XXXIII: La Biblioteca Hexagonal
Agathón poseía un don casi instintivo para ordenar a sus hombres. No eran los soldados más disciplinados del mundo. De hecho, se la pasaban bromeando con Knossos y Schum, sus superiores jerárquicos. Pero cuando el general mandaba, todos obedecían con presteza y buena disposición. Había algo en el carisma de Agathón que cautivaba a sus seguidores; algo que Winger, ajeno a la vida en Párima, era incapaz de discernir.
El grupo entero bajó temprano al comedor del piso 24. En las mesas había pan y frutas, queso y cereales, todo proveniente de los invernaderos y establos de la Torre (Winger se preguntó en qué piso tenían las vacas). Los Sigilarias se movían por el lugar y llenaban las tazas y los vasos con jugos, leche y té.
Rupel se tomó su tiempo para saborear y seleccionar un poco de todo. Sonreía a los habitantes de la Torre, aún cuando la mayoría la esquivaba como si tuviera una enfermedad contagiosa. Al regresar a la mesa que la comitiva de Battlos había ocupado, se sorprendió de hallar a Winger escuchando con atención a Agathón. No quiso interrumpir. Se sentó a cierta distancia, le pidió un poco de té a un sirviente mágico y se quedó observándolos.
El general usaba un plato y trozos de galleta para explicar las intrincadas ecuaciones alquímicas de su hechizo más temible, el Espejo de la Muerte, aquel por el cual había sido expulsado de la Torre. Y no era para menos. Dentro de la complejidad que Rupel llegó a entender desde su silla, la violencia psicológica que la combinación de símbolos de Daltos y de Zacuón ejercía sobre la víctima era cruel y despiadada. A diferencia del Sueño Eterno, que solo anulaba al oponente sumergiéndolo en un letargo silencioso, el Espejo de la Muerte lo hundía en una pesadilla de dolor. Técnicamente era una obra maestra que unía ataque y defensa. Éticamente, sin embargo, solo podía ser descrita como la creación de un genio perverso.
—Me pregunto qué estás tramando... —murmuró la pelirroja un rato más tarde, cuando las mesas del desayuno ya estaban siendo levantadas.
—Es algo en lo que estoy trabajando —dijo Winger—. Si quieres, puedo enseñarte...
—Nah, me arruinaría la sorpresa —bromeó ella y se apoyó sobre su hombro—. Además, ya me imagino qué parte del hechizo de Agathón te interesa tanto. Y no es la de la tortura. Supongo que ahora irás a la biblioteca a continuar con tu investigación.
—¿De verdad es tan obvio? —contestó el muchacho, sonriendo apenado—. ¿Y qué vas a hacer tú?
—Tranquilo, tengo mis formas de entretenerme —aseguró la pelirroja y guiñó un ojo—. Nos vemos más tarde. ¡Que te diviertas!
A Winger no dejaba de maravillarle la facilidad que tenía Rupel para leerlo. Ella sabía que él no iba a zambullirse entre los libros para escapar de los problemas, sino que era su modo de colaborar para dar con las soluciones.
¿Y si fuera al revés? ¿Sería él capaz de leerla a ella así? Con tristeza se respondió que posiblemente no... En eso seguía siendo un campesino inocente que solo leía en los demás lo que los demás le quisieran revelar.
Pero...
«"Jessio me recuerda mucho a ti."»
Quizás en esta ocasión había encontrado la manera de conocer el contenido de un libro en particular sin abrirlo.
Por eso iba a la biblioteca.
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Siete terrazas había en la Torre de Altaria. Los visitantes no tenían acceso a la sexta, pero se hizo una excepción con Jessio por ser considerado una figura respetada. Él y Evan solían tener largas caminatas matutinas por esa terraza reservada, que en los meses de verano ofrecía una vista relajante e inspiradora.
En esta ocasión, sin embargo, habían bajado a la cuarta terraza. No a la quinta. Nunca a la quinta. A la cuarta. Los Sigilarias regaban las plantas en los canteros y un grupo de aprendices con su tutor llevaban a cabo un experimento con cometas de papel. Algunos de los jóvenes vieron al Pilar del Este y empezaron a intercambiar murmullos admirados acerca de su acompañante.
Evan creía saber el motivo por el cual hoy caminaban por esta cuarta terraza. Era una provocación de Jessio a sus perseguidores. Significaba: "¿Quieren venir por mí? Háganlo. No voy a esconderme en los pisos reservados". El Pilar entendía y encontraba muy noble esa postura orgullosa. Sin embargo, seguía preguntándose por qué su amigo evitaba la quinta terraza...
—Gligette aparenta indiferencia, pero créeme —comentó Evan en cierto momento—, ella está entusiasmada con el hallazgo del libro de Maldoror. Aguarda con mucha expectativa la prueba del Libro Viviente.
—En verdad me alegro por ella —contestó el hechicero de Kahani—. Aunque sería bueno que manifestara dicho entusiasmo bajo la forma de un poco más de colaboración...
Jessio fingía distención, pero estaba en alerta, con la atención repartida por toda la superficie de la terraza. Un pálpito le hizo sospechar que alguien estaba vigilándolos. Evan percibió lo mismo, pero lo atribuyó al estado anímico de ambos. Se apoyó contra la baranda y suspiró.
—Ni ella ni nadie te oculta información, Jessio —aseveró—. Lo que ocurre es que pides algo imposible. Aún en esta torre, el pasado se disuelve en mitos, lenguas extintas y olvido...
Tres hechos históricos interesaban a Jessio desde su arribo: la creación de la Torre, la tragedia del guerrero Marduk y su hija Altaria, y el oscuro episodio, tal vez inexistente, del cofre que Maldoror había enviado hasta ese mismo lugar.
Jessio intuía que los tres eventos estaban conectados. Neón había respaldado su conjetura. Gligette puso a su disposición a sus asistentes de mayor confianza y abrió para él los pergaminos más antiguos de la Biblioteca Hexagonal. El problema era que ya nadie podía descifrarlos. O eso afirmaba la Gran Maestra...
Jessio sospechaba que Gligette le ocultaba información. Lo cual era comprensible. No por nada los cuatro Pilares eran los guardianes de la Torre.
Pero algunos días atrás había ocurrido algo que ni siquiera compartió con su amigo Evan. Un golpe de suerte bajo la forma de un joven talentoso que lo estaba ayudando a resolver el acertijo...
Un dragón pasó volando muy cerca de la cuarta terraza y provocó el enredo de los hilos de las cometas.
—Alguien viene —advirtió Evan.
No estaban seguros de que se tratara de la presencia que habían sentido antes, pero la llegada de Agathón no dejaba indiferente a nadie.
—Han pasado algunos años, maestro Evan —saludó el general con amabilidad—. Me alegra constatar que goza de buena salud.
—Qué extraño verlo por aquí, señor Agathón —respondió el Pilar del Este—. A esta hora y escoltado por uno de nuestros tutores...
El hombre que venía detrás del militar tenía los brazos cruzados y no disimulaba su disgusto.
—Se me encomendó la tarea de oficiar como inspector del imperio —dijo Agathón, mortificado—. Ya sabe, sondeo poblacional, control edilicio, ese tipo de cosas... Realmente es una grata sorpresa toparme en la mitad del recorrido con usted y el renombrado hechicero que lo acompaña.
Evan procedió a presentarlos formalmente mientras Jessio y Agathón se observaban fijo.
—Mucho se habla acerca de usted, general —comentó Jessio con prudencia.
—Más aún acerca de usted, señor —replicó Agathón, quien de pronto pareció percatarse de algo sorprendente—. ¡Maestro Jessio, no me diga que esta es la misma terraza sobre la que descendió Riblast al ungirlo como uno de sus guerreros!
—Me temo que se equivoca, general —respondió Jessio—. Estamos en la cuarta terraza, y Riblast apareció en la quinta.
—¡Oh! Fascinante...
Mientras Agathón seguía soltando trivialidades, Evan examinó con discreción las facciones de su amigo.
«Jessio, ¿por qué le escapas a ese lugar?», se preguntó una vez más.
Pero Jessio ya no tenía tiempo para pensar en la quinta terraza. Los ojos de su anhelo apuntaban más arriba, más allá de la niebla y los dragones, hacia la séptima y última terraza.
La cima de la Torre de Altaria.
El lugar donde, quizás, se escondían los ojos de Tatiana.
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Winger pensó que sería fácil (y divertido) montar en uno de esos discos elevadores.
Pero no.
De pie sobre la roca encantada, se dio cuenta de que no sabía cómo activarla.
—Eh... A la biblioteca, por fav... —alcanzó a balbucear antes de que la plataforma se pusiera en movimiento en la dirección contraria.
El disco elevador fue y vino por toda la Torre. Los aprendices subían y se bajaban, y nadie tuvo la amabilidad de socorrer al pobre visitante de capa roja.
Piso 28, piso 14, piso 67, piso 39...
Con algo de suerte, tarde o temprano acabaría llegando a su destino. Pero no quiso arriesgarse. Se bajó derrotado y buscó las escaleras. Le pidió indicaciones a un Sigilaria bajito que lustraba los zócalos. El pequeño sirviente mágico lo tomó de la mano y lo acompañó como a un niño perdido. Tratando de hacer caso omiso a las risas burlonas de los aprendices con los que se cruzaban, Winger se dejó guiar hasta el piso 50.
Su rostro se iluminó cuando el aroma a libro y tinta le dio la bienvenida a la Biblioteca Hexagonal.
Se acercó al mostrador de recepción. Mientras anotaba su nombre en el registro de visitas, las bibliotecarias le explicaron que debía tener cuidado para no extraviarse entre las estanterías.
—Y si te pierdes, no pidas ayudas a gritos, por favor —le rogó una de las mujeres—. Recuerda que este es un piso de lectura.
Le entregaron un mapa de la biblioteca, la cual vista desde arriba parecía un gran panal de abejas, con celdas de seis lados distribuidas a lo largo y ancho del piso. De ahí venía el llamativo nombre del lugar. Cada vez más ansioso por comenzar a explorar, el nuevo visitante preguntó cómo llegar hasta la sección de los manuales de hechicería y se aventuró en la colmena de libros.
Quizás fueran los altísimos anaqueles o los intrincados pasillos, o una combinación de ambos, los culpables de generar una sensación de inmensa vastedad en aquel piso 50. Winger se dedicó a vagar sin prisa, con el objetivo de llegar hasta los manuales, pero permitiéndose disfrutar del silencio y del paseo.
Poca gente había en la colmena, o quizás con poca gente él se topó. Escuchaba pasos y susurros aquí o allá, pero era difícil discernir si se trataba de lectores o de los propios libros murmurando.
Finalmente arribó al hexágono que había estado buscando. Para esa primera visita se propuso simplemente revisar manuales de hechicería básica. Reunió diez obras de diez autores diferentes (no pudo evitar la tentación de llevarse un onceavo), y con la pila de libros partió hacia la sala de lectura.
Los brazos se le empezaban a cansar cuando la halló. Aquí sí había más presencia humana, y las mesas, haciendo juego con la estructura de la biblioteca, tenían forma hexagonal.
Se sentó solo y se puso a leer con entusiasmo. Tomaba muchísimas notas en su cuaderno, pues debido al sistema de puntajes de la Torre, su número actual de puntos (cero) no lo habilitaba a llevarse libros fuera de ese piso. Y como ya le habían advertido, estos libros no siempre volvían al mismo anaquel.
Pasadas algunas horas, llegó a una conclusión para él novedosa: el sistema de clasificación de Waldorf no era universal. Había otras maneras de organizar la magia del mundo, reflejadas en símbolos alquímicos que no había visto jamás. A pesar de todo, siguió pensando que la teoría que él utilizaba era la más eficiente y abarcativa. Reconoció que tal vez eran sus propios prejuicios frente a lo desconocido, pero ese no era el mejor momento para dudar sobre sus bases teóricas. No era tiempo de especular, sino de actuar.
Ya un poco agotado, estiró el cuello y los hombros, se frotó los ojos, y solo por curiosidad hojeó el onceavo libro que había seleccionado. Versaba acerca de magia arcaica. Buscó con poca esperanza Javin Bal y, para su mayor asombro, lo encontró.
El hechizo que Ruhi le había enseñado con el simple toque de sus dedos tenía varios milenios de antigüedad. Nadie parecía saber de dónde había salido, o quién lo había inventado, pero se aseguraba que era magia potente y peligrosa, capaz de succionar toda la vida del usuario si se usaba incorrectamente. Quiso seguir indagando, pero se lo impidió un nuevo obstáculo: largos pasajes de aquel onceavo libro estaban escritos en otro idioma. El idioma del cual provenían las palabras "Javin" y "Bal". Él no lo sabía, pero lo que tenía entre sus manos era escritura derivada de la voz más lejana...
—La Primera Lengua.
Un dedo intrusivo se posó sobre su libro. Tan ensimismado se hallaba que no se percató hasta ese momento de que un grupo de aprendices lo había rodeado. Alzó la vista y se encontró con un joven rubio y con el cabello largo, de su misma edad.
—Admirable —dijo el desconocido sonriendo—. Son pocos los que en estos tiempos se interesan por hechicería tan antigua. Y menos aún quienes pueden descifrarla.
—Bueno... La verdad es que solo tomé este libro porque me llamó la atención —confesó Winger—. No soy capaz de leerlo, ni de interpretar estos símbolos...
—Oh... —se lamentó el muchacho rubio—. Parece que tenías razón, Heckot —se dirigió a uno de sus amigos—. No debí poner demasiadas expectativas en el mago de Cerín.
El grupo celebró con risas el comentario, y Winger revivió una sensación muy desagradable de los días que vivió en ciudad Doovati.
Rowen y su pandilla.
La sonrisa pedante de este aprendiz de la Torre era similar a la del bravucón hermano de Lara.
—Me llamo Svante —se presentó sin reducir la altanería—. ¿Y tú?
—Yo soy Winger —dijo aferrado a la silla—. Winger de Catalsia —acotó, tal vez para desligarse de Agathón y sus soldados.
—Catalsia... —murmuró Svante con interés—. Eso queda al otro lado del Océano, ¿cierto?
—Es un reino de Dánnuca —comentó una chica con trenzas que formaba parte del grupo.
—Donde está la Academia de Jessio —agregó aquel a quien Svante llamó Heckot.
—¡Pero claro! —exclamó el joven rubio—. ¿No me digas que eres discípulo de Jessio de Kahani?
—No —aseveró Winger; enseguida se corrigió—. Fui su alumno. Ya no...
—No le debe haber ido muy bien —bromeó un chico alto, señalando los manuales de magia elemental que había sobre la mesa.
—¡Butchie, no seas tan malo! —lo regañó Svante, muy tentado—. Winger se atreve a usar esta capa colorida que lo distingue como un mago de fuego. De seguro habrá terminado sus estudios básicos, ¿sí?
—Bueno... —masculló el muchacho de Catalsia—. Llegué a completar seis o siete meses...
De nuevo estallaron las risas.
—¡Pero la capa le queda bien!
—¡Al menos será experto en la Bola de Fuego!
Mientras Winger se hundía en la humillación, alguien llegó en su auxilio.
—¡Oigan! ¡Qué creen que son esas carcajadas? —los reprendió la misma tutora que el día anterior guió a la comitiva de Párima—. Esto es una biblioteca, deben comportarse.
—Lo siento mucho, Vanessa —se disculpó Svante de un modo poco auténtico—. Simplemente estábamos dándole la bienvenida a nuestro visitante estrella...
—Qué actitud tan inmadura, Svante —le espetó la joven—. No pretendo que fraternicen con los nuevos visitantes. Pero si van a confrontar, al menos que no sea aquí...
—Oh, ¿estás sugiriendo que utilicemos el salón de duelos? —preguntó el pendenciero, generando expectativa entre sus compañeros—. Me encantaría continuar allí, pero no sé si el mago de Cerín se atreverá a...
—Sé pelear —reaccionó Winger. Su mirada ahora era firme y decidida—. Y puedo hacer más que una Bola de Fuego.
Svante sonrió con satisfacción. Estaba dispuesto a comprobar eso.
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Entre la Biblioteca Hexagonal y el despacho de la Gran Maestra se encontraba el archivo. Hacia allí se dirigieron Winger y el grupo de siete u ocho aprendices que habían estado importunándolo. Vanessa también fue con ellos; a la tutora no le agradaban los visitantes de Párima, pero menos aún le agradaba la indisciplina.
En el archivo no solo se guardaba el material que había sido separado para su reparación, clasificación, transcripción o verificación de autenticidad, sino que también podían encontrarse dispositivos mágicos muy sofisticados, creados por antiguos maestros y Pilares de la Torre. Había, por ejemplo, una máquina capaz de duplicar libros, y otra que transformaba las palabras escritas en imágenes y sonidos. Los aprendices podían acceder a ese piso y hacer uso del legado de sus predecesores, siempre y cuando contaran con el puntaje necesario.
Entre los artefactos que había en el archivo, el más solicitado era el llamado "Libro Viviente". Se trataba de una invención de la actual Gran Maestra, Gligette, y consistía en un atril conectado a un pedestal bajo. Los usuarios colocaban sus libros en el atril y sobre el pedestal aparecía proyectada una representación muy vívida de su autor, a la que se le podían hacer diversas preguntas vinculadas al contenido del volumen en cuestión. Winger observó con envidia la larga fila de personas aguardando su turno para utilizar el Libro Viviente, pues como ya había supuesto, su cantidad actual de puntos (cero) no le alcanzaba para utilizar el preciado dispositivo mágico.
—No te quedes atrás —apuró Svante a Winger—. La sala de duelos está ahí adelante.
Por algún motivo, la habitación preparada para los combates entre magos estaba en el archivo. El suelo era de un material blando y un octágono coloreado marcaba el límite dentro del cual el enfrentamiento tendría lugar. Había dos gradas con pocos asientos a los costados, y los amigos de Svante se ubicaron en una. Por su parte Vanessa, siempre prudente, anunció que ella oficiaría de árbitro para evitar irregularidades.
—Nos atendremos a las normas establecidas para duelos ceremoniales entre magos —indicó la tutora—. Quien aseste tres golpes, será el ganador. Luego cada uno se irá por su lado y no habrá más riñas. ¿De acuerdo?
Svante dio su conformidad.
Winger no estaba seguro de conocer cuáles eran esas "normas establecidas para duelos ceremoniales entre magos", pero no quería seguir pareciendo un ignorante y aceptó sin decir más.
Los oponentes ocuparon sus lugares dentro de la plataforma octogonal y se prepararon para el inicio del enfrentamiento.
—¡Comiencen! —exclamó Vanessa.
Y Winger fue el primero en pasar a la acción.
—¡Flechas de Fuego!
El mago de la capa roja disparó sus proyectiles y se lanzó a correr...
Pero algo raro sucedió.
Las Flechas de Fuego quedaron suspendidas en el aire, y sus pisadas se congelaron.
Era como si el tiempo se hubiera detenido.
Hubo risas en las gradas. Svante sonrió asombrado.
—¿De verdad? —soltó—. ¿Tan simple?
A continuación trazó una ecuación alquímica en el aire.
—¡Regresión!
La magia de Zacuón se apoderó de las Flechas de Fuego de Winger. Las hizo girar y las envió de vuelta hacia su ejecutor.
De pronto, Winger recuperó la movilidad. Sus propios proyectiles ahora estaban apuntándolo, aunque, de nuevo, parecían estar suspendidos. Miró a Vanessa, quien se mostraba neutral. Por lo visto, nada de lo que estaba ocurriendo era extraño. Esta debía ser la clase de duelos que tenían los magos en esta torre. Y con razón esta sala se encontraba entre los dispositivos mágicos...
Vacilante y sin saber qué esperar, Winger alzó una mano y exclamó:
—¡Imago!
Las Flechas de Fuego impactaron contra su barrera protectora y se desvanecieron.
—¡Cero a cero! —dijo Vanessa e indicó que el duelo prosiguiera.
Winger rearmó su estrategia y trató de pasar a la acción, pero para su sorpresa, otra vez había quedado inmóvil.
«¿Es una pelea por turnos?», se preguntó. «¿Solo puedo emplear un hechizo por vez?»
Mientras imaginaba que aquel octágono era una especie de gran tablero de ajedrez, Svante movía las manos y preparaba una compleja invocación.
—¡Fin del turno! —anunció Vanessa.
Svante no llegó a activar su conjuro, pero era claro que así lo había premeditado.
De nuevo fue el turno Winger. No conocía las reglas de aquel salón de combates, lo que evidentemente le jugaba en contra. Se tomó unos instantes para analizar la situación. Hizo una apuesta. Estiró los brazos y un arco en llamas se materializó. Mientras la mano izquierda apuntaba, la derecha agregaba símbolos de Riblast a la base de la flecha...
—¡Fin del turno!
Pasó lo que había esperado.
«La Saeta de Fuego es un conjuro que se completa en un solo turno», trató de deducir las reglas del combate. «Pero al añadirle complejidad, añora requiere un turno adicional.»
Winger había elaborado su jugada con todo esto en mente. Si Svante utilizaba un hechizo ofensivo, la Aero-Saeta de Fuego sería capaz de atravesarlo, sortearlo, o incluso destruirlo. Si el ataque era demasiado poderoso, siempre podía cancelar la invocación y volver a emplear la Imago. Y si en cambio Svante recurría otra vez a su Regresión, la Aero-Saeta de Fuego seguiría apuntando hacia él gracias al control que le otorgaba la hélice de viento.
Pero las previsiones de Winger fallaron.
—¡Cubo Ponens!
Las manos de Svante engendraron un prisma misterioso que se quedó flotando frente a su creador. Era del tamaño de un puño y de un color azul semitransparente. Y a primera vista, no hacía demasiado.
«¿Otro conjuro defensivo?», se preguntó Winger, tratando de recordar dónde había visto esa misma sustancia translúcida. «¡Claro, el cuerpo de los Sigilarias! Entonces es un hechizo de Derinátovos...»
De nuevo era su turno. Svante sonreía confiado, detrás de su Cubo Ponens. Sin saber qué esperar de aquel prisma flotante, Winger decidió confiar en la fortaleza y versatilidad del conjuro de fuego que él mismo había perfeccionado. Apuntó hacia el hombro izquierdo de su adversario y disparó:
—¡Aero-Saeta de Fuego!
Como si de repente hubiera cobrado vida, el Cubo Ponens reaccionó frente a la amenaza. La flecha roja se desvió para evadirlo, pero el prisma azulado no la dejó pasar.
La Aero-Saeta de Fuego no impactó contra la superficie translúcida, sino que fue engullida.
Las gradas celebraron, el Cubo Ponens se mantuvo suspendido en el aire, y Svante no demoró su siguiente truco:
—¡Escarabajo de Celedrel!
Esta vez había generado un pequeño insecto con una coraza carmesí. La alimaña se desplazaba nerviosa sobre la plataforma cuando el turno acabó.
Winger chascó la lengua, frustrado. No solo su jugada había fracasado, sino que tampoco tenía idea de lo que ese bicho era capaz. ¿Cómo continuar? Para él era un combate de aprender y reaccionar.
Entonces quiso hacer un experimento.
Si lograba activar su Caballero Galante, dispondría de un escudo y de una lanza. Entonces podría atacar y defenderse a la vez. Sin embargo, ese hechizo requería como paso previo la preparación de otros dos: el Fuego-Ariete y el Puño-Tornado. ¿Todo eso le llevaría dos turnos o tres?
Solo había una manera de comprobarlo.
—¡Fuego-Ariete!
Su tiempo no acabó.
—¡Puño-Tornado!
El viento y las flamas envolvieron sus brazos.
Los aprendices de la Torre guardaron silencio.
«¡Lo logré! ¿Será porque no los usé para atacar ni defenderme?»
Mientras Winger se esforzaba por entender, el escarabajo se puso en movimiento...
—¡Serpiente de Arvalat!
Pero Svante lo tomó por sorpresa con una nueva invocación.
Esta vez se trataba de una víbora negra, delicada, sigilosa y paciente.
El lugar se estaba llenando de entidades mágicas. Pero Svante no atacaba. No lo había hecho ni una sola vez. Parecía estar urdiendo un plan que Winger no era capaz de adivinar. Tal vez el escudo y la lanza del Caballero Galante le proveerían un espacio seguro para pensar con claridad.
Se dispuso a chocar los puños.
Muy tarde alcanzó a ver que el Escarabajo de Celedrel se había precipitado hacia sus nudillos. Se produjo una chispa seguida de una explosión que lo aventó al suelo, malogrando la estrategia que había ideado desde el turno anterior.
—¡Un punto para Svante! —dijo Vanessa.
De nuevo hubo exaltación en las gradas.
—Vaya... —murmuró el aprendiz de la Torre, decepcionado—. Creí que sabrías que los escarabajos de Celedrel siempre vuelan hacia las llamas. Y que trágicamente explotan cuando las alcanzan. Después de todo, eres un mago de fuego, ¿o no?
Mientras Winger se recobraba del golpe, Svante se puso a preparar un nuevo conjuro. Y a juzgar por sus movimientos y los símbolos que estaba empleando, sería algo emparentado al Cubo Ponens. Más trampas sobre la plataforma.
De nuevo era el turno de Winger, pero ya no sabía qué hacer. Transpiraba su desconcierto. No estaba acostumbrado a un estilo de combate tan defensivo.
—¿Vas a hacer algo o pasas de turno? —le preguntó Vanessa tras una tensa expectativa.
Como respuesta, el chico de la capa roja comenzó a realizar movimientos circulares con los brazos. Había llegado el momento de cambiar de estrategia. Les demostraría que no solo era un mago de fuego.
—Así que también manejas el viento... —murmuró Svante al notar la brisa que ahora circulaba por la sala de duelos—. ¡Cubo Tollens!
El mago de la Torre materializó un segundo prisma entre las manos. Esta vez era de color esmeralda, y por algún motivo, se veía más amenazante.
La suave brisa se convirtió en una ráfaga intensa. Vanessa y los demás tuvieron que esforzarse para mantener el equilibrio. El remolino aullaba y crecía. Y cuando el ciclón se tornó violento, el mago de Catalsia lo liberó:
—¡Vientos Huracanados!
Su plan era básico y contundente: valerse de su poderoso tornado para arrasar con todo. Con la serpiente acechante, con los prismas y con el mismo Svante. Anular por completo la estrategia defensiva de su oponente.
Winger era consciente de que estaba respondiendo de una manera muy agresiva. ¿Era porque se sentía acorralado? ¿O había algo más...?
—¡Cortina de Hierro!
Svante se parapetó tras el muro metálico que hizo brotar del suelo.
El Cubo Ponens reaccionó a los Vientos Hurcanados y trató de aspirarlos.
Pero la fuerza del hechizo de Riblast había alcanzado niveles destructivos.
Vanessa tuvo que echarse al piso para no ser arrastrada. Los amigos de Svante se protegieron debajo de los asientos. Una grieta apareció en la Cortina de Hierro. El Cubo Ponens se estaba resquebrajando.
Y el Cubo Tollens se activó.
El prisma verde comenzó a girar y a emitir un zumbido agudo. Centelló a la par que su desfalleciente hermano azul.
«¡¿Están conectados?!», pensó Winger, alarmado.
Las ráfagas violentas que el Cubo Ponens llegó a absorber fueron devueltas bajo la forma de un contraataque a través del Cubo Tollens.
Winger se cubrió con la capa pero no pudo frenar la potencia arrolladora que él mismo había alimentado. Sus pies se separaron de la plataforma y dio varios giros en el aire antes de golpear contra el límite del hexágono.
—¡P-punto para Svante! —anunció Vanessa, aún echada, y miró preocupada al caído—. ¿Estás bien...? —le preguntó—. ¿Quieres claudicar?
El mago de la capa roja no se rendiría. Recobró el aliento y con dificultad logró ponerse de pie. Estaba mareado y tenía una magulladura en la sien izquierda. Trató de comprender la situación con una compostura que ahora mismo le faltaba.
Svante había salido de su refugio y lo observaba con una confianza desbordante. Su Cortina de Hierro había resistido. El Cubo Ponens se había desintegrado, pero el Cubo Tollens seguía flotando delante de su creador. Entonces una duda atravesó a Winger:
«¡¿Dónde está la serpiente?!»
La había perdido de vista. No estaba por ningún lado.
Reaccionó casi por reflejo y buscó ocultarse de las trampas de su oponente. Levantó una mano y dijo:
—¡Resplan...!
Y se quedó tieso.
La Serpiente de Arvalat se hallaba enroscada en su pierna derecha y lo había mordido, inyectándole algún tipo de sustancia paralizante.
Svante caminó tranquilo hacia él.
—Siempre he dicho que la magia ofensiva sobreabunda en este mundo —musitó mientras invocaba un conjuro simple en una mano—. ¿Cómo puede haber prosperidad mientras la brutalidad siga imponiéndose? En nombre de la inteligencia, yo te purgo... ¡Bola de Barro!
Se trataba de una variación inusual de la Hidro-Cápsula. Svante arrojó la esfera repugnante contra el rostro de Winger y eso le puso fin al combate.
Cero a tres.
El desempeño del enviado de Gasky había sido lamentable.
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Rupel regresó a los dormitorios pasada la media tarde.
Encontró a Winger recostado en su cama. Él ya se había bañado, pero una mancha putrefacta persistía sobre su orgullo. No dejaba de pensar en eso.
—Ey... —dijo la pelirroja—. Me crucé con Vanessa y me contó lo que había pasado... ¿Estás bien?
—Sí —contestó él con los ojos clavados en la cama de arriba—. Estoy bien.
—De acuerdo... —murmuró ella. Hizo una pausa y luego preguntó—: ¿Quieres que te cuente cómo me fue a mí?
Winger se obligó a apartar el duelo contra Svante de su mente, se sentó junto a Rupel y le dio su atención.
—Pude averiguar algunos de los movimientos de Jessio en la Torre. Por lo que me contaron algunos tutores, se lo suele encontrar en su dormitorio, en un ala restringida de la Biblioteca Hexagonal o en la sexta terraza. Hoy parece que hizo una excepción y bajó hasta la cuarta. Algunas veces lo han visto merodeando por corredores olvidados de la Torre, observando placas y esculturas antiguas, como si tratara de descubrir algún secreto.
—Está buscando los ojos de Tatiana —supuso Winger.
—Exacto —corroboró su compañera—. Y otro dato importante es que posee un aliado poderoso. Me refiero al sujeto que ayer estaba a su lado. Su nombre es Evan, y es el Pilar del Este de la Torre. Tiene la misma edad que Jessio, y ambos eran muy unidos en su etapa como aprendices. Es un hombre muy fiel a la institución, pero también es un gran amigo de Jessio, por lo que suele otorgarle ciertos privilegios vedados al resto de los visitantes.
»En cuanto a los otros Pilares, por un lado tenemos a Gligette, quien se convirtió en Gran Maestra hace veinte años, tras la muerte del último Gran Maestro. Conserva el título de Pilar del Norte y su pasión es la Biblioteca Hexagonal.
»Después está el hombre que todos llaman "El Vigía". Dicen que es el más anciano de la Torre, aunque pocos tienen contacto directo con él. Suele deambular por los pisos más altos. Posee el título de Pilar del Oeste y es el encargado de la defensa. Fue él quien crió a los dragones que vimos.
»Y por último tenemos al Pilar del Sur... Oopart.
A Winger le resultó llamativo el tono enigmático que Rupel utilizó en esa última frase.
—¿Oopart? —repitió el muchacho—. ¿Qué pasa con él?
—Ocurre que puede resultar muy conveniente que te reúnas con él —acotó la pelirroja con una sonrisa sugerente.
—¿Por qué? —quiso saber Winger—. ¿Es un gran hechicero?
—¡Mejor aún! —repuso Rupel con un guiño—. ¡Es un maestro pastelero!
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