XXXII: Llegada a la torre de Altaria

Los niños del orfanato se encontraban recolectando leña en el bosque. Las paredes de su hogar eran flacas, y nadie quería revivir las noches del invierno anterior. Uno de los más pequeños, sin embargo, se hallaba rezagado. Se había cruzado con el cuerpo sin vida de un cerdito bebé.

Se preguntó qué pudo haberle pasado, pues no tenía ninguna herida visible. Quizás fue el hambre, la sed, o alguna enfermedad. Sintió mucha pena por aquel animalito, solo en el bosque para siempre...

La vida de aquel huérfano de siete años no había sido sencilla, pero él no lo sabía. La guerra no le permitió conocer a sus padres ni a sus hermanos. Las raciones de comida en el hogar siempre fueron magras. Varios de sus amigos habían ido desapareciendo, pero nadie le explicó qué había sido de ellos. El encuentro con el cerdito muerto fue la primera vez que auténticamente tomó consciencia de la desolación sin respuesta de este mundo.

Y también fue la primera vez que Jessio pensó en la posibilidad de erradicarla por completo...


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Un relámpago de agonía despertó al hechicero. Quiso levantarse, pero su cuerpo entero estaba acalambrado. Tenía la lengua y la garganta paralizadas. Los dedos de sus manos y de sus pies se retorcían hasta el extremo. Sus ojos eran controlados por espasmos involuntarios.

La convulsión duró varios minutos. Cuando al fin volvió a ser dueño de sí mismo, un hombre estaba sujetándole la mano. Tenía su misma edad, y rasgos que transmitían calma. Se mostraba preocupado, mas no sorprendido. Su nombre era Evan, y era el Pilar del Este de la Torre de Altaria.

Jessio no dijo nada. Entre jadeos, saliva y sudor, se arrastró fuera de la cama y se obligó a llegar hasta el lavado. Se mojó la cara, respiró hondo y recobró la compostura.

—Es el tercero en diez días —dijo Evan—. Tus investigaciones están drenando tu vida.

Sobre el escritorio había una bandeja de plata ensangrentada.

—Lo sé —reconoció el hechicero de Kahani con sus rasgos ocultos bajo una toalla.

—¿No crees que deberías acudir al Vigía?

—No hay nada que él pueda hacer por mí. Con algo de suerte, todo acabará pronto...

—¿Tu vida o tu misión?

Jessio decidió no contestar y salió al balcón.

Observar los caminos se le había vuelto un hábito desde su llegada a la Torre de Altaria, tres semanas atrás. La niebla interminable recrudecía los rasgos inhóspitos de la meseta de Cobalto. Amplificaba los sonidos, agigantaba las sombras. Difícil era adelantarse a quienes se acercaban, aún para los centinelas más experimentados. Así y todo, Jessio trataba de hacerlo. Sabía que sus enemigos podían aparecer en cualquier momento.

Y entonces sus pupilas, al fin, vieron algo a través del velo de niebla.

Ingresó apurado y acabó de vestirse.

—Un grupo se acerca —informó al Pilar del Este.

—¿Tus perseguidores? —indagó Evan, serio—. ¿Han llegado?

Jessio alzó levemente la cabeza. Su gesto era una especie de "quizás", aunque poco le interesó esclarecerlo, pues poco importaba ya. Legión estaba en camino. De una forma o de otra, habría conflicto y destrucción.


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El camino a través del sudoeste fue fatigoso. El viento azotaba con fuerza y las mulas eran las únicas que podían hacerle frente a las rocas hostiles y empinadas. La neblina llegó para cegar los ojos y el suelo estéril expulsó a las plantas. Cielo gris y sendero gris fue lo único que los viajeros vieron durante horas interminables hasta que ella se les presentó.

Altaria.

La torre milenaria se erguía como una doncella delgada y altísima, vestida con una brillante túnica blanca, como el ropaje de los dioses. La cima se perdía en la bruma y se hallaba, según Agathón había dicho, a más quinientos metros de altura.

Los orígenes de la Torre eran confusos.

Algunas leyendas del continente hablaban del guerrero Munroc, amante de la reina Aldana, quien en un intento por resguardar a su hija de los demonios de la tentación, conquistó la estructura como si de un país ascendente se tratara. El piso más alto fue la alcoba y la celda de la joven, cuyo nombre en vida había sido Altaria.

Pero Munroc solo trepó la Torre. Esta ya estaba allí.

Quién la había construido, cuándo, por qué en ese sitio y con qué propósito, eran interrogantes que nadie podía responder. Salvo, quizás, sus cuatro guardianes...

Un poderoso aleteo atrapó de pronto la atención de la comitiva de Párima.

Eran dragones en el cielo.

Winger contó al menos diez siluetas de diferentes tamaños y formas, entre las que creyó reconocer a un tausk. Las criaturas formaban círculos en el aire, girando siempre en torno a la Torre, como si estuvieran protegiendo su morada.

—Es lo que hacen, de hecho —corroboró Agathón—. Son criados por uno de los guardianes de la Torre, y sirven como la primera línea defensiva ante los visitantes indeseados.

Desde la niebla los dragones vigilaban, pero no descendían. De alguna forma entendían que el grupo que se aproximaba tenía permitido estar en ese lugar.

Con la aguja blanca cada vez más encima, Winger notó que sus manos estaban sudorosas. Sintió pavor ante la Torre que lo avasallaba como un desenlace ineludible. La cercanía de Rupel lo tranquilizó. Él le había mostrado su convicción. No iba a ceder ahora. Nunca.

Las mulas se detuvieron al llegar ante el gran pórtico. Hacia la derecha y hacia la izquierda, paredes verticalísimas que se curvaban hasta cansar la vista.

Dos centinelas silenciosos flanqueaban la entrada. No eran humanos, sino Sigilarias. Tenían el color de la arena y una robustez monolítica. Agathón solo debió esgrimir el sello de Párima para que los sirvientes mágicos liberasen el paso. Por un momento se mezclaron la espera, el viento y los dragones. Luego el pórtico de roca comenzó a elevarse.

La luz que fluyó desde el interior de la Torre fue como la del amanecer, barriendo con la bruma.

Ingresaron a una cámara circular, gigantesca y vacía, salvo por el vasto pilar central y una escalera que trepaba fija al muro. Las pisadas de los soldados resonaron sobre sus peldaños como quien se hace anunciar a viva voz.

Mientras subían, Winger advirtió que cada cierto tramo había marcas en la roca, las cuales centellaban sutilmente cada vez que alguno de los miembros de la comitiva las superaba.

—Son petroglifos detectores de movimiento —dijo Rupel al ver la cara de pregunta de su compañero—. Se incrustan en la piedra y sirven para activar diversos hechizos. Supongo que estos sirven para anunciar nuestra llegada.

—Los verán por todas partes —acotó el general, quien marchaba al frente—. Sobre todo los que restringen el acceso a ciertas áreas o niveles. Quien los instaló fue realmente un genio. Son muy difíciles de desactivar sin el consentimiento de los Pilares...

—¿Pilares? —indagó Winger.

—Los cuatro Pilares de la Torre de Altaria —exclamó Agathón melodiosamente—. Son los guardianes de este lugar y se identifican con los puntos cardinales. Viven al servicio de la Torre, y no la pueden abandonar nunca. El puesto es vitalicio. Salvo excepciones, claro...

—Los cuatro Pilares... —musitó Rupel—. Agrégale otro delito más a Jessio. Plagio.

El comentario de la pelirroja hizo reír a Winger, sacándolo por un momento de la tensión del ascenso en espiral.

El segundo piso era similar al anterior, pero estaba protegido. No solo había más de aquellos Siligarias intimidantes, sino también algunos guardias humanos. Probablemente su función consistía en controlar el correcto funcionamiento de los sirvientes mágicos, y aunque no se dirigieron al grupo de recién llegados, sí los miraron con antipatía.

Ya en el tercer piso, el ambiente cambió. Y allí se produjo el primer encuentro de Winger con los magos de la Torre. Sus vestimentas le recordaron a las de los habitantes de Aldana, aunque mucho más simples y modestas. Había algo en la sencillez de esas túnicas que hablaba de la conexión con la esencia de la magia. Solo unas discretas insignias de tela diferenciaban a los aprendices de los tutores, y a estos de los maestros. No había hebillas brillantes ni capas coloridas... Como la que el mismo Winger lucía en este momento... Un auténtico faro de indiscreción.

Y al principio fue por eso, por su capa, que él supuso que todos lo miraban con la misma hostilidad de los guardias del piso inferior. Hasta que finalmente cayó en la cuenta. Ellos estaban con los representantes de Párima. Ellos eran los representantes de Párima, la nación bélica que poco a poco se iba adueñado de Tegrel y de la Torre. Los rostros de los magos reflejaban el mudo resentimiento del sometido.

Pero había un par de ojos oscuros que eran diferentes. Winger los conocía.

Eran los de Jessio.

El hechicero se hallaba en un entrepiso superior junto a otro hombre. Sus facciones no revelaban mucho acerca de sus intenciones. Se limitaba a observarlo con la calma de un depredador. ¿Qué significaba su presencia allí, en esa sala de recepción y justo en ese momento? Lo que Winger leyó en su mirada, en su postura, en su posición elevada, fue algo como: "¿Creíste que vendrías hasta este lugar y encontrarías aliados? ¿Qué ibas a sentirte como en casa en mi propia casa? Has entrado como amigo del invasor, y nadie va a creerte cuando hables para señalarme."

El joven de la capa roja trató de acallar semejantes voces internas y regresar la vista al frente. Ahora avanzaban por una gran escalera vertical ubicada en el centro del tercer piso. Acompañada por un séquito de asistentes, una mujer madura los esperaba en el rellano superior. Era maciza, rectangular, y sus ojos de águila sintetizaban el recelo general.

—Yo soy el Pilar del Norte, la Gran Maestra de la Torre de Altaria. Mi nombre es Gligette. Por favor, síganme.

Distendido como de costumbre, Agathón guió a los suyos tras los pasos de la mujer. Se montaron sobre un disco de piedra, una especie de amplia tarima circular, la cual liberó un zumbido y sorpresivamente empezó a elevarse. Hubo exclamaciones de asombro entre algunos de los soldados de Párima. Winger se asomó al borde de la plataforma levadiza.

—Yo que tú tendría más cuidado —le advirtió sin demasiada emoción la asistente más joven de la Gran Maestra, una muchacha alta y de piel olivada—. Nos movemos a gran velocidad. Podrías caer. O ser decapitado en el pasaje entre piso y piso...

—¿Es una plataforma encantada? —preguntó el muchacho, maravillado.

—Estamos sobre un disco elevador —explicó la asistente tras un resoplido—. Es un invento de un antiguo Pilar. Hay cincuenta en total, aunque algunos son de acceso restringido. Sobre todo para visitantes.

—Sorprendente... —musitó Winger mientras los pisos pasaban a gran velocidad frente a sus ojos, sin alcanzar a ver más que destellos y formas borrosas.

Winger se quedó con ganas de más detalles sobre el funcionamiento de la plataforma flotante. Pero no los recibió.

El disco elevador ascendió cientos de metros hasta que finalmente se detuvo. La losa ubicada en el centro del círculo de piedra se encendió y proyectó un mensaje luminoso en el aire:


"PISO 52

DESPACHO DE LA GRAN MAESTRA"


Se encontraron frente a un pasillo vacío que, a medida que avanzaban, se iba transformando. Las lámparas de encendieron, los retratos de antiguas autoridades se materializaron en las paredes y largos bancos de madera brotaron de la alfombra. Antes de llegar a la puerta de la oficina, los asistentes de Gligette se detuvieron y tomaron asiento de manera ordenada y parsimoniosa. En contraste, los hombres de Agathón soltaron el equipaje con rudeza y se dedicaron a estirar las piernas. El general hizo una seña a Winger y a Rupel para que lo acompañaran en la audiencia con el Pilar del Norte.

El despacho de la Gran Maestra parecía una celda circular y con el techo alto, hasta que el mobiliario comenzó a emerger de entre los ladrillos.

Gligette no esperó a que su escritorio acabara de tomar forma para ubicarse en su silla de directora. Hizo un gesto para hacer aparecer tres butacas e indicó a los visitantes que tomaran asiento.

—Sinceramente, tenía la esperanza de que no volviéramos a vernos, señor Agathón —comentó la Gran Maestra con una sonrisa mordaz.

El general se sintió halagado.

—La vida es curiosa, sin duda —replicó y se puso cómodo—. Créame, honorable Gran Maestra, que no son motivos personales los que me tienen ante a usted. La cúpula de Párima sospecha que un individuo altamente peligroso puede haber ingresado a la Torre.

—Sin contarlo a usted, por supuesto —dijo la mujer—. Imagino que se refiere al individuo que arribó hace tres semanas con una autorización firmada por un general con idéntico rango al suyo. Jessio de Kahani.

—¡Ese mismo!

—Y ahora, se retractan...

—Nueva información ha llegado a nuestros oídos —acotó el general—. El mago que me acompaña es Winger de Catalsia. Fue enviado como el emisario de las principales naciones de Dánnuca para advertirnos acerca de la peligrosidad de Jessio de Kahani.

—Ajá... —murmuró Gliglette—. Y le pregunto al emisario, no al emisario del emisario —aclaró mirando al joven de la capa roja—, ¿por qué Jessio de Kahani resulta tan peligroso?

—Pues...

Winger titubeó un momento. Realmente había tratado de ponerse de acuerdo con Agathón acerca de qué decir y cómo hacerlo en ese momento. Pero el general, como siempre, solo se mostró distendido y le recomendó que no se preocupara por ello. Que fuera espontáneo. En cuanto al consejo de Rupel...

"Tú sabes todo lo que pasó porque lo viviste. Nadie podría contarlo mejor. Así que confía en ti."

Lindas palabras para elevarle el autoestima, pero tampoco se arrimaban al ángulo estratégico que el muchacho estaba buscando. Trató de imaginar qué dirían Gasky, Méredith o el conde si estuvieran en su lugar. Gligette lo seguía mirando, esperando su respuesta.

Finalmente decidió ser sincero y directo.

—... Jesso busca reunir los seis canalizadores de los ángeles. Yo fui el guardián de la gema de Potsol, pero... fallé en protegerla. Creemos que una de esas reliquias se encuentra aquí. Los ojos de Tatiana.

La Gran Maestra arqueó las cejas y sonrió con escepticismo.

—¿Te refieres a la reliquia que Daltos devoró? —preguntó—. ¿Cómo vino a parar a este lugar?

—No lo sabemos —admitió el muchacho—. Pero Jessio posee el libro de Maldoror. Y de acuerdo al señor Gasky, allí dice que los ojos de Tatiana están en esta torre.

—Gasky es un renombrado historiador del continente de Dánnuca —intervino Agathón—. ¿Lo conoce, Gran Maestra?

—No tengo el gusto —replicó ella y siguió centrándose en Winger—. ¿Y para qué quiere Jessio de Kahani los seis canalizadores?

—Para...

Winger buscó apoyo en Rupel.

Ella lo animó a seguir hablando.

Él entonces se esforzó por mostrarse auténtico al sentenciar:

—Para esclavizar a Daltos...

De manera abrupta y repentina, Gligette estalló en una carcajada resonante. Rupel y Winger se mostraron desconcertados. Agathón, en cambio, acompañó la risa de la mujer. Y cuando ella recobró la compostura, luego de secarse algunas lágrimas, habló de manera conmiserativa:

—Winger de Catalsia, ¿sabes lo que es una epifanía?

No lo sabía, pero Rupel respondió en su lugar:

—La revelación de un ser divino.

Gligette asintió.

—Hace veinte años, todos en esta Torre presenciamos una auténtica epifanía. Riblast sobrevoló la meseta de Cobalto bajo la forma de un pájaro blanco. Un cisne. La niebla se tiñó de oro. Los dragones se amansaron. Y el dios se posó en la terraza del piso 77. ¿Sabes a quién vino a buscar?

El muchacho suspiró resignado.

—A Jessio.

Gligette volvió a asentir.

—Ese día, Jessio fue nombrado guerrero de Riblast. Se le encomendó la tarea de buscar la corona de Pietrabel y, con la ayuda de otros dos, ponerle fin a la Era de la Lluvia. En esta Torre veneramos a los seis Protectores por igual. No poseemos preferencias. Pero hay que admitir que la aparición de un ser divino es algo que encandilaría a cualquier mortal. Dime, Winger, ¿por qué un elegido por Riblast quiere someter a Daltos? ¿Es acaso parte del plan del Cisne?

Winger se había quedado sin palabras. Él mismo comprendía que era muy difícil ofrecer semejante historia y esperar aceptación incondicional.

—Jessio ya no es un guerrero de Riblast... —fue lo único que pudo contestar.

La Gran Maestra desestimó la respuesta con un ademán. No era un gesto despectivo, sino que por primera vez en la charla estaba mostrando un poco de compasión.

—En el pasado, la Torre de Altaria tenía el control para decidir quién podía habitarla y quién no. Hoy es Párima quien demanda y tiene la última palabra. Pero a diferencia de lo que nos ocurre con ustedes, la presencia de Jessio no nos importuna. —Los ojos de águila de Gligette se posaron filosos sobre Agathón—. Como Gran Maestra de este centro de estudios mágicos, los invito a utilizar nuestras instalaciones durante el tiempo que consideren necesario. Si mientras tanto quieren tratar de detener a Jessio, nosotros no nos opondremos. Pero tampoco esperen nuestra colaboración. En este asunto, están solos.

Habiendo terminado con todo lo que tenía para decir, Gligette acompañó a los visitantes hasta la puerta de su despacho.

—Vanesa —le habló a la misma chica que había explicado a Winger el funcionamiento del disco elevador—. Enséñales algunos puntos relevantes de la Torre y luego condúcelos hasta su dormitorio.

La asistente hubiera preferido ser enviada a limpiar los excrementos de los dragones. O al menos eso sugería la expresión en su cara.

—Por supuesto, maestra —aceptó sin protestar.

Y guió a la comitiva de Párima de regreso al disco elevador.

—La Torre de Altaria cuenta con 99 niveles o pisos —explicó la asistente de la Gran Maestra mientras la plataforma circular descendía—. Los visitantes ordinarios solo pueden acceder a determinados espacios comunes, como los comedores 1, 2 y 4, las salas de recreación en los pisos 16 y 31, el invernáculo B, las terrazas de la primera a la quinta, el observatorio del piso 70, la Biblioteca Hexagonal, el gran auditorio del piso 41...

—¡E-espera! —trató Winger de frenarla mientras buscaba algo para anotar—. Dijiste la biblioteca, las terrazas... ¿Y dónde están los baños...?

—Tranquilo. Disfruta del paseo guiado —le indicó Agathón—. Luego te señalaré dónde están los lugares más interesantes.

—De acuerdo...

—¿Y qué pasa si entramos en una sección prohibida? —quiso saber Rupel.

—No pueden —contestó Vanesa cortante—. Los petroglifos los inmovilizarían.

—¿Y qué hay del piso donde se aloja Jessio? —preguntó el general—. ¿Compartiremos la misma casa de huéspedes?

—El señor Jessio de Kahani se encuentra en un nivel reservado para invitados especiales —respondió la asistente—. Por supuesto que visitantes ordinarios no pueden acceder ahí.

—Qué problema... —murmuró Agathón. Y dedicó a Winger una mirada que insinuaba desafío.

El disco elevador se detuvo en el nivel 16. De acuerdo con los símbolos luminosos que emergían del suelo, se hallaban en una de las salas de recreación.

Los ventanales en aquel piso eran amplios y estaban encantados: filtraban el polvo y la neblina del exterior de modo tal que la luz que ingresaba era similar a la de un bello día soleado en otras latitudes del continente.

Aprendices y tutores conversaban distendidos sobre amplios sillones. Dos profesores se batían en un duelo dialéctico con un círculo de oyentes alrededor. Un rincón había sido acustisado con magia para aquellos que preferían repasar material de estudio en silencio, o simplemente disfrutar de alguna novela de amor o de suspenso.

Desatento a los ojos suspicaces con los que sus pares lo observaban, Winger se sintió más intrigado por dos Sigilarias que iban y venían por el lugar. Uno se estiraba hasta el techo y tenía seis brazos. Cualquiera hubiera pensado que se trataba de un engendro de combate, si no hubiera sido por los plumeros y franelas que blandía sobre repisas y lámparas. El otro era muy pequeño, aplanado, y se mostraba gustoso succionando la suciedad del suelo con su boca ancha.

—Pueden pasar su tiempo libre en esta sala, si así lo desean —comentó Vanesa—. Recuerden que los Sigilarias siempre estarán a su servicio. Sigamos.

La asistente los condujo con profesionalismo a través de varias de las instalaciones del edificio. A pesar de su apatía, parecía tener bastante experiencia como guía de visitantes. Les enseñó uno de los comedores junto con los horarios de las comidas, una de las siete terrazas, el piso de enfermería, el observatorio de astronomía, un inmenso jardín invernadero que no tenía nada que envidiar a cualquier parque urbano. De hecho, Altaria era una auténtica ciudad vertical, autónoma y con la ventaja de la magia para resolver las vicisitudes de quienes albergaba. No por nada su fama trascendía las épocas. No por nada los países habían batallado tanto para conquistarla...

—Estamos en el piso 41, donde se encuentra el auditorio principal —continuó enseñándoles la asistente—. Aquí se imparten las clases magistrales, y son de asistencia libre, incluso para los visitantes ordinarios. Dentro de uno días habrá una sobre fundamentos de la magia arcaica. En este piso también hay un laboratorio experimental y varias aulas regulares, aunque no pueden acceder a estos espacios sin el puntaje correspondiente...

—Disculpe, señorita —interrumpió Rupel el largo y monótono discurso de Vanesa—. Me gustaría que nos explique un poco acerca de cómo es que se aprende en esta Torre.

Vanesa resopló sin disimular su disgusto.

—No espere comprender la ingeniería de esta honorable casa de estudio en un simple recorrido superficial, señorita. Cuando un aprendiz es aceptado, posee libertad para asistir a las clases que considere convenientes para su formación. Puede optar por un tutor, o puede formar parte de grupos de estudio. Incluso puede aprender de manera autodidacta. Aquí cada persona sigue su propio camino de conocimiento. Ahora bien. Eso no significa holgazanería, o falta de rigurosidad. Hay un sistema de puntos que indica no solo a qué niveles de complejidad puede acceder un estudiante, sino que también define su estadía o expulsión de la Torre. Como le gusta decir a la Gran Maestra: aquí nadie está en vano...

—Excelente exposición, señorita —la felicitó Rupel, muy sonriente—. ¿Y cómo se ganan esos puntos?

Vanesa volvió a resoplar.

—Rindiendo exámenes, completando tareas especiales impartidas por los tutores y los maestros, haciendo aportes de distinta índole al avance de la Torre. Dudo que nada de eso les sea de utilidad en su breve estadía, señorita...

—Pero podemos ganar puntos —quiso corroborar Rupel.

—Pero pueden ganar puntos —corroboró Vanesa.

—Genial. No más preguntas, señorita.

Mientras caminaban de regreso al disco elevador, Winger se acercó a su compañera y le habló en voz baja:

—¿Piensas asistir a algunas clases?

—No, pero pensé que a ti sí te interesaría. Además, creo que ese tema de los puntos para ganar algunos beneficios puede abrirnos más puertas en este lugar. Literalmente.

El último lugar que Vanesa les mostró fue la Biblioteca Hexagonal, en el piso 50. La cantidad de recetas mágicas que había en ese recinto, de tratados filosóficos y refutaciones de esos tratados y refutaciones de las refutaciones, de biografías de magos ilusorios y países inexistentes, de fórmulas alquímicas acabadas con orgullo o abandonadas por la mitad, era rotundamente incalculable. Y no por falta de mérito de los bibliotecarios (la rigurosidad de Gligette jamás lo permitiría). Diseminados a través de los anaqueles laberínticos como animales en el bosque, los libros cambiaban de lugar, o de título, o se duplicaban, o se volvían intangibles con el pasar de los siglos. Como si se tratase de un organismo dinámico y con propia voluntad, la Biblioteca Hexagonal invitaba a ser recorrida y dejarse llevar por un pálpito. Cualquier plan sistemático para abordarla fracasaría. Cualquier mapa racional solo acabaría llevando al explorador de regreso al vestíbulo.

Cuánta pena sintió Winger al constatar que, en ese momento, no irían más allá del mostrador de recepción. Sin dejarse desanimar, partió del piso 50 prometiéndose que pronto regresaría para perderse entre las letras.

El recorrido por la Torre terminó en el nivel 29, uno de los dos destinados para los huéspedes. La habitación que se le asignó a la comitiva de Párima era larga y contaba con muchos camastros, separados entre sí por mamparas que brindaban un poco de intimidad.

—Los dormitorios de este piso comparten un baño comunitario y un lavadero que podrán hallar al final del pasillo. No está permitido traer comida ni animales a las habitaciones. De momento son los únicos huéspedes en este piso, pero procuren de todas formas mantener el silencio y el orden. Si tienen alguna duda, pueden compartirla con nosotros los asistentes, o busquen a los Sigilarias. Que tengan una buena tarde.

Vanesa partió antes de que alguien pudiera hacerle más preguntas.

Mientras Agathón y sus soldados se sacaban las botas y se apoderaban de la habitación a su manera, Winger y Rupel se sentaron en una cama, la más cercana a la puerta, a conversar.

—Bueno... —dijo la pelirroja y suspiró—. Ya estamos aquí.

—Sí... —musitó su compañero—. Me pregunto cómo haremos para acercarnos a Jessio. ¿Llegaste a verlo hoy?

—Arriba a la derecha, en el entrepiso, ¿cierto? Estaba junto a un hombre de cabello castaño claro que tenía el mismo tipo de insignia que Gligette. Tal vez era otro Pilar de la Torre.

—Esto está difícil... —masculló Winger con amargura.

"Ir a la Torre y tratar de detener a Jessio."

Qué ingenuo sonaba ese plan ahora. Un poco desesperanzado, deseó que a Méredith y a Demián les estuviera yendo mejor que a ellos...

—Oye, no te des por vencido —trató ella de alentarlo—. Apenas acabamos de llegar. ¿Acaso te pareció que Jessio nos miraba cómodamente? Seguro que está tan nervioso como lo estás tú. Además —agregó y se acercó a hablarle en un susurro—, no te olvides de que tenemos a Agathón de nuestro lado. Tal vez no te hayas dado cuenta, pero ahora mismo él es la máxima autoridad en este lugar. No Gligette.

—Es verdad... No había pensado en eso.

Rupel tenía razón. Por más imponente que fuera la Torre y su reputación milenaria, y por mucho que no les gustara a aquellos magos, actualmente solo era otra institución bajo el poder de Párima. Si estaban atentos y sabían aprovechar las oportunidades, tal vez lograrían frustrar los planes de Jessio y de Neón.

—¡De acuerdo! —exclamó Rupel y se puso de pie—. ¿Es temprano para ir a cenar? Tanta información me dio hambre.

Un poco más optimista, Winger aceptó la propuesta de bajar al comedor. Todavía tenía el estómago cerrado por los nervios, no podía negarlo, pero estaba dispuesto a hacerle compañía a la persona que siempre conseguía elevarlo.


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Esa noche, cuando muy poco movimiento quedaba en la Torre y solo patrullaban los Sigilarias, una reunión tuvo lugar en el despacho de la Gran Maestra. No era secreta, pero sí era privada. Solo estaban presentes los cuatro Pilares y el invitado de honor con el obsequio que desde su llegada les había prometido.

La disposición de la oficina había vuelto a cambiar. Cinco sillas formaban una estrella en torno a una mesa baja, sobre la cual había una caja de madera.

Jessio procedió a deshacer el encantamiento protector y la abrió. Extrajo del interior un fardo de cuero de demonio, también encantado, y al desenvolverlo provocó que los ojos de Gligette se iluminaran.

—Así que este es el libro de Maldoror —murmuró la Gran Maestra con disimulada aunque incontenible fascinación—. Según afirmas, claro...

—Estos caracteres no corresponden al siglo nueve del séptimo milenio —observó el Pilar del Sur—. ¿No es una señal de que el libro es apócrifo?

—Lo sería si los caracteres fueran más recientes —acotó Evan—. Pero, de hecho, son aún más antiguos. Datan de inicios del séptimo milenio.

—Lindan con la primera lengua... —musitó asombrado el Pilar del Sur.

—El libro tiene muchas particularidades —acotó Jessio—. Varios fragmentos se encuentran encriptados, algunas páginas han sido rasgadas... Sin duda el misterio es su mayor característica. Desde las razones de su gestación hasta el sitio donde se ocultó durante milenios.

—Hablando de eso —intervino Gligette—. ¿Nos recuerdas cómo fue que hallaste semejante objeto histórico?

—En medio del conflicto bélico entre Catalsia y Pillón, el palacio de gobierno de Battlos fue el escenario de una batalla feroz. El suelo y las paredes se quebraron por la violencia del enfrentamiento, y fue entonces cuando el compartimento secreto que albergaba al libro quedó expuesto. Ni más ni menos que debajo del trono que alguna vez ocupó Maldoror.

—La guerra abrió paso a un descubrimiento trascendental —reflexionó el Pilar del Sur—. El destino es muy curioso, sí...

—Claro, el destino —dijo Gligette con una sonrisa escéptica—. Pero no es un asunto que venga al caso. Supongo que podemos hacer la prueba del Libro Viviente para disipar algunas dudas respecto de la autenticidad de este ejemplar. De ser real, sería un gran aporte para la Biblioteca Hexagonal.

—Este libro está atado a esta Torre —señaló Jessio—. Esta donación no solo es en señal de agradecimiento para con ustedes, quienes fueron mi hogar durante mi juventud, sino que además es lo correcto.

—¿Te refieres a la historia sobre el cofre de Maldoror? —preguntó el Pilar del Sur, sorprendido—. Pero eso es casi una leyenda...

—Tal vez lo sea, pero así lo considero —repuso el hechicero de Kahani—. El libro de Maldoror debe estar aquí.

—En nombre de nosotros cuatro, te doy las gracias —respondió Gligette, y Evan y el Pilar del Sur acompañaron su gratitud—. Por cierto, Jessio. Hoy ha arribado una comitiva oficial de Párima con algunas personas que no parecen tener la mejor imagen de ti...

—Estoy al tanto —afirmó el hechicero—. Entre ellos se encuentra un joven que supo ser mi discípulo, y que ha ocasionado grandes problemas en el continente de Dánnuca. Sería prudente mantenerlo vigilado.

—Mis Sigilarias nos informarán acerca de cualquier actitud sospechosa que perciban —señaló el Pilar del Sur.

—Como sea —prosiguió Gligette—, tal vez sea saludable para todos que eviten cruzarse en los pasillos. Su mutua animadversión no le compete a nuestra Torre, Jessio.

—Por supuesto —reconoció él.

—Bien —concluyó la Gran Maestra—. Habiendo aclarado esto, creo que por hoy podemos dar por finalizada esta...

Una mano arrugada y huesuda se alzó para interrumpir a Gligette. Intrigada, ella cedió la palabra.

—Mis dragones nos protegen de los peligros del exterior —dijo el Pilar del Oeste—. Pero poco pueden hacer si las amenazas están adentro.

Un silencio extraño y pesado bajó desde el alto techo. Todos se quedaron esperando una aclaración. Pero el Pilar del Oeste no volvió a abrir la boca.

—Sí... —masculló Gligette con incomodidad—. Terminemos por esta noche —propuso con mayor énfasis. Y mientras se levantaban de sus asientos, comentó—: Hay expectativa por tu clase magistral, Jessio. No nos decepciones.

El hechicero de Kahani hizo un gesto amable, saludó con una inclinación de cabeza y emprendió el regreso hacia su alcoba. Evan quiso acompañarlo, pero esta vez optó por la soledad. Todavía tenía trabajo por hacer.

Se sentó frente a su escritorio. Hizo a un lado la bandeja ensangrentada. En su interior estaban las semillas del árbol Arrevius. Una había sido destruida. Otra tenía grietas. Solo una quedaba intacta. Creía haber resuelto el enigma de la manzana de Oro. El pronto arribo de Legión le daría o no la razón.

Abrió el cajón de la izquierda. Donde antes había estado guardado el libro de Maldoror, ahora solo quedaban páginas arrancadas y pergaminos con anotaciones.

Si Jessio decidió deshacerse del libro era claramente porque ya no lo necesitaba. Había extraído de él toda su esencia. Ahora solo le faltaba resolver el acertijo final del alquimista. El más arduo de todos. El que hablaba de los ojos de Tatiana y los ligaba con los orígenes de la Torre. Si sus sospechas eran ciertas, Altaría tenía que caer.

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