XXXVII: Transgresor
Un joven tenaz había llegado a la meseta de Cobalto. Cargaba con un escudo hecho de stigmata y la legendaria espada de Blásteroy.
La Torre aún no sabía que su nombre era Demián.
«¿Cómo rayos voy a entrar?», se preguntó mientras observaba la imponente construcción vertical.
Ya había tratado de hablar con los Sigilarias que protegían la entrada, pero los guardianes lo ignoraron rotundamente. La Torre, a fin de cuentas, era para los magos.
Alzó la vista
Los dragones volaban en círculos majestuosos alrededor de la aguja.
Contó siete, pero supuso que podía haber más.
Decidió que no tenía sentido seguir vacilando.
No había hecho ese viaje solo para mirar desde abajo.
Extrajo la campana dorada.
Tomó coraje y la agitó.
El sonido metálico del instrumento resonó en la meseta y se mezcló con el viento hasta apagarse.
Demián esperó.
Esperó un poco más.
Y cuando empezaba a resignarse, el trino jubiloso volvió a hacerse oír.
—¡¡Jaspen!! —gritó el muchacho con infinita alegría—. ¡¡Aquí estoy, aquí!!
El guingui de alas blancas llegó desde el este. Identificó a su amigo de inmediato. Descendió sin perder velocidad y el aventurero lo montó de un gran salto.
Jaspen batió las alas y se elevó. De alguna manera misteriosa, sabía que el objetivo era llegar hasta la Torre.
Los dragones detectaron al instante a los intrusos. Su armónico vuelo circular se transformó en un huracán amenazante y se arrojaron al ataque.
—¡Ahí viene el primero!
Demián distinguió que se trataba de un logitoko gris, una especie de seis metros de largo y pico de pájaro que arremetía contra sus presas en el aire con su poderosa cornamenta. El aventurero se preparó para recibir la embestida con su escudo nuevo, pero Jaspen se las arregló para evitar el choque directo y seguir adelante.
—¡Dos más!
Esta vez era una pareja de pteróptidos. Se ubicaban entre los dragones de menor tamaño y compartían rasgos con los dragones de Cerbal, aunque sin su elegancia ni su plumaje blanco, y con un carácter mucho más hostil. Por eso los entendidos en la materia también los llamaban "los primos rencorosos".
Los pteróptidos volaron de manera coordinada hacia ellos. Jaspen evadió el ataque del primero, pero eso solo había sido un señuelo. El segundo apuntó hacia el cuello del guingui con sus extremidades traseras. Sus garras soltaron chispas al ser repelidas por el filo de Blásteroy.
Continuaron avanzando.
Su cuarto oponente era un rakua eim, el dragón de la sonrisa letal. Se lo llamaba así debido a la gran cantidad de dientes como sables que poblaban su boca. Si el rakuga eim mordía, su presa no tenía escapatoria.
Jaspen no se dejó amedrentar y continuó avanzando. El rakuga eim abrió las fauces. Demián confió en la dedicación de Pericles e interpuso su escudo a tiempo. El dragón mordió el metal pero no logró atravesarlo.
—¡Ey, suéltalo! —El aventurero tuvo que partirle varios dientes con la espada para quitárselo de encima—. Esto se está poniendo difícil...
A pesar de todo, Demián sonreía.
Por primera vez desde su regreso a Lucrosha se sentía realmente emocionado.
Dos tutores que habían estado tomando sol en una de las terrazas se alarmaron al oír el rugido de los dragones. No tardaron en entender lo que estaba sucediendo y regresaron corriendo al interior para dar aviso. El rumor se propagó más rápido que sus pisadas y pronto todo el mundo se había enterado: ¡Alguien estaba tratando de colarse en la Torre!
Winger y Rupel, que en ese momento se hallaban en la sala de recreación del piso 31, se sumaron a los curiosos que trataban de seguir la batalla aérea desde los ventanales.
—¿Yo estoy loca —murmuró la pelirroja— o ese es tu amigo?
—El que está loco es él... —replicó el chico, incapaz de dar crédito a lo que estaba viendo.
De pronto una gran sombra les nubló la vista.
Todos se alejaron del ventanal.
Había llegado la gran bestia.
—Un tausk... —dijo Demián.
El dragón se posó en el borde de la segunda terraza y soltó una potente llamarada hacia lo alto. Era claramente una advertencia.
El aventurero recordó a Picket y lo tomó como un desafío personal. Superaría al tausk y entraría a la Torre a como diera lugar. Recorrió el cielo con la mirada. Los dragones que había dejado atrás volvían acercarse. Otros más podían estar a punto de aparecer.
—Esto se acaba ahora —sentenció—. ¡¡Jaspen, ve hacia arriba!!
El guingui graznó y se lanzó en un vuelo vertical.
El logitoko, los pteróptidos y el rakua eim lo persiguieron.
Hasta ese momento, a Demián le había preocupado que su compañero aún no estuviera del todo recuperado. Ahora sus dudas se disiparon: jamás lo había visto volar con tanta agilidad. Estaban aproximándose al piso 90 cuando el aventurero susurró su plan. El ave entendió y se separó de su jinete.
Ahora solo, Demián alcanzó el punto de mayor altitud. Estiró el cuello y miró hacia abajo. Jamás en su vida había estado tan alto. Cerró los ojos y respiró. Recordó los consejos de Méredith. Su terquedad le había impedido reconocer que ella tenía razón. No necesitaba enfurecerse para sacar lo mejor de sí. Abrió los ojos.
Y empezó a caer.
Los dragones se sintieron inhibidos por el fulgor dorado en su mirada.
«Vengan.»
Guardó el escudo y la espada.
Los dragones ascendían y él bajaba.
Esquivó al logitoko.
Pateó a un pteróptido con su pierna izquierda y al otro con la derecha.
Le propinó un puñetazo estridente al rakua eim, partiéndole otro colmillo.
El piso se acercaba cada vez más.
Jaspen reapareció junto a él.
Ahora los dos descendían a la misma velocidad.
El guingui marcó una curva encarando hacia la Torre.
El aventurero logró pararse en la unión entre las alas blancas del ave.
Demián no era un estratega brillante. Solo se le ocurría una manera de acceder a la torre.
A través de un ventanal.
Pero antes tenía que superar el obstáculo final.
Miró fijo al tausk y el tausk lo miró fijo a él, reconociéndolo como un igual.
El fuego rojo se encendió en las fauces del gran dragón.
El aventurero no se dejó amedrentar.
—¡Ahora!
Dio un salto vehemente hacia la Torre.
Jaspen partió.
El tausk disparó su fuego destructor.
Los aprendices retrocedieron espantados cuando la sala de recreación del piso 31 quedó inundada por el calor sofocante y el color de la sangre.
Los cristales estallaron, anunciando la insólita irrupción de un no-mago en la torre de los magos.
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Oopart había acudido al despacho de la Gran Maestra acompañado por un pequeño Sigilaria de limpieza. El maestro pastelero se mostraba notablemente intranquilo.
—Este sirviente se hallaba aspirando polvo en uno de los corredores del piso 19 cuando se topó con esto en la base de una columna —dijo el Pilar del Sur.
El Sigilaria se puso en puntas de pie y dibujó sobre el escritorio la ecuación alquímica que había encontrado. Gligette la reconoció en el acto.
—Una Encantación Explosiva —murmuró—. Y bastante potente...
—Puede haber sido una broma pesada de algún aprendiz —observó Oopart con prudencia—. Pero por si acaso, ya ordené a los Sigilarias que revisen la zona.
La Gran Maestra asintió, pensativa.
—Hablaré con los tutores para ponerlos al tanto del asunto —dijo—. Aunque me pregunto si...
Su inquietud quedó interrumpida cuando uno de sus asistentes llamó a la puerta.
—¡Gran Maestra...! —balbuceó con nerviosismo—. No va a creerlo, pero... ¡Un intruso acaba de entrar a la Torre!
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Cuatro Sigilarias corpulentos habían formado un perímetro con sus brazos en torno al visitante indeseado, quien aún trataba de recobrar el aliento.
El piso estaba lleno de cristales rotos. Los aprendices se habían amuchado contra los muros, custodiados por algunos tutores y maestros. Solo Winger y Rupel se animaron a acercarse al foco de tensión.
—Demián... —soltó el muchacho de la capa roja—. ¡¿Qué demonios estás haciendo aquí?!
—Hola —dijo él, atento a los guardias que lo cercaban—. Me enviaron a rescatar unas semillas.
—Definitivamente no tuviste el plan más brillante... —señaló la pelirroja—. Que no se te ocurra sacar ahora la espada...
—¡¿Qué es todo esto?! —La Gran Maestra impuso su voz al arribar. Sus ojos de águila ardían embravecidos—. ¿Quién eres y por qué estás aquí?
—Me llamo Demián —respondió y se puso de pie. Miró de reojo a Winger y a Rupel, y esta vez entendió que lo mejor era no dar detalles—. Vine a ayudar a mis amigos.
—Tú, tus amigos y los amigos de tus amigos le faltan el respeto a esta institución una y otra vez —le espetó la Gran Maestra—. ¿Cómo osas irrumpir en la casa de los magos de una manera tan salvaje? ¿Acaso creíste que te saldrías con la tuya?
—Pues lo siento si rompí su ventana, señora —replicó el muchacho—. ¡Y créame si le digo que a mí tampoco me gusta estar rodeado de pedantes que lanzan luces de colores por los dedos!
El temor en los jóvenes aprendices que presenciaron la asombrosa entrada de Demián pronto se convirtió en desprecio y resentimiento. Aunque poco le interesaba eso a él.
—¿Cómo te atreves...? —masculló la Gran Maestra, al borde de arrojar ella misma al intruso por la ventana rota.
Pero alguien intervino.
—Alto.
Se trataba del Vigía.
Elanciano tenía el cabello y la barba como paja gris, y sujetaba lo que parecíauna caña de pescar y un bolso lleno de frascos. Nadie había notado su presencia en el lugar hasta ese momento.
—Este joven tiene derecho a quedarse.
Las palabras del Pilar del Oeste causaron aún más desconcierto.
—Anciano, ¿qué estás diciendo? —inquirió Gligette—. ¡Es un intruso que ni siquiera sabe usar magia! ¡No pertenece aquí!
—Munroc tampoco sabía usar magia —repuso el Vigía—. Y fue él quien conquistó esta torre, que ahora es nuestro hogar. Este joven ha mostrado coraje y determinación. Superó a mis dragones. No permitiré que sea expulsado.
—¿Acaso estás insinuando...? —La Gran Maestra estaba conmocionada.
—Así es —corroboró el anciano—. Yo me hago responsable personal de su estancia en la Torre. Creo que sabes bien lo que eso significa.
Gligette apretó los dientes y los puños. Por supuesto que conocía las implicaciones de semejante aseveración. Cuando un Pilar amparaba a un individuo, estaba arriesgando su propio estatus dentro de la Torre. Ante la más mínima falta del amparado, los otros tres Pilares podían votar la expulsión definitiva de ambos.
¿Por qué el Vigía arriesgaba tanto por un desconocido?
Nadie entendía al misterioso anciano que se fue tan rápido como llegó.
En cuanto a la Gran Maestra, no estaba dispuesta a perder otro segundo siendo humillada en público. Dio media vuelta y partió junto a su séquito de asistentes.
—Bueno... —murmuró Oopart al percatarse de que los otros dos lo habían dejado solo—. Creo que es hora de arreglar esa ventana y limpiar la sala... Que alguien le avise al maestro Evan que tenemos un nuevo huésped bastante particular.
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Sintiéndose un tanto responsable por el caos que su amigo había generado, Winger se ofreció a tomar una escoba y ayudar a barrer los cristales rotos, pero el maestro Oopart le dijo que no se preocupara por ello.
—Muéstrale a ese muchacho dónde puede asearse y luego vayan a almorzar. ¡Hoy hicimos tallarines con queso y crema!
El comedor 2 estaba apenas unos niveles por encima de esa sala de recreación, así que hacia allá fueron. Si antes los habitantes de la Torre les rehuían, ahora directamente los rechazaban con una marcada aversión.
—Si seguimos así nos quedaremos completamente aislados —comentó Rupel.
Demián estaba sentado a su lado, con todas sus pertenencias arriba de la mesa. Había salido ileso del enfrentamiento contra cinco dragones y ahora comía con voracidad.
—Pues si ustedes dos no se esforzaran tanto por ganarse a todos en su contra, quizás no nos tratarían como si fuéramos malhechores —les recriminó Winger.
Sus compañeros lo miraron como dándole a entender que él era al único al que le importaban esos pormenores.
—Como sea... —murmuró la pelirroja, y giró hacia el aventurero—. ¿Vas a explicarnos por qué armaste todo este revuelo?
—Ya se los dije —contestó Demián sin dejar de masticar—. Lila dice que las semillas de Arrevius corren peligro. Y Méredith piensa que es porque Jessio está por conseguir una manzana de Oro. Así que las prioridades cambiaron y mi misión ahora es detenerlo.
Winger y Rupel se miraron.
Ya llevaban una semana en la Torre. Y a pesar de que habían hecho avances en algunas áreas, aún no habían encontrado la forma de recuperar la reliquia, poner a Jessio en evidencia o desmantelar sus planes.
—Si Jessio está experimentando con las semillas en su alcoba, no hay forma de que podamos entrar ahí —repitió Winger lo que Rupel ya le había explicado—. Podríamos pedirle a algún Sigilaria de limpieza que investigue el piso de visitantes especiales...
—No lo veo muy factible —repuso su compañera—. Pero es cierto que vamos a tener que empezar a pensar en vías alternativas...
—Trepando por la ventana —sugirió Demián.
—Adelante —lo animó la pelirroja—. Me encantaría verte intentándolo.
—Ya me las ingeniaré —dijo el aventurero sin darle demasiadas vueltas al asunto—. Ustedes dos ocúpense de la otra reliquia.
—Los ojos de Tatiana... —musitó Winger—. ¿Has averiguado algo más sobre su paradero?
—Es curioso, nadie en esta torre cree que los ojos de Tatiana se encuentren aquí —comentó Rupel—. La única fuente que lo menciona parece ser el libro de Maldoror. Por eso Jessio lleva semanas visitando la biblioteca, revisando rollos y pergaminos antiquísimos para tratar de dar con alguna otra pista. Y ninguno de nosotros puede acceder a esos documentos. Mucho menos leerlos en su idioma original...
El almuerzo se volvió silencioso.
La irrupción del aventurero había servido para hacerles tomar consciencia de un hecho desalentador: estaban en un punto muerto. Con sirvientes mágicos, con libros de antaño o trepando a balcones, algo tenían que hacer o su enemigo iba a ganar...
—Pero qué espectáculo tan maravilloso...
Los tres compañeros acababan de salir del comedor cuando fueron interceptados por un grupo de aprendices. Quien había hablado era Svante.
—Dicen que fue toda una hazaña —prosiguió con su tono de sutil sarcasmo—. Volando entre dragones, atravesando llamaradas... No tenemos muchos espectáculos circenses en este lugar.
Su cohorte de aduladores celebró la burla al mismo tiempo que Winger y Rupel daban un paso al frente. Pero el primero en reaccionar fue Demián.
Desenvainó la espada de Blásteroy con un movimiento veloz y la dejó a escasos centímetros del cuello de Svante.
—Tuve una mañana agitada y acabo de comer —dijo el aventurero con cara de poca paciencia—. No me apetece que un mago estúpido me arruine la digestión.
Los amigos del pendenciero habían retrocedido atemorizados por la hostilidad del recién llegado. Svante, sin embargo, sonreía.
—¿Piensas que le tengo miedo a un salvaje que hace piruetas en el aire? —replicó el aprendiz—. A ver, muéstranos algunas de tus acrobacias... ¡Diente de León!
Con tanta agilidad como la que Demián había empleado para sacar su espada, Svante lo apuntó con sus dedos índices y encantó su cinturón.
—¡E-ey! ¡Qué es esto! ¡Bájame!
El cuerpo del aventurero se había elevado apenas algunos centímetros del suelo, pero era una distancia suficiente para dejarlo lanzando zancadas en el aire sin avanzar en ninguna dirección.
El temor abandonó a los aduladores, que estallaron en risas ante el patético espectáculo.
Svante se encogió de hombros y alzó los brazos.
—Como ven, amigos míos, quince centímetros son lo único que se necesita para inutilizar a un cerdo. Se trata de usar la cabeza, nunca de fuerza brut...
Las palabras del muchacho quedaron truncadas.
La espada de Blásteroy era larga. Demián había clavado la punta en el suelo para impulsarse y darle una patada contundente en pleno rostro.
Svante cayó al piso con sangre brotándole de la boca y la nariz.
—A ver si te animas a volver a llamarme cerdo —le advirtió el aventurero, de nuevo en tierra firme y con sus dos compañeros tratando de contenerlo.
Los amigos del herido se acercaron a socorrerlo, pero él se los quitó de encima con brusquedad y se alejó por el pasillo.
La sombra en el semblante mancillado de Svante era demasiado profunda.
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Solo los aprendices más sobresalientes disponían de alcobas privadas. Era un privilegio que la Torre les otorgaba para incentivar su dedicación al progreso del conocimiento mágico. Svante era uno de ellos. Y en su habitación individual se había encerrado.
Sus amigos más cercanos, Butchie y Heckot, estuvieron un buen rato tratando de hacer que abriera la puerta. Realmente estaban preocupados por él. No era solo por el pleito con el chico que ingresó volando por la ventana. Svante se comportaba de una manera muy rara desde hacía varias semanas.
Iluminado por una sola vela, sentado frente a su escritorio, con los dedos clavados en las sienes y el labio y la nariz aún manchados de sangre, el talentoso aprendiz estaba desesperado.
Todo habitante de la Torre debía alcanzar cierto puntaje para conservar su plaza por doce lunas. Durante su primer año, Svante logró satisfacer esa condición con notas académicas perfectas. En el segundo lo consiguió colaborando activamente con sus maestros. Para el tercero se puso una meta mucho más ambiciosa: recuperar un poderoso hechizo del pasado que se daba por perdido.
Hashín Rah.
Dedicó largas horas al estudio de libros antiguos, de lenguas casi extintas, de historias que el tiempo había desdibujado. Con el pasar de los meses comprendió que el desafío era mayor al estimado. ¿Había sobrevalorado sus propias capacidades?
No quiso pensar en eso, pero sí pidió ayuda.
Un renombrado hechicero acababa de llegar a la Torre, y todos hablaban maravillas acerca de su sapiencia. Svante logró coordinar un encuentro con el visitante, quien incluso se acercó a su dormitorio para escuchar sus inquietudes.
El muchacho le mostró las páginas, ordenadas y prolijas, que resumían todos sus avances hasta ese momento. Cuando el hechicero revisó las anotaciones quedó pasmado.
—Estos signos... —musitó Jessio de Kahani—. Forman parte de un sistema de escritura anterior al sexto milenio... ¿Cómo has podido traducirlo?
—Fue gracias a estas crónicas, señor —indicó Svante, y le enseñó un grueso volumen que tomó prestado de la biblioteca—. Un viajero registró numerosos encuentros con doijiens. Ellos tienen su propia lengua, y muy pocos se han tomado la molestia de aprenderla.
—Insinúas que el idioma original de los doijiens comparte la misma raíz que el de nuestros antepasados —murmuró Jessio con sumo interés—. Svante, el método de traducción que has ideado podría permitir un entendimiento parcial de la Primera Lengua. Es asombroso. Deberías basar en esto tu proyecto anual.
—Gracias, maestro, pero... —Los ojos negros de Svante miraban siempre más adelante, más arriba—. Considero que puedo hacer algo mejor. Por eso me interesa completar Hashín Rah...
Jessio asentía, pero ya no lo escuchaba.
—Svante, necesito que me ayudes a descifrar unos pergaminos antiguos de la Biblioteca Hexagonal. ¿Crees que podrás? Yo a cambio trabajaré en la fórmula de ese hechizo olvidado.
El aprendiz aceptó con regocijo. No solo había conseguido la asistencia que necesitaba para su proyecto anual, sino que además estaba siendo reconocido por uno de los magos más renombrados de su época.
Las horas que antes había dedicado a Hashín Rah ahora fueron destinadas a las traducciones de Jessio. Confió en que el intercambio sería parejo, que lograría completar las ecuaciones alquímicas antes de la doceava luna.
Pero eso no sucedió.
A escasas semanas de su evaluación anual, el hechicero de Kahani seguía sin cumplir con su parte del acuerdo.
El aprendiz se echó la culpa a sí mismo. ¿Por qué no había preparado una tesis basada en su sistema de traducción? ¿Por qué había sido tan ambicioso? ¿Por qué...?
Ya era de noche cuando unos golpes en la puerta interrumpieron su tormento.
—Svante, soy yo.
Era la voz de Jessio.
Se limpió la sangre del rostro, fingió compostura y fue a abrir.
—Necesito que traduzcas este pergamino —solicitó el hechicero—. Es mi última petición.
Svante miró el rollo de papiro con desilusión. No sabía si quería seguir haciendo esto...
—No creas que he olvidado mi promesa —agregó Jessio.
Colocó una hoja de papel añejo sobre el escritorio.
—Es una página del libro de Maldoror —reveló el hechicero—. Sé que podrás descifrar su contenido con facilidad. Si empleas estas ecuaciones, habrás revivido un conjuro muerto hace tres mil años.
Esperanza y futuro de nuevo.
Motivado y queriendo deshacerse de Jessio lo antes posible para abocarse a Hashín Rah, Svante se puso a traducir el pasaje que el hechicero necesitaba. Aquello solo le tomó un par de minutos.
—Con esto será suficiente —dijo el maestro, satisfecho—. Este quizás sea nuestro último encuentro. Gracias por todo.
—Gracias a usted por confiar en mí, señor —respondió el joven—. Lo único que no pude descifrar son estos caracteres... ¿Sabe qué significan?
—Esa es una palabra que fue borrada de la historia del mundo —indicó Jessio con el dedo sobre las letras prohibidas—. Se pronuncia:
"Etérrano."
A la mañana siguiente, antes de la hora del desayuno, un asistente de Gligette fue a buscar a Demián al dormitorio de la comitiva de Párima para ser sometido a un interrogatorio. Varios Sigilarias de seguridad lo condujeron hasta el despacho de la Gran Maestra. Como el acceso al nivel 52 era restringido, sus amigos se quedaron esperándolo en el piso de huéspedes. Por fortuna para sus estómagos en ayunas, el aventurero no demoró mucho en regresar.
—Volvieron a preguntarme otra vez lo mismo —se quejó Demián, camino al comedor.
—¿Y tú qué respondiste? —indagó Winger.
—Lo mismo —repuso Demián.
—Bueno... —masculló el mago—. Supongo que nuestras versiones sobre lo que vinimos a hacer a la Torre coinciden bastante. Eso es bueno. Aunque no creo que sirva para cambiar la opinión que Gligette tiene de nosotros...
—No estés tan seguro —intervino Rupel—. Los Pilares no son tontos. A estas alturas, ya deben haberse dado cuenta de que Jessio no está aquí solo para rememorar viejas épocas.
—¿Entonces están de nuestro lado? —preguntó el aventurero, confundido.
—No están de nuestro lado ni del lado de Jessio —dijo la pelirroja—. Están de su propio lado. Esto no es una línea con dos extremos. Es un triángulo.
—O un cuadrado... —la corrigió Winger y señaló al corpulento Schum, quien justo salía del comedor con medio melón en una mano.
El coronel les dedicó una sonrisa despectiva al pasar junto a ellos. Se detuvo y decidió hacer un acto de piedad.
—Si yo fuera ustedes, idiotas, hoy me quedaría tranquilo en el dormitorio —les recomendó.
Los tres aliados de Gasky se sintieron muy incómodos al escucharlo.
—¿Qué quieres decir? —quiso saber Winger.
Schum se comió la fruta entera de un bocado.
—Las cosas pueden ponerse un poco desagradables a partir de ahora.
En ese mismo momento, el general Agathón se hallaba reunido con Gligette en su despacho. Oopart y el pequeño Sigilaria de limpieza también estaban allí.
—Numerosas Encantaciones Explosivas fueron encontradas a través de toda la Torre —declaró la Gran Maestra—. Todas, por fortuna, han sido ya desmanteladas. ¿Tienes algo para decir al respecto?
—Sí —afirmó Agathón sin mostrarse afectado—. Mis muchachos se encargaron de plantar esas trampas. Lo hicieron mientras gozábamos de la concurrida clase magistral de Jessio de Kahani.
Oopart ahogó un grito.
Gligette chascó la lengua y frunció el entrecejo. Le irritaba la cara de estúpido de ese psicópata que ella misma había expulsado apenas tres años atrás.
—¿Y para qué hicieron eso? —indagó la Gran Maestra con cautela.
—Tras haber pasado siete días en la Torre, he llegado a la conclusión de que sus cimientos institucionales se han debilitado. No solo hay desacuerdo y falta de comunicación entre los cuatro Pilares. También han permitido que dos enemigos jurados como Jessio de Kahani y Winger de Catalsia convivan libremente en el mismo lugar, lo cual podría haber derivado en una batalla catastrófica...
—¡Fueron ustedes quienes les concedieron a ambos el permiso para estar aquí! —argumentó la mujer.
—Eso no justifica que ustedes no hicieran nada al respecto —prosiguió el general—. ¿Es que nadie aquí piensa en la seguridad de los jóvenes aprendices? Como Gran Maestra, esa debería ser su máxima prioridad. Sin embargo, su avaricia por el conocimiento y su obsesión con la Biblioteca Hexagonal la han cegado. Por estas razones, declaro que a partir de este momento la Torre de Altaria queda intervenida por el gobierno central de Párima.
—¡MISERABLE! —vociferó Gligette y se puso de pie, golpeando su escritorio con las manos; hacía muchos años que Oopart no la veía tan enfurecida—. ¿Acaso piensas que nos quedaremos de brazos cruzados mientras un puñado de soldados pretende arrebatarnos nuestra soberanía?
—No les queda otra opción —contestó Agathón con mucha calma—. ¿Están totalmente seguros de que todas las Encantaciones Explosivas han sido desactivadas? ¿Qué pasaría si aún queda alguna que cause un derrumbe en los dormitorios de los aprendices? O un incendio en algún anaquel recóndito de la Biblioteca Hexagonal... Gran Maestra, ¿se arriesgará?
Gligette se sintió débil de repente. Inestable. Como si el suelo bajo sus pies se hubiera vuelto de barro. Desde la derrota de Tegrel en la Gran Guerra, cada Gran Maestro había vivido con la certeza inconfesa de que la Torre perdería su autonomía durante su gestión.
Ese día trágico por fin había llegado.
Rupel comprendió el significado de las ominosas palabras del coronel Schum antes que sus compañeros. Fue ella quien tuvo que explicarles que estaba por ocurrir un golpe institucional. Con la conquista de la Torre, solo era cuestión de tiempo para que el país de los magos pasara a convertirse en otra provincia del imperio de Párima.
—Agathón... —musitó Winger con estupor—. Todo este tiempo... Él...
La llegada de Jessio a Battlos.
La autorización firmada por el general Himbert.
La aparición de Agathón en el muelle 5.
El combate de exhibición en el palacio de gobierno y la audiencia infructuosa con el emperador Behemot.
El baile en el que consiguieron el permiso para acceder a la Torre.
¿Cuántos de aquellos acontecimientos habían sido casuales?
¿Cuántos detonados por la mente del joven general?
El mundo estaba a punto de transformarse.
Y el artífice del cambio era Agathón.
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Evan recorría con apremio los pisos de la Torre.
Estaba buscando a Jessio.
Presentía que algo trascendental estaba a punto de suceder.
Todavía no se había enterado de que la institución había sido intervenida; Agathón seguía en el despacho de Gligette. Tal vez la insólita irrupción del muchacho que peleó con los dragones lo había afectado de una manera singular. O quizás su promesa de vivir por y para la Torre le permitía intuir algo que escapaba a los sentidos. Pero si era sincero consigo mismo, Evan tenía que confesarse que su desvelo había iniciado con el retorno de Jessio a la Torre.
Todo lo que su amigo hacía, sus palabras, sus gestos, sus intenciones, despertaban en él una insoportable sensación de peligro. La llegada de la comitiva de Párima había acrecentado ese pálpito, pero no lo había causado. La voz de la Torre le susurraba al oído con desesperación: "¿Por qué lo ayudas? ¿Por qué no lo detienes? ¿No ves que él nos va a destruir?"
Pero una barrera en el corazón de Evan bloqueaba ese mensaje. Un sentimiento envenenado que empujaba con fuerza en la dirección contraria.
Una culpa aplastante...
El Pilar del Este finalmente dio con su amigo en la imprevista quinta terraza. El hechicero de Kahani contemplaba en silencio la estatua de Riblast que se había erigido en ese sitio después de su partida.
—Jessio... —musitó Evan—. ¿Qué estás...?
Alzó la vista y vio una señal de humo rojo justo arriba de la estatua.
—Lo siento, Evan —dijo Jessio con pesar—. Ya no se puede detener.
Detrás del hechicero, recortado contra el cielo de lameseta de Cobalto, un enjambre de demonios alados se aproximaba a la Torre.
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