Capítulo 20. «Lo único que tú necesitas es probar»
Música: Sugar de Maroon 5 / Starving de Hailee Steinfeld
«Lo único que tú necesitas es probar»
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OLIVER
Son las ocho menos un cuarto de la mañana y creo que esta es la primera vez que me preocupo por levantarme temprano en lo que va del verano.
Supongo que después de una semana sin tener noticias de la salvaje, ayudarla con la preparación de sus pastelitos es la mejor oportunidad que tengo de acercarme nuevamente a ella.
Por muy empalagoso que me parezca.
—Mueve ese culo, princesa. —Ed me despierta de mis pensamientos con un chasquido de dedos—. Mira que vamos tarde a nuestro trabajo como ayudantes de repostería de tu salvaje.
Pongo los ojos en blanco, dejando caer la mitad de mi última tostada sobre el plato antes de tragarme lo que queda en mi taza de café.
—Para haber apostado en mi contra, pareces bastante ansioso por hacerme quedar bien con ella.
—No hay chiste en ganar tan fácilmente, little princess. —Tamborilea los dedos sobre el mármol de la encimera—. Y al parecer su ex está haciendo un buen trabajo preparando el terreno para mi victoria.
—¿Y tú qué sabes? —gruño con los ojos entre cerrados.
La sonrisa de mi amigo se ensancha conforme se pone de pie.
—Sé que mientras tú te pasaste una semana esperando que la salvaje viniera a tocarte la puerta, la copia mejorada de Shawn Mendes le hizo llegar flores, dulces y una bonita tarjeta a su sitio de trabajo.
Ni siquiera me molesto en preguntarle cómo se ha enterado de eso. Es evidente que Ed no ha perdido el contacto con la mejor amiga de la salvaje, con quien, por cierto, ella se estuvo quedando a lo largo de la semana para evitarme.
Después de la segunda noche sin saber absolutamente nada de ella, decidí tocar la puerta de Anny. La anciana me recibió con los brazos abiertos, como siempre, y me explicó que su nieta estaba pasando unos días en casa de Lisa porque había cogido la gripe y no la quería contagiar.
Agregué «Mentirosa» en su lista de cualidades y me pasé un par de horas escuchando las historias que Anny tenía para contarme sobre los años que me perdí en la vida de su nieta. Sorprendentemente disfruté de cada minuto y al día siguiente regresé por café, galletas y más historias.
«Ella volverá», me dije mientras los días pasaban, consciente de que me vería patético y como un completo acosador tocando a la puerta de la familia Jones. Obligándola a enfrentarse a mí, a dejar atrás todos sus miedos y simplemente permitirse vivir este verano a mi lado.
«Dale tiempo», me ordené dos días después, sin tener idea de que ese tiempo lo aprovecharía el pelele sin dignidad de su ex para ir nuevamente tras ella. Llenándola de flores y todas esas chorradas que yo nunca me he visto en la necesidad de regalar.
—Cállate y vámonos ya —gruño finalmente, poniéndome de pie y cogiendo mi cazadora del respaldo de la silla.
A Ed mi cabreo parece causarle gracia, porque sale de la cocina tarareando una canción. Afuera hace un día soleado, pero la brisa fría que llega de la costa consigue disipar el calor. Ed se va acomodando los rulos y la camiseta mientras atravesamos los jardines en dirección al pórtico de mi vecina.
—Tranquilo, idiota, que a la rubia le gustas a así. —Alboroto de nuevo su cabello, solo por joder.
Él me aparta la mano de un manotazo, gruñendo.
—¿Se supone que eso debería alegrarme?
—Y después dices que el amargado soy yo —bufo al tiempo que subimos los escalones del pórtico.
—Su novio la ha dejado por mi culpa y a ti solo te importa bromear al respecto, ¿qué esperas?
—No es culpa tuya que ella ya no lo quisiera.
—Da igual si lo quería o no. Ella tenía novio y yo...
—¡Oliver, querido! —La puerta principal se abre y Anny aparece al otro lado del umbral con una de sus agradables sonrisas—. Tan puntual como las agujas de un reloj.
—Estoy intentando evitar que su nieta me mate por llegar tarde —lo digo en serio, pero Anny se carcajea como si fuera una broma.
—Mis niños y sus cosas —dice con un ademán para que entremos a la casa—. Vamos, las chicas los están esperando en la cocina.
Ed saluda a la anciana con un abrazo cuando pasamos a su lado y yo hago lo mismo un segundo después.
Al parecer mi mejor amigo ha conseguido ganarse el aprecio de Anny después de aparecerse una tarde por aquí para unirse a nuestra conversación.
«Me aburría como una ostra», fue lo que dijo cuando le pregunté que qué carajos estaba haciendo aquí.
Puse los ojos en blanco y me pasé la siguiente hora conteniendo las arcadas que me producía ver cómo Anny le coqueteaba descaradamente a mi mejor amigo.
O al menos eso es lo que me parecía que hacía cada que su ojo izquierdo parpadeaba en un tic que se asemejaba mucho a un guiño.
Ed se limitaba a sonreír como diciendo: «¿Lo ves? A mí me aman hasta las viejitas». Bufé de puro fastidio, pero terminamos pasándola bien y divirtiéndonos más de lo que lo habíamos hecho durante todo el verano.
Anny nos dirige por la estancia y el comedor hasta llegar a la cocina. Lo que me encuentro en su interior me deja tan boquiabierto como deslumbrado.
Nevera abierta de par en par. Harina esparcida por todo el piso. Lavaplatos abarrotado de ollas, sartenes, y todos los utensilios de cocina imaginables. Ingredientes tirados sobre la encimera sin ningún tipo de orden. «Sugar» de Maroon 5 retumbando a todo volumen a través de la radio. Y Emma... joder, Emma y su amiga con un par de paletas de madera haciendo de micrófonos mientras cantan a todo pulmón:
♫Sugar? yes, please
Won't you come and pour it down on me?
Oh right here, because I need
Little love and little sympathy♪
Está tan desafinada que el sonido de su voz casi me hace llorar, pero luce tan libre y feliz, que se resulta imposible no quedarme mirándola.
Admirando el maravilloso desastre que esta chica puede llegar a ser. Fijándome en la forma que adquieren sus labios cuando se alzan en una carcajada. Recordando cuando se reía de esa misma forma, a mi lado.
Y entonces, por una pequeña fracción de segundo, envidio a Adam Levine por ser capaz de provocar en ella cosas que al parecer ya no soy capaz de provocarle yo. Para mí solo tiene ojos en blancos y ceños fruncidos que, aunque me divierten, cambiaría sin dudarlo por hacerla reír así.
Un moño desprolijo coronando su cabeza, unos mechones rojizos cayendo desordenados sobre su rostro, una camiseta blanca y holgada con la estampa de un gato, unas licras negras y sus pies descalzos son todo lo que ella necesita para hacerme pensar: «maldición, podría besarla ahora mismo si me dejara».
Me muero por besarla.
Pero sé que ese es un derecho que ahora debo ganarme sin que haya alcohol y cabreo de por medio.
Como un chico bueno.
O al menos como el chico malo que intento fingir que no soy.
—Señoritas —pronuncia finalmente mi amigo con un carraspeo. Las chicas se giran de forma sincronizada en nuestra dirección, dejando las paletas suspendidas estáticamente frente a sus bocas—. Nos dijeron que aquí se hacían pastelitos para la caridad, pero creo que erróneamente hemos terminado en una audición de «The Voice». ¿Les podemos hacer de jurado?
Lisa se echa a reír antes de correr hacia Ed y dar un salto para abrazarlo.
—¡Sí viniste! —El gesto consigue sorprender a mi amigo, pero rápidamente le devuelve el abrazo.
—Por supuesto, preciosa. Soy un chico de palabra. —Le guiña un ojo cuando se separan, y aunque no tengo idea de qué ha pasado entre ellos desde la noche del sábado, más que un coqueteo, su trato parece el de dos amigos que se gustan, pero que no están seguros de dar el siguiente paso.
La rubia sonríe a pesar de las bolsas oscuras que se aprecian bajo sus ojos, signo de que se ha pasado muchos días llorando. Luego le da dos golpecitos amistosos en la mejilla y se aparta para saludarme a mí.
—Mira, Em, aquí tenemos a nuestro jurado. —Señala colocándose entre los dos y alzando nuestras manos—. Adam Levine se ha girado por ti y Usher lo ha hecho por mí, ¿no te parece una pasada?
Los ojos de la salvaje están fijos sobre los míos cuando dice:
—Será mejor que se pongan a trabajar.
Y lo siguiente que recibo son sus órdenes: barran aquí, limpien allá, frieguen esto y lo otro. De pronto me siento como la cenicienta: una princesa mugrienta y torturada por sus hermanastras malvadas.
Claro que influye el hecho de que Ed me pregunte donde me he dejado la zapatilla mientras se echa a reír como un tarado.
Una hora más tarde, mientras Emma sigue llenando un molde tras otro y Lisa se dedica a llevarlos al horno y cuidar que ninguno se queme, comienzo a pensar que solo ha accedido a que las ayudáramos para esclavizarme a tal punto que no me queden ganas de acercarme a ella nunca más.
Sin mencionar que me parece una falta de respeto que no se nos permita probar los condenados pastelitos, pero que se nos obligue a decorarlos de igual forma.
—Eso no es justo. Si vamos a ayudar tenemos derecho a probar —me atrevo a protestar al fin, sintiendo que la paleta que sostiene en sus manos puede aterrizar en mi cabeza en cualquier momento.
—Mi cocina, mis reglas.
Edward ahoga una carcajada a mi lado.
—Igualita a tu padre —me susurra al oído, ganándose un codazo de mi parte.
—¿Quién coño trabaja de gratis? —me sigo quejando.
—Esto no es un trabajo, es un voluntariado. Así que calla y obedece.
Separo los labios, pero su mirada consigue censurarme. Gruño por lo bajo y luego pregunto:
—¿Dónde van las jodidas flores?
La salvaje señala el paquetito de comestibles decorativos que está bajo una bolsa vacía de harina. Su expresión es neutra, pero sus comisuras parecen luchar por contener una sonrisa.
Tras abrir el paquete comienzo a coronar la cubierta de crema sobre los pastelitos con florecitas naranjas que me recuerdan a las que el imbécil de Ezra envió para ella la tarde anterior.
La idea de que hayan terminado en el basurero me hace sonreír, pero recordar que acabaron ahí porque creía que el remitente era yo, casi me hace aplastar el puto cupcake con el puño.
—Take it easy, princess —me dice Ed con una sonrisa mientras coge la manga repostera y con movimientos expertos forma espirales de merengue sobre los pequeños pasteles—. Mira que divertido es.
Me guiña un ojo y yo le meto una patada en la espinilla que lo hace chillar.
—Presumido —mascullo con una mueca al notar que mis decoraciones son una bazofia delante de las suya.
—Envidioso.
Esta vez le pego un codazo que él me devuelve en forma de colleja y así seguimos hasta que Anny atraviesa el umbral de la cocina diciendo:
—Pelean como bebés.
—¡Es que lo son! —responden las chicas al unísono, y con eso parece romperse la tensión.
De pronto todos estamos bromeando, riendo y embarrándonos de merengue unos con otros.
Si semanas atrás alguien me hubiera preguntado si me imaginaba haciendo semejante pendejada como rociar docenas y docenas de pastelitos con florecitas comestibles para que lucieran más «lindos», mi respuesta habría sido un rotundo: «Ni de coña».
Sin embargo, después de un rato la tarea se transforma en una divertida competencia en la que Ed me patea el trasero, pero al final nos premian a ambos con un par de cupcakes.
Porque somos chicos buenos, claro.
—Bien, me parece que ya estamos listos con esto —dice la salvaje con un suspiro tras colocar la última tapa en los envases plásticos que usaremos para trasladar la mercancía.
Me acerco a su espalda y me inclino lo suficientemente cerca de su oído.
—Pareces cansada, brujita. —La siento tensarse contra mi pecho, pero su voz tiene un tono totalmente controlado cuando dice:
—No puedo permitirme el lujo de estar cansada, esta apenas ha sido la primera parte del trabajo.
—Eso no significa que no puedas estar cansada, Granger. —Mis manos ascienden por sus caderas y se aferran con suavidad alrededor de sus hombros. Ella se tensa aún más, y de forma instintiva comienza a mirar a nuestro alrededor—. Estamos solos, tranquila.
Lisa y Ed desaparecieron de la cocina hace un rato con la excusa de que necesitaban hablar y Anny está tomando una siesta tras las pizzas que compartimos minutos atrás.
—Me da igual, apártate.
Sin embargo, la que intenta apartarse es ella. No permito que lo haga.
—¿Te sirvió de algo? —pregunto entonces, repartiendo caricias disfrazadas de un suave masaje por sus hombros y que poco a poco comienzan a ascender hacia su cuello—. ¿Te sirvió de algo la semana que te pasaste huyendo de mí?
—No sé de qué me estás hablando —contesta tras ahogar un jadeo, con la voz temblorosa—. Y ya vale, detente.
—¿Por qué? —inquiero pegándome más a su espalda y frustrando de nuevo su escape—. ¿Por qué intentas detener algo que claramente estas disfrutando?
—Porque eso no es verdad —dice débilmente, agitada—. No lo estoy disfrutando.
—Ah, ¿no? ¿No estás disfrutando esto? —Dejo que mis manos recorran las curvas de su espalda, presionando con la punta de los dedos en lugares que la hacen gruñir, pero de placer—. ¿Y esto...? ¿Esto tampoco lo estás disfrutando, salvaje? —Aparto los mechones sueltos de su moño antes de presionar mis labios contra la piel de su cuello.
Sus manos se aferran con fuerza al borde de la encimera, como si intentara desesperadamente mantenerse en pie. Y en lugar de resistirse al siguiente roce de mis labios, su cabeza se inclina hacia un lado para cederme el espacio que estoy necesitando.
Beso la piel tras su oreja, su cuello, y más abajo, donde este se une con el hombro, una y otra vez, hasta que ya no se siente suficiente, hasta que mis manos comienzan a buscar un camino al que aferrarse bajo la tela holgada de su camiseta y la escucho soltar un gemido bajo, contenido.
Pero soy yo quien no es capaz de contenerse más, apretando sus caderas y haciéndola que se enfrente a mí.
A nuestras ganas.
Sus ojos me miran como si acabara de despertarse de un sueño, llenos de neblina, confusión y anhelo.
—Conmigo no tienes por qué tener miedo —le digo, y aunque sé que es una completa mentira, nunca había sentido más verdaderas mis palabras—. Sigo siendo yo, ¿recuerdas?
—Sí, sigues siendo un idiota —replica, pero no suena ni altiva, ni borde, ni sarcástica, simplemente asustada.
De mí. De lo que la hago sentir.
«Yo también lo estoy», quiero decirle, porque es la verdad, pero lo que sale de mi boca es algo muy diferente:
—Puede que lo sea, Granger, pero sigo siendo tuyo.
Sus ojos se abren con la misma inesperada sorpresa que estoy sintiendo yo ante mis propias palabras, pero antes de que ella consiga decir algo o yo me pueda retractar, Lisa y Ed aparecen de nuevo en la cocina.
—Y bien, ¿a qué hora nos vamos al parque?
🌴🌴🌴
Una hora más tarde estamos aparcando en un estacionamiento abarrotado a varios metros del parque natural donde se va a llevar a cabo el mercadillo.
Después de nuestro momento de intimidad en la cocina, la salvaje y yo no volvimos a cruzar palabra. Lisa y ella subieron a cambiarse en la habitación mientras Ed y yo nos quedamos esperándolas en la estancia.
No tengo idea de cuál de los dos puso más cara de idiota cuando, minutos más tarde, ellas bajaron luciendo un par de vestidos veraniegos a juego.
El de Lisa amarillo. El de Emma naranja.
Como el color de las flores que recibió de su ex. Otra de cosa de la que conseguí enterarme gracias a Ed. Casi me pareció que con esa elección ella intentaba decirme: «¿Lo ves, modelito? Después de todo lo sigo eligiéndolo a él».
Una vez que bajamos todo del auto y nos instalamos en el stand que previamente les habían asignado a las chicas, puedo apreciar la verdadera belleza del parque.
Nos encontramos en medio de un enorme claro rodeado por árboles altísimos y de ramas que se extienden como tentáculos sobre nuestras cabezas. Los rayos de sol que se filtran a través de los espacios entre sus hojas llena de claridad el mercadillo que se va abriendo paso casi hasta la orilla del río.
A pesar de que apenas es pasado el mediodía, la brisa mueve las pintorescas carpas y hace volar un par de sombreros a nuestro alrededor.
Hacia el final del mercadillo se encuentra dispuesta una pequeña tarima donde una banda local se encuentra afinando sus instrumentos, y básicamente cada grupo de personas encargadas de los stands parecen estar tan ocupadas como nosotros organizando la mercancía y haciendo lucir sus puestos lo más atractivos posible.
Puede que esto se trate de una causa benéfica, pero también es la oportunidad de muchos para dar a conocer sus productos. Al final del día todo se resume en una competencia por ver quién es el mejor.
Para cuando Lisa anuncia con un chillido de emoción que ya estamos listos para abrir las ventas, hay al menos veinte niños haciendo fila frente a nuestro stand.
Emma tenía razón sobre la fluidez de clientes debido al cierre general del comercio. El pueblo entero parece estar reunido aquí la tarde de hoy, y cuando las bandas musicales empiezan a tocar, comienzan a unirse más y más personas, todas charlando, riendo, cantando, y comprando en cada stand con la excusa de apoyar a la causa.
Todas formando parte de una sociedad cínica y banal, en la que es más fácil venir aquí, socializar y pasarla bien mientras una chica agoniza en la camilla de un hospital, antes de ir directamente y donar dinero a los familiares.
No es que yo pretenda excluirme del montón. Se me da mejor organizar una jodida gala benéfica que acercarme a los barrios bajos de la ciudad repartiendo billetes y comida, pero aun así no deja de sorprenderme lo egoísta e hipócritas que somos como sociedad.
Nuestros propios intereses son los únicos que prevalecen al final.
Y el mío se encuentra ahora mismo frente a mí, contando los billetes de las ventas tras el mostrador.
—Podrías hacerte millonaria vendiendo estas cosas, salvaje —le digo, cogiendo el único pastelillo que sobrevivió a la manada de niños hambrientos que estuvieron comprando durante toda la tarde.
Aparto el trozo de papel que cubre la base y le doy el primer mordisco. Ella alza la mirada en ese instante.
—Sabes que tienes que pagarlo, ¿verdad?
—Lo siento mucho, Granger, no tengo dinero. Soy pobre. —Hago un puchero.
Ella pone los ojitos en blanco, pero la veo sonreír cuando agacha la cabeza de nuevo para guardar todo el dinero en una cajita metálica.
—¿Quieres? —pregunto, y cuando sus ojos se alzan de nuevo, yo ya me encuentro a menos de cinco centímetros de su cuerpo. Mi cercanía la sobresalta por un segundo, pero al siguiente está mirando fijamente el pastelito que conserva la marca de mis dientes—. Tranquila, es seguro que lo comas, no me ha dado tiempo de colocarle ají.
—No es eso lo que me preocupa.
—¿Entonces qué? —Lo acerco más a sus labios. Ella sigue dudando—. Vamos, lo has preparado tú misma, ¿por qué no quieres probarlo?
—Es tuyo —se limita a decir—. Si lo pruebo, entonces no me lo vas a pagar.
—Mientes terriblemente mal, ¿lo sabías? —No dice nada para refutar, lo que no hace más que preocuparme—. ¿Qué pasa, Granger?
—Eso es lo que pasa. —Señala el poco espacio que queda entre los dos—. Tú, aquí, ayudándome con las ventas, bromeando, ofreciéndome de tu pastelillo a medio comer como si fuéramos algo más que... —Se interrumpe a sí misma y toma una profunda inhalación—. Creo que deberíamos mantener las distancias, es todo.
—Pues a mí me parece que lo que necesitamos es todo lo contrario. —Aparto un mechón de su cara y alzo de nuevo el cupcake entre nosotros—. Creo que lo único que tú necesitas es probar.
—Ya conozco su sabor —dice, casi en un susurro.
—¿Y...?
—Y no sabía que estaba hambrienta hasta que lo probé. —Me mira—. No sé si la próxima vez que lo haga sea capaz de parar.
Una sensación extraña, desconocida, recorriendo mis venas, concentrándose en la parte izquierda de mi pecho, y acelerándome el corazón. Eso es exactamente lo que siento tras esas palabras.
—Emma, joder... —la voz me sale entrecortada, casi jadeante—. Te daré tres segundos para apartarte de mí. Si no lo haces, voy a asumir que me estás dando tu permiso.
No hace falta que diga para qué. Ella no retrocede, y yo me acerco un poco más, comenzando a contar.
«Tres».
Sus pupilas se dilatan.
«Dos».
Se humedece los labios.
«Uno».
—¡Buenas noches, queridos habitantes del pueblo! —Nos sobresalta una voz aguda y alegre que proviene de los altavoces en la tarima, hacia el final del mercadillo.
La mujer sigue hablando de lo agradecida que está por la enorme solidaridad que todos hemos tenido para la causa de Lucy Morgan, pero yo dejo de prestarle atención para concentrarme nuevamente en la salvaje, que tras la interrupción parece haber salido del trance y ahora se encuentra retrocediendo.
—¿Tienes idea de donde se han metido los chicos? —pregunta con un carraspeo.
Niego con la cabeza, sintiendo la mandíbula tensa. Luego me digo que no pasa nada. Que ella sigue aquí conmigo y que tenemos medio verano por delante.
—Supongo que han de estar por ahí, disfrutando de todo esto. —Señalo el mercadillo, los juegos, y la música que se pone en marcha de nuevo tras las palabras de la mujer y una serie de aplausos—. Nosotros deberíamos estar haciendo lo mismo, ¿no?
—No podemos irnos y dejar esto aquí. —Señala la caja abarrotada con todo el dinero de las ventas.
Entonces, justo como si los hubiéramos llamado con el pensamiento, el grupo encargado de recolectar los fondos aparece para llevarse el dinero y ella se queda sin excusas para no salir del stand.
—¿Quieres venir a un concierto conmigo, salvaje? —Le tiendo la mano.
Ella la mira, y tras unos segundos de vacilación, pasa por mi lado sin tomarla.
—Andando —dice, levantando la tablilla para salir de la carpa.
Suspiro y dejo caer de nuevo mi mano.
En nuestro camino hacia la tarima, notamos que la mayoría de los stands siguen vendiendo su mercancía. Supongo que es buena señal para Emma descubrir que sus pastelillos se agotaron más rápido que los pay de limón y las tartas de manzanas en uno de los puestos vecinos.
Nos detenemos brevemente en una carpa amplia y colorida cuyo interior está repleto de ejemplares usados, pero bien cuidados, de libros que a Emma parecen fascinarle.
—¿Vas llevarte ese? —le pregunto notando la forma en la que acaricia la portada envejecida de una vieja edición de «Orgullo y prejuicio».
—No —dice sacudiendo la cabeza y dejando el libro nuevamente en la estantería—. Ya lo he leído antes. Era mío.
—¿Exactamente ese? —Lo señalo—. ¿Era tuyo?
—Lo vendí hace un tiempo, para comprar otros que no me hubiera leído. Solo me sorprendió encontrármelo de nuevo aquí, nada más. —Sonríe como si no fuera nada, pero percibo la nostalgia tras esas palabras—. Vamos, sigamos antes de que el grupo deje de tocar.
Dudo un momento antes de seguirla fuera de la carpa. Sin embargo, no hemos dado más de diez pasos por el caminillo de tierra cuando me detengo y le digo:
—Espera aquí. —Ella intenta protestar, pero yo repito—: Solo espera, ¿vale?
No pasan más de dos minutos cuando regreso a su lado cargando con un peso que no traía conmigo antes. Un peso más allá del físico que estoy depositando en sus manos.
—Supongo que sigue habiendo espacio en tu estantería para un clásico, ¿no?
Ella primero mira la portada del libro y luego me mira a mí. El brillo en sus ojos me llena de algo que resulta cálido y aterrador a la vez. Sus labios se separan, luego se vuelven a cerrar. Y así un par de veces más hasta que dice:
—¿No se supone que no tenías dinero, modelito?
Me tomo su broma como la única forma que consigue de agradecerme sin dejar su orgullo de lado.
—Tengo el dinero suficiente para pagar por todos los libros que quieras leer, Granger, pero comencemos por el que más estás necesitando. —Le guiño un ojo antes de adelantarme en dirección al concierto.
La escucho refunfuñar algo a mi espalda, pero no tarda en llegar a mi lado con el libro abrazado a su pecho.
Sonrío y busco su mano libre cuando comenzamos a abrirnos paso entre las personas que se aglomeran en torno a la tarima.
—¿Qué haces? —Se tensa e intenta zafarse, pero afianzo mi agarre para impedírselo.
—Tranquila, Granger, es por tu propia seguridad. No quiero que acabes perdida y partiendo narices desde la tarima.
—Imbécil —la escucho mascullar, pero sus dedos se relajan alrededor de los míos, y me permito acariciar la parte posterior de su mano con el pulgar.
Me resulta extraño encontrar tanta comodidad en un gesto completamente ajeno para mí, pero me esfuerzo por ignorar la sensación.
Encontramos un hueco entre la multitud desde donde se puede apreciar perfectamente a un grupo de tres chicos y una chica de cabello rosado interpretando un cover de Hailee Steinfeld que reconozco como Starving.
♫ You know just what to say, things that scare me
I should just walk away, but I can't move my feet
The more that I know you, the more I want to
Something inside me's changed
I was so much younger yesterday
I didn't know that I was starving
Till I tasted you
Don't need no butterflies
When you give me the whole damn zoo
By the way, right away, you do things to my body
I didn't know that I was starving
Till I tasted you♪
Había escuchado esa letra mil veces en casa de Alessa y también en su auto. Durante un tiempo me pareció que aquella era su canción favorita del maldito mundo. Llegué a aborrecerla, incluso.
Pero ahora que la vuelvo a escuchar aquí, con la mirada de Emma deslizándose nerviosamente hacia mí a medida que la canción avanza y el público la canta enloquecido, su letra comienza a tomar otro sentido.
Y las palabras que me dijo hace unos minutos bajo la carpa también lo hacen.
«Sabes justo qué decir, cosas que me asustan. Simplemente debería irme, pero no puedo mover los pies. Cuanto más te conozco, más lo quiero. Algo dentro de mí ha cambiado. Era mucho más joven ayer. No sabía que me estaba hambrienta hasta que te probé. No necesito mariposas cuando tú me das todo el maldito zoo. Por cierto, le haces cosas a mi cuerpo de forma inmediata. No sabía que me estaba hambrienta hasta que te probé».
Las luces del escenario destellan sobre su rostro cuando me mira. Y de pronto es como si la puñetera canción hubiera sido escrita por ella, y con su voz horripilante la estuviera cantando en mi oído.
Y me gusta. Y quiero seguir escuchando más. Y también quiero probarla.
Quiero probarla más de lo que he querido probar algo en mi vida.
Y creo que va a pasar, justo ahora. Una súplica silenciosa. Un leve tirón en su mano. Un suspiro. Y luego...
—¡Démosle la bienvenida a lo mejor de nuestro talento local!
Aplausos. Vibrando a nuestro alrededor y rebotando contra los árboles. Es entonces cuando lo noto. La música se ha detenido y un chico que carga con una guitarra a su espalda está subiendo por la escalinata hasta lo alto del escenario. Una banqueta y un micrófono dispuestos en el centro para él.
—¡Señoras y señores, con ustedes Ezra Jefferson y su canción inédita titulada «Guerrera»!
Por un segundo las luces en movimiento pasan frente a mis ojos y lo veo todo rojo, al siguiente está él, con la guitarra acomodada sobre sus piernas, diciendo contra el micrófono:
—Buenas noches, pueblo. —La gente vitorea como si acabara de decir que va a regalarles un puto millón de dólares. Emma se limita a presionar sus labios uno contra el otro—. Escribí esta canción para una chica muy especial. Espero que se encuentre aquí para escucharla.
Un coro de «Awww» se queda haciendo eco entre los árboles al tiempo que los primeros acordes de su guitarra comienzan a sonar.
Luego me llega su voz:
♫ Cuando pasas por la calle, en tu piel
Todos ven a una guerrera con poder
Pero yo que te conozco sé muy bien
Que te duelen las heridas del ayer
He he he...
Un camino largo el que has recorrido
Miles de retos son los que ya has vivido
Tu dulzura la ha cubierto una armadura
Que el amor no le ha podido hacer fisura
Ah ah ah...
Aunque sientas miedo vive intensamente
Los recuerdos siempre quedan en la mente
Y si llegas a sentir que desfalleces
Esas cosas son las que te fortalecen
He he he...
Cuando pasas por la calle, en tu piel
Todos ven a una guerrera con poder
Pero yo que te conozco sé muy bien
Que te duelen las heridas del ayer he he he
Ave fénix que renaces más valiente
Enfrentando cada reto del presente
Una niña que ha tenido que crecer
Sonriendo, aunque no te sientas bien
He he he...
Ya no sé si me ves en tu destino
Pero quiero seguir en tu camino
Aunque solo sea como tu amigo
Nunca olvides que cuentas conmigo
Oh oh oh...♪
El calor abandona la palma de mi mano tras el final de la canción. Y descubro que los dedos que se encontraban apretados en torno a los míos ahora se están aferrando al lomo del libro que he comprado para ella.
Alzo la mirada en busca de la suya, pero sus ojos se encuentran fijos en el escenario. Mirándolo a él.
Y entonces lo siento. Algo escociendo por mi torrente sanguíneo. Espeso, retorcido y visceral.
«Celos».
Similares a los que sentí la otra noche, cuando vi sus labios colisionando con unos que yo anhelaba probar.
Pero ahora que lo he hecho... ahora que conozco la suavidad de sus labios y el sabor exacto de su saliva cuando se mezcla con la mía, ese sentimiento intrusivo y egoísta parece trasmutar en unas ganas casi animales de subir ahí y arrancarle los ojos solo para que deje de mirarla como si de alguna forma creyera que la puede recuperar.
No puede.
No lo hará.
Y la necesidad de demostrárselo me hace apretar los puños con fuerza.
Siento que apenas me puedo controlar cuando veo a Emma dar el primer paso, involuntario, en su dirección. Como si todo lo que hemos compartido hoy..., como si todos mis malditos esfuerzos por derrumbar sus barreras se redujeran a nada con esa maldita canción.
Como si con ese paso vacilante me estuviera diciendo: «Lo siento, pero tú no me conoces mejor que él».
Estoy a punto de tomar su brazo, hacerla girar, y decirle que eso no puede ser verdad; que yo conozco su miedo irracional a las arañas, su manía de ordenar los libros por año de publicación, el humor negro y mordaz que usa cuando se siente vulnerable, el tono que adquieren sus ojos bajo la tenue luz del atardecer, que su color favorito es el rojo, aunque no suela llevar prendas de ese color, que tiene una debilidad por los animales feos y desamparados, que las fosas de su nariz se expanden un poco cuando está diciendo una mentira, y que tras todas esas barreras que ha construido a su alrededor a lo largo de los años, sigue existiendo la niña malcriada y llorona que me adoraba y me hacía feliz; pero no lo hago, no alcanzo a decirle nada de eso porque en el momento exacto en el que mis dedos se cierran entorno a su piel, una voz se alza entre la multitud gritando:
—¡Pelea, pelea, pelea! —A esa se le une otra, y otra, y otra más, todas formando un coro.
Y de pronto estamos siendo arrastrados por una ola de personas que huyen y otras que corren directo hacia el caos.
Aferro con más fuerza el brazo de Emma y nos dirijo al lugar en el que se ha reunido la multitud, formando un círculo sobre los guijarros a orillas del riachuelo.
Una chica grita:
—¡Basta, por favor! ¡Para ya! ¡Lo vas a matar!
Y entonces sé, sin saberlo, lo que voy a encontrarme al otro lado de la fortaleza humana que empiezo a derribar a fuerza de codazos y empujones.
—¡Que alguien los separe, por favor! —grita Lisa de nuevo, entre sollozos.
Pero yo no soy capaz de ver más allá de los dos cuerpos que giran y se retuercen sobre las piedras, en medio de una lucha de puños y honor.
Una que mi mejor amigo se encuentra perdiendo.
Esta vez soy yo quien suelta la mano de Emma, sintiendo como toda la ira y el cabreo de segundos atrás regresa a mis venas de forma renovada.
Ed ya ni siquiera se mueve bajo el cuerpo de Adam cuando llego hasta su posición, me aferro a su camiseta manchada con la sangre de mi mejor amigo y le estrello el primer puñetazo que voltea su cara y lo hace escupir rojo sobre la gravilla.
Pero no me basta con eso.
Así que vuelvo a golpear. Esta vez tan fuerte que el agarre de mi mano sobre la tela se pierde y el rubio cae desorientado contra las piedras.
A mi alrededor los espectadores celebran como si estuvieran en una pelea oficial de la UFC, y aunque sé que es el momento de declararme ganador, de dejarlo ahí tirado e ir por lo que queda de mi mejor amigo, no lo hago.
No pienso. No razono. No escucho.
Sé que ella me está gritando para que me detenga, que golpea mi espalda, que me ruega, pero yo ya estoy encima de él, golpeando de nuevo, rápido, violento, hasta que mis puños se bañan con su sangre y de pronto alguien está tirando de mí con demasiada fuerza hacia tras.
Lo siguiente que siento es el impacto que envía una corriente de agudo dolor a mí cabeza.
Y después todo se vuelve negro.
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«R.I.P Oliver Jackson»
¿Se vale decir que este se ha convertido en uno de mis capítulos favoritos?
Espero que a ustedes les haya gustado tanto como a mí.
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