Capítulo 24. «Al chico le gusta el misterio»

Música: Let me love you / Dj Snake & Justin Bieber

«Al chico le gusta el misterio»

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OLIVER

Conduzco hasta la línea de salida ubicada al comienzo de dos peñascos que bordean la carretera.

En la ciudad, mi especialidad es el «Drag Racing», una carrera corta de velocidad donde normalmente se recorre un cuarto de milla en no más de cinco segundos. En ese tipo de carreras no solo se puede definir cuál es el mejor auto, sino también quien es el conductor con mejor técnica en la largada.

Llevo siendo ese conductor durante años. No solo por ser capaz de demostrarlo en una carrera, sino en cuatro seguidas durante una noche normal. El «Drag Racing» suele correrse como un pequeño torneo en el que al final, el ganador se queda con el auto de su contrincante. Ahora mismo mi garaje podría ser un museo de coches de todas las marcas, modelos y colores posibles, pero mi padre solo me ha permitido correr con la promesa de vender cada uno de los autos que me gano, así que al final solo cuento con el Ferrari que he dejado en Miami, y el Camaro con el que estoy a punto de correr las dos millas de carretera vieja y desgastada que atraviesa los peñascos hasta el pequeño desvío oculto en medio de las rocas escarpadas. Este nos conducirá de nuevo al punto de partida. A la línea de meta.

El conductor que primero consiga entrar en el estrecho desvío, tendrá las mayores probabilidades de ganar. Estuve analizando los planos que Alex me hizo llegar y es imposible que dos autos puedan pasar por allí al mismo tiempo. Y de ahí el grado de dificultad que me hizo enlistarme en esta categoría.

Me saco de la cazadora el objeto que Emma trajo esta noche para mí y lo coloco en el interior de una pequeña mano dorada a medio empuñar que se encuentra adherida al tablero del auto. Solía dejar ahí las llaves de casa y mis gomas de mascar al subir, pero de ahora en adelante será la portadora de...

—Mi nuevo amuleto de la suerte, Granger. —Le guiño un ojo al notar la ilusión que parece hacerle ver nuestra piedra ahí, brillando en medio de los dos.

Mi adversario no demora en aparecer a mi lado. El vehículo con el que voy a competir es un Audi R8 del año. De color rojo y con una franja negra en el centro. Una pasada. Pero nada comparado con mi Camaro SS de último modelo. Después de todas las mejoras, modificaciones y victorias que tiene mi bebé, es imposible no tenerle fe.

La ventanilla del auto contiguo se baja, revelando el rostro del conductor. Me dispongo a hacer lo mismo cuando Emma tira de mi brazo para impedirlo.

—¿Qué sucede? —inquiero al notar ver el terror que se refleja en sus ojos.

—Es él —dice, sin apartar la vista de mi adversario—. Es el desgraciado de la discoteca, al que le partí la nariz.

Lo miro de nuevo. Pequeños flashes de aquella noche llegan a mi mente, y aunque mi atención se centraba principalmente en ella, logro reconocerlo. Cabeza rapada. Facciones toscas y llenas de pequeñas cicatrices. La cobra negra tatuada en el brazo que tiene extendido sobre el volante. Es él.

—Joder —mascullo entre dientes.

—¿A mi competencia no le van las presentaciones? —escucho que pregunta el hijo de puta desde su auto, mirando en nuestra dirección con una sonrisa desagradable.

Sé que los vidrios ahumados hacen imposible que pueda vernos, pero sus ojos tan negros como los de un demonio dan la sensación que puede escarbar en tu maldita alma y arrancártela de un tajo.

—No lo hagas —me dice Emma, no parece asustada, pero sí cautelosa—. Esta gente nunca anda sola, Oliver. Si me reconoce, puede que intente cobrarse lo de su nariz. Pero si te reconoce a ti, puede que quieran hacer cosas mucho peor.

Asiento, dándole la razón. Esas malditas serpientes se han empeñado en joder a mi padre desde que este anunció públicamente que lo primero como alcalde sería combatir todo el veneno que llevan años inyectándole a la ciudad. No puedo arriesgarme a que me reconozcan y mucho menos a que me cojan sin protección y con Emma a mi lado.

Ella tiene razón. Dudo que ese maldito se encuentre solo. Y yo, pese a tener un buen entrenamiento, prefiero evitar tener que demostrarlo.

—Tranquila —le digo, colocando una mano en su rostro para que me mire—. Nadie puede obligarme a bajar la ventanilla. Estaremos bien. Ahora aprovéchate el cinturón, y deja que lo haga morder el maldito polvo en la pista.

Ella sonríe aliviada y luego obedece.

—Vamos, modelito. Demuéstrame de qué estás hecho.

Me río con fuerza y me trago las ganas de recordarle que si le gano —que lo haré— ella tendrá que pagarme con un beso. Hago rugir el motor para indicar con ese sonido que estoy listo para la carrera y que me paso por el culo las presentaciones.

—Al chico le gusta el misterio —dice Ron con una mueca burlona en dirección al integrante de «La Cobra» antes de agregar—: Muy bien, que comience la carrera.

Señala a una chica de camiseta rosa y minifalda negra que no tarda en posicionarse en el centro de la carretera con un banderín en la mano.

—En sus marcas —dice, y yo hago rugir de nuevo el motor—. ¿Listos? —Mi mano se afianza a la palanca—. ¡Fuera!

Arranco el motor antes de que la palabra termine de abandonar sus labios, ganando en la largada. El olor a neumático quemado se cuela en el interior del vehículo cuando paso de 0 a 300 kilómetros por hora en 3 segundos. Hago los cambios que corresponden hasta llegar a quinta y continuar por la carretera vieja y desigual en línea recta. A través del espejo retrovisor veo el Audi pisándome los talones. En un suspiro me sobrepasa por un costado. Maldigo y presiono el pie contra el acelerador. Si toma el desvío antes que yo, estaré perdido.

Escucho a la salvaje animándome con un «Vamos, vamos», pero ahora mismo no puedo darme el lujo de apartar los ojos de la carretera para observar el brillo de adrenalina que seguramente está bañando su mirada.

Mi auto se porta a la altura ayudándome a darle alcance antes de tomar la siguiente curva. Él coge la cerrada, lo que le da una pequeña ventaja que se ve reducida a la nada cuando descubre que, frente a él, a un costado de la carretera, hay un cúmulo de piedra que parecen haberse desprendido recientemente del peñasco. El Audi disminuye la velocidad y yo aprovecho para sacar ventaja adelantándome a la siguiente curva. La tomo cerrada. Y por el espejo observo que ha vuelto a ganar velocidad. Las luces de sus faros casi consiguen cegarme cuando se acerca.

Regreso mi atención a la carretera justo antes de sentir el primer impacto en la parte de atrás.

—¡Ese maldito! —gruño al notar lo que el muy cabrón está intentando hacer.

—¡Oliver! —exclama Emma cuando el segundo impacto llega con más fuerza.

La serpiente quiere apartarnos del camino antes de llegar al desvío.

—Tranquila. Estaremos bien —le digo antes de hacer un cambio de velocidad que nos concede algunos metros de ventaja.

No dura mucho, porque al segundo siguiente su auto se nivela con el mío y el muy cabrón tira del volante en nuestra dirección, golpeando con fuerza mi guardafangos y sacudiéndonos en el interior.

—Hijo de... —Emma aprieta los labios con rabia.

—Sujétate fuerte —le ordeno cuando un agujero estrecho y oscuro finalmente aparece a un costado de la carretera—. Vamos a ganarle a ese malnacido.

Tomo la curva con un derrape que levanta un reguero de tierra a su paso. El auto zigzaguea un segundo ante de que pueda retomar el control. Tras la cortina de polvo veo aparecer nuevamente el Audi. Se pega lo suficiente a mi parachoques para captar la maquiavélica sonrisa que adorna su cara de rufián.

«Hasta la vista, hijo de puta».

Piso el embrague, cambio la marcha, acelero y presiono el botón en el tablero con el que le inyecta la velocidad suficiente al motor para entrar de primeros a un túnel rocoso que solo se ilumina con la luz de mis faros.

Vuelvo a mirar por el retrovisor para comprobar que el Audi se encuentra siguiéndonos todavía, pero me sorprendo al descubrir que no lo hace. Los segundos pasan, y al notar que los faros de su auto siguen sin aparecer, lo comprendo todo.

La falta de profesionalismo. La maldita sonrisa que mantuvo desde el inicio de la carrera. La poca insistencia por hacer que bajara la ventanilla.

No le hacía falta que lo hiciera. Él ya sabía, incluso antes me presentara en la playa, quién se encontraría atrás del volante. El muy maldito sabía que competiría contra el hijo de Richard Jackson. Y la única razón de que me haya dejado tomar primero el desvío tiene que deberse a que esto es...

—Una trampa. Esto es una maldita trampa, joder.

—¡¿Qué dices?! —exclama Emma con los ojos muy abiertos.

—Ron. Ese hijo de puta me ha tendido una trampa. —Disminuyo la velocidad y le pido que sostenga el volante mientras rebusco a tientas algo bajo el asiento.

Algo que papá me ha obligado a llevar conmigo desde que comenzó mi entrenamiento.

—¿Pero que mierda...? —chilla Emma soltando el volante, reparando en la Glock que ahora sostengo en mi mano.

Recupero el control antes de estrellarnos contra alguna de las paredes del túnel.

—Creo que habrá serpientes esperándonos del otro lado —le digo porque necesito que esté preparada y mantenga la calma—. Nos encontramos en medio de la nada, Emma, si detengo el auto, podrán hacer con nosotros lo que les dé la gana.

—Tienes una jodida pistola en tu auto, Oliver. —Eso parece ser lo que más conflicto le causa de todo.

—No pienso utilizarla a menos que me vea obligado a parar. El auto es blindado, y no temo a pasarle por encima a quien sea con tal de salir de aquí. Pero necesito que te centres. —Señalo el final del túnel, donde ya comienza a apreciarse la claridad de la luna—. Si te pido que cojas el control del volante, lo harás. No podremos detenernos, pero no puedo disparar y manejar al mismo tiempo.

«Ni siquiera sé si puedo disparar, joder», pero me ahorro esa parte.

—¿Por qué no damos marcha atrás?

—Porque probablemente del otro lado también nos estén esperando ya —le digo, tragando saliva ante la culpa—. Lo siento, cuando me enlisté en la carrera no tenía idea de que...

—No es culpa tuya —me corta, llena de determinación—. Si «La Cobra» está del otro lado, entonces has lo que tengas que hacer para deshacerte de ellos. Yo te ayudo.

Sonrío, en medio del miedo y la ansiedad, lo hago. Porque acabo de descubrir que esta chica sigue siendo tan valiente como la niña que a los seis años no temía escalar hasta la copa de un árbol solo para encontrar nuevos escondites en el bosque que nos sirvieran de guarida.

A pocos metros del final del túnel acelero nuevamente el motor, y cuando la noche finalmente nos recibe en el exterior, descubro que no estaba equivocado. Una pared humana se encuentra obstaculizando el camino a unos cincuenta metros de distancia con un coro de autos y motocicletas detrás. Todos vestidos con chaquetas negras y armas en las manos.

—Madre mía, Oliver.

—Atenta a mi señal —es lo único que le digo, rogando para no tener que darle ninguna.

Los integrantes de la cobra se muestran sorprendidos al notar que, en lugar de frenar, estoy acelerando, y un segundo después la sorpresa trasmuta en terror, y como es común en las serpientes cuando se sienten amenazadas, atacan.

La primera bala rebota contra el capó, la segunda contra el retrovisor. Las demás no son más que una lluvia que parece caer de todas partes. Cambio la marcha y vuelvo a pisar a fondo el acelerador cuando nos acercamos a los tipos que siguen disparando frente a nosotros.

Quince metros.

Diez.

Cinco.

Uno.

Emma grita cuando el cuerpo de uno de ellos impacta contra el parabrisas y rebota en el pavimento. Los otros dos consiguen apartarse justo a tiempo y lo siguiente con lo que impacta mi auto es con el par de motocicletas que estaban dispuestas en mitad de la vía. Escucho el rechinar del metal bajo la carrocería y maldigo con el sonido de una explosión a nuestras espaldas.

El sonido de las balas cesa por fin y al mirar atrás descubro que una de las motos está prendida en fuego y varios cuerpos están tendidos en el pavimento. Supongo que su afán por detenerme, una de las balas impactó en el tanque de gasolina, y la chispa lo hizo estallar.

La distracción no me deja ver un bache del camino en el que reparo demasiado tarde para esquivarlo. El auto se sacude cuando paso bruscamente sobre él, y me cuesta recuperar el control antes de tomar la curva que dibuja el camino.

Unos cien metros más adelante nos encontramos con una encrucijada de tres caminos, el de la izquierda conduce nuevamente a la playa, el del centro a un destino incierto, y el de la izquierda a la autopista principal.

No me lo pienso demasiado antes de tomar ese último y dejar atrás las formaciones rocosas que se alzan a nuestras espaldas. Es entonces, cuando veo a través del retrovisor, un auto rojo y una figura de negro observándolo todo desde la cima de un peñasco.

—Hijo de puta —mascullo entre dientes, golpeando el volante.

—¿Qué pasa...? —Emma sigue el camino de mi mirada y ahoga un jadeo cuando lo ve—. ¿Cómo demonios llegó hasta ahí?

—Está claro que conoce la zona —le digo al tomar finalmente la autopista. A la mierda los cinco mil dólares para el ganador—. Ese maldito debió dar marcha atrás cuando logramos entrar en el túnel y subir por algún camino de la empinada para observar el ataque desde las alturas.

—Por dios, Oliver, esto ha sido...

—¿Una completa mierda?

—Iba a decir una locura, pero supongo que eso podría definirlo bastante bien. —Exhala con fuerza como si apenas pudiera permitirse soltar el aire que estuvo conteniendo—. Si no hubieras deducido que todo había sido una trampa...

—Pero lo hice —le digo, agradeciéndole a mi padre en mi fuero interno por tantas horas de entrenamiento y preparación ante situaciones de riesgo—. Y no tuve que utilizar la Glock.

Sonrío, y los ojos de ella bajan al arma que sigue reposando entre mis piernas.

—No tenía idea de que trajeras una de esas cosas contigo, mucho menos que supieras cómo usarla.

—Mi padre es un hombre de negocios acaudalado y un político de reputación cuestionable, salvaje. Me guste o no, estoy obligado a protegerme con algo. Sé utilizar un arma desde los doce, aunque solo he disparado una en los campos de entrenamiento. No es que me gusten demasiado.

—Eso hace que me sienta mucho más aliviada. —Deja caer la cabeza de nuevo sobre el respaldo, resoplando.

Mis dedos tamborilean en el volante, demasiado ansioso aún por lo que acaba de pasar como para dejarlos quietos.

—Lo siento, Emma, yo no...

—Ya te dije que no ha sido culpa tuya —repite ella sin mirarme—. En todo caso, lo ha sido del amigo ese que te ayudó a entrar en la carrera.

—Alex es de fiar. Fue Ron quien lo traicionó —deduzco—. Ese mal nacido tuvo que haberse puesto en contacto con la gente de la cobra en cuanto Alex le dijo que el cupo era para mí. Lo siento mucho, joder. Si algo te hubiera pasado, yo...

—Basta, Oliver. —Ella coloca una mano sobre mi hombro y con ese gesto mágicamente hace desaparecer toda la tensión—. No pasó nada. Estoy bien. Ambos lo estamos.

La miro. Y trago saliva al recordar la apuesta que hice con Ed y cuál será el desenlace si termino siendo yo quien la gane. Si ni siquiera puedo soportar la idea de que esta noche ella hubiera salido dañada por culpa mía, ¿cómo cojones seré capaz de hacérselo yo mismo al final del verano?

Vuelvo mi atención a la carretera y me digo que este no es momento para pensar en eso. No cuando lo que debería estar preocupándome es la reacción de mi padre ante la noticia de que la «La Cobra» finalmente ha decidido atacarme.

Si es que decido contárselo.

Los faros de un auto reflejándose en el espejo retrovisor consiguen alertarme de nuevo, sobre todo por la rapidez con la que los veo acercarse. Estoy a punto de acelerar cuando el vehículo toma la izquierda para sobrepasarme y luego sigue su rumbo delante de mí.

«Maldita paranoia».

—Ya pasó, Oliver —me dice Emma con una sonrisa tranquilizadora—. Ya pasó.

Asiento con un suspiro, y la siguiente hora de regreso al pueblo la hacemos en silencio. Cuando finalmente apago el motor frente a su casa, me deshago del cinturón y me vuelvo sobre el asiento para mirarla.

—Esta noche estuvimos a punto de morir —dice, y parece que apenas está comenzando a asimilarlo de verdad.

—Pero no lo hicimos —le devuelvo con una sonrisa, apartando un mechón rebelde de su cara—. Seguimos aquí. Respirando. Vivos.

—Vivos... —repite ella, con la vista perdida en nuestra «Piedra Filosofal»—. Estoy viva.

—Más viva que nunca, Granger.

—Lo estoy. Contigo lo estoy, Oliver Jackson. —Sus ojos me miran esta vez, y por un instante me cuesta descifrar lo que se esconde tras ese brillo.

Pero es precisamente eso, solo un instante, porque al siguiente ella está desabrochando su cinturón y uniendo sus labios con los míos en un beso que me sorprende tanto o más de lo que lo estuve esperando durante las últimas semanas.

No lo dudo ni un solo segundo. Rodeo su cintura con mis brazos y pego más a mi cuerpo. Ella jadea en mi boca, y yo siento que vuelvo a tocar el puto cielo con el roce de su lengua.

—Joder, Granger —gruño contra sus labios de puro placer—. ¿Por qué te demoraste tanto en hacer esto de nuevo?

—Porque me hacía falta creer que moría, para recordar todos los motivos que tengo para sentirme viva. —Sus dientes reparten mordiscos en mi labio inferior que me vuelven lo suficientemente loco para tomarla por el culo y obligarla a abrir las piernas sobre mi regazo.

—¿Yo te hago sentir viva, salvaje? —le pregunto entre besos que no soy capaz de frenar.

—Lo has hecho siempre, modelito del demonio, incluso cuando no estabas.

Y eso es todo. Solo eso basta para mandar a la mierda mi auto control, convirtiendo lo que comenzó como un contacto anhelado por ambos, en un beso mucho más exigente y cargado de una posesividad que no creo haber experimentado jamás.

Es como si mientras más la probara, más egoísta me volviera. La quiero para mí. Solo para mí. Así: frotándose contra mi cuerpo, gimiendo mi nombre, tirando de mi cabello con desesperación; todos los putos días de mi vida.

Sus labios se separan, invitándome a entrar, a saborear cada rincón de su boca, alimentándome con el roce de una lengua que parece estar hecha para enredarse en la mía. Sus manos se olvidan de toda la vergüenza, colándose bajo la tela de mi cazadora y acariciando todo a su paso.

—Joder —gruñe ella cuando se encuentra con esa parte de mi abdomen que se mantiene firme y tonificada por el ejercicio—. Estás muy duro.

—¿Sigues negándote a admitir lo sexy que soy, salvaje? —Sonrío contra sus labios, y la siento resoplar—. ¿O para hacerlo necesitas comprobar otras partes de mi cuerpo que están igual de duras que mi abdomen?

Alzo las caderas para que lo sienta y ella se muerde los labios, ahogando un gemido en el fondo de su garganta.

—Oliver... —Apoya su frente contra la mía, apretando los párpados—. Esta es nuestra primera cita.

—Lo sé. —Me inclino para besar su cuello—. Y lo siento, pero llevo así por ti desde la primera noche, Emma. No es algo que pueda controlar.

—Lo sé. —Ella me besa también. Los labios, la línea de mi barbilla, la curva de mi cuello. Se detiene finalmente en el lóbulo de mi oreja, dedicándole un pequeño mordisco antes de agregar—: Yo también llevo semanas fantaseando con eso, pero quiero... necesito ir más lento.

—Tú marcas el ritmo, Granger. —Me separo para mirarla a los ojos—. Siempre lo has marcado tú.

Ella sonríe, y sus labios encuentran nuevamente el camino a los míos. Las sensaciones que nuestro primer beso provocaron en mí regresan con la misma fuerza, pero la ausencia de alcohol hace que todo parezca más intenso. Más real.

Quizás porque tengo la certeza que cuando se acabe, ella no podrá culpar al alcohol. Quizás porque esta vez realmente tengo la sensación de que está dejando caer sus barreras sin ningún tipo de reparos. Quizás porque yo también lo estoy haciendo.

Me importa una mierda.

No puedo pensar en otra cosa que no sea besarla hasta que el aire me falte y no me quede más que su aliento por absorber. Hasta que la presión sea tan grande que me duela. Hasta no tener más opción que separarme, porque de lo contrario... ya no sería capaz de responder por mis actos.

—Tú, yo, mañana, en la playa, ¿qué dices? —inquiero, jadeante, y sin poder apartar los ojos de esos labios hinchados y entreabiertos que se encuentran a escasos centímetros de los míos.

Me contengo para no tomarlos de nuevo mientras aguardo por su respuesta.

—Mañana trabajo, modelito. —Sus párpados caen y sé que le jode tanto como a mí.

—Llama a Jessica, dile que le pagarás el triple si te cubre.

—¿Estás loco? —Se ríe—. No pienso sacrificar tres días de mi paga, por un domingo libre.

—No tienes que pagarlo tú, Granger.

—Oh, lo siento, me olvidaba que estaba frente a un millonario.

—En realidad, es mi padre quien lo es. Yo solo estaba intentando picarte la otra noche, salvaje. Aun así, tengo dinero suficiente del que puedo disponer para sobornar a Jessica. —«Parece la clase de chica que haría cualquier cosa por su propio beneficio»—. ¿Lo intentarás?

—Puedes hacerlo tú, ¿no? Después de todo ella te dio su número.

—Me encanta cuando te pones celosa. —Me acerco para morder su barbilla y bajar por su cuello—. Pero si te hace sentir más tranquila, me deshice de su número al día siguiente. Nunca tuve intenciones reales de llamarla.

—¿Para qué aceptaste entonces que te lo diera?

—Porque soy idiota.

Mi respuesta parece complacerla, porque se inclina para dejar otro beso sobre mis labios. Uno que comienza como un roce inocente y yo me encargo de profundizar.

—Entonces, ¿la llamarás? —inquiero contra su boca, sin dejar de besarla.

—Si me lo pides así —ironiza entonces.

Pero no hace nada para ponerle fin a una sesión incansable de besos que comenzó en el interior de mi auto y termina en el pórtico de su casa, hasta donde la acompaño antes de finalmente separarnos. La veo rebuscar en una de las masetas y un segundo después hace tintinar el juego de llaves que suele ocultar cada día en un lugar diferente.

Lo sé porque la he visto hacer lo mismo cada día de la semana cuando nos despedimos tras ir por ella a su trabajo. Nunca pensé que una rutina tan simple pudiera hacerme sentir así de bien, pero aquí estoy, esperando a que ella abra la puerta de casa para poder entrar en la de mi tía con la certeza de que la he dejado sana y salva.

Lo único que hace diferente este día de los demás, es que antes de verla desaparecer tras la puerta, puedo darme el lujo de tirar de su brazo, pegarla a mi pecho y darle un último beso de buenas noches.

—Me vas a desgastar, modelito.

—Cuando se trata de ti, no me apetece dejar para nadie.

Emma sacude la cabeza, pero está sonriendo.

—Mejor vete antes de que nos agarre el amanecer aquí.

—Paso por ti a las nueve.

Ella pone los ojos en blanco.

—Ni siquiera lo he hablado con Jess.

—No te preocupes, ella aceptará. —Le guiño un ojo como despedida antes de que me resulte más difícil largarme.

No he terminado de regresar al auto cuando ya estoy escribiendo un mensaje en mi celular con la pregunta de la noche: «¿Confías en mí?».

Es algo que comenzamos a hacer el día que me dieron de alta, tras intercambiar nuestros números telefónicos. Nos concedemos una pregunta en la que debemos ser completamente sinceros. Sobre lo que sea. Y sé que estoy caminando en la cuerda floja con esto, pero en este punto soy capaz de hacer cualquier cosa que ella me pida. Esa idea me aterroriza, pero también me llena de una forma que no sé cómo mierda explicar.

Emma no tarda ni cinco segundos en responder: «Me temo que sí».

Bloqueo el teléfono y me lo guardo en el bolsillo antes de subir a mi auto. Ni siquiera me paro a detallar los daños que los choques y las balas le ocasionaron a la carrocería porque me niego a joder el buen humor que se me ha quedado tras los besos de la salvaje.

Y mientras conduzco el auto hasta al puesto de aparcamiento de mi tía, apago el motor y me bajo pensando en qué cómo coño haré para ocultarle esto a papá si mi tía regresa y descubre las condiciones en las que ha quedado mi Camaro, el móvil me vibra en la cazadora con su pregunta de la noche: «¿No me estoy equivocando al hacerlo?»

Subo las escaleras del pórtico y abro la puerta de casa mientras tecleo un: «Déjame demostrarte que no».

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Diossss, demasiada adrenalina en un solo capi.

Las leo, pecadoras ♥

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