Capítulo 22. «¿Esto siquiera es legal?»
«¿Esto siquiera es legal?»
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OLIVER
Mi papá me ha echado una bronca de las buenas.
Y lo peor es que esta vez no tenía manera de refutar. La noticia de la pelea en la que me metí para defender al idiota de Ed ya ha recorrido todo el maldito estado y parte de la costa este del país.
Unos dicen que he muerto apuñalado por un maleante de poca monta con el que me enfrenté bajo los efectos de la droga y el alcohol y que esta tarde se celebrará mi velatorio en un pueblito dejado de dios, otros, que el pobre chico con el que me enojé por haber derramado su bebida sobre mis botas en mitad de un concierto para la caridad, no sobrevivió a la golpiza que le di.
En fin, que papá ha tenido que desmontar ambas teorías mediante un comunicado de prensa y explicar que mi lesión solo ha sido cosa de un accidente, que la pelea no había sido más que una discusión estúpida, y que Adam Taylor y yo ya habíamos hecho las paces y arreglado nuestras diferencias como los viejos amigos de la infancia que éramos.
La mentira de papá me hizo poner los ojos en blanco, pero al parecer el golpe que me di consiguió que otra parte de mis recuerdos también despertara. Esos que van más allá del último verano que estuve en el pueblo. Esos que transcurrieron durante una época en la que Emma seguía siendo demasiado pequeña para jugar conmigo como lo hacía cuando pisó los cinco años, y yo, con nueve, ya me atribuía la tarea de ser su protector. Recuerdos que incluyen a un par de niños rubios de ojos verdes que habrían podido hacerse pasar por gemelos si la niña no hubiera medido al menos veinte centímetros menos que niño.
Adam y Elizabeth Taylor. Jugando a cazar salamandras con mis hermanos y conmigo a orillas del río mientras nuestros padres pescaban y charlaban de cosas aburridas como la bolsa de valores.
Las imágenes son vagas y hasta me parecen de otra vida. Quizás ellos tampoco lo tengan tan claro, o siquiera lo recuerden, pero es cierto que, antes de que Emma consiguiera acaparar toda mi atención con sus ideas mágicas e irreales de salvar al mundo, los hermanos Taylor y yo habíamos compartido algo. Habíamos sido amigos.
Y ahora, en el transcurso de dos semanas yo ya me he enrollado con una y casi he matado al otro.
Papá seguía respondiendo a las interrogantes de la prensa cuando le preguntaron sobre los motivos de mi estadía en el pueblo
—Oliver es un chico de ciudad —dijo—. Pero tanto brillo a veces consigue que cerremos los ojos ante las cosas que verdaderamente importan. Dinero, lujos y fiestas no son nada si nos olvidamos de nuestras raíces. Mi hijo necesitaba encontrarse un lugar tranquilo y recordar que lo más valioso de la vida no es lo que brilla, es lo que se esconde tras ese destello: recuerdos, amistades, familia, amor.
»Oliver necesitaba encontrarse a sí mismo y está trabajando todos los días del verano en hacerlo. No es un chico perfecto, yo tampoco lo soy. Pero de lo que no carecemos los Jackson es de valor para aceptar nuestros errores y trabajar inmediatamente en corregirlos. En ser mejores cada día. De lo que no carecemos los Jackson es de fuerza para enfrentarnos a quienes intentan hacernos caer, tergiversando y sacando conclusiones basadas en una postura idealizada e irreal de lo que debemos ser por encontrarnos parados de este lado. Cuando la realidad es que hemos inventado tantas líneas divisorias que a veces nos cuesta recordar que al final del día todos somos lo mismo: humanos. Con personalidad, estados de ánimos, carácter y formas de pensar diferentes, pero humanos, al fin y al cabo.
»Si bien, toda esta polémica en la que he ha visto involucrado el menor de mis podría servir de aliciente para que ustedes, ciudadanos, pierdan la fe en mí y en la familia que he levantado sin ayuda de nadie desde hace casi veintidós años, que también les sirva para recordar que un líder no es el que se para aquí y les ofrece bombas y castillos, no es el que les promete que todos los problemas de nuestra ciudad se resolverán con un chasquido de dedos, un líder es el que se levanta conociendo sus fallas, y se acuesta con la certeza de que ese día ha hecho algo para restarse una.
Puse los ojos en blanco, aunque eso me provocara un fuerte dolor de cabeza y pensé en el talento que tenía mi padre para convertir mis cagadas en un discurso politiquero y motivador para los ciudadanos que aún se debatían entre darles su voto o no.
Sin embargo, cuando hablamos por teléfono hace unas horas, me dejó bastante claro que debía disculparme con el hijo de su amigo y que le importaba una mierda si él era quien había iniciado la pelea.
—Si fue Ed quien se enredó con la novia del muchacho, pues bien, merecido que se lo tenía —zanjó—. No digo que llegar a los puños haya sido la solución, pero estoy seguro que el dolor físico no se compara con el emocional. Cada acción tiene un precio, por ello hay que pensar antes si tenemos con qué pagarlo.
—Para ya, joder. Yo no soy la prensa para que me caigas a discursos, papá.
—No es un discurso, jodido malagradecido, es una lección. Va siendo hora de que la aprendas. Ya que de nuevo me las tengo que arreglar para enmendar tus desastres.
Dejé escapar un suspiro.
—¿Qué harás?
—No lo sé. Sigo decidiendo si es buena idea que te quedes ahora que ya todos saben dónde te encuentras, o si deberíamos esperar a que te recuperes de la contusión para que vuelvas a casa.
—No —dije más abruptamente de lo que pretendía—. Digo, no creo que sea buena idea que vuelva después de tu discurso sobre mi forma de encontrarme a mí mismo y bla bla bla. Perdería todo el sentido y tus votantes no harían más que dejar de creer en ti. En nosotros como familia.
Mi padre guardó silencio durante algunos segundos, luego dijo:
—Tienes razón. Aun así, ya no me siento seguro de que estés allá.
—¿Por qué no? ¿Me lo dirás de una vez por todas?
—Porque es peligroso, Oliver.
Supuse que se estaba refiriendo a la gente de «La Cobra». Hacía un tiempo ya que a papá lo estaban relacionando con las actividades ilícitas de aquella red criminal que se había tomado por completo el estado de Florida.
Durante la semana le había estado dando vueltas al tema en mi cabeza. Desde que escuché mencionar a Emma el asunto con el tipo de «La Cobra» y el relato de Jessica sobre el origen de la banda en este pequeño pueblo. ¿Por qué papá me enviaría a pasar el verano en la cuna de los hijos de puta que querían joderlo? Porque querían hacerlo, eso estaba claro.
No había sido casualidad que un supuesto cliente lo hubiera citado en unas bodegas a las afueras de la ciudad con la excusa de que mi padre le echara un vistazo a la propiedad y aceptara convertirse en su agente de bienes raíces sin tener idea de que «La Cobra» solía almacenar allí todas las mierdas ilegales que se dedicaban a distribuir por la ciudad. Tampoco fue coincidencia que lo fotografiaran justo cuando se estrechaban las manos frente a una pila de cajas de madera que días después la policía descubrió que guardaban armas ilegales y cocaína, cuando allanaron el lugar tras recibir una llamada anónima que señalaba aquellas bodegas como la madriguera de esas malditas serpientes.
Le habían tendido una trampa. Y esa duda que habían conseguido sembrar en los ciudadanos fue la razón de que su nombre cayera en picada en las encuestas y todos comenzaran a señalarlo como un político corrupto y cosas mucho más desagradables que esa.
Papá fue transparente, claro. Hizo públicas las pruebas de la trampa que el hijo de puta ese del que no volvimos a saber le había engañado. La mitad de sus votantes pareció creerla, la otra se sigue resistiendo. Y esas son las personas a las que él estaba intentando convencer con su discurso de anoche tras mi polémica.
Sin embargo, hay algo que seguía sin quedarme claro: ¿por qué, sabiendo todo eso, decidió enviarme precisamente aquí? Al nido de las víboras.
Se lo pregunté, por supuesto.
—Porque a veces la mejor forma de esconderse es no haciéndolo en absoluto, Oliver.
Lo entendí. Papá había creído que siendo este el hogar de la banda, sería el último en el que habrían pensado buscarme. De ahí todas sus advertencias sobre no llamar la atención, no meterme en problemas, y no revelar en redes sociales mi ubicación. ¿Quién cojones podría haber supuesto que el hijo de Richard Jackson se pasearía libremente por las calles de un pueblecito de Florida cuando tenía la posibilidad de coger un avión hacia cualquier parte del mundo?
Sin embargo...
—¿Por qué estás tan seguro de que ellos van tras de mí, papá?
A veces me cuesta creer que no son solo paranoias suyas. No sería la primera vez.
—Porque tú eres mi talón de Aquiles —contestó tras unos segundos de silencio, y casi pude escuchar el «crac» de su coraza al romperse.
La mía también lo hizo, apenas un poco, lo suficiente para decirle:
—No necesitas preocuparte tanto por mí, papá, soy mayor, puedo cuidarme solo.
—Lo sé. —Me pareció ver sus comisuras alzándose—. El problema es que yo no puedo hacerlo sin ti, Oliver.
El silencio se extendió por tanto tiempo después de esas palabras, que al final terminó aclarándose la garganta y despidiéndose con la excusa de que un tal senador Howland lo estaba esperando.
Le respondí con un «ajá» porque el sentimentalismo nunca se ha dado bien entre nosotros, pero cuando colgó me quedé con la sensación de poder haberle dicho algo más. Algo como que yo también lo necesitaba, o que todo iba a estar bien.
Pero no lo hice. Y ahora me encuentro resolviendo otro de esos asuntos de los que no he querido hacerme cargo desde que puse un pie en este pueblo de nuevo: Alessa.
Repito su nombre en mi cabeza y casi me resulta ajeno. Lejano. Como si hubiera pasado una década y no un par de semanas desde la última vez que nos vimos.
—¿Estoy bien? —repite con voz chillona sobre el auricular—. ¿Te estás quedando conmigo, capullo? ¿Eso es todo lo que tienes que decir después de que casi me matáis de un infarto con ese video de ambos tirados sobre un puñado de piedras como si no fuesen más que carne para los zamuros?
Sonrío. Siempre que Alessa se enoja su acento natal se acentúa y las palabras salen de su boca dando tropiezos y entremezclándose con el español.
—Puede que no sea un zamuro, pero está claro que me quieres comer.
La escucho mascullar algo que suena a «Gilipollas engreído» antes de decir en voz más alta:
—En serio, Oliver. Me has dado un susto de muerte.
—Tranquila, no se está tan mal del otro lado.
—Para ya de bromear, joder, que no es gracioso.
—Ya sabes cómo soy. No voy a ponerme a llorar por un puto golpe y mucho menos a arrepentirme por haber salvado a Ed de una paliza que podría haberlo dejado más feo de lo que es.
Alessa se ríe, y admito que había extrañado un poco ese sonido suave y delicado.
—Eres un tío de lo peor, ¿lo sabías?
—Y tú una tía de lo más dramática —le devuelvo—. Deberías aceptar finalmente la invitación de Trevor y relajarte un poco.
—¿Y quién te dice que no lo he hecho ya? —su respuesta consigue sacarme de juego.
—¿Te acostaste con él?
—¿Celoso? —Casi puedo verla sonreír.
—Sabes que no. Solo me sorprende, creí que no te gustaba.
«Creí que no serías capaz de enrollarte con el único imbécil de nuestro grupo al que no soporto».
—Y no me gusta. Solo estaba bromeando. —Hay un deje de resignación en su voz, y me preocupa que pueda deberse a que esperaba una respuesta diferente de mi parte, pero rápido descarto la idea—. Entonces, ¿estáis bien?
—Lo estamos. —Suspiro—. Fue una pelea como cualquier otra.
—¿Cómo cualquier otra? —Vuelve a reír, pero esta vez lo hace con amargura—. Una pelea como cualquier otra termina conmigo entre tus piernas curándote un labio partido, Oliver, no contigo en una habitación de hospital en un pueblito fantasma a cientos de kilómetros de la ciudad.
Suspiro, fijándome en una mancha mohosa con forma de gato que decora una esquina blanquecina del techo de la habitación.
—Solo ha sido un golpe, Alessa —le digo, ignorando en lo que esa forma me hace pensar—. De lo contrario no estarían por darme el alta de unas horas.
—¿Eso quiere decir que vais a volver ya?
—No —le contesto, y me gustaría decir que me jode tener que decepcionarla, pero es que esa palabra no encaja con lo que Alessa y yo tenemos desde hace que se mudó a la mansión contigua a la nuestra, dos años atrás.
Desde aquella primera cena de cortesía a la que Sebastian Gil nos invitó un par de días después de ocupar la propiedad, Alessa y yo no hemos hecho otra cosa que follar como conejos.
La primera vez fue en el baño de invitados del piso superior, mientras su padre y el mío compartían una copa de whiskey en la terraza y charlaba sobre la industria petrolera que manejaba el señor Gil y las propiedades más acaudaladas de la ciudad que mi padre había conseguido alquilar y vender en la industria inmobiliaria. Incluida esa misma casa en la que nos encontrábamos.
—Lo siento —me dijo ella cuando terminamos, jadeantes y sudados, sobre la fórmica del lavabo—. No suelo abalanzarme de esta forma a los brazos de un tío.
—A los míos puedes abalanzarte cada que quieras, encanto. —Le guiñé un ojo antes de abandonar el calor de sus piernas y quitarme el condón.
No fue hasta después de un año que ella me confesó que la razón de aquel polvo tan violento y repentino había sido que mi cara le recordaba al de un chico de su pasado. Nunca me dijo qué chico, pero supuse que tenía que haberse relacionado con su primer amor o alguna chorrada por el estilo.
Por mí que viera la cara del mismísimo Papa mientras siempre folláramos así de bien. Así de libres.
Eso es lo que más me gusta de Alessa Gil, una veinteañera de piernas largas, piel acanalada, un cabello como el ébano, y una carrera de modelaje en ascenso: que con ella nunca ha habido las complicaciones que siempre acarrea compartir cama más de una vez con la misma chica.
Ella y yo somos amigos, por irrisorio que parezca, y al mismo tiempo disfrutamos del cuerpo del otro cada que nos place. Y nos place bastante seguido, sí. Pero durante estos años ella ha sido libre de estar con quien quiere, incluso nos pasamos un tiempo en abstinencia mutua cuando ella se hizo novia del baterista de una banda local con el que no duró poco más de medio año.
«Otro capullo más», fue todo lo que dijo cuando le pregunté por qué habían terminado. Luego la hice caer contra el colchón y me subí encima de ella.
Con Alessa comparto una complicidad que no tengo con ninguna de las chicas que han terminado en mis sábanas. Nos complacemos mutuamente, y no nos hacemos promesas que ninguno de los dos está dispuesto a cumplir.
Libres de compromisos. De etiquetas. Y del cliché de los amigos con derecho que terminan enamorados.
—¿Por qué no? —La escucho resoplar contra la bocina—. No entiendo qué hacéis vosotros dos en ese pueblo baldío, ¿y por qué vais a quedaros después de lo que pasó? Tendréis a toda la prensa allí metida, Oliver.
—Órdenes de papá —le digo pese a que no es del todo verdad.
He sido yo quien ha insistido en quedarse, y la razón está cruzando ahora mismo la puerta de la habitación.
La salvaje viene cargando con un par de bolsas de papel y un portavaso cargado con dos cafés humeantes en su interior. Me saluda con un ligero asentimiento cuando nota que me encuentro al teléfono. Yo le devuelvo el saludo con un guiño mientras la veo dejar todo sobre la mesita y comenzar a sacar bollería de las bolsas. No es hasta que el aroma del hojaldre inunda mis fosas nasales que me doy cuenta del hambre que tengo.
—¿Y creéis que es seguro? —inquiere la morena, obligándome a recordar que sigo hablando con ella—. En serio, Oliver. Deberíais regresar.
—¿Tanta falta te hago, Alessa? —mi burla consigue que los ojos de Emma se posen en mí con una curiosidad que no sé muy bien cómo interpretar.
—No seas capullo, no es por eso, es solo que... necesito hablar contigo de algo.
—Estamos hablando ahora.
—No creo que sea algo que se deba hablar por teléfono, Oliver.
—Ya te lo dije, no voy a regresar hasta el final del verano. Así que solo dilo.
La oigo suspirar al otro lado.
—No es algo que se pueda decir a la ligera, y... ¿sabes qué? Olvídalo. No es más que una sospecha tonta y sin sentido. —Eso último lo murmura más para ella que para mí.
—¿Sospecha de qué, Alessa?
Ella no me responde de inmediato.
—Prometo decírtelo si logro confírmelo, ¿vale? De momento solo olvida que te he comentado algo. A veces siento que me estoy volviendo un poco loca.
—Loca sí que estás un poco, eh.
Emma me vuelve a mirar, aunque más fugazmente que antes.
—Gilipollas —masculla, pero está sonriendo. Lo sé porque es lo que suele hacer cada que me insulta.
Ella jamás se cabrea conmigo. No al menos durante más de un minuto. Y cada que eso sucede, solemos acabar en la cama para remediarlo. Sin embargo..., hoy esa idea no consigue despertarme nada.
—Tengo que colgar.
—Pero...
—Hablamos luego, Alessa. —Corto la llamada antes de que ella pueda agregar nada más.
No es que me haga sentir bien comportarme como un imbécil con ella, pero de pronto, la falta de reacción en mi cuerpo ante la imagen de Alessa y yo en una cama me ha dejado completamente fuera de juego.
En dos años eso jamás me había pasado. Y siendo sincero, no me gusta nada que ahora sea la salvaje la única con el poder de despertarme ese tipo sensaciones.
—No tenías que cortar la llamada por mí —dice ella sin mirarme. Ahora está colocando la bollería en un orden innecesario sobre un par de platos desechables—. Podía haberme salido de la habitación si lo que necesitabas era privacidad.
Sonrío.
—No tenía nada más que hablar con ella. Eso ha sido todo.
—Ya. —Asiente, y en su perfil puedo ver la forma en la que aprieta los labios. Luego se vuelve y me tiende uno de los platos y el café.
Me incorporo hasta apoyar la espalda contra el respaldo.
—Gracias, salvaje.
—De nada. Come. —Toma asiento en el sillón y le da el primer sorbo a su vaso.
—Mandona —mascullo, pero igual obedezco.
—¿Cómo te sientes?
—Mejor ahora que estás tú aquí.
Suelta un bufido
—No seas ridículo. Además, no es que te encontraras muy solo antes de que yo llegara.
—¿Lo dices por la llamada? —Me esfuerzo en ocultar mi sonrisa.
—Supongo que todos tus amigos de la ciudad estarán preocupados por ti después de ver las noticias.
—Mis amigas también lo están.
—Los chicos como tú no tienen amigas, Oliver. —Sonríe, pero no luce alegre en lo absoluto.
—Alessa lo es —le digo porque al fin y al cabo sé que eso es lo que ella quiere escuchar. Y porque es la verdad—. Es mi amiga.
—¿Solo tu amiga? —Sus cejas se alzan con ironía. Mi silencio parece darle una respuesta—. ¿Ves por qué lo digo, modelito?
—Que nos hayamos acostado alguna vez no significa que no pueda haber una amistad real entre nosotros.
Eso en parte es muy cierto.
—Seguro —dice ella, y se lleva el pastel a la boca como si con esa palabra le estuviera poniendo fin a esta conversación, pero...
—Es verdad —insisto—. Ella y yo somos amigos desde hace un par de años ya. Y sí, puede que hay algo sexual, pero de no haberlo, igual seguiríamos siendo amigos.
—Seguro —repite, y esta vez la palabra es una interrogante.
—Por supuesto —contesto, pero una parte de mi duda de que sea verdad.
Una parte de mí duda si la amistad entre Alessa y yo habría podido sobrevivir durante los últimos dos años de no haber habido sexo de por medio. Ella y yo nos entendemos. Podemos pasarnos una tarde entera tomando el sol frente a la piscina sin dirigirnos una sola palabra, y aun así sentirnos acompañados. Ella respeta mis silencios, mi estilo de vida, mi humor. Ella no pide más de lo que puedo dar. Y tampoco parece necesitarlo. De una extraña manera nos complementamos, y siempre creí qué de eso se trataba la amistad. Nunca me detuve a pensar que quizás esos silencios compartidos no habrían tenido ningún significado sin tener la certeza de que luego los llenaríamos con el sonido de sus gemidos y mis jadeos.
¿Habría querido seguir teniéndola a mi lado de lo contrario? Recuerdo los meses durante los que Alessa estuvo saliendo con el baterista greñudo y pienso en cómo fue nuestra relación por entonces. Distante y cargada de silencios incómodos que no se llenarían al final de la noche. Nos veíamos poco y hablábamos menos. No me importaba. Siempre tuve la certeza de que no duraría el amor, y que al final regresaría a mi cama. Y lo hizo.
Pero es ahora, con Emma llenándome de preguntas que nunca tuve la necesidad de plantearme, que descubro que realmente no estaba esperando que mi amiga regresara, esperaba que lo hiciera la chica con la que compartía algo más que una amistad. Esperaba a la Alessa que siempre me decía que sí, que se humedecía solo con el roce de mis dedos, y que susurraba mi nombre cuando se corría.
La verdad, no sé cómo sentirme al respecto. Emma también parece notarlo, porque dice:
—No estoy dispuesta a ser eso para ti, Oliver.
—¿A qué te refieres?
—A eso. —Señala el móvil que descansa sobre mi regazo—. No estoy dispuesta a ser tu amiga con derechos.
Parpadeo, intentando masticar, tragar y digerir todas sus palabras.
—En ningún momento te he pedido que lo seas, Emma.
—Lo sé, pero tampoco me fío de que no vaya a ser eso lo que esperes de mí después de...
—¿Después de qué, Granger? —inquiero al notar que no tiene intenciones de terminar esa frase.
—Después de nuestra cita —murmura, jugueteando con un trozo de hojaldre sobre su plato.
Esa timidez tan inusual en ella, sumado al leve sonrojo que se ha formado sobre sus mejillas, me hace sonreír.
—¿Entonces eso es un sí?
—Lo es —dice, y sus ojos me miran con un brillo divertido cuando agrega en un tono más grave y exagerado—: Te estoy dando una oportunidad, modelito, así que aprovéchala.
La carcajada que sale de mi boca se toma toda la habitación.
—Vamos, Granger, te creía más original.
—Y yo a ti menos idiota, pero esto es lo que hay. —Encoge los hombros y sigue comiendo.
—Muy bien. Entonces es oficial: tenemos una cita.
—Si no lo arruinas antes de que ocurra.
—¿Y qué hay de tu papá?
—¿Qué pasa con él?
—Anoche. Los escuché discutiendo sobre nosotros.
—Por dios, ¿qué tanto escuchaste? —Se cubre la cara.
—Lo suficiente para saber que le preocupa que tu virtud se vea comprometida conmigo.
—Joder —masculla, y ahora es todo su rostro el que se tiñe de rojo. Su vergüenza me invita a sonreír, pero por una vez me contengo para no hacerlo—. Lo siento por eso. Pero respondiendo a tu pregunta: no te preocupes, en cuanto a lo que él se refiere, nada tiene importancia. Ni lo que crea, ni lo que diga, ni lo que haga.
Asiento con lentitud, palpando el rencor que emana de sus palabras.
La noche anterior, cuando Eric Clark interrumpió lo que pudo haber sido nuestro segundo beso del verano, ella salió al pasillo tirando de su brazo y cerrando la puerta a su espalda. Los escuché discutiendo, y como el cotilla en el que me he convertido desde que pisé este maldito pueblo, me puse de pie y arrastré conmigo el atril con los medicamentos conectados a mis venas para pegar la oreja contra el resquicio de la puerta y captar fragmentos de su discusión.
Al parecer el padre de la salvaje se había enterado de la pelea en el parque, y al llamar a Anny para saber de su hija, esta le había informado que se encontraba conmigo en el hospital. No dudó en venir de inmediato y lo primero que hizo fue exigirle que se alejara de mí.
Era eso de lo que estaban discutiendo cuando lo escuché preguntarle: «¿Te has acostado con él?». Emma no le respondió de inmediato, supongo que por la sorpresa de aquella pregunta tan directa viniendo de él, pero cuando le dijo que no entre balbuceos, el hombre se mostró demasiado aliviado para mi gusto.
Entiendo que él y mi padre hayan tenido alguna diferencia en el pasado, entiendo incluso que lo odie, sean cuales sean sus razones, pero me jode que por ello me descarte con la misma facilidad que a la basura. Me jode que no me crea lo suficientemente bueno para su hija —aunque, en realidad, no lo sea— cuando su propio pasado es tan cuestionable.
Emma se lo echó en cara, por supuesto. Y mentalmente yo también. Después de un rato más de discusión, al hombre no le quedó más opción que largarse ceder ante las exigencias de su hija y largarse del hospital. No sin antes dejar una última advertencia flotando en el aire:
—No hagas algo de lo que más adelante puedas arrepentirte, Emma.
🌴🌴🌴
—Oliver Jackson tiene una cita. ¡¿Quién lo diría?!
A través del espejo, veo a mi amigo apoyado contra el marco de la puerta, mirándome con la cabeza ladeada y un tazón de palomitas de maíz en los brazos. Al parecer el espectáculo de la noche soy yo.
—Tú, por lo visto —le gruño—. ¿O se te olvida que toda esta idea de citas y romance ha sido cosa tuya?
Cojo otro poco de cera para el cabello y continúo dándole forma frente al espejo.
—Basta ya, princesa, estas hermosa. —Ed se ríe antes de llevarse un puñado de palomitas a la boca.
—No puedo decir lo mismo de ti, pastelito. Eres feo de nacimiento y con esa golpiza has quedado peor. —Le guiño un ojo.
Él me lanza un gancho de ropa que encuentra sobre la cama. Lo esquivo y me echó a reír. La verdad es que después de una semana luce muy bien. Los moretones siguen siendo visibles, pero la tez de su piel los esconde bastante. Aún se queja un poco por el dolor en el labio y en las costillas, pero en unos días ya se habrá recuperado del todo.
El domingo, después de que nos dieran el alta, vinimos a casa con Emma. Ella, sorprendentemente, preparó algunos brebajes con hierbas y raíces que según Anny son buenísimas para sanar después de una golpiza y el resto de la semana se estuvo pasando por aquí para comprobar el estado de mi mejor amigo. Su orgullo no le permitía admitir que mi estado también le preocupaba, pero decidí no hacer comentarios al respecto por temor a que, en un arrebato, le diera por cancelar nuestra cita de hoy.
A Lisa no la hemos visto en toda la semana, y aunque Ed se muestra indiferente respecto a eso, estos últimos días lo he visto más intranquilo que en toda su vida. Sé que ahora mismo tiene en la cabeza un montón de cosas que le atormentan y que, sorprendentemente, no sabe muy bien cómo manejarlas.
Me resulta tan extraño ver a la única persona que siempre parece tener respuesta para todo siendo incapaz de encontrar las suyas propias, pero me dije que él es el único que puede escoger un camino en la encrucijada en la que se encuentra, y que me guste o no la decisión que tome, lo voy a apoyar.
—Muy bien, y cuéntame, ¿cuáles son tus planes para esta hermosa y romántica cita con tu salvaje? —Se tira en mi cama y apoya la cabeza contra el respaldo.
Dejo la cera a un lado y cojo un frasco viejo de perfume que papá dejó aquí antes de irse. Me sorprendió descubrir que, tras todo este tiempo, el aroma se conservaba en su interior, y, además, que me gustara tanto.
—¿Tú no tienes más oficio que andar de cotilla?
—Tenía uno, en Miami, se llamaba trabajo, pero tú te empeñaste en arrastrarme contigo hasta este recóndito pueblecito. Así que ahora mi único oficio es joderte la existencia.
—¿Seguro que esos golpes no te afectaron las neuronas?
—Lo que no me afectaron fue la memoria, y sabes de que me recuerdo, de que tú, my friend, estás por perder una apuesta. —Se echa a reír como un desquiciado.
—Ahora sí que te pareces a Chucky, todo rajado y con esa risita diabólica.
«Muy turbio, la verdad».
—Y ahora yo entiendo por qué te dicen «el modelito». —Me señala—. Por Dios, mírate. Llevas una hora aquí decidiendo que jodida camiseta te vas a poner. ¿Le gustaré más con la gris o con la negra? ¿Con cazadora o sin ella? ¿Con maquillaje o al natural? —Le lanzo el peine con el que me estaba arreglando el cabello. Este cae dentro del tazón y un montón de palomitas salen volando por los aires.
La carcajada de mi amigo resuena más fuerte, pero yo ya me estoy quedando sin tiempo para seguir haciéndole de payaso.
—Vale, vale, vale. Bromas aparte, princesa. ¿Qué tienes planeado hacer con ella?
—¿Por qué te importa?
—Porque soy muy curioso. Como Jorge.
Pongo los ojos en blanco, preguntándome cómo es que este jodido loco y yo somos mejores amigos.
—Mi cita, mi problema —zanjo antes de acercarme al pequeño escritorio de la esquina, coger un paquete de cigarrillos y otro más pequeño que guardo en el bolsillo interior de mi cazadora antes de colocármela.
—¿Al menos ella sabe que hoy es...?
—No —lo corto—. Dudo que lo recuerde. Y tú sabes que eso nunca ha tenido importancia para mí.
—Bien. —Ed asiente con lentitud, y detesto ver la pena que se refleja en sus ojos—. Entonces, ¿A dónde la vas a llevar?
—A un hotel —bromeo.
—Por tu bien, espero que eso no sea verdad, o tendré que buscar tu cuerpo mañana en una zanja. —Me río antes de abandonar la habitación rumbo a las escaleras—. No te comportes como un imbécil en la cita. —Lo escucho gritar cuando ya he descendido un par de escalones.
—Deberías estar rezando para que lo haga —le devuelvo en el mismo tono, sin saber por qué cojones a ratos parece que Ed quisiera verme ganar.
Tomo las llaves del auto y abro puerta principal al tiempo que una chica de cabello rubio asciende por los escalones del pórtico.
—Oliver —dice Lisa cuando me ve, formando una sonrisa—. Venía a...
—A ver a Ed —completo, y ella asiente con timidez. Noto que algo en ella ha cambiado. Sigue emanando esa aura de chica alegre y divertida, sigue luciendo igual de bonita, pero ahora parece como si acabara de quitarse el peso del mundo de los hombros—. El idiota está arriba, por cierto —agrego, haciéndome a un lado.
Ella se ríe, pero da un paso hacia el interior de la casa.
—Gracias.
—No me agradezcas, seguro que tu presencia le servirá de bálsamo para los golpes. —Le guiño un ojo y hago amago de cerrar la puerta, pero ella la detiene a medio camino.
—Espera, Oliver, quiero preguntarte algo.
—Adelante.
—¿Qué es lo que realmente quieres con ella? —No hace falta que diga su nombre, sé perfectamente que se refiere a la salvaje.
—No te comprendo. —Me hago el loco.
—Por favor, conmigo no tienes que fingir, si lo que buscas es solo sexo te advierto que...
—No es eso lo que busco. —Y una parte de mí se siente orgullosa de esa verdad.
—¿Entonces?
Sus ojos me miran entrecerrados, a la espera de una respuesta, y a pesar ser del mismo color de los de Ed, me parece que hay un universo completo de diferencias. Tonalidad, rasgos, brillo. Podría resumirlo en que ambos tienen los ojos verdes, pero eso no es verdad. Los de él son del color de las aceitunas, los de ella, como las aguas a orilla de la playa cuando están en calma.
Supongo que por mucho que intentemos encajar a las personas en clases y estereotipos, al final todos somos tan únicos e imprevisibles, que terminamos haciendo cosas como las que ahora mismo estoy haciendo yo.
—Me gusta, Lisa. Me gusta de verdad —confieso—. Emma y yo compartimos un pasado. Pero aún hay muchas cosas que desconocemos el uno del otro en el presente. Quiero que ella me deje entrar de nuevo a su vida, sin esa barrera que se ha empeñado en levantar. Eso quiero.
—¿Entonces no te la quieres follar esta noche?
Joder, esta chica no tiene filtros. Por supuesto que me la quiero follar. He querido hacerlo desde que la vi aquella noche sobre la barra de la discoteca, pero eso no significa que vaya a intentarlo hoy. Ni siquiera sé si vaya a intentarlo antes de que acabe el verano. Solo sé que quiero. Quiero más de lo que he querido hacerlo nunca. Y también sé que no puedo correr el riesgo de confesarle eso a su mejor amiga.
—Si lo que te preocupa es que la lastime...
—¿Qué tú la lastimes? Me preocupas ella de lastime a ti. Tu propia seguridad.
Tuerzo un gesto de confusión. ¿Por qué todo se vuelve un puto laberinto cuando se trata de las chorradas del amor?
—No te sigo, Lisa.
—Conozco a Emma de toda la vida, Oliver. Si intentas pasarte de listo con ella, es capaz de cortarte las bolas, asarlas y dárselas de comer a Cuchufleto.
—¿Tenías que ser así de gráfica?
—Solo te advierto de lo que puede pasar. —Lisa sonríe como si mis bolas en un asador fueran la imagen más dulce de la vida.
—Vale. Lo tendré en cuenta.
—Eso espero. Es mucho que ya haya aceptado salir contigo, no te comportes como un imbécil en la cita.
No me sorprende que me esté diciendo exactamente lo mismo que el idiota de mi amigo, en apenas tres semanas he descubierto que estos dos son tal para cual.
—Reza para que no lo haga.
Su sonrisa se hace más grande.
—Ah, por cierto, me encargué de dejarla preciosa para ti, procura no babearte cuando la veas.
Me guiña un ojo antes de cerrar la puerta en mi cara. Sacudo la cabeza, aunque sus últimas palabras hayan conseguido que mi estómago diera un tirón y que mis ganas por verla se disparasen.
Me dirijo a mi auto, salgo del puesto de estacionamiento de mi tía, y apago el motor frente a la casa de al lado. Se supone que eso es lo que un chico bueno debe hacer en una cita: aparcar frente a la puerta de la chica, recorrer el caminillo hasta el pórtico, tocar a su timbre y decirle lo hermosa que está cuando te abre la puerta.
Bien, pues yo me he quedado en lo de aparcar frente a su puerta, porque antes de que pueda bajarme del auto, ella sale de su casa, prácticamente corre en dirección a mi coche y se sube a toda prisa en el asiento del copiloto.
—Arranca el motor. Rápido, vamos —eso es lo primero dice tras cerrar la puerta, palmeando el tablero con insistencia—. Vamos, Oliver. Arranca el maldito auto.
Lo hago, todavía descolocado.
—¿Qué cojones está pasando? —inquiero después de avanzar los primeros metros.
—Anny. Eso pasa. —La miro con el ceño fruncido y ella se apresura a aclarar—: Se puso como loca cuando le dije que esta noche iríamos a la feria. He tenido que salir sin que me viera para no tener que soportar un minuto más de su intensidad.
—Un momento —le pido, doblando en la esquina al final de la calle—. En primer lugar, ¿por qué a Anny le molesta que salgas conmigo? Y en segundo, ¿por qué le dijiste que iríamos a la fiesta?
—Mi abuela no está molesta, ¡está encantada! —Pone una mueca que la hace lucir adorable—. Si entrabas en casa, seguramente no pararía hasta deshacerse en halagos, y tú ya tienes el ego lo suficientemente inflado para que venga ella y te lo haga estallar.
Aprieto los labios para no sonreír.
—Vale, ¿y lo otro?
Su mirada se desvía hacia la calle que estamos recorriendo ahora.
—No quería que se hiciera una idea errada de nosotros hasta no tener claro hacia dónde vamos con esto, Oliver. Le dije que la salida era grupal.
—Ya. —Miro la carreta y noto que mis manos se han apretado con más fuerza contra el volante.
Emma Clark no es solo la primera chica en rechazarme, sino también la única que se ha esforzado por ocultar que está saliendo conmigo. Como si ese hecho fuera un secreto sucio y vergonzoso.
—¿A dónde vamos? —inquiere tras unos minutos de silencio, cuando nota que he tomado una de las salidas a las afueras del pueblo.
—Es una sorpresa. —Le sonrió, intentando dejar atrás mi molestia y enfocándome en hacer que esta noche ella cambie el mal concepto que tiene de mí—. Abróchate el cinturón.
Ella lo hace mascullando por lo bajo que odia las sorpresas, pero no vuelve a insistir hasta después de media hora de música y carretera.
—¿A dónde me llevas?
—¿Por qué eres tan impaciente, salvaje?
—Salimos del pueblo hace media hora, y seguimos sin llegar a ninguna parte. Estoy comenzando a creer que este no ha sido más que tu maquiavélico plan para cobrarte lo de mi lección con el ají.
—Aquí lo de los planes maquiavélicos son cosa tuya. Y ya acepté que perdí la batalla contra el maldito ají, así que tranquila. Además, ya estamos llegando —señalo, y en un movimiento instintivo tomo su mano y la llevo hasta mis labios para dejar un pequeño beso en sus nudillos.
Para mi sorpresa, ella no parece disgustada con ese gesto. Por el contrario, sus dedos se cierran un poco contra los míos. Soy yo quien se obliga a soltarla para hacer el cambio de velocidad en la siguiente curva
—¿Llegando a donde, Oliver? Estamos en medio de la nada.
—Exacto. El medio de la nada es el lugar perfecto para lo que vamos a hacer esta noche, salvaje.
—¿A qué te refieres? —Sus ojos me miran temerosos, pero también con un brillo de curiosidad que no es capaz de ocultar—. ¿Qué es lo que vamos a hacer?
—Dime, brujita: ¿qué tan buen piloto crees que soy?
—Eres raro —su respuesta me sonsaca una sonrisa.
—¿Eso es un cumplido?
—Esa es la verdad. ¿Qué clase de pregunta es esa?
—Has estado más de una vez a mi lado en este auto. —Recuerdo todos los días a lo largo de la semana que he pasado a recogerla a la salida de su trabajo, después de mucho insistir—. Es sencillo: ¿qué tan buen piloto crees que soy?
—Supongo que bueno, tomando en cuenta que no hemos muerto aún.
Me encanta cuando deja salir ese jodido humor negro que la caracteriza.
—Vale. ¿Entonces apostarías por mí en una carrera?
—Apostaría en tu contra. —Se ríe—. De camino a mi trabajo pareces una tortuga.
—Eso es porque intento alargar los minutos que paso a tu lado, tonta. —Le pincho un costado y ella se echa a reír.
—Mirada al frente, idiota —me regaña, antes de fijarla ella también y descubrir el lugar al que hemos llegado—. Madre mía, Oliver, ¿qué es todo esto?
—Dijiste que apostarías en mi contra, ¿no? —Ella asiente, demasiado alucinada con las vistas para responder—. Entonces cuando gane, me tendrás que pagar con un beso... en los labios.
Mis palabras la hacen reaccionar.
—¿Esto es en serio?
—No conduje casi una hora hasta para nada, Granger —le digo mientras lucho por ubicar un espacio vacío donde estacionar.
Apago el motor cuando lo hago.
—Pero...
—Sin peros —le digo, colocando mi índice sobre sus labios—. Dime que no te gusta lo que ves y te juro que nos iremos de inmediato.
La vibración de los altavoces en el exterior hace temblar los vidrios de mi Camaro. Y parece que también a la chica que se encuentra a mi lado luciendo unos pantalones vaqueros cortos, zapatillas Converse, y una sudadera con capucha que me hace querer meter mis manos debajo y entrara en calor.
—Es que yo... yo nunca... Por dios, ¿esto siquiera es legal?
Una sonrisa traviesa se apodera de mis labios cuando le digo:
—Por supuesto que no.
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Hola, pecadoras.
Un capítulo largo para compensar mi ausencia de estos últimos días.
Espero les guste.
Leo sus reacciones en los comentarios. El próximo capítulo estará intenso.
Besitos.
Nunca he pedido más que sus votos y hermosos comentarios. Los estaré leyendo.
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