·⊱Tsāb⊰·

Al día siguiente, tras unas horas de camino, encontré las ruinas del corazón de Ka'amthul: una plaza resguardada por las enormes hojas de los árboles, en medio de la cual había una escultura con la forma de una flor de bromelia. La plaza terminaba en una barda cubierta de musgo y bordeada de plantas, y más allá estaba el río, alimentado por una cascada proveniente de las entrañas del bosque.

Llené de agua la calabaza que llevaba conmigo y me dispuse a tomar un baño en el río. El agua fresca me liberó del calor y disipó toda la culpa que aún tenía por haber abandonado a mi pueblo. Mi madre había muerto al defender a aquellos que se llamaban a sí mismos nuestros protectores, a la vez que acababan con la vida de nuestras tierras y vendían a los animales. Yo no iba a luchar por esa causa.

Decidí pasar la noche en el corazón de Ka'amthul. Según lo que sabía, el castillo más cercano se encontraba demasiado lejos como para que yo llegara antes de ponerse el sol, y me sentía más seguro al dormir en la cercanía de alguno de ellos. Por eso, no tuve prisa para secarme y volver a vestirme después de salir del río. Comí la última naranja que me quedaba y recorrí la plaza, observando detenidamente los símbolos, deteriorados por el tiempo, que embellecían cada piedra del lugar. Recogí algunas flores que descansaban sobre el suelo; una vez secas, serían perfectas para decorar papel.

Al atardecer, nuevamente, lo encontré a él.

Pude verlo a lo lejos, bajando tranquilamente por las rocas de la cascada, como si fueran escalones. El cielo, teñido de rojo, iluminaba su piel morena. Me obligué a apartar la mirada en cuanto lo vi trenzarse el cabello y desprenderse de la parte superior de su traje de manta, pero hice lo posible por mantener su imagen en mi mente. Con la poca luz que quedaba, boceté su figura, trazando líneas en un cuaderno que cargaba conmigo.

Cuando la noche me impidió completar el dibujo, cerré el cuaderno y suspiré. Un arbusto de grandes hojas, cerca de mí, ofrecía pequeños frutos que yo creí reconocer. Tomé un par, procurando no dañar a la planta. En ese momento, alguien sujetó mi muñeca.

—Mejor no comas eso. —Escuché.

Al levantar la mirada, encontré frente a mí al hombre que había visto en el río. Por fin pude apreciar de cerca sus ojos oscuros y la hermosa forma de sus labios, así como el pendiente que colgaba de su oreja izquierda. Tenía el cabello ligeramente húmedo, cayendo sobre sus hombros. Tal vez me detuve demasiado tiempo observando las marcadas sombras en su cuello y su antebrazo, pues él me soltó, casi pidiendo disculpas.

—Ten cuidado —agregó cautelosamente, sentándose junto a mí—, no es el arbusto que tú conoces. Si tienes hambre, podemos compartir esto.

Dejó en mis manos dos pescados, recién cocinados, envueltos en una hoja grande y olorosa. Antes de que pudiera preguntar nada, él volvió a hablar.

—Me llamo Akal. Te vi llegar al bosque hace unos días.

—Ethem —logré responder. Agradecí por la comida mientras cortaba por mitad la hoja que envolvía a los dos pescados y dejaba uno de ellos en manos de Akal.

«Eres hermoso», quise decir. «Te vi anoche, contemplando la luna, pero te convertiste en una nube de mariposas y no pude acercarme».

Aparté la mirada para no reírme de mi tontería. Hasta ese momento, había pensado que las visiones de aquel hombre se volverían, con el tiempo, memorias difusas de mi travesía para encontrar la libertad cruzando el bosque. Jamás imaginé que Akal sería más que una ensoñación; que podría llegar a conocerle; que tendría el privilegio de cenar junto a él, incapaz de articular palabra. ¿Sería un espíritu atrapado en la tierra? ¿Una encarnación del Señor del Bosque? ¿Un hechicero que había encontrado refugio entre los árboles, alejado de todos los pueblos?

—¿De casualidad —pronuncié finalmente— fuiste tú quien dejó naranjas frente a mí la primera noche que pasé en el bosque?

Él sonrió.

—Supuse que las necesitarías durante tu camino. —Comió un trozo de pescado, evitando masticar la piel, ennegrecida por el humo—. ¿Hacia dónde te diriges?

Suspiré.

—Mi plan es cruzar el bosque hasta llegar a Ik'ayashbel. Sé que se encuentra cerca del séptimo castillo de Ka'amthul, pero nunca había viajado tan lejos. Espero no perderme antes de llegar.

—Conozco el bosque. Si deseas, puedo ayudarte.

Una sombra de desconfianza me hizo pensar dos veces. Aquella noche, contrario a la anterior, aún no tenía la mente tan nublada por la belleza de Akal, por lo que pude recordar las historias de los abuelos, aquellas que hablaban sobre seres feéricos que encontraban diversión en hacer a los viajeros perder su camino para siempre. Magnéticos como nada en el mundo, de belleza sobrehumana, algunos ofrecían ayuda para cruzar el bosque, daban regalos y prometían resguardo, ocultando sus propósitos reales. No estaba completamente seguro de que Akal tuviese solo buenas intenciones. No sabía quién era, ni por qué pretendía ayudarme. Él adivinó mis pensamientos al notar mi prolongado silencio.

—Confía en mí. —Sostuvo mi muñeca nuevamente y me miró a los ojos—. No permitiré que te pierdas en el bosque.

Fui incapaz de resistirme a aquella mirada. El calor de su mano se esparció por todo mi brazo hasta llegar a mi pecho, empañando de nuevo mis sentidos. Rendido, me convencí de confiar en Akal y en sus hermosos ojos oscuros.

—¿Me acompañarás en el camino? —dije a media voz. La expresión de Akal se ensombreció.

—No —respondió en el mismo tono—, pero no será necesario. Mañana, cuando continúes tu viaje, verás un camino de helechos que te llevará al quinto castillo antes de terminar el día. Ahí podremos volver a vernos.

Akal soltó mi muñeca y se puso de pie. Sus ojos me sonreían con ternura. Cuando lo vi alejarse, perdí el aliento. Creí que, si lo dejaba ir, no podría volver a verlo.

—No te vayas —dije, preocupado—. Continuemos juntos el camino al amanecer.

Él se volvió hacia mí lentamente. Una mariposa batió sus alas alrededor suyo y se posó sobre su cabello.

—No puedo acompañarte durante el día. Espérame mañana al final del camino... Tal vez entonces pueda contarte más.

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