María Neumann
La doctora María Neumann recibió a Juan Morgenstern en la pista de aterrizaje. La conocía por esos sorprendentes ensayos en los que proponía una nueva forma de entender las matemáticas. La originalidad de sus ideas era sencillamente extraordinaria. El doctor sabía que aquella mujer atesoraba una visión que aventajaba a la de los demás. La admiraba sinceramente; aunque, en verdad, no la conocía. Después de tantos años de leer sus publicaciones, era la primera vez que hablaba con ella físicamente.
Sin embargo, sus ensayos más recientes le habían parecido un galimatías ininteligible que escapaba totalmente a su comprensión. María estaba descubriendo un nuevo universo de ideas matemáticas, un mundo de conceptos inéditos que rompían con todo lo conocido. Y lo más extraordinario es que, según ella aseguraba, no hacía sino rascar la superficie de una extensa teoría por la que todavía caminaba con torpeza.
—Encantado de saludarle, doctora Neumann —dijo.
De inmediato, al estrechar su mano y mirar sus ojos, el doctor Morgensten percibió su anhelo. Se dio cuenta de que ella también sentía lo mismo. Al igual que él, sabía que esas ideas revolucionarias eran la única posibilidad de las ciencias de salir del atolladero en el que se encontraban y superar el estancamiento actual.
—El placer es mío—respondió.
La doctora no era un ser vivo. Era un androide, un autómata con apariencia humana. Nada más que un complejo aglomerado de silicona, plástico, metal y circuitos integrados. No dejaba de sorprenderle que aquel ser genial —al que él tanto admiraba— fuera una máquina, muy evolucionada, pero nada más.
María no era más que una sencilla máquina de von Neumann, y eso hacía que ella estuviera especialmente interesada en el proyecto que dirigía.
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