·⊱Tsē'⊰·
Abrí los ojos tiempo antes de la puesta de sol. Me encontré en un extremo del edificio de paredes pobladas de musgo, todavía cubierto con la prenda de Akal. Los últimos rayos de sol atravesaban las ventanas curvas de la habitación, pintando de dorado las hojas de un helecho que se extendía hacia mí, alegre. Acaricié la espiral en su punta y el helecho se encogió lentamente, cubriéndose con las hojas más largas como si fueran manitas ocultando a las hojas más cortas.
Cuando llegó el atardecer, Akal me encontró examinando los bordados de la prenda que me había prestado. Jamás había visto un patrón tan asombroso: de lejos, parecía solo tener flores y estrellas, pero al observar los ornamentos más pequeños, creí ver la sombra de una historia que no pude descifrar. Akal sonrió cuando le hablé al respecto; otra vez, me prometió que al día siguiente diría más.
La luna iluminaba menos esa noche, en comparación con la primera que pasé en el bosque. Akal tomó mi mano para no perderme mientras caminábamos hacia el sexto castillo de Ka'amthul, pero solo pudo evitar que tropezara cuando, al abrir el puño que tenía libre, hizo aparecer una pequeña mariposa nocturna cuyas alas irradiaban una preciosa luz dorada, como aquella del sol antes de ponerse. Cuando alzó el vuelo, empezó a multiplicarse, hasta que nos rodeó una nube de mariposas brillantes. Sonreí cuando las vi revolotear entre los helechos del camino, pero fui aún más feliz cuando una de ellas decidió descansar un momento sobre mi mano. Me detuve de repente, causando que Akal jalara mi brazo antes de darse cuenta.
—Disculpa —dije en voz baja. Él entrelazó sus dedos con los míos mientras retrocedía.
—¿Te gustan las mariposas? —murmuró.
—Son preciosas.
—En Ka'amthul solíamos ignorarlas —comentó con ironía—. Alumbraban al pueblo por la noche, cuando había nubes en el cielo. Las guardábamos si estaba despejado, porque la oscuridad nos permitía ver las estrellas.
—Me habría encantado vivir en Ka'amthul en ese tiempo.
—Y a mí me habría encantado estar contigo, si hubiera sido así.
Al escuchar las palabras de Akal, fui incapaz de mirarle a los ojos. Sentí su mano sujetar la mía con más firmeza y resolví devolver el gesto, pues tampoco tenía palabras para responderle. La mariposa que se había posado sobre mi mano retomó el vuelo y nosotros, nuestro camino.
—Jamás había conocido a alguien que apreciara tanto a Ka'amthul y a su magia —agregó él en voz baja—. Ni siquiera antes de su caída. Tú ves a Ka'amthul con los ojos que nadie tuvo durante sus mejores días. Encuentras belleza en todo lo que yo nunca valoré... Por eso mereces salir del bosque. Llegar a Ik'ayashbel y ser libre, como lo intentaron otras personas antes de ti.
—¿Has visto a otros cruzar el bosque?
Akal tardó en responder.
—Los he visto entrar, pero jamás los vi salir.
Un vacío se formó en mi estómago. Seguramente aquellos viajeros se habían atrevido a cruzar el bosque persiguiendo pizcas de esperanza y no habían encontrado más que la muerte en el camino. Yo podría haber sido uno de ellos si Akal no me hubiera visto.
Si no se hubiera ofrecido a guiarme.
—¿Intentaste ayudarlos? —pregunté, sintiendo el vacío de mi estómago extenderse hasta mi pecho.
—No —respondió. Busqué remordimiento en su voz, infructuosamente.
—¿Entonces por qué decidiste guiarme a mí?
Akal guardó silencio un momento. No dejó de caminar, pero me soltó y una sombra de gravedad cubrió su rostro.
—Tus razones para huir del pueblo son muy familiares para mí. —Suspiró—. Yo también fui malo con mi pueblo alguna vez. Estuvo a mi cargo y lo dejé morir. Soy responsable, en parte, de la caída de Ka'amthul. Fui su último gobernante, y también el más indiferente. Todo lo bueno que había en el pueblo, tendía a guardarlo para mí. Dominaba la magia, había hablado con el príncipe de las flores y organizaba grandes celebraciones para el Señor del Bosque. Llegué a pensar que aquella prosperidad sería infinita, porque Ka'amthul era invulnerable. Entonces, cometí el mismo error que tu pueblo.
—¿También los presionaron para ceder su tierra?
—Peor aún. La cedí por mi cuenta.
El andar de Akal se volvió lento; a ratos, miraba hacia la oscuridad del bosque sin prestar atención al camino de mariposas. Temblé de frío, a pesar de la calidez de la noche.
—Un día, un grupo de viajeros de un pueblo cercano me consultó para consolidar un intercambio—continuó él—. Me ofrecieron dos plantas preciosas, que jamás había visto en Ka'amthul o en su cercanía, al igual que una pareja de tigrillos de pelaje blanco. A cambio, pidieron que les revelara el sendero hacia uno de los nidos de aves más grandes del bosque. No entendí por qué les interesaba tanto, así que cerré el trato. Hice colocar las plantas en los jardines de Ka'amthul y, como los tigrillos solían seguir a las mariposas nocturnas, los dejé correr por el pueblo, confiando en que no se perderían.
» Con el tiempo, el pueblo empezó a llenarse de las plantas nuevas y de las crías de la pareja de animales. Ka'amthul nunca se había visto tan lleno de vida, pero justo eso fue lo que hizo enfurecer al Señor del Bosque. En mi posición privilegiada, en ese entonces ignoré los cambios que ocurrieron en el pueblo y no atendí los reclamos de la gente. Ahora entiendo que solo intentaban mostrarme cómo la tierra daba cada vez menos alimento y el trabajo de los pescadores ya no rendía frutos.
» No tardó en llegar el día en que me habló el Señor del Bosque. Dudo que alguien más en Ka'amthul lo haya escuchado tan furioso como yo lo hice esa vez. La tierra tembló, anunciando su presencia, y la voz del Señor del Bosque resonó en cada castillo. Decía que yo había roto el equilibrio del bosque, y que sería mi culpa si moría. Se lamentó por tener que hacerles daño a sus primeros devotos, pero me dejó claro que era la única manera de sanar la tierra que yo había corrompido. Pensé que me mataría, pero, en lugar de eso, me transformó en un helecho, y me obligó a contemplar cómo el pueblo se desmoronaba.
» Nunca olvidaré el horror que viví durante aquella luna. El Señor del Bosque se arrancó una parte de él para liberarse de la peste que abundaba en el pueblo y luego dejó sanar la herida. Siempre conmigo presenciando todo. Cuando caminaba, por la noche, sentía el olor de la carne que se descomponía, pisaba sobre hierba seca y miraba el río, desierto. En cualquier lugar, cuando el día me arrebataba mi cuerpo, sentía que el suelo me asfixiaba. Tuve que soportar esa tortura hasta que la tierra sanó, e incluso mucho después. Sé que el Señor del Bosque nunca me perdonó por haberlo obligado a destruir a Ka'amthul.
El frío invadió mi cuerpo cuando Akal terminó de hablar. Caminaba frente a mí, errático, con las manos en la espalda. Las mariposas nocturnas lo seguían, y aquella fue la única razón por la que no me alejé de él más que unos pasos. No podía comprender por qué había descuidado a su pueblo de esa manera, y temí. Temí a la persona que Akal había sido alguna vez. Igual a los líderes de mi pueblo. A los capaces de sacrificar a la tierra para conseguir favores para ellos.
Se formó un nudo en mi garganta. Una parte de mí deseó correr hacia Akal y tomarle de la mano, pero otra me gritó que no debía. El murmullo de los insectos se apoderó del bosque hasta que, tiempo después, hicimos una parada para descansar.
Entonces, Akal se volvió a acercar a mí; escuché sus pasos y el suspiro que soltó antes de extenderme un puñado de frutos pequeños. Lo miré con desconfianza.
—Estos sí son comestibles —dijo en voz baja—. Necesitas energía para continuar con el camino.
Tomé los frutos sin intención de comerlos. Agradecí por compromiso y esperé a que Akal se diera vuelta para ocultarlos debajo de una roca, a un lado del lugar en donde me había sentado. Algunas mariposas nocturnas se posaron sobre mi cuerpo, parpadeando ligeramente. Sin quererlo, a mi mente volvió la primera visión que tuve de Akal, noches atrás: las mariposas nocturnas flotando en el aire alrededor suyo, su largo cabello mecido por el viento y su figura perfecta, delineada por la luz de la luna.
Busqué a Akal entre las sombras, a unos pasos de mí. Con los brazos resguardados debajo de su prenda de manta, observaba detenidamente un punto vacío, tal vez a una araña, entre dos arbustos.
—¿El encantamiento del Señor del Bosque tiene remedio? —pregunté al fin, tratando de romper el silencio que nos separaba—. Los sabios dicen que la mayoría de los hechizos pueden levantarse.
Esperé a que él suspirara y comenzara a hablar, opacando con su voz el canto de los insectos. Sin embargo, no obtuve la respuesta que imaginé.
—Tenemos que volver a caminar —indicó, haciendo caso omiso a mi pregunta—. Lloverá pronto y no quiero que el agua nos alcance antes de llegar al castillo.
A pesar de habernos apresurado, la lluvia empezó poco antes de que llegáramos al sexto castillo. Las mariposas nocturnas se pegaron a la ropa de Akal y su luz dejó de iluminar más allá de él. Cuando logró avistar el castillo, me tomó del brazo y me llevó a refugiarme debajo de su primera plataforma.
Mientras me secaba con una prenda que había guardado en mi morral, Akal me habló de nuevo.
—Va a amanecer pronto —pronunció, su voz apenas audible sobre el rumor de la lluvia. Es mejor que duermas, seguramente llegaremos mañana al último castillo.
Todas las mariposas nocturnas, excepto dos, desaparecieron en su mano. Una de ellas voló hacia mí, mientras que la otra se quedó posada sobre su cabello. Asentí con la cabeza.
—No te preocupes, cuidaré tu sueño hasta que volvamos a vernos —agregó, antes de darme la espalda y acercarse al borde del castillo.
Aquella noche, no dudé que Akal volvería. Su historia me había convencido de que él era tan real como los sentimientos contradictorios que se arremolinaban en mi pecho. Sin embargo, al verlo alejarse, sentí que una parte de mí se iba con él.
—Ethem —pronunció entonces. Mi corazón dio un vuelco—. Lamento que hayas encontrado en mí a las personas de las que huías cuando entraste al bosque. Espero que algún día puedas perdonarme.
«¿Perdonar?», quise decir. Sin embargo, la mariposa de Akal se apagó antes de que pudiera hacerlo. Solo pude oírlo caminar bajo la lluvia, cada vez más lejos.
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