea de lo que podía haberle ocurrido a una mujer tan joven y en apariencia sana, pero incluso, siendo un niño de doce años recién cumplidos, supo que en ese momento las preguntas estaban de más.

No importaba cómo había sucedido. Lo único que importaba era que Emma acababa de quedarse sin una madre. Igual que él. Y para consolarla, solo se le ocurrió decir fue:

—Llora, brujita... solo llora. —La apretó más fuerte contra su pecho y dejó que un par de lágrimas se le escaparan también.

¿De qué servía contenerse? ¿De qué servía fingir que no estaba doliendo?

Ella le hizo caso, lloró hasta que los ojos se le quedaron sin lágrimas, ajena a que, en el interior de la casa Bell, su abuela sufría un ataque al corazón con la noticia de que su única hija se había quitado la vida.

—Te quiero —se oyó pronunciar, casi en un susurro, sobre el cuello del muchacho—. Nunca me dejes.

—Nunca lo haré, Granger —le prometió él—. Yo también quiero muchísimo, lo sabes, ¿verdad?

Ella asintió, en medio de hipidos. Y permanecieron así, unidos en un abrazo que por momentos pareció tener la capacidad de aliviar el dolor.

Hasta que Katherine Jackson apareció frente a ellos con lágrimas en los ojos, informándole a Oliver que su padre los quería a todos reunidos dentro de la propiedad de forma inmediata. La castaña en ese momento ni siquiera se preocupó por conocer las razones del llanto de la niña, ya se había acostumbrado a verla llorar por cualquier tontería que le hiciera su hermano.

Oliver al principio se negó, pero ver a Kate en esas condiciones lo hizo dudar.

—Ahora vuelvo —le dijo a su amiga—. Espérame, ¿de acuerdo?

Y ella lo hizo.

Lo esperó durante una década.

Pero esa mañana, cuando ella se sentía más sola y destrozada que nunca, él no regresó.

🌴🌴🌴

EMMA

—¿En qué estás pensando, Granger? —La voz de Oliver me obliga a apartar la mirada del mar para centrarla en sus ojos, que son tan azules como el océano frente a nosotros—. ¿Sigues preocupada por lo de anoche?

Niego con la cabeza. No es que me haya olvidado de ello, pero tampoco tengo ánimos de arruinar este día hablando de «La Cobra».

—Estaba recordando el día que te fuiste —contesto, siguiendo el recorrido de las gotas de agua que escurren de su cabello y se deslizan hasta alcanzarle los hombros.

—Emma...

—No es un reproche. —Sonrío para tranquilizarlo—. Por el contrario, ahora comprendo que te juzgué injustamente durante años, Oliver. Mi madre murió mientras tu familia a travesaba su propia tragedia. Tu padre decidió que lo mejor era largarse y tú eras solo un niño obligado a obedecer. No fue culpa tuya que después de ese día yo me sintiera tan... sola y abandonada. Lamento haberte echado eso en cara cuando regresaste. No estuvo bien.

—¿Por qué siento que este es un momento épico para la chica orgullosa que llevo viendo desde que volví?

—No te comportes como un imbécil. Ya me está costando bastante disculparme como para que encima te burles.

—En realidad, no tienes que disculparte por haber pensado de esa manera, ¿sabes? —Su gesto se torna serio—. Una parte de ti tiene derecho a reprocharme. Pude haberlo hecho. Pude haber regresado.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Cuando vi a Kate haciendo las maletas para irse de casa, tan rebelde y decidida a tomar sus propias decisiones y no las impuestas por papá, quise imitarla —confiesa—. Pensé en el lugar al que iría si no estuviera obligado a vivir en una casa que tenía más aspecto de prisión que de otra cosa, y lo único vi fue tu rostro. No me importaba el destino siempre que tu estuvieras en él. Pero hacía mucho tiempo ya que me había resignado a que no regresarías.

»Papá se había encargado de dejarnos eso muy claro. Pero en ese momento yo acababa de cumplir los catorce, aunque frente al espejo aparentaba al menos dieciséis. Sabía que, si lograba escabullirme de la seguridad de papá y llegar a la estación de autobuses, nadie me pediría una identificación para viajar hasta aquí. Así que esa noche preparé una maleta y le escribí un mensaje a Ed para explicarle mis planes y pedirle que me cubriera. Le había dicho a papá que pasaría la noche en el único lugar donde me permitía quedarme a parte de casa: la propiedad de los Watson. Donde esa noche se celebraba la fiesta del hermano pequeño de Ed y a él le permitían invitar también a algunos amigos suyos.

»No había pasado un minuto cuando recibí su llamada. «¿Estás loco?» me preguntó, con el sonido de la música de fondo, «¿Qué pretendes hacer allá?». «No lo sé», le dije, pero en realidad sí que lo sabía. Sabía que tenía una promesa por cumplir. «Solo sé que necesito regresar». «Es por ella, ¿verdad?» me preguntó entonces, muy al día de toda nuestra historia. Perdí la cuenta de las veces que le había hablado de ti. —Sus ojos me miran y yo siento la arena moverse bajo mis pies—. Mi silencio pareció darle una respuesta, porque un segundo después me dijo: «Voy a cubrirte si eso es lo que quieres, pero recuerda que ella solo tiene diez, Oliver. ¿Qué vas a hacer allá con ella? ¿Seguir correteando en el bosque como un par de niños?». Lo admito, sus palabras fueron un golpe bajo en ese momento. Una parte de mí sabía que tenía razón, pero la parte más terca le dejo claro: «Ella no es como las demás niñas de su edad». —Trago saliva ante la sonrisa que me dedica y lo escucho continuar—: Ed me dijo que quizás no lo fueras, pero que seguías siendo una niña. «Además, tu padre tarde o temprano te va a encontrar, y te hará volver a casa. Allá no te puedes ocultar para siempre, Oliver, y cuando te toque dejarla de nuevo, el daño será peor». Recuerdo me que senté en la cama, con la maleta aun sin cerrar a mi lado, y con la mirada en el suelo le pregunté: «¿Qué debo hacer entonces?». Él demoró más segundos de la cuenta en contestarme: «Déjala crecer. Y dentro de algunos años, ve por ella». «¿Y mientras tanto qué hago?». Sonreí con tristeza. «Mientras tanto ven a mi casa, princesa. Todos te estamos esperando».

»Y eso fue lo que hice, Granger. —Sus ojos se desvían a la orilla de la playa, donde las olas revientan dejando un rastro de arena oscura a su paso—. Esa noche me fui a casa de Ed, probé el cigarrillo por primera vez y di mi primer beso. Pensé en ti cuando los labios de Tiffany se encontraban sobre los míos, y me sentí como la mierda. Edward tenía razón. Tú seguías siendo una niña y yo tenía una vida en la ciudad. Me convencí de que eso era todo. De que ya era mayor y nada de lo que había dejado atrás en el pueblo tenía por qué afectarme. Ni siquiera una promesa que había hecho cuando no tenía idea de lo que realmente significaba un «para siempre». Los siguientes años los dediqué a estudiar, pasar el tiempo con mis amigos, y disfrutar de los lujos que me daba mi padre. Lo dejé todo atrás. Mis veranos aquí, los recuerdos, a ti. —Su mirada busca nuevamente la mía, y siento como se me contrae el corazón—. Lo siento mucho, Granger. Siento no haber regresado cuando más me necesitabas.

Niego con la cabeza, sintiendo el picor de las lágrimas en mis ojos.

—Ed tenía razón, Oliver. Me habría hecho más daño recuperarte para luego tener que dejarte ir otra vez —le digo—. Puede que suene bizarro, pero perderte a ti y a mi madre al mismo tiempo fue lo mejor que me pudo pasar. Un solo dolor. Un solo duelo. —Sonrío con tristeza—. Además, era verdad. Quizás habíamos podido manejar la diferencia de edad cuando éramos más pequeños, pero ¿tú con catorce y yo con diez...? Dudo que hubiera funcionado.

—¿Y ahora? —me pregunta—. ¿Crees que ahora pueda funcionar?

Su cuerpo se inclina sobre el mío y siento que mi corazón se salta un latido. Sus ojos, sus malditos ojos mirándome así, con una mezcla de deseo y algo muy parecido a la esperanza, no me dejan pensar con claridad.

«¿Qué si creo que podría funcionar?»

Dudo que hubiera sugerido pasar el día aquí, en esta pequeña playa desolada, rodeada de acantilados escarpados, a la cual solo se puede acceder por un sendero casi secreto, si no lo creyera. Pero seguir mis instintos es una cosa, y admitir lo que estoy comenzando a sentir es otra. No creo estar preparada. No debería estarlo.

Es demasiado pronto.

Pero de algo sí que estoy segura, y es que...

—Depende de ti, Oliver Jackson —confieso, jugueteando distraídamente con la pulsera que me regaló la noche anterior—. Que esto funcione depende de ti.

—¿De mí? —Sus cejas se elevan con evidente sorpresa—. Eres tú quien se estuvo negando a esto durante semanas, salvaje.

—Porque no sabía si podía fiarme de ti. Sigo sin hacerlo del todo —me sincero—. Al crecer te convertiste en un mujeriego. Esas cosas no se olvidan de la noche a la mañana.

«Y a mí no me apetece compartirte». Un pensamiento tan súbito como cierto. Aunque no se lo digo, claro. En primer lugar, necesito asimilar esta necesidad tan posesiva que solo he experimentado con él.

No me gusta nada, pero tampoco consigo evitar que se me revuelva la bilis de solo imaginarlo compartiendo con alguien más lo que hasta ahora ha compartido conmigo.

—Para ser un mujeriego, primero tengo que desearlo, Emma —dice tras varios segundos analizando mis palabras—. Tengo que desear estar con otras mujeres, coquetear con ellas, conquistarlas. Para ser un mujeriego, primero tienen que gustarme otras. Y desde que te encontré, mi cuerpo y mi mente se negaron a engancharse a alguien que no fueras tú.

—Increíble...

—¿Qué te resulta tan increíble, Granger? —Sonríe—. ¿Enterarte de que llevas tres semanas acaparando todos mis malditos sentidos?

—No. —Sacudo la cabeza—. Me resulta increíble la capacidad de labia que tienes. Si me hubieras pedido la mano, te la habría dado sin dudarlo.

Oliver parpadea un par de veces antes de partirse de risa. Inevitablemente yo lo acompaño también. Nos reímos tanto que la tripa comienza a dolerme y la comisura de mis ojos se humedece.

Estoy intentando parar cuando de pronto siento el peso de su cuerpo empujando el mío contra la toalla tendida en la arena.

—Te la das de muy listilla, ¿eh? —inquiere encima de mí.

Sus brazos, a cada lado de mi cabeza, se encargan de sostener todo su peso, y sus rodillas descansan en el espacio que mis piernas instintivamente han abierto para él. Trago saliva al sentir el frío de una gota cayendo sobre mi mejilla. Su cabello sigue destilando agua salada y está tan cerca de mí que el calor de su aliento parece quemarme incluso más que el mismísimo sol.

—No he dicho nada que no sea verdad —replico, conservando mi orgullo.

—Pues yo tampoco —me devuelve él, dejando ver la seriedad que se esconde tras esa sonrisita canalla—. Todo lo que te he dicho es verdad.

Una parte de mí se desvive por creerle. Por sentirme especial frente el chico que lleva más de una década coronando mis sueños. Por confiar. Pero la otra me ruega que sea cautelosa, que no me precipite. Que siga yendo así, poco a poco. Latido a latido.

—¿Por qué un lobo? —decido preguntarle entonces, en busca de un terreno más seguro para mí.

El sigue el camino de mi mirada, bajando hasta encontrarse con el tatuaje del animal. Tan vibrante y lleno de detalles que casi da la impresión de que en cualquier momento podría salirse de su piel. Tiene los ojos azules, como los suyos, y una luna llena decora la noche de fondo.

Una sonrisa traviesa aparece en su rostro antes de acercarse a mi oído y susurrar:

—Porque soy de los que disfrutan acorralando a mi presa, salvaje.

Acto seguido sus dientes comienzan a repartir pequeñas mordidas por todo mi cuello y clavícula, provocándome de nuevo la risa histérica.

Pataleo para quitármelo de encima, pero en lugar de alejarse, deja caer todo su peso sobre el mío y sus manos bajan hasta mi cintura, haciéndome cosquillas. Mis manos resbalan sobre la piel desnuda de su torso cuando intento pagarle con la misma moneda, pero su cuerpo parece tan tallado en piedra que no obtengo ni un mísero resultado, pero si muchísimo placer al tocarlo.

Oliver Jackson está muy bueno. Eso me encanta y vuelve loca en partes iguales. No puede ser sano que su aspecto consiga despertar tantas cosas en mí. Nunca he sido una chica superficial. Y me reconforto diciéndome que, aunque hubiera regresado siendo un chico feo y barrigón, seguiría estando justo donde se encuentra ahora: encima de mí. Robándome una sonrisa. Y par de besos también.

Besos que me hacen viajar a un universo en el que tengo la certeza de que no voy a despertar de este sueño descubriendo que me he enamorado del chico equivocado, que él no es el imbécil que solo busca sexo y yo no soy la tonta que se lo dará. Besos que comienzan con un pequeño roce de labios y terminan su lengua explorando cada centímetro de mi boca.

Un vicio. Eso es en lo que sus labios se están convirtiendo para mí. Tal como lo describió él días atrás.

Los minutos se nos van entre conversaciones, risas, mordiscos y jadeos. Y los minutos les dan paso a horas, cuyo ritmo es marcado por el sonido de las olas, haciéndose más violentas a medida que la marea sube, y la intensidad del sol, disminuyendo tras cada suspiro que se me escapa entre sus labios.

—¿Qué clase de brujería es esta? —inquiere sin dejar de mirarme.

Ahora estamos el uno frente al otro, engullendo un par de sándwiches bajo la sombra escurridiza de una sombrilla.

—¿De la clase que te vuelve idiota? —le devuelvo con una sonrisa antes de inclinarme para dejar un beso sobre sus labios. Corto, pero lleno de todas las sensaciones que él consigue despertar en mí.

—¿La bruja y el idiota? —bromea luego, ladeando un poco la cabeza.

—¿Qué tal la salvaje y el modelito? —sugiero, pensando en que, si este es un nuevo comienzo para los dos, nuestros apodos también deberían serlo.

Oliver sonríe de forma canalla, seductora.

—Me gusta cómo suena.

—Y a mí me gusta cómo se siente, encanto —imito su tono de voz y le dedico un guiño muy a su estilo.

Él entrecierra los ojos, pero antes de que pueda hacer el primer movimiento para vengarse, ya estoy escapando de sus garras. Corro con todas mis fuerzas levantando una lluvia de arena a mi paso, pero no consigo llegar muy lejos antes de que me alcance, me tome por la cintura y me alce en volantas.

Grito, y al mismo tiempo me río tan fuerte como hacía tiempo que no lo hacía.

—¡¿Qué haces?! —chillo al notar hacia donde nos está dirigiendo—. No, Oliver. ¡Al agua no! ¡Déjame ir!

—De eso nada, salvaje —dice con una sonrisa traviesa antes de lanzarse conmigo en un agua cuya temperatura ha descendido a medida que el sol ha comenzado a ocultarse.

—Está helada, idiota. —Empujo su hombro una vez emergemos a la superficie.

—Eso lo podemos arreglar fácilmente. —Me atrapa por la cintura y me pega a su cuerpo, que sorprendentemente conserva todo su calor—. ¿Mejor ahora?

Asiento, incapaz de separar los labios sin que se me escape un suspiro. Él me mira, y con una mano aparta el cabello que se me pega ha pegado a la cara. Delinea mi nariz con la punta de su dedo y luego besa mi frente.

Dejo caer mi cabeza contra su pecho y me rindo en sus brazos con el sol escondiéndose en la orilla del mar, y la falsa promesa de que no terminaré perdidamente enamorada de él.

🌴🌴🌴

Después de recoger todas nuestras cosas de la arena, abandonamos el trozo de playa que nos sirvió como escudo ante el resto del mundo y regresamos al auto que Oliver dejó aparcado a un costado de la carretera, frente a la entrada del sendero, oculto tras unos espesos matorrales.

—¿Cómo supiste de este lugar?

Dejo escapar un suspiro antes de contestar.

—Hace muchos años escuché a una chica del instituto hablando de la playa secreta donde solía enrollarse con su novio. Yo conocía el lugar porque pasamos por esa misma carretera cada que visitábamos a los padres de mi madrastra. Cuando cumplí los trece, ocurrió algo que me hizo... necesitar desesperadamente huir de la casa que compartía con Eric y Dakota. Pensé en un lugar en el que él no pudiera encontrarme y solo se me ocurrió este. Necesitaba pensar. Así que me quedé ahí, mirando las olas hasta que se hizo de noche. Luego cogí mi bicicleta y conduje hasta la casa de Anny. Al día siguiente le pedí que me acompañara a buscar mis cosas y desde ese momento he vivido con ella.

—¿Por qué tuviste que huir? —me pregunta, y por alguna razón, al mirarlo, siento que le diga lo que le diga, él podrá ver a través de la mentira.

Así que le cuento la verdad. Resumida, pero la verdad, al fin y al cabo.

—Lo siento mucho, Granger. —Sus dedos acarician mi mejilla—. ¿Pero realmente crees que sea bueno vivir con ese rencor durante tantos años? No intento defender a tu padre...

—Entonces no lo hagas —lo corto, apartando la mirada—. Puede que no la haya matado con sus propias manos, pero lo que le hizo la condujo a la muerte.

Oliver separa los labios, como si tuviera intenciones de agregar algo más al respecto, pero al final termina diciendo:

—Quiero una foto.

—¿Eh? —Mi ceño se frunce.

—De nosotros —dice—. Aquí y ahora.

—¿Por qué?

—¿Por qué no? —replica con una sonrisa, desbloqueando su móvil y activando la cámara.

—No me gustan las fotos —le miento—. Además, debo lucir horrible con el cabello enmarañado y lleno de arena.

Él me mira a través de sus largas pestañas.

—Sí que te gustan. Tienes tu cuenta de Instagram repleta con imágenes de libros, paisajes, fotos tuyas y del esperpento que tienes por gato.

—¡¿Me has estado estalkeando?!

—Culpable —se declara con un guiño antes de tirar de mi mano y hacerme caer entre sus piernas, apoyados contra el capó del deportivo—. Además, tu siempre estás hermosa.

Su voz contra mi oído me hace vibrar. Si esto sigue así no seré capaz de volver a negarme a nada de lo que me pida.

—Hazla rápido —le ordeno con un ademán, fingiendo que la idea de una foto con él me fastidia cuando en realidad me tiene bombeando muy rápido el corazón.

Él deja un beso contra mi cien antes de alargar la mano para capturar una «selfie» de ambos. Su cabeza reposa sobre mi hombro derecho y su brazo tatuado me rodea la cintura desnuda. Se lo abrazo con el mío, y dejo que mi mano libre se pose en su mejilla como si de algún modo necesitara sentirlo más cerca. El ocaso se refleja a nuestras espaldas en tonos rosas y naranjas, extendiéndose hasta perderse al final de una carretera desierta que le obsequia un aspecto de postal a la imagen que Oliver inmortaliza con el sonido de una captura.

—Preciosa —dice, acercando el móvil para detallar la fotografía.

—La verdad es que sí, quedó preciosa —tengo que admitir.

—Me estoy refiriendo a ti, Granger. —Sus ojos buscan los míos—. Eres preciosa.

Pongo los ojos en blanco, pero no puedo evitar sonreír como tonta.

—Dime, modelito, ¿qué pretendes ganar con tantos halagos?

—Tu corazón —dice con una convicción que se roba mi aliento.

Y luego... luego me lo devuelve con un beso.

🌴🌴🌴

De camino a casa Oliver me pide que tome su móvil y comparta la foto que nos acabamos de sacar en su cuenta de Instagram, incluyendo la ubicación y colocando la etiqueta de mi propia cuenta junto a mi cara.

No tenía intenciones de hacerlo, pero él ha insistido en que, mientras más nos mostremos de forma pública, más cuidado tendrán los integrantes de «La Cobra» al meterse con nosotros.

Teniendo toda la mira pública a nuestras espaldas, supongo que tiene lógica. El problema es que yo no soy a quienes ellos buscan. Yo solo tuve el infortunio de partirle la nariz a uno de sus integrantes, nada más.

Aun así, y aunque lo odie por completo, tengo que aceptar que esto es lo que implica estar con él. Y debo decidir si quiero o no formar parte de la presión mediática y el acoso de la banda más peligrosa del estado solo por estar a su lado.

Visto así, no parece lo más sensato.

Pero ya he comprobado que cuando se trata de él no soy capaz de pensar con claridad, mucho menos mientras el aprovecha cada semáforo en rojo para repartir besos en mi cuello y comerme la boca como si hubiéramos pasado todo el día haciendo eso mismo en la playa.

Es como si no fuera capaz de zacearse, de tener suficiente de mí, y para ser completamente sincera, yo tampoco.

Así que permito una de sus manos se pose en mi muslo mientras sus labios se recrean en el lóbulo de mi oreja. Sus dedos juguetean tan cerca de mi zona más sensible que su móvil casi se me cae de las manos antes de que alcance a hacer el post en una cuenta con más de seis cifras de seguidores.

Un auto comienza a tocar la corneta con insistencia detrás de nosotros, y Oliver no tiene más opción que ponerse en marcha tras gruñir un poco contra mi cuello.

—¿Qué quieres que ponga en el pie de la foto? —le pregunto, todavía alucinando con la cantidad de personas que siguen su cuenta.

Son demasiadas para no tratarse de un influencer o alguna otra figura pública que le dedique real atención a sus redes sociales. Oliver no tiene más de ciento cincuenta fotos publicadas y casi todas son de autos, fiestas, e imágenes un tanto borrosas con sus amigos. En algunas enseña sus tatuajes, y en el resto partes de su cuerpo que estoy segura se ganaron la mitad de los seguidores que tiene.

—Eso déjamelo a mí —dice, tendiéndome la mano para que le devuelva el aparato. Lo hago y cuando finalmente aparcamos frente a mi casa lo veo teclear algo en la pantalla antes de presionar el botón de «Publicar». Mi móvil inmediatamente emite un sonido con la notificación, pero él me detiene antes de que pueda sacarlo de mi bolso—. Míralo cuando estés en tu cama, ¿vale?

Me voy a quejar, pero él se encarga de callarme con un nuevo beso. Ninguno de los dos parecemos cansarnos de esto, pero que Anny abra la puerta principal y comience a saludar al modelito con una enorme sonrisa basta para cortarnos el rollo.

O al menos para cortármelo a mí.

—¿Nos vemos mañana?

Le digo que sí, beso su mejilla, y me bajo del auto antes de que a mi abuela se le ocurra que es buena idea acercarse a plantarnos conversación. Al llegar a la puerta la saludo con un abrazo y le informo que voy a tomar una ducha para quitarme el agua salada tras un breve interrogatorio sobre mi día con el modelito.

—¿Ya te ha pillado? —me grita cuando voy a mitad de las escaleras. La miro, alzando las cejas, y ella sonríe—. Por supuesto que sí. —Sus palabras son una afirmación esta vez.

En lugar de desmentirlo, termino de subir a mi habitación cargando con mi mochila y agradeciendo que no pueda verme sonreír. No es hasta después de ducharme y desenredar mi cabello frente al espejo, que recuerdo la foto.

Busco el móvil y abro la aplicación, encontrándome con más notificaciones de las que he tenido en toda mi vida. La mayoría son de «likes» al post en el que Oliver Jackson me ha etiquetado, las demás, un montón de nuevos seguidores.

Me voy directamente al pie de la imagen donde se lee: «Usted me ha hechizado en cuerpo y alma».

El corazón me da un vuelco y por instinto mis ojos buscan en mi estantería el libro al que pertenece esa frase. El mismo que él compró para mí aquella noche en el mercadillo.

Un libro que hace un tiempo había dejado ir por necesidad y ahora vuelvo a tener por capricho.

«Orgullo y prejuicio».

Cierro los ojos y sonrío, sintiendo que poco va quedando de eso en mi sistema. Cuando los abro de nuevo, decido darle un «like» a la foto y comentar un: «H + H 4ever» acompañado de un corazón.

Me siento una ñoña en toda la regla, pero no me arrepiento hasta que recibo la notificación del primer «me gusta» en el comentario.

Y es que, contrario a lo que esperaba, no se trata del chico para el que va dirigido, sino de alguien que, sin conocer, consigue que se borre mi sonrisa.

«Alessa Gil».

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¡Que comience el drama, señores!

¿Opiniones de este pequeño maratón?

Las leo ♥


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