·⊱ Jun ⊰·
Me adentré en el bosque con la palabra «desertor» grabada en la mente. Sin embargo, si de algo estaba seguro era que mis piernas habían temblado más cuando recibí un rifle y una orden, que cuando decidí rechazar ambos y escapar del pueblo. Yo era un artesano, no un soldado. Era un desertor, pero también un hombre libre, y el único en el pueblo que se atrevía, constantemente, a ir más allá del camino marcado en el bosque.
Tomé un descanso al final del sendero. El primer castillo de Ka'amthul, con su esqueleto de altas columnas y numerosos arcos coronados por flores de piedra, me esperaba unos pasos más adelante, animándome a continuar. Con suerte, cruzando el bosque encontraría la libertad.
Al llegar al segundo castillo de Ka'amthul, la humedad comenzó a sofocarme. Cuando estuve cerca del tercero, decidí que no caminaría más ese día. Me senté sobre una alta roca, que aceptaba darme refugio siempre que me alejaba del pueblo, y esperé la noche contemplando las escaleras de caracol que envolvían una de las columnas del edificio. Al igual que los demás, el tercer castillo de Ka'amthul no tenía paredes, solo columnas, escaleras y arcos: puertas que, tiempo atrás, llevaron a los confines del universo.
A la morada del príncipe de las flores.
Donde la oscuridad supera a la luz de las estrellas.
Ka'amthul, se decía, había sido el primer pueblo en adorar al Señor del Bosque. La magia corría por las venas de sus habitantes. En sus fiestas, canciones y ritos se materializaban las memorias de los primeros espíritus que poblaron el mundo. Conocían sus secretos; los habían escuchado de la voz del universo.
De los castillos de Ka'amthul, en sus mejores tiempos, colgaron enredaderas, helechos y flores que atrapaban en el rocío la esencia de la tierra misma. Sin embargo, a pesar de los cuantiosos favores que el Señor del Bosque hizo a sus devotos, no pudo impedir la extinción de su pueblo. La tierra, tan joven como lo era cuando Ka'amthul alcanzó la gloria, apenas conserva recuerdos de su caída. De los adoradores del Señor del Bosque solo quedaron los cadáveres de piedra que, alguna vez, conectaron a sus moradores con el príncipe de las flores.
El ocaso me encontró todavía mirando el tercer castillo. Cansado, acaricié la espiral de un helecho que se encontraba junto a mí, recogiendo en la punta de mi dedo la gota de agua que aún colgaba de ella. Observé cómo sus tímidas hojas se encogían, hasta que la penumbra no me permitió ver más que las estrellas y la luna.
Lo primero que encontré al abrir los ojos el día siguiente fueron tres naranjas, formadas frente a mí al borde de la roca sobre la que dormía. Instintivamente, busqué con la mirada a quien hubiese colocado la fruta con tanto cuidado cerca de mí, pero no hallé rastro de personas, solo los insectos que cantaban desde la primera hora del día, convirtiendo al bosque en un mar de susurros.
Agradecí la ofrenda, pues solo me quedaban bocoles para comer aquel día, y me abstuve de pensar más en aquel suceso. Había huido del pueblo repentinamente, era una fortuna que hubiese podido empacar, siquiera, provisiones para la primera parte del camino. Pensando en ello, recuperé la determinación y volví a caminar, ahora más lejos que nunca.
Mi meta de ese día fue el cuarto castillo de Ka'amthul. Hasta donde sabía, no debía estar demasiado lejos del tercero, siguiendo el rastro de bromelias a través del bosque. Sin embargo, no fue hasta el atardecer que logré vislumbrar los grandes arcos del castillo. Había otro pequeño edificio enfrente; la puerta estaba abierta, así que pedí permiso al bosque y entré. Podría pasar aquella noche bajo un techo.
Al ponerse el sol, la luz de la luna se filtró entre las copas de los árboles y penetró por las ventanas de la habitación, llamándome para que saliera. Curioso, crucé la puerta en silencio, sin interrumpir el interminable canto de los insectos, y dirigí mi mirada al cielo.
Entonces, lo vi.
Se encontraba en la segunda plataforma del castillo, apoyado en una de las columnas, justo debajo de los grandes arcos. Las mariposas nocturnas revoloteaban alrededor suyo cual finos destellos, otorgándole una apariencia divina. Él también contemplaba la luna, cuya luz se reflejaba en su blanco traje de manta, bordado en la parte superior con flores y estrellas.
No pude evitar olvidarme de la luna, admirando la figura del hombre que había subido al cuarto castillo de Ka'amthul. Hechizado por su belleza, hice ademán de ir en su búsqueda. Sin embargo, él se acercó lentamente a la orilla del edificio, dio un paso hacia el vacío y se transformó en una nube de mariposas que se dispersó en la plenitud del bosque.
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