XXXV: El Libro Viviente

Los primeros rayos del sol iluminaron las copas de los árboles de Eskibel.

Una de las opias, que durante la noche había estado mirando hacia el este, debió entrecerrar su gran ojo. Tal y como Luke había dicho que sucedería. Y siguiendo los vaticinios del viajero regresivo, Méredith le disparó:

—¡Saeta de Fuego!

Irritado por el ataque, el demonio con forma de pino sacudió sus ramas y sus nidos de plumas se alzaron con voracidad.

—¡Demián!

—¡Sí!

La ilusionista retrocedió y ahora era el aventurero quien corría hacia la bestia. Las plumas sanguinarias volaban decididas a drenar la vida del incauto que osaba enfrentarlas, cuando algo inesperado les salió al paso:

Una jaula con un cuervo.

Demián la sujetaba como si se tratara de una linterna.

La opia se sintió inhibida al ver al cuervo y las plumas retrocedieron espantadas. Quiso darse vuelta y huir, pero el aventurero ya la había alcanzado.

Un corte contundente bastó para cercenar sus patas de raíces y derribarla como un tronco hecho leña.

Desde el cielo, convertida en vampiresa, Méredith le asestó el golpe final:

—¡Meteoro!

La opia ardió hasta volverse ceniza y carbón.

Era la número veintisiete que habían aniquilado durante la noche.

El equipo se había ganado un merecido descanso.

Luke se desplomó sobre una manta y se quedó inmediatamente dormido. Mientras Lila recolectaba ramas y hojas secas, Demián y Méredith asaban carne de ave sobre brasas apenas encendidas. No querían humo que llamara la atención de los aliados de Neón.

—¿Cuántos vamos ya? —preguntó el aventurero mientras volteaba las presas.

—Ciento nueve en cuatro días —comentó la ilusionista, satisfecha—. Nada mal...

Si bien su objetivo principal eran las opias, también habían estado cazando becúberos, virmens y kloes. Y gracias a la anticipación de Luke, habían conseguido evitar todo tipo de contacto con los Herederos, quienes al parecer aún no estaban al tanto de su presencia en el bosque. Todo marchaba según lo planeado.

—Demián.

Aún con las ramas en brazos, Lila se había parado frente a él y lo miraba.

El aventurero desvió su atención de regreso a las brasas.

—Lo sé, lo sé... —se limitó a decir.

Méredith los observó con intriga.

—¿Qué ocurre? —quiso saber.

Antes de recibir una respuesta, el sonido de pisadas acerándose los alertó.

Méredith se puso en guardia.

Demián despertó a Luke de una patada.

Dentro de la jaula, el cuervo no se inmutó.

—Son ellos —soltó Lila con recelo.

—¡¿USTEDES?! —vociferó Demián.

—¡Nosotrooos! —saludó Soria con entusiasmo al emerger del bosque junto a Matts—. ¡Qué alegría haberlos encontrado tan rápido!

—¿Cómo lograron llegar hasta aquí? —preguntó Méredith, aliviada pero severa.

—Tranquila, lo hicimos gracias a este aparatito —explicó el inventor, quien traía un casco con un embudo de aluminio conectado a unas gafas de cristal verde—. ¡Lo llamo el Oído Ubicuo! Capta las ondas sonoras y las transforma en siluetas visibles. Permite anticipar movimientos a casi cien metros de distancia. Así supimos que eran ustedes.

—Pues te ves más estúpido que de costumbre... —masculló Demián.

—Coincido con Chico Listo —acotó Luke y se propuso retomar su siesta.

—Hay animales y demonios que pueden detectarlos a más de cien metros —señaló Méredith, quien seguía molesta—. Lo que hicieron fue muy arriesgado. No debieron haber venido.

—Es que teníamos un motivo importante para hacerlo —replicó Matts y se quitó el casco.

Lo guardó en el interior de su Bolso Sin Fondo y, tras revolver un poco, extrajo una caja de madera de tamaño mediano.

—¡Llegó la ayuda de papá! —exclamó Soria.

El anuncio atrajo la atención del grupo. Todos se reunieron en torno a la hija del herrero, quien abrió la caja, quitó los paños protectores, y sacó un objeto grande y metálico.

—¡Taraaán! —dijo como quien revela una sorpresa—. ¡Esto es para ti, Demián!

Se trataba de un escudo. Y no de uno cualquiera. El aventurero reconoció la mano de Pericles, quien tantos le había hecho y reparado. Pero este tenía algo particular.

—Stigmata —murmuró el aventurero, asombrado—. El metal del dragón.

El escudo liberaba destellos azulados bajo la luz matinal. Era pesado y robusto, con el símbolo de una garra tallado encima. Tan solo con sostenerlo en su brazo derecho, Demián se sintió capaz de detener la embestida de los adversarios más poderosos.

«Gracias, Pery», pensó y sonrió.

—¡Demián! —dijo Lila con un poco más de insistencia y las manos en el escudo—. Ahora que ella está aquí, tú puedes salvar las semillas.

—Otra vez con eso... —bufó el aventurero.

Solo ellos dos entendían de lo que hablaban.

—¿De qué semillas habla, Demián? —preguntó Méredith, decidida a obtener una explicación esta vez.

—Desde hace varios días ella me pide que vaya a la Torre de Altaria a "rescatar" a las semillas de Arrevius. Ya le dije que no puedo, que Winger y Rupel se están encargando de eso, y que yo tengo que ayudarte a ti aquí. Pero siempre vuelve a insistir con lo mismo...

—Ya veo —musitó la ilusionista—. ¿Y crees que es urgente, Lila?

El ángel asintió con énfasis.

Méredith se tomó un momento para evaluar la situación. Finalmente dijo:

—Jessio debe estar experimentando con las semillas del árbol Arrevius. Si logramos impedir que genere una manzana de Oro, tal vez no haya necesidad de irrumpir en la fortaleza. Demián, debes ir a la Torre.

Lila celebró la resolución de Méredith. Soria y Matts estaban confundidos, aunque no tanto como el mismo Demián.

—Pero... —masculló el aventurero—. No puedo dejar que te las arregles tú sola con los demonios.

—No estoy sola —replicó el Pilar de Amatista con una sonrisa—. Recuerda que tenemos al cuervo. Y tenemos a Luke.

El Viajero Regresivo dormía, ajeno a todo.

—Yo también puedo colaborar —intervino Mattas, hurgando en el Bolso sin Fondo y sacando aparatos—. Vine preparado. Tengo algunos inventos que pueden ser muy útiles, ya verán... Cuando los encuentre...

—Piérdete tú ahí adentro... —murmuró el aventurero a media voz.

De pronto se encontró con los ojos verdes de Soria.

La hija del herrero se había parado frente a él y le tendía un bulto envuelto en tela.

—Papá también envió algo para Winger y para Rupel —explicó con una mesura que no era habitual en ella—. ¿Podrías entregarles esto, por favor?

Demián aceptó el pedido.

Sus manos se tocaron al pasar el fardo.

Mientras Matts seguía mostrándole sus máquinas a Méredith, ellos dos continuaron mirándose.

Hacía bastante que no lo hacían.


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Winger tomó la tarjeta que acreditaba los doscientos cincuenta puntos que Oopart le había otorgado y con mucho orgullo se dirigió al archivo en el piso 51.

Su puntaje actual también le daba acceso a uno de los sectores restringidos de la Biblioteca Hexagonal, y aunque tenía pensado visitarlo, lo primero que quería probar era el afamado Libro Viviente de Gligette.

Varios aprendices hacían fila para utilizar el dispositivo mágico. No le molestó esperar, pues estaba de buen humor. Mientras aguardaba su turno, paseó la mirada por el recinto, tratando de adivinar para qué servían todos los otros objetos del archivo.

En cierto momento se fijó en la sala de duelos. Recordó a Svante y las conclusiones que había podido sacar tras el combate.

Definitivamente había subestimado la magia defensiva. Ahora comprendía que no se trataba solo de reaccionar a los ataques. Pelear de manera indirecta requería mucha previsión para ir armando el escenario donde atrapar al rival. Él había caído en la trampa de Svante, y eso le proporcionó una valiosa lección.

La presión lo empujó a actuar con imprudencia cuando lo que la situación requería era serenidad. Eso era indudable.

Pero había otra enseñanza, mucho más importante, atada a su soberbia.

Había querido demostrarle a Svante, a sus amigos, a Vanesa, que no era un don nadie. Que sabía pelear y defenderse. Por eso empleó un hechizo tan ostentoso como los Vientos Huracanados.

El apego a su propia alma lo condenó...

En todo esto pensaba cuando llegó su turno.

Un asistente del archivo le mostró cómo activar el Libro Viviente y se retiró.

Winger metió la mano en su bolso, sacó su viejo ejemplar del libro de Waldorf, y emocionado lo colocó en el atril encantado.

Hubo un destello y la magia bajó a través del dispositivo hasta el pedestal, donde una figura hecha de luz se materializó.

El hombre que apareció delante de Winger era bajito y vestía una larga túnica gris. No se parecía en nada al sabio que el muchacho imaginaba. Su apariencia era más bien frágil, con unos ojos grandes y brillantes y una sonrisa de ardilla.

—Buenos días —saludó la aparición con una reverencia casi cómica—. Soy la representación del Manual de Hechicería de Waldorf. Edición correspondiente al año 942 del décimo milenio. ¿En qué puedo ayudarte?

—Usted... ¿Usted realmente es Waldorf? —preguntó Winger tímidamente.

—Eh... Acabo de decirte que soy la representación de este libro, ¿no? —repitió el hombrecito y se rascó la nariz, un poco confundido—. ¿Qué deseas saber?

—¿Cómo hizo para crear su sistema de magia? ¡Debe haber sido una labor descomunal!

—No sé si eso tiene que ver en sí con el contenido de este libro... —murmuró la figura—. Pero bueno, sí puedo contarte que me llevó muchos años. ¡Más de treinta! Mi propio maestro dudaba de que fuera capaz de generar un sistema mágico consistente, verás, en mi época, lo más común era dividir la magia por elementos, y cada elemento tenía su propia lógica interna y sus propios símbolos. Como ya te imaginarás, ¡era un caos a la hora de aprender distintos tipos de hechizos!

—O de generar hechizos combinados...

—¡Pero claro! —exclamó la representación de Waldorf—. Tú sí que entiendes... ¿Cómo te llamas?

—Winger, señor.

—Tú sí que entiendes, Winger. Como te decía, ¡viajé a través de los cuatro continentes para aprender de cada tradición mágica y lograr una síntesis perfecta!

—Pero su sistema no es perfecto, señor...

—No me lo digas así... —La aparición se tapó la cara con las manos—. Lo sé, lo sé, la magia arcaica... Ya en mi época era difícil hallar manuscritos que explicaran el origen de esos misteriosos hechizos... ¿En qué año estamos?

—El 994 del décimo milenio, señor.

—¡Han pasado más de tres mil años desde mi era! —dijo la representación con admiración—. Imagino cuánto debe haber avanzado el estudio de la magia en todo este tiempo...

—Yo no estaría tan seguro, señor —replicó Winger—. No soy un experto, pero si me preguntan a mí, pienso que su sistema es el más completo de todos.

—¡Jaaaaaa! ¡No digas eso! ¡Harás que mi pecho se infle!

Winger estaba fascinado. Conmovido. Miraba a la figura de pie en el pedestal y no paraba de sonreír. Si no hubiera sabido que se trataba de una proyección, le hubiera dado un gran abrazo.

—Maestro Waldorf —decidió abrirse—, le quiero dar las gracias por todo lo que me ha enseñado. Su libro cambió mi vida de muchas formas. No tiene idea de cuántas cosas han pasado... Algunas fueron muy buenas, otras fueron muy tristes... Pero de lo que no me arrepiento nunca es de haber aprendido magia con usted. Quiero que sepa que lo admiro muchísimo. ¡Usted es un genio! ¡Muchas gracias por haberme acompañado todo este tiempo!

Winger se sentía un tonto. No podía evitar que se le cayeran las lágrimas. A pesar de todo lo que estaba ocurriendo, en este instante, durante esta conversación, era feliz.

—B-bueno, joven... No te pongas así —balbuceó la representación con torpeza—. Acuérdate de que no soy el verdadero Waldort... ¡Por los seis Dioses Protectores, no tengo idea de cómo responder en una situación así! Qué vergüenza...

Winger se secó las lágrimas y rió.

—No se preocupes, señor —dijo para tranquilizarlo.

—Bueno... —murmuró la aparición—. Dime entonces, ¿tienes alguna otra consulta para hacerme? Aún no hemos hablado de ecuaciones alquímicas...

Luego de sincerarse, el mago de la capa roja recobró la compostura y volvió a enfocarse en su misión.

—Maestro Waldorf, necesito que me ayude a completar un hechizo avanzado...


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La luna se esforzaba por atravesar la niebla en la meseta de Cobalto. Quería colarse en la Torre a través de alguna ventana, evadir a los Sigilarias que patrullaban durante la noche, y llegar al mismo sitio donde horas atrás un chico oriundo de los campos del sur de Catalsia había hablado con su héroe admirado.

En este momento, sin embargo, el archivo se hallaba vacío, salvo por la presencia de tres personas.

Gligette, el Pilar del Norte.

Oopart, el Pilar del Sur.

Y el Vigía, el Pilar del Oeste.

Esperaban al Pilar del Este y a Jessio de Kahani, el hombre que aseguraba haber encontrado el legendario libro de Maldoror. Esta noche harían la prueba para verificar su autenticidad.

Los dos llegaron juntos.

Tenían la misma altura. La misma cadencia al pisar.

Desdibujados por la oscuridad, parecían uno el reflejo del otro.

Jessio le entregó el libro a la Gran Maestra.

La mujer lo colocó en el dispositivo que ella misma había creado.

Retrocedió unos pasos.

La expectativa danzó entre los cinco.

La luna no llegó a colarse a tiempo, pues se habría dado cuenta:

La figura que se materializó en el pedestal no era Maldoror.

—¿Qué es esto...? —masculló Gligette.

Nunca había ocurrido.

Una barrera de sombras protegía la identidad del autor del libro. Ni siquiera eran sombras: era un borrón negro arrojado sobre la realidad. No era posible adivinar sus rasgos, ni su forma precisa, pero superaba la altura de cualquier ser humano.

La aparición se agitaba de manera irregular sobre el pedestal, irradiando una ola de hostilidad sofocante.

—El libro se resiste a ser identificado —habló el Vigía.

Todos miraron a Jessio.

—Estoy tan perplejo como ustedes —confesó el hechicero—. Tal vez se deba a los pasajes del libro que se encuentran encriptados.

—Aún así... —masculló Gligette, desconcertada. Resolvió dejar el asunto de la manifestación visible a un lado y se dirigió a la criatura—: ¿Quién eres?

El engendro la encaró. Jamás en su vida ella se sintió tan amedrentada.

Como única respuesta, sin embargo, hubo un murmullo indiscernible.

—¿Será un problema idiomático? —aventuró Oopart.

—Apliqué un filtro de traducción al Libro Viviente —explicó la Gran Maestra—. No es perfecto, pero debería bastar para la comunicación básica.

—Entonces... —balbuceó Oopart—. ¿No quiere hablar?

Gligette se arrimó al atril y empleó un conjuro de revelación sobre el libro.

—¡Te ordeno que contestes con la verdad! —le exigió—. ¿Eres Maldoror?

La silueta seguía acechándola en silencio.

—¡¿Quién eres?! —insistió la Gran Maestra—. ¡¿Para qué se escribió este libro...?!

Una fuerza invisible, de repente, tomó a la mujer del cuello.

NaDIe mE PUedE DobLEgaR. —La voz que todos oyeron era la garra del horror—. EsToS sON MIs SECreTOs.

La constricción cedió y Gligette recuperó el aliento. Quisieron auxiliarla, pero ella era la Gran Maestra y los rechazó.

—¿Qué fue eso? —indagó Oopart.

—Fue como si el libro se resistiera a ser expuesto —aventuró Evan.

—¡Eso no puede ser! —exclamó la Gran Maestra, aterrada y fascinada a la vez—. ¡El Libro Viviente no otorga voluntad!

—Este libro ya tenía una voluntad —replicó el Vigía—. La de alguien muy poderoso...

Mientras decidían cómo continuar, la aparición sin forma ni rostro permanecía quieta.

—Quizá... —balbuceó Oopart—. Quizá si lo tratamos con amabilidad...

Nadie lo tomó en serio. Pero le dio a Jessio una idea:

—La lengua de tus páginas es más antigua que el papel de tus páginas y que la tinta de tus páginas —dijo—. ¿Por qué?

Aunque enigmática, la figura borrosa habló:

PorQUe asÍ SOlo lAS LeeRÁn QuiENes lAs TeNgAN quE LeeR...

—¿Tan obsesionado estaba Maldoror con la Primera Lengua? —preguntó Oopart—. ¿Cómo pudo aprenderla él...?

—Todavía no sabemos si es el libro de Maldoror —advirtió Gliglette, interrumpiéndolo con un gesto. Estaba más interesada en el modo de interrogar empleado por Jessio.

El hechicero de Kahani siguió preguntando:

—¿Sabes qué lugar es este?

La criatura censurada no respondió. Sin embargo, pareció mostrar interés.

—Estamos en la Torre de Altaria —contestó el mismo Jessio—. Han pasado más de dos mil años desde la escritura del libro de Maldoror, el cual llega a su morada final en el ocaso del décimo milenio.

—... La ToRRe...

—La Torre de Altaria —repitió Jessio con voz firme—. La misma Torre en la que aquel alquimista posó su interés a finales del milenio VIII. ¿O me equivoco?

El fantasma escondido, asombrosamente, ahora adoptaba una postura de mayor colaboración. Oopart estaba anonadado. El Vigía solo observaba. Gligette y Evan tenían la suspicacia en los ojos.

Jessio sintió esas pupilas lacerantes en la nuca. Sabía que no tenía tiempo. No podía revelar sus intenciones, pero tampoco volvería a presentársele una oportunidad como esta. Se arriesgó a hacer una pregunta más:

—¡El cofre que el autor de este libro hizo llegar a esta Torre! —gritó—. ¡Dónde está!

Las luces del lugar se retrajeron hasta el borde de la extinción.

La entidad que había emergido del libro de Maldoror desgarró el velo que la amordazaba y abrió la boca.

Si la luna se hubiera colado en el archivo, ella habría reconocido esa sonrisa.

A pesar de los años, no la podía olvidar.

¡ArrIBa de LA priSIóN y DeBAjo dE La EsTacA dEl olVidAdo...!

La aparición implosionó y liberó sus tinieblas en una onda expansiva.

Las luces regresaron a la normalidad.

Las páginas malditas de Maldoror yacían inofensivas sobre el atril, ahora resquebrajado.

El Libro Viviente se había roto.


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Más tarde, esa misma noche, Jessio y Evan caminaban rumbo a sus dormitorios.

Cruzaban frente a una ventana cuando, de la nada, el Pilar del Este arrinconó a su amigo contra el muro.

—¡Qué fue todo eso! —inquirió.

Jessio permaneció inmutable.

—Ya se lo expliqué a Gligette —se defendió el hechicero de Kahani—. Preguntas indirectas, dando por sentado que estábamos hablando con Maldoror, podían llegar a delatar su verdadera identidad. Y funcionó...

—¡No me tomes por estúpido! —le advirtió el Pilar del Este—. ¡¿"El olvidado"?! ¡¿Se refería al dios del que siempre me hablaste?!

Jessio no respondió de inmediato. Quería que su amigo se tranquilizara.

Pero como la resolución de Evan no mermaba, tuvo que decir algo.

—Sabes perfectamente que estoy interesado en el legendario cofre de Maldoror. Lo sabes desde mi arribo. Pero eso no significa que comprenda el mensaje que un libro cifrado arrojó.

—¿Qué hay en el cofre?

—Los ojos de Tatiana.

—¡Eso no tiene sentido!

—Lo sé.

Los dos se quedaron callados.

Evan finalmente se calmó.

—¿Recuerdas nuestra promesa? —preguntó.

Jessio endureció el rostro, agraviado, y se quitó a su amigo de encima con rudeza.

Evan se quedó solo, en mitad de la noche y a mitad de la Torre, pensando en lo que dos almas nobles habían jurado veinte años atrás.

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