XXVI: Agathón (parte 2/2)
Cólera y Angustia soltaron chillidos desgarradores. Aquellos que se habían asomado desde las gradas se echaron hacia atrás con espanto. Pero el susto no solo había alcanzado a los espectadores; Milau estaba tratando de generar desconcierto entre sus rivales mientras rearmaba su estrategia.
Melancolía por fin se liberó de su aprisionamiento y se reunió con sus dos hermanos.
Los tres fantasmas quedaron alineados frente al conde. En cada uno plantó con conjuro, y a cada uno le asignó una instrucción particular.
La maniobra no pasó desapercibida ni para Agathón ni para sus coroneles.
Los fantasmas retornaron al combate una vez más.
Angustia se arrojó con la velocidad de una saeta contra el joven general, quien no tuvo dificultades para esquivarlo.
Cólera y Melancolía avanzaron hacia Knossos y Schum, pero no los atacaron directamente. Volaban trazando un patrón sospechoso: el fantasma rojo formaba un ocho mientras se movía entre los coroneles; el fantasma azul orbitaba alrededor de su hermano y sus dos enemigos describiendo una elipse.
Agathón creyó haber descubierto lo que Milau estaba planeando. Arrojó su hacha hacia arriba y le lanzó una patada a Angustia. El fantasma amarillo esquivó el golpe, pero el hacha gigante le cayó justo encima, partiéndolo en dos.
Angustia entonces estalló liberando una nube de humo, aunque no llegó a afectar al general debido a la distancia.
—No los toquen —advirtió Agathón a sus subordinados—. El señor conde debe haber instalado hechizos-trampa en cada uno de ellos.
—Atacarlos desde lejos... —masculló el demi-humano con su garrote en alto.
—Pero son escurridizos —acotó Schum, quien disparaba su Rayo de Luz sin poder alcanzar a los fantasmas. Mientras trataba de apuntar, algo llamó su atención—: Knossos, el piso...
Pequeños escombros que se habían ido desprendiendo durante el enfrentamiento estaban siendo movidos por una energía invisible.
—Nos está arrastrando... —masculló Knossos y señaló a Cólera, quien se había detenido justo entre los coroneles—. ¡Schum, el rojo nos está arrastrando hacia él!
Cólera había dejado de moverse. Ubicado entre los dos soldados, la fuerza atrayente que emanaba se iba haciendo más poderosa.
—¡Eres mío! ¡Rayo de Luz!
Schum atravesó a Cólera con su disparo. Las llamas rojas se extinguieron, y lo que el conde Milau había puesto en su interior quedó al descubierto:
Una esfera diminuta con un brillo de plata.
Agathón reconoció lo que eso era.
—¡Knossos, Schum, salgan de ahí!
Los coroneles trataron de correr en direcciones opuestas, pero la gravedad ya era demasiado pesada.
Desde la distancia, Milau activó la fase final de su conjuro con un choque de palmas:
—¡Gran Colapso!
El espacio se contrajo de golpe. Hubo un rugido ensordecedor. Durante un brevísimo lapso de tiempo, el área equivalente a una esfera de cinco metros de diámetro quedó reducida a aquel diminuto punto brillante. Y cuando el efecto se disipó y la escena regresó a la normalidad, los dos coroneles cayeron vencidos entre los restos de la devastación.
En las tribunas había silencio. Los corazones estaban inhibidos y las bocas abiertas.
El combate ahora se había vuelto de uno contra uno.
Agathón esperó paciente hasta que el efecto de la Cortina de Humo se disipó y recuperó su hacha.
—Señor Milau... —susurró—. Usted me ha usado para eliminar a mis compañeros.
El conde no se inmutó. Con un gesto llamó a Melancolía, quien había escapado de la implosión y fue a posarse sobre su hombro derecho.
La suposición de Agathón era acertada. Ese había sido el propósito del conde.
Milau había notado que a pesar de que al inicio del combate Agathón se había mantenido al margen de lo que hacían sus dos subalternos, conforme la lucha fue agitándose comenzó a darles sutiles indicaciones, suregencias. El Gran Colapso era un hechizo poderoso, pero precisaba tiempo. El plan de Milau requería que ninguno de los coroneles arremetiera contra Cólera; no hasta que el campo gravitatorio que se gestaba en su interior fuera lo suficientemente intenso. La advertencia de Agathón fue lo que movió a sus hombres a una prudencia excesiva que les costó la derrota.
—Dígame, señor Milau —preguntó el general—. ¿Ese fantasma azul también está encantado?
Milau recogió su Martillo de Hielo Perpetuo y Melancolía se enrolló en el arma como una serpiente.
—¿Por qué no lo averiguas por ti mismo?
La invitación del conde fue bien recibida por Agathón, quien se lanzó eufórico a la lucha. Blandió su hacha dos veces:
—¡Doble Aero-Daga!
El ataque de viento cortante se abrió hacia los lados para emboscar al conde con un movimiento de pinza.
Melancolía mordió el disparo que llegó desde la derecha.
—¡Crisálida!
Un tajo profundo laceró la mano izquierda de Milau al detener el segundo corte directamente. El sacrificio fue justificado, pues el inmortal anticipó que su rival lo atacaría de frente.
Agathón contorsionó el cuerpo, sus músculos se tensaron al máximo y se precipitó hacia el conde como un trompo filoso. Milau bloqueó el hacha con su martillo; sintió la estridencia del choque. A pesar de que Agathón solo estaba empleando fuerza bruta, su vitalidad y resistencia eran extraordinarias.
Sin destrabar armas, el general dio un salto giratorio hacia atrás y trató de alcanzar al conde con una patada descendente. Melancolía se movió con velocidad y consiguió amortiguar el impacto, aunque aún así Milau experimentó el peso del golpe demoledor de Agathon.
Contemplar al general en acción era un espectáculo digno de alabanza. Y aún cuando ni Winger, ni Méredith, ni ninguno de los presentes acababa de entender cuál era el trasfondo real de aquel combate de exhibición, lo cierto era que en esos momentos la reputación de Agathón estaba creciendo, incluso entre los miembros de la milicia que le tenían rechazo.
Melancolía trató de morder al general, pero este pisó al fantasma en la cara y se impulsó hacia atrás.
—¡Picos de Hielo!
Milau no pensaba dejarlo escapar.
Los disparos gélidos iban directo hacia el torso del general, quien logró clavar su hacha en el suelo y girar para evadirlos. Aferrado al mango de su arma, se propulsó de regresó hacia el conde.
La rodilla de Agathón se hundió en la quijada de Milau.
—¡Ráfaga de Viento!
Al borde de perder el conocimiento, Milau apuntó su mano libre contra el piso. Se proyectó hacia adelante y aventó el martillo.
El general recibió un golpe en pleno rostro.
Milau había hecho que Melancolía se mantuviera aferrado al mango de su arma de hielo. Jaló enérgicamente, trajo el martillo de regreso y volvió a aventarlo con un movimiento circular.
Aunque aturdido, Agathón llegó hasta su hacha y la usó para descargar un corte violento en el momento justo. Su destreza fue tal que logró partir en dos el Martillo de Hielo Perpetuo.
Las exclamaciones de asombro se multiplicaron por la sala de duelos.
Agathón dio un salto hacia atrás.
Milau no se amedrentó y replegó al fantasma azul hasta tenerlo en un puño:
—¡Paralizador!
Según se decía, aquel hechizo de Zacuón no detenía el tiempo de la víctima, sino que la petrificaba del miedo. El Paralizador no era un hechizo simple. Hubiese sido imposible invocarlo en el acto. Por eso Milau lo había grabado previamente en el interior de Melancolía.
El fantasma azul avanzó voraz hacia su objetivo.
Agathón encorvó la espalda y lo esquivó por muy poco.
El conde contrajo el brazo. El fantasma regresó con el tirón y abrió las fauces.
El general ya no pudo evitarlo.
—¡¡NO!! —gritó justo antes de que el Paralizador ingresara a su organismo a través de la pierna izquierda.
La corriente inmovilizadora recorrió su cuerpo.
Y antes de que alcanzara su mano derecha...
—¡Neurastasis!
Agathón hundió su dedo índice en el plexo solar. El conjuro de Zacuón detuvo su propagación y el general respiró agitado, débil, pero libre de cualquier tipo de parálisis.
—Acabas de hacer una apuesta muy arriesgada —murmuró el conde, no sin asombro por la astucia inagotable de su enemigo—. La Neurastasis obstruye la circulación de símbolos alquímicos y expulsa del usuario cualquier rastro de magia... Y eso incluye la tuya propia. En menos de un minuto serás incapaz de seguir utilizando hechizos.
Agathón sonrió impertinente.
—No necesito más que eso.
Alzó los brazos.
Su hacha empezó a girar.
En las gradas, los soldados que más lo conocían se echaron hacia adelante en sus asientos.
—¡La técnica imparable del general!
—Solo la vi una vez. ¡Prepárate para lo que sigue!
—¡Es el final del combate!
El hacha de Agathón cobró velocidad.
El aire a su alrededor zumbaba.
El filo de su doble hoja liberó destellos metálicos.
Y entonces un espejismo apareció.
"La técnica de Agathón se ha hecho famosa a través de las guerras", había explicado Matts, con apoyo de su tío Julius. "Solo la empleará si se siente en aprietos. Entonces la lucha habrá alcanzado su punto decisivo, pues según se rumorea, ya no habrá más nada que hacer."
Lo que había adentro del vórtice giratorio era una imagen de pesadilla.
¿Qué reflejaba?
El último día del amor. La tumba olvidada y sin vida. La trampa, el engaño. Los ojos con lágrimas de la decepción. Ríos de lava y seres queridos ardiendo en un caldo. Gangrena y bilis en los labios. Dientes clavados en riñas carnívoras. Hambre. Abandono. Asfixia, soledad y encierro. Ineptitud. El oro inalcanzable. El fin de la inocencia. Fiebre en verano. La montaña de culpas volcada sobre el arrepentimiento. El qué habría sido. El nunca será. El no mañana.
Para cada persona, la ilusión de Agathón representaba un cuadro distinto.
Y esta vez el horror se duplicaba en las pupilas del conde Milau.
«Debo intentarlo...»
El inmortal realizó una compleja invocación y acabó uniendo los brazos sobre el diafragma:
—¡Sueño Eterno!
El disparo centellante avanzó certero... Y se desvió en el último instante.
Había sido tragado por el disco giratorio de Agathón.
—¡No puede tocarlo!
—¡La técnica del general es ofensiva y defensiva a la vez!
—¡Nada puede detenerla!
Cada vez fue más evidente el cuantioso número de soldados que apoyaba al general Agathón. Los fanatizados superaban a los escépticos, y todos aguardaban el desenlace.
«Ese espejismo absorbe los hechizos del adversario», comprendió el conde, y supo que no valdría la pena continuar atacando frontalmente. Los símbolos de Yqmud y Zacuón se juntaron por última vez en su puño. Se agachó y golpeó el suelo con los nudillos:
—¡Cementerio del Fin del Mundo!
Grandes bloques de hielo brotaron como lápidas y se interpusieron en el camino que lo separaba de su rival.
—¡Es en vano!
—¡No se salvará con eso!
—¡El general ya ganó!
Agathón había estudiado magia en la Torre de Altaria, pero solo por un corto período. Dedicó esos pocos meses a perfeccionar un hechizo que le valió la expulsión. Lo cual no le importó en absoluto. Abandonó satisfecho la casa de los magos, llevándose consigo la técnica que ahora estaba a punto de desatar.
Sin dejar de sonreír nunca, bajó los brazos con un movimiento brusco y el disco de ilusiones salió disparado desde el hacha:
—¡Espejo de la Muerte!
Los símbolos de Zacuón se unieron con los de Daltos. El espejismo sombrío atravesó las lápidas defensivas del conde como si se tratara de un espíritu vengativo.
Finalmente, el Espejo de la Muerte alcanzó a Milau.
Hubo un fulgor seguido de oscuridad.
Silencio.
Y todos los ojos posados en la arena de combate.
El conde inmortal se había quedado inmóvil, de pie, con una expresión apagada en el rostro.
Había caído en un trance.
Las miradas seguían fijas. Nadie sabía qué hacer o decir.
Por su parte, Agathón avanzó despacio, atravesando el cementerio congelado en medio del cual un noble inmortal había quedado reducido a una triste estatua.
Méredith levantó la guardia al advertir que el general se dirigía hacia ella y Winger.
—¿Qué le has hecho? —inquirió con los ojos brillando en púrpura.
—El Espejo de la Muerte no es un conjuro con efectos físicos —explicó Agathón, dejando atrás al conde—. Atrapa la mente del adversario en una pesadilla personal de la que no puede salir por su propia cuenta. Lo liberaré cuando acabe este combate. —El júbilo iluminó la cara del joven general—. Ahora, será muy interesante pelear contra el traidor de Catalsia sin poder utilizar magia...
Agathón alzó su hacha de nuevo.
Se preparó para embestir.
Y algo se movió entre los bloques de hielo.
«El fantasma azul», comprendió.
Había creído que el último de los sirvientes emocionales de Milau desaparecería junto con la consciencia de su amo. Por lo visto, eso no había sucedido.
Melancolía saltó de una lápida a otra hasta que por fin mostró los dientes.
Agathón se cubrió con el hacha.
Melancolía pasó justo a su lado.
Y mordió al conde en las costillas.
Agathón percibió que una calamidad se le estaba abalanzando desde sus espaldas...
«Ya veo... Él supo que no podría evitar mi Espejo de la Muerte. Erigió su Cementerio del Fin del Mundo no para resguardarse, sino para generar un terreno propicio en el cual su fantasma azul pudiera ocultarse. Con anterioridad le inculcó la orden de atacarse a sí mismo cuando tuviera la oportunidad; quizás en el momento en que su Sueño Eterno me encandiló. Todo fue hecho para librarse del efecto de mi mejor hechizo... Admirable.»
La reflexión de Agathón duró el tiempo que tardó en voltear.
Se encontró con una bola de energía caótica:
—¡Distorsión!
El hechizo de Milau alcanzó al general en el abdomen. Su armadura se partió y destrozó varias tumbas al salir disparado hacia el muro circular, al borde del cual acabó tendido.
El inmortal se le acercó con un rostro insensible, su hombro y su costado sangrando, y sus largos dedos invocando la implacable Maldición Glacial.
Sin embargo, ya no tenía sentido usar otro hechizo.
Desde el suelo, con una mano en el vientre herido y un hilo de sangre brotando de su sonrisa inextinguible, Agathón echó a reír.
—¡La pelea fue excelente, mi estimado conde Milau! —dijo con dificultad debido al dolor—. Y nosotros la hemos perdido.
A pesar de que el conde Milau había logrado escapar del Espejo de la Muerte gracias a la mordida de Melancolía, eso no significaba que no habría secuelas. No por nada Agathón había sido expulsado de la Torre por crear un hechizo tan temible.
La atención del inmortal seguía puesta en la pesadilla vivenciada: una exageración al absurdo de los recuerdos dolorosos de una época muy distante...
—¡Rocío de Miel!
Sentada a su lado, Méredith se estaba ocupando de las heridas del conde. Les habían puesto a disposición una habitación privada, equipada con insumos médicos.
—Qué extraño —musitó la ilusionista mientras curaba el torso del inmortal—. A pesar de que la herida está abierta, casi no tienes sangre...
—Es debido a mi condición de inmortalidad —dijo Milau—. No te preocupes por ello.
—Ya veo... —murmuró ella—. Aún así, fue una mordida muy fuerte.
—Fue el único plan que vino a mi mente para intentar escapar del trance —explicó el conde—. Si no hubiésemos contado con información acerca de la técnica de Agathón, probablemente habría perdido el combate.
—Luchaste contra dos coroneles y un general —repuso Méredith—. No tienes nada que reprocharte.
—La pelea fue increíble, señor —agregó Winger—. Ese hechizo, Liberosis... ¿En verdad sus emociones abandonaron su cuerpo? ¿Cuánto tiempo tardarán en regresar?
Méredith entendía que su joven discípulo estuviera interesado en los detalles de la técnica del conde. Ella, sin embargo, no paraba de pensar en que al momento de decir en cuál de sus emociones depositar toda su confianza, Milau había elegido a Melancolía...
Algunos minutos más tarde, mientras Winger y Méredith acababan de ayudar al conde con sus vendajes, la pareja de guardias que los había estado escoltando ingresó a la habitación con un comunicado inesperado:
—El emperador está listo para recibirlos ahora.
Los tres aliados de Gasky se miraron.
—Nuestra misión aún no ha terminado —dijo Milau mientras se abotonaba la camisa con la mano sana.
Méredith se incorporó y fue a recoger el cofre con las misivas.
—Winger —le habló su maestra—, hasta ahora has desempeñado bien tu papel. Procura continuar así.
El muchacho de la capa roja asintió.
Justo después del combate, mientras los auxiliares del palacio se encargaban de asistir a los heridos, Winger había alzado la frente hacia el palco de gobierno y lo vio: un hombre mayor, anciano, con el cabello y la barba del color del acero y las cejas fruncidas, quien fue el primero en ponerse de pie y abandonar la sala de duelos.
Era el emperador Behemot.
Había llegado el momento de conocer al líder del país más poderoso del mundo.
La sala de audiencias del palacio de gobierno tenía doce sillas de piedra blanca dispuestas en semicírculo. No había mesa en el centro, pero sí un mapa tallado en el suelo que representaba el territorio conquistado por el imperio a través de las guerras.
Mientras se ubicaban en un banco largo enfrentado a los doce asientos, Winger se preguntó cada cuánto tendrían que actualizar el mapa, tallando nuevas regiones anexadas por el imperio.
Solo cuatro de las doce sillas se hallaban ocupadas en ese momento. Winger reconoció al general Lancer, el mismo que se había apropiado de la caja de congelación de Matts, y quien muy probablemente no lo recordaba. Los otros tres generales eran rostros desconocidos para el joven mago, cada uno ocupado atendiendo a funcionarios menores que entraban y salían de la habitación.
No pasó mucho tiempo antes de que las puertas se abrieran y el emperador de Párima hiciera su ingreso. Caminaba apurado, con los brazos cruzados en la espalda y el oído atento a las palabras de sus múltiples asistentes. Su edad rondaba los setenta años, con un cuerpo que parecía débil, pero unos ojos dotados de gran perspicacia. Evidentemente, no había sido la fuerza de combate lo que le había hecho ganar el asiento más importante entre los doce.
El general Agathón venía detrás del gobernante. Sus heridas también habían sido tratadas y ahora lucía su uniforme oficial. Knossos y Schum llegaron con él, aunque fueron a ocupar asientos secundarios, alejados del mapa de roca.
Uno de los guardias que había escoltado a los visitantes se acercó a la asistente personal del emperador y le dijo algo que ella transmitió al gobernante. Behemot tomó asiento y recién entonces miró a sus interlocutores.
—Conde Milau de la casa de Aerendel —dijo sin entusiasmo—. El general Agathón, aquí presente, tuvo la gentileza de orquestar semejante circo para permitirle una audiencia extraordinaria conmigo. Cuénteme, ¿cuál es el motivo de este encuentro?
El movimiento en la sala había cesado. Ahora todos los ojos estaban puestos en Milau y sus acompañantes.
—Honorable emperador de Párima —comenzó a hablar el inmortal—. A pesar de que compartimos la misma tierra natal, esta es la primera vez que nos vemos las caras, pues hace ya varios siglos que partí de este continente. Por desgracia, la razón de mi regreso está atada a una situación funesta. Tan grave es el estado de cosas que, quizás, ya no nos quede tiempo para evitar el desastre.
»Según he podido averiguar, hace dos semanas le fue otorgado al hechicero Jessio de Kahani un permiso para acceder a la Torre de Altaria, el cual carecería de validez sin consentimiento explícito de la cúpula de gobierno. Ignoro cuáles fueron los argumentos esgrimidos por este individuo, pero es mi obligación alertar que sus intenciones suponen un gran peligro no solo para los habitantes de Párima, sino para el mundo en su totalidad...
El conde hizo una pausa, tal vez esperando alguna pregunta por parte del emperador. Eso no ocurrió.
Méredith decidió tomar la palabra:
—Señor, mi nombre es Méredith de Catalsia, y soy la general de los ejércitos del reino. Jessio de Kahani es un criminal muy peligroso. Forma parte de una organización de asesinos del continente de Mélila conocida como Los Herederos, quienes en los últimos años han perpetrado atentados atroces, incluido el regicidio de Dolpan de la casa de Kyara. Pero Catalsia no es el único país que se ha visto afectado por el accionar de Jessio y sus secuaces. Como podrá usted constatar en los documentos que ahora pongo a su disposición —Méredith entregó el cofre con las misivas reales a la asistente de Behemot—, los gobernantes de Lucerna y Pillón también apoyan nuestro pedido de ayuda. No necesitamos recursos ni armas. Solamente que se nos permita el acceso a la Torre de Altaria para detener a Jessio de Kahani. El tiempo apremia...
Behemot la interrumpió con un gesto y llamó a su asistente para inspeccionar las misivas de Pales, Charlotte y Milégonas. Mientras el emperador abría los sobres lacrados, Winger paseó la vista por el recinto y se dio cuenta de que Agathón lo miraba desde su asiento.
La lectura de Behemot fue mucho más breve de lo que habían esperado. Constató la autenticidad de los sellos, revisó superficialmente el contenido de alguna de las tres cartas y las dejó a un lado, desestimándolas por completo.
Winger y Méredith no podían creer el grado de desinterés que aquel hombre estaba mostrándoles. Todos ellos habían hecho un gran esfuerzo para reunir y traer esas misivas, las cuales narraban el dolor de tres naciones. Ahora se topaban con una realidad muy dura: no habían servido para nada.
—Dígame de nuevo, conde Milau —se le dirigió Behemot—. ¿Hace cuánto tiempo que usted ya no habita en nuestra patria, exactamente?
—Trescientos noventa y cuatro años —respondió el inmortal con precisión.
—Ya veo... —musitó el emperador—. En esa época, el gobernante de Párima era Maccinos, ¿verdad? Según lo que consta en los registros oficiales, ustedes dos tuvieron una especie de altercado.
Milau se tomó su tiempo para contestar. Ahora le resultaba evidente que la demora de aquella audiencia no se debía solo a cuestiones de burocracia. El emperador había estado investigando acerca de su pasado.
—Para ese entonces, yo ya era un hombre retirado de la milicia —respondió—. El emperador Maccinos insistió en que volviera a asumir un rol activo en las campañas de conquista hacia el centro del continente. Rechacé la propuesta y opté por el camino del descubrimiento, que a la postre me condujo hasta el reino de Lucerna, mi hogar en la actualidad...
—¿Eso no es deserción? —intervino Agathón con curiosidad.
—El conde ya había cumplido con sus años de servicio —le contestó Behemot—. Las leyes de esta nación fueron hechas para humanos normales. Probablemente él aprovechó ese hueco legal para ignorar el llamado del emperador Maccinos...
—Serví a esta nación durante cien años —repuso el inmortal. Y por el tono molesto de su voz, Winger sospechó que el efecto de Liberosis ya se estaba desvaneciendo...—. Por otra parte, mi partida condujo a la expropiación de las tierras de mi familia. Lo que evidencia que mi decisión no fue sin consecuencias.
—Lo entiendo, señor Milau —dijo el emperador y se puso de pie. Caminó hasta pararse en el centro del mapa—. Usted saldó su deuda con esta nación hace muchos años. Es más, usted se encargó de romper todos los lazos que lo unían con Párima. Usted ya no le debe nada al imperio, y el imperio tampoco le debe nada a usted. ¿Con qué derecho acude ahora a pedir favores? ¿Por qué Párima debería permitirles acceder a un centro estratégico tan importante como lo es la Torre de Altaria en el reino de Tegrel? Me hablan de un individuo cuyo nombre jamás he escuchado... ¿Cómo dicen que se llama?
—Jessio de Kahani, señor —le contestó el general Lancer—. Si mal no recuerdo, fue el general Himbert quien le facilitó los permisos para entrar a la Torre.
—Jessio de Kahani es una eminencia en el campo de la magia, señor —acotó Agathón—. Un hombre muy respetado. Aunque yo no descartaría la advertencia que nuestros amigos nos traen el día de hoy...
—Solo pregunté su nombre —calló el emperador a los dos generales—. No me interesan las disputas coloridas entre magos y hechiceros. Tengo asuntos más importantes que atender antes que andar presenciando espectáculos circenses entre el revoltoso de nuestro general más joven y un héroe de guerra que reclama atención. No tengo nada más que agregar.
Behemot dio media vuelta y enfiló hacia la salida. Sus asistentes lo siguieron y los otros generales abandonaron sus asientos. La audiencia había concluido.
—¡El mundo peligra, tiene que escucharnos! —imploró Méredith una última vez—. ¡Si no detenemos a Jessio, él se apoderará de la voluntad del dios Daltos...!
—Vayan y adviértanselo a países que no sepan cómo defenderse —respondió el general Lancer en lugar del emperador, quien ni siquiera volteó para oír los reclamos.
Milau apretó los dientes con rabia. Winger ya no pudo sostener la pose de confianza.
Y cuando Behemot estaba a punto de cruzar el umbral...
Agathón le cortó el paso con su hacha.
Nadie se esperaba eso, ni siquiera sus propios hombres.
Los miembros de la guardia real alzaron sus armas. Sin embargo, ¿qué hubieran podido hacer? Si por algún incógnito capricho, Agathón hubiera querido acabar con la vida del gobernante, no lo habrían podido detener.
—Mi señor, le ruego que escuche a estas personas —pidió el joven general—. Tal vez sus advertencias sean relevantes para el futuro del imperio.
A la única persona en la sala a quien no descolocó la impertinencia de Agathón fue al mismísimo emperador Behemot. Lo miró con aburrimiento.
—¿Tantas ganas tienes de oírlos? —dijo el gobernante—. Entonces hazlo tú.
Agathón no insistió.
Se hizo a un lado y despidió al emperador con una reverencia.
La tensión que se había generado de manera abrupta se fue diluyendo poco a poco, conforme la sala de audiencias fue vaciándose. A los pocos minutos, solo quedaban Agathón, un puñado de servidores del palacio, y los tres visitantes cuyas demandas fueron desoídas.
El conde seguía visiblemente contrariado por el trato que habían recibido, y como Winger no tenía claro si su papel involucraba intervenir o no, fue Méredith quien se sintió en la obligación de dirigirse al general y ponerle fin al encuentro.
—Debemos agradecer su ayuda, señor —dijo ella, agachando la cabeza—. La suerte no nos ha favorecido, pero sin su colaboración no hubiéramos podido ni siquiera llegar hasta aquí. En nombre de las tres naciones que vinimos a representar, muchas gracias...
—¿En verdad creen que esta reunión fue infructífera? —preguntó el general con diversión—. El emperador es muy obstinado, y a eso lo sabe todo habitante de Párima. Pero a pesar de que no les dio un sí, lo más importante es que tampoco les dio un no.
Méredith se mostró confundida, al igual que sus dos compañeros. Agathón se esforzó en ser más claro:
—El emperador es un hombre muy ocupado, no tiene tiempo para evaluar por sí mismo cada situación que le es presentada. Lo cual no significa que se oponga a que ustedes accedan a la Torre. Tan solo no le interesa el asunto. Ustedes déjenlo en mis manos. Si Himbert logró que Jessio de Kahani llegara a la Torre, yo también lo puedo hacer.
—Pero entonces... —masculló Méredtih, quien no salía de su asombro—. ¿Usted nos cree, general?
Agathón arqueó una ceja.
—¿Acaso es necesario?
El joven general acompañó personalmente a sus tres invitados de honor hasta las puertas del palacio. Nadie se atrevió a hablar durante el camino. Ya estaban frente al primer peldaño de las escalinatas cuando Agathón dijo:
—Yo mismo los mantendré al tanto de las novedades. Mientras tanto, por favor, sigan disfrutando de las bondades de esta gran nación.
Winger, Méredith y Milau lo vieron alejarse por el pasillo, de regreso a las entrañas del palacio.
—¿Qué fue lo que pasó? —se animó a preguntar Winger.
Los otros dos no supieron qué contestarle.
Más temprano ese día, durante el combate, Milau había sabido reconocer el auténtico goce de Agathón. No era solo por el intercambio de golpes. Cada instante de la lucha, las estrategias, las trampas mentales, la lectura del rival, lo colmaba de un placer indescriptible.
Ahora el conde dejó que sus pensamientos volaran un poco más allá. El espectáculo frente a los miembros del ejército, la audiencia con el emperador, la sospechosa generosidad del hombre que había orquestado todo aquello... ¿Y si todo era parte del mismo juego que Agathón disfrutaba tanto jugar?
El efecto de Liberosis aún no se había acabado por completo. Quizás eso fue lo que impidió que Milau intuyera la amenaza que algún día Agathón iba a representar para el mundo entero.
De momento, sin embargo, la situación acababa de dar un vuelco inesperado.
La carrera hacia la Torre de Altaria continuaba.
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