Capítulo 13. «El hijo recién llegado de un político corrupto»
«El hijo recién llegado de un político corrupto»
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EMMA
—Emma.
Cierro los ojos tras escuchar esa voz profunda y familiar a mis espaldas, maldiciendo internamente que haya decidido hacer acto de presencia precisamente hoy, cuando siento que odio a la humanidad un poquito más de lo habitual.
O puede que solo a los hombres que se creen lo suficientemente astutos para jugar a dos bandas.
—Emma, por favor... —repite él, obligándome a tomar una inhalación profunda antes de darme media vuelta y enfrentar una vez más a la persona que arruinó mi vida por completo.
Han pasado años y aún sigo sintiendo la misma mezcla de desprecio y dolor que sentí cuando me enteré de la verdad. Cuando finalmente supe que la razón por la que mi madre me había dejado era...
—Eric... —pronuncio su nombre con un resquemor en la garganta—. ¿A qué has venido ahora?
—Tengo todo el derecho de venir a ver a mi hija —contesta de brazos cruzados.
Esta vez no está vistiendo uno de sus impolutos trajes ejecutivos, pero sigue teniendo ese aspecto de «hombre todopoderoso» con las gafas de sol colgando en el cuello de su playera blanca, su cabello negro echado hacia atrás de una forma desastrosamente atractiva, unos vaqueros a la moda y un reloj que grita: «solo esto necesito para demostrar cuánto dinero tengo en mi cuenta bancaria».
Y es que, pese a sus cuarenta y cuatro años, Eric Clark no deja de lucir como el joven, apuesto y codiciado dueño del bufete de abogados más solicitado de todo el estado. Es una suerte que este se encuentre ubicado en la ciudad, así las posibilidades de encontrarme con él cuando viene a visitar a «su familia» en el pueblo, se reducen casi a la nada.
A excepción de esta soleada mañana de lunes, claro.
—No sabía que tuvieras una hija —le digo con la misma ironía a la que lo tengo acostumbrado desde hace años.
—Me pasé todo el sábado enviándote mensajes y llamándote para felicitarte —repone como si no me hubiera escuchado—. Que cumplieras tu mayoría de edad no te hace menos mía, Emma.
Da un paso en mi dirección, haciéndome retroceder sobre la acera frente a mi casa. O, mejor dicho, la casa de Anny en la que llevo viviendo desde que abandoné «el hogar» que compartía con Eric, mi madrastra y el niñato de su hijo
Y de eso hacen cinco años atrás ya.
—Dejé de ser tuya en el mismo instante en el que decidiste traicionar a mi madre —escupo las palabras con el veneno que me ha estado corroyendo desde que lo supe—. Y si algo agradezco de haber cumplido la mayoría de edad, es poder decírtelo a la cara con completa propiedad: ya no te necesito, Eric. No necesito que firmes mis notas para el instituto, ni que asistas a las asambleas de representantes, ni que me sigas depositando una manutención de la que no he tocado ni un mísero centavo porque para eso trabajo. Finalmente soy libre de ti y de tu falsa preocupación por mi bienestar. Así que ve y disfruta también de tu libertad junto a tu «perfecta familia», pero a mí déjame en paz de una jodida vez.
—¿Mi libertad? —replica con una risa cargada de amargura—. Estoy muy lejos de ser libre, Emma, pero créeme que eso no tiene nada que ver contigo ni con Dakota.
Escuchar el nombre de mi maestra de tercer grado me revuelve completamente el estómago.
Y es que, a mis ocho años, cuando mamá... decidió irse, quizás no contara con la madurez necesaria para comprender que un hombre no podía enamorarse perdidamente de una mujer tan solo un par de meses después de que su esposa muriera, a tal punto de casarse con ella y llevarla a vivir en nuestra casa junto a un niño de once años.
Uno que jamás cumplió con las expectativas que me había dejado el niño de mis veranos antes de abandonarme.
Y es que el hijo de mi madrasta era de los que me hacía enojar, pero luego no estaba allí para contentarme, hacerme reír o secarme las lágrimas.
Mi vida se había convertido en una pesadilla de la noche a la mañana, y lo único familiar a lo que podía seguir aferrándome era él.
El padre que por las noches seguía adentrándose en mi habitación y leía para mí hasta que me quedaba dormida entre sus brazos. El que los domingos por la tarde me llevaba a dar un paseo por el parque mientras me relataba historias sobre lo maravillosa que había sido mi madre.
«Nunca te olvides de ella, pequeña. Nunca», solía decirme él, con los ojos llenos de un brillo que, ahora sé, no era más que el reflejo de la culpa y el arrepentimiento.
Supongo que no debió ser sencillo para él cargar con el peso de la muerte de la madre de tu hija, pero tampoco imposible si antes, incluso, de que eso sucediera, ya tenía otra mujer calentando la cama de hotel donde seguramente solían encontrarse.
—Solo lárgate, ¿quieres? —La voz me sale con menos fuerza esta vez, cansada.
Siempre que lo veo es igual. Los recuerdos caen sobre mí como una cascada, inundándome de tristeza, nostalgia y mucho rencor.
Él me dedica una mirada cargada de decepción antes de negar con la cabeza.
—Dices que ya no me necesitas, que eres mayor e independiente, pero sigues comportándote como una niña, Emma —me dice entonces, y admito que las palabras me golpean más fuerte de lo que me gustaría.
Llevo muchos años esforzándome para dejar de ser la niña que creía en cuentos irreales y finales felices. Para hacerme más fuerte. Para aceptar que a la vida no le importa quién eres o cuanto mal hayas ocasionado; si decide joderte, lo hará sin ningún tipo de contemplaciones.
Aunque te resulte injusto. Aunque no puedas entender por qué. Aunque duela... muchísimo.
—¿Cómo te atreves...? —inquiero sintiendo que una presión familiar comienza a instalarse en mi pecho—. ¿Cómo te atreves a decir que mi comportamiento es el de una niña por necesitar mantenerme alejada de la persona que arruinó mi niñez, mi inocencia, mi confianza en los...? —Aprieto los labios, negando con la cabeza.
Ya ni siquiera soy capaz de mirarlo. No quiero que vuelva a verme llorar. Ni él ni nadie.
—Soy tu padre, Emma, no tu enemigo —repone en un tono desolador—. Llevo años intentando hacerte entender que las cosas no son como tú las piensas, pero siendo sincero ya estoy cansado de que me satanices.
—¿Qué yo te satanizo? —inquiero con un resoplido, irónica..., dolida—. ¿No crees que tú mismo te encargaste de satanizarte cuando decidiste enredarte con mi jodida maestra, cuando le fuiste infiel a mi madre y la obligaste a...?
—Yo no la obligué a nada —me corta, dando un paso amenazador en mi dirección—. Y sí me atrevo, Emma, me atrevo porque tú también lo haces. Me repudias, rechazas y juzgas sin tener idea de lo mucho que adoraba a tu madre, de la herida profunda y eterna que me quedó tras su partida. Y créeme, que sigas siendo una niña es lo único que me permite tolerarlo. Pero algún día dejarás de serlo, mirarás hacia atrás, y te arrepentirás de todas tus palabras. Ya perdiste a tu madre, Emma, piénsalo bien antes de que también me pierdas a mí y en su lugar aparezca el abogado con influencias capaz de invalidar tu emancipación debido a tu condición. Estoy cansado de intentar dialogar contigo por las buenas.
—¿Me estás amenazando? —Enarco las cejas, incrédula.
—Tómalo como quieras. Pero no me he pasado toda mi maldita vida trabajando para que mi hija se vaya a estudiar a una ciudad en la que terminará viviendo como indigente cuando descubra que sola no se puede costear los gastos universitarios.
—Tengo ahorros. —Me cruzo de brazos.
—Cinco mil quinientos dólares con cuarenta y cuatro centavos que a duras penas te alcanzarán para costear tu primer semestre.
—¿Cómo sabes cuánto...?
—Abriste tu cuenta bancaría siendo menor de edad, ¿lo recuerdas? Necesitabas mi firma. Por lo tanto, tengo acceso completo a todos los números que manejas. Y créeme que ni con una beca como la que te dieron, serías capaz de sobrevivir mucho tiempo en la ciudad. Me necesitas, Emma. Te guste o no.
—No, no te necesito. ¿Y sabes por qué? Porque pienso trabajar tal y como lo he estado haciendo desde el último año. —Señalo la insignia de mi uniforme—. Así que no te preocupes, Eric, encontraré la forma de arreglármelas sola.
—¿Y en qué momento piensas trabajar, Emma? ¿Por las noches? Cuando necesitarás estar descansando para estar despierta durante tus clases de la mañana. ¿O por las tardes? Cuando se supone debas estar realizando las actividades impuestas en cada una de tus asignaturas. ¿O los fines de semana? Cuando deberás estar comportándote como lo que serás, ¡una joven universitaria con derecho a disfrutar un poquito de la vida! Si es que todavía recuerdas cómo es que eso se hacen, claro.
—Eres un...
—¿Mal nacido? ¿Cabrón? ¿Hijo de puta? —Resopla—. Lo siento, hija, pero creo que ya me he vuelto inmune a tus insultos, incluso a esos que solo transmites con la mirada. Porque a pesar de odiarme, eres demasiado respetuosa para soltármelos en la cara. Además, nada de lo que te estoy diciendo es una mentira. Solo quiero que vivas, Emma, y que lo hagas acorde a tu edad. Hay responsabilidades que no te corresponden tomar a ti. Y hay cosas que yo puedo ofrecerte que otros se morirían por tener. No sabotees tu futuro solo porque te puede el orgullo, cariño.
Papá da un paso más cerca de mí, y yo siento que el primer sistema de seguridad de mis barreras acaba de caer.
—¿Por qué lo hizo...? —inquiero en voz baja, dejando que el tacto de sus manos contra mis mejillas me traslade de nuevo a esa parte de mi vida en la que seguía teniendo una familia feliz—. Si dices que estoy equivocada, y que no fue por ti, entonces por qué.
—No lo sé —murmura, negando levemente con la cabeza.
Sin embargo, sus ojos huyendo de los míos me dice que eso es una completa...
—Mentira —digo, dando un paso hacia atrás que me aleja de la casa de Anny y me acerca mucho más a la de mi vecina—. Claro que lo sabes. Lo sabes. ¿Cómo esperas que puedo volver a confiar en ti si no me das nada más a lo que aferrarme? Si no eres capaz de desmentir la conversación que escuché cinco años atrás y decirme la verdad. Tu verdad.
—Pequeña...
—Y una mierda, Eric —estallo—. Si no tienes intenciones de ser sincero, entonces déjame en paz de una maldita vez. No me importa si termino viviendo debajo de un puente o si tengo que vender mis jodidos cupcakes en una avenida para poder sobrevivir en la ciudad. Mientras siga creyendo que tú eres el único culpable de que mamá haya decidido suicidarse, no pienso aceptar ni un solo centavo que venga de tu parte.
—Maldita sea, Emma. Espera. —Me sujeta por la muñeca cuando me doy media vuelta para alejarme.
—Suéltame —gruño en su dirección, removiéndome con brusquedad.
—No hasta que me escuches.
—¿Qué quieres que escuche, Eric? Si no estás dispuesto a decir lo único que a mí me interesa escuchar, entonces...
—No puedo darte lo que quieres, Emma. Tú no podrías sopor... Simplemente no puedo. —Niega con la cabeza—. Pero puedo darte mucho más que palabras que solo conseguirán remover un pasado traumático y doloroso, pequeña. Puedo darte la vida que te mereces. Y también todo el amor que llevas años rechazando. ¿Por qué te resulta tan difícil aceptarlo?
—Porque no puedo recibir algo que mi madre murió necesitando de ti —le contesto con todo el dolor de mi alma—. La dejaste morir, Eric. Y esa es la única razón por la que no soporto mirarte.
El brillo que adquieren sus ojos me advierte de algo fragmentándose en su interior. Lo sé porque yo también he experimentado lo que se siente cuando te rompen el corazón.
Pero a diferencia de él, yo no soy capaz de mentir.
Tenerlo frente a mí es el recordatorio constante de la madre que tuve que enterrar diez años atrás, cuando solo era una niña, cuando aún me faltaban mil cosas por experimentar, por vivir, cosas en las que ella tendría que haber jugado un papel crucial, pero no estuvo. Ni lo estará.
Cada palabra, cada caricia, cada reprimenda y cada consuelo que no recibí después de eso...
Tanta necesidad.
Tanta añoranza.
Tanto vacío que no puede llenarse con nada.
Ni siquiera con el amor de mi abuela. Que es tan puro y infinito. Pero no es el de mi madre. Ningún amor jamás será como el suyo.
Y no, no lo acepto, no lo supero, y no lo quiero perdonar. A pesar de la lágrima que se está corriendo por su mejilla, imitando la mía.
—Emma, pequeña... —Sacude lentamente la cabeza, resignado—. Al menos deja que... que te lleve al trabajo, ¿quieres?
—No quiero, Eric. No quiero nada de ti. —Intento zafarme de su agarre una vez más, pero él se aferra como dejarme ir... podría significar el fin de una disputa que lleva gestándose cinco años.
—Por favor, cariño...
—Suéltame —le pido entre dientes, conteniendo el nudo en mi garganta—. Solo... suéltame.
—No puedo, Emma, tú eres lo único que...
—Que la sueltes, te dijo —pronuncia de pronto alguien detrás de él, y no necesito mirar por encima de su hombro para saber de quién se trata.
Aun así, lo hago.
—Este no es asunto tuyo, Oliver —pronuncio, aprovechando la distracción de mi padre para liberarme de su agarre.
Él se da media vuelta para enfrentarse al chico de casi un metro noventa que se encuentra un par de pasos de distancia.
Por primera vez desde nuestro reencuentro, lo veo lucir una camiseta negra de mangas cortas que deja a la vista la cantidad ingente de tatuajes que cubren su brazo izquierdo y que exhibe con orgullo al cruzar ambos sobre su pecho. La gorra con la visera hacia atrás, los vaqueros rotos y deportivas Nike, en conjunto, consiguen darle un aspecto mucho más relajado y veraniego.
Casi podría hacerse pasar por un chico normal. Si no fuera por la pose de superioridad y la mirada arrogante que le está dedicando a mi padre.
—¿Oliver? —repite este, reparándolo de la cabeza a los pies—. ¿Oliver qué?
—Jackson —respondo por él—. Seguramente lo recuerdas. Él y su familia solían pasar los vera...
—Por supuesto que lo recuerdo —me corta papá—. Nunca podría olvidarme de él. Ni de su padre. Por cierto, ¿él ha venido también?
—Soy solo yo esta vez —responde el modelito.
—Ya veo que el muy cabrón sigue siendo un cobarde —masculla Eric con una risita irónica, aunque la noticia por alguna razón parece relajarlo.
El ceño de Oliver se frunce, pero...
—¿Sabes qué? No me interesa conocer las razones de tu evidente desprecio hacia él —termina diciendo—. No podrían ser muy diferentes a las del resto. Pero el punto aquí es que mi amiga te ha pedido en un par de ocasiones que la dejes en paz y tú no pareces tener la suficiente capacidad metal para obedecerla.
«Y miren quien habla», resoplo para mis adentros.
Papá le dedica una sonrisa, socarrona.
Y tengo que admitir que casi me da la impresión de encontrarme en medio de una batalla de badboys.
—¿Tienes idea de con quién estás hablando, niño? —inquiere entonces mi padre.
Y por la cara la forma en la que lo mira el modelito, es evidente que no se esperaba un apelativo como ese viniendo de alguien que podría hacerse pasar fácilmente por un veinteañero.
—Con un imbécil, por lo visto —replica pese a la impresión.
—Con el padre de Emma —lo corrige Eric—. Y estoy seguro de que lo sabrías si realmente fueras su amigo y no el hijo recién llegado de un político corrupto.
Todos los músculos de Oliver entran en tensión, pero antes de que pueda replicar algo igual de mordaz, decido intervenir:
—No me parece que estés en posición de juzgar a nadie, Eric. Y tú... —Mis ojos buscan los azules del modelito—. No necesito que tú ni nadie salga en mi defensa.
—Ya la escuchaste: no te necesita —le dice mi padre—. Ahora vete. Que esto es entre mi hija y yo.
—Mejor váyanse los dos —les sugiero a cambio, cruzando los brazos.
—Yo estoy frente a la propiedad de mi tía. —Señala Oliver con una sonrisa ganadora.
Eric aprieta la mandíbula antes de darse media vuelta y acercarse nuevamente a mí.
—Te daré un par de semanas para que pienses en mis palabras —me dice en voz baja—. Pero si para entonces te sigues resistiendo a recibir mi ayuda...
—¿Qué harás? ¿Exponer mi condición ante un juzgado? —le devuelvo en un gruñido—. No creí que pudieras caer más bajo.
—Si de todas formas vas a odiarme, mejor entonces si tu odio es justificado. —Sus manos me toman por las mejillas y sus labios se estrellan contra mi frente en un movimiento demasiado rápido para poder evitarlo—. Mantente alejada de este chico, Emma. No tengo idea de por qué ha regresado, pero nada que esté relacionado con su apellido puede ser bueno para ti. Hazme caso esta vez, por favor.
No me da tiempo a preguntarle el porqué de sus advertencias antes de que se separe de mí, le lance una mirada asesina a mi amigo de la infancia, y cruce la calle en dirección al Maserati de color gris plomo que se encuentra al otro lado.
Supongo que estuvo esperando allí hasta verme salir de la casa y emboscarme en mitad de la acera. De otra forma sabía que me negaría a entrar en contacto con él.
Dejo escapar un suspiro y espero a que su auto se pierda al final de la calle antes de ponerme nuevamente en marcha.
—Granger, espera. —Oliver me toma por la muñeca cuando intento pasar por su lado—. Quería hablar contigo sobre lo de anoche.
«Anoche», resoplo.
Y es que no puedo creer que, tras el shock de haber reconocido al modelito como el mismo niño de mis veranos, haya podido olvidarme de que la rubia con la que lo había visto salir de la discoteca mientras Lisa y yo nos alejábamos en el taxi era Elizabeth Taylor.
Supongo que tanto alcohol en mis venas había conseguido afectarme la memoria cuando abrí los ojos la mañana siguiente, pero que anoche la mismísima Regina George me confirmara lo que ellos dos estuvieron haciendo tras nuestro encuentro en la pista de baile, bastó para le cerrara la puerta de nuevo en la cara.
Y pensar que había estado a punto de dejar que me besara en la cocina, por dios.
—No hay nada que hablar entre tú y yo. —Intento zafarme, pero su agarre solo se hace más fuerte—. Haz el favor de soltarme, Oliver. Mira que voy tarde al trabajo y quiero evitar que tu noviecita me ponga a limpiar los urinarios como venganza por haberte encontrado anoche conmigo.
—Esa chica no es mi novia —repone como si la idea le horrorizara—. Y para que quede claro, cuando me enredé con ella no tenía idea de que estaba loca.
—No pasa nada. Al menos no perdiste el tiempo para comprobar que yo no era la única «loca y salvaje» del pueblo, ¿no?
—Joder, Granger, ¿qué esperabas que hiciera? ¿Ponerme a rezar el rosario después de que tú me mandaras a la mierda?
Pongo los ojos en blanco.
—Ese es el punto, Oliver. —Tomo su mano con fuerza y se la aparto de mi muñeca, liberándome—. Que de chicos como tú nunca puedo esperar absolutamente nada.
No me quedo a aguardar por una respuesta antes de retomar mi camino en dirección a la parada de autobuses.
No sé por qué, pero cuando tomo asiento en la banca de espera, lo hago sintiendo que este apenas es el comienzo de un verano largo y cargado de un drama tan absurdo como la sensación de que sus ojos siguen estando sobre mi espalda.
Observándome.
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Este capí me sacó una lagrimita.
¿Qué opinan ustedes de su relacioón con el papá?
Lxs leo ♥
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