XXVI: Agathón (parte 1/2)

El día de la audiencia con el emperador de Párima finalmente había llegado.

Dos miembros de la Guardia Inmisericordiosa transportaron a la comitiva integrada por el conde Milau, Méredith y Winger hasta la Plaza de la Conquista, el centro simbólico de Párima. A partir de allí, la diligencia no pudo continuar. La plaza estaba diseñada de tal modo que todo el que osara acudir al palacio de gobierno tendría que cruzar a pie un enorme predio de roca llana.

—Matts me dijo que hay una entrada directa en la parte de atrás del palacio, pero que es exclusiva para los funcionarios del gobierno —comentó Winger—. Las personas comunes debemos ir por el camino más largo...

Durante la tarde del día anterior, Matts se encargó de brindarles información acerca de lo que podría estarles esperando en el palacio, para de esta forma estar mejor preparados ante posibles eventualidades.

—La Plaza de la Conquista —musitó Méredith—. Lisa y vacía como una estepa, tal cual la describen los cronistas.

—Nada ha cambiado desde mis días —murmuró el conde Milau, sin nostalgia—. Una vasta superficie que supuestamente fue hecha para conglomerar al ejército. Lo cual nunca se hizo. En verdad solo se trata de una muestra del poder del imperio.

El sol acababa de salir y era una mañana inusualmente fría para ser verano.

Winger recorrió los alrededores con la mirada. La casa de la moneda, el departamento de guerra y tecnología, el tribunal de justicia y la catedral de la noche flanqueaban la plaza desértica como ministros monstruosos, grises y petrificados. Un viento frío los acompañó como una jauría de perros hasta las escalinatas del palacio de gobierno, el cual sobresalía como la madre de todas aquellas casas estatales. Más que un edificio administrativo parecía un bloque monolítico, tan contundente que daba la impresión de haber sido tallado de una sola roca. A pesar de que el palacio nunca había sido atacado directamente, los centinelas vigilaban rigurosamente desde las terrazas, con los cañones listos para disparar.

Catorce hombres armados dispuestos en dos filas custodiaban las puertas de ingreso. Solo el capitán de la guardia, un sujeto de edad avanzada, se movió de su lugar para autorizar el acceso de los tres visitantes. Winger nunca había visto unas puertas tan grandes y macizas. Las mismas estaban ornamentadas con figuras de bronce que formaban una montaña humana, todos aferrándose entre sí para no caer. Y por encima de la montaña, una luna creciente con un ser alado.

Era la representación de Daltos.

La deidad protectora de Párima sostenía una lanza con sus brazos largos, sus cuernos sobresaliendo hacia adelante. El dios de la oscuridad lo contemplaba todo desde las alturas, y era una imagen intimidante.

De repente se oyó un rugido y las puertas de hierro comenzaron a abrirse por sí solas. El piso bajo los pies temblaba.

Winger recordó entonces las indicaciones que Matts le había dado:

"Que no te amedrente ese truco. Las puertas se abren usando energía hidráulica y mecanismos de relojería. Todo el recorrido, desde la plaza vacía hasta la entrada al palacio, está pensado para debilitar emocionalmente a los visitantes antes de su encuentro con las autoridades."

«Lo entiendo, y aún así...»

El muchacho de la capa roja miró a su maestra y al conde, imperturbables frente a la ostentación de poder de Párima, y al atravesar el umbral sintió que un poco se contagiaba de la seguridad de ambos.

El jefe de la guardia los guió hasta la mesa de entrada, donde un soldado joven con una libreta en mano los recibió. Corroboró sus identidades y revisó el cofre con las misivas reales que Méredith resguardaba. Si bien el conde y la vampiresa eran las personalidades más importantes allí, aquel novato de la milicia sonrió interesado al identificar a Winger. Un tercer hombre, con una edad intermedia entre el veterano capitán y el soldado joven, se aseguró de que ninguno de ellos llevara armas escondidas.

Finalizado el protocolo de admisión, el capitán y sus dos subalternos condujeron a los visitantes a través de un largo corredor. Algunos trabajadores del palacio interrumpían momentáneamente sus obligaciones al verlos pasar.

—Son ellos —oyó Winger murmurar a alguien—. El señor Agathón siempre se sale con la suya...

Aquellas palabras no le trasmitieron tranquilidad...

—Así que... —dijo de pronto el soldado joven, quien no paraba de sonreír—. ¿Tú eres el famoso Winger?

La pregunta lo tomó desprevenido.

—¿Disculpa? —balbuceó.

—¡Winger de Catalsia! —respondió el novato, como si fuera lo más evidente del mundo—. El general nos ha hablado de ti. Estaba muy ansioso por el encuentro de hoy.

—Veo que el general Agathón tiene un contacto muy estrecho con sus hombres —comentó Méredith, como al pasar.

—¡El general es el mejor! —exclamó el joven soldado—. Lo acompañé en la campaña para reforzar las fronteras del norte, hace apenas dos lunas. No hay quien lo iguale en el campo de batalla...

—Estás hablando de más —amonestó el soldado adulto a su compañero—. Ustedes los nuevos deberían aprender cuál es su posición en el ejército.

—El general Agathón no opina lo mismo —contestó el novato, desafiante—. ¿Qué tiene de malo que exprese lo que pienso?

—¿Lo dices en serio? —repuso el soldado adulto—. ¿Qué demonios les está metiendo Agathón en la cabeza?

Winger miró a Milau con discreción. Supo que el conde estaba pensando lo mismo que él.

"En el ejército de Párima siempre ha habido facciones", les había dicho Matts. "Pero lo que está pasando alrededor de Agathón yo nunca lo había visto. Sus hombres le tienen una fidelidad fervorosa, al punto que no es extraño oírlos decir que pronto será el emperador. Los oficiales con más años de servicio no saben cómo reaccionar frente a este fanatismo. Siguen esperando que sea el mismo emperador Behemot quien haga algo al respecto..."

—Ustedes dos, silencio —reprendió el veterano capitán a sus dos subalternos—. Limítense a cumplir con su función de escoltas, o serán penalizados.

Los soldados acataron la orden de su superior y ya no volvieron a hablar.

Siguieron avanzando, internándose en las entrañas del palacio de gobierno. El piso se convirtió en escalones descendentes. Las paredes y el techo, en un túnel cada vez más oscuro. Winger llegó a detectar un último gesto de confirmación entre sus dos compañeros antes de quedar envueltos en la penumbra.

—Ya casi estamos allí —dijo el anciano, tal vez para aplacar la tensión de la marcha.

Winger respiró hondo. Vio luz al final del túnel, y dientes de una reja elevada. Un eco de murmullos multiplicándose se oyó adelante.

Salieron del túnel.

Habían arribado a un recinto grande y circular, con gradas y militares ocupándolas. Cientos de ellos. Recién al bajar la vista Winger se percató de que el suelo estaba hecho de tierra y rocas planas.

Se hallaban dentro de una inmensa arena de combate...

Las rejas descendieron de repente.

El camino de regreso había quedado bloqueado.

—Recuerda lo que hablamos, Winger —le susurró Méredith al oído.

El mago de la capa roja asintió de manera casi imperceptible.

Mientras tanto, el conde Milau se había adelantado algunos pasos y aguardaba. Exploró las tribunas. Los rostros de la milicia mostraban una curiosidad entusiasta. El palco principal tenía doce asientos, de los cuales solo cinco estaban ocupados. A pesar de que la distancia impedía reconocerlos, todo parecía indicar que se trataba del emperador Behemot y un puñado de sus generales.

¡Clang...!

Un sonido metálico irrumpió.

¡Clang...! ¡Clang...!

Provenía desde otro túnel, ubicado en el extremo opuesto de la arena. Se estaba acercando.

¡CLANG! ¡CLANG!

El murmullo en las gradas cesó. Ahora todos aguardaban la inminente llegada.

Desde el fondo del túnel, un resplandor intermitente comenzó a notarse. Eran chispas que nacían y desaparecían al instante, efecto del choque rítmico de un hacha gigante contra el suelo rocoso, primero a la izquierda y luego a la derecha.

El dueño del hacha cruzó el umbral.

Se trataba del general Agathón, quien vestía su armadura y era secundado por dos oficiales con insignias de coronel. Uno era alto y moreno, con el torso atlético de un soldado imbatible. Su nombre era Knossos. El otro era morbosamente obeso y tenía el cabello rojo con un corte de tazón. Su nombre era Schum.

Agathón detuvo sus pasos al mismo tiempo que el choque del hacha. El camino detrás de él había quedado marcado con surcos profundos.

—¡Conde Milau! ¡Conde Milau! —cantó el joven militar con una voz emocionada—. La cúspide del ejército de Párima se halla reunida hoy aquí para recibirlo. ¡Bienvenido sea usted!

El coronel Knossos golpeó un garrote metálico contra su mano libre.

El coronel Schum movió una cadena terminada en una bola de hierro.

El general Agathón avanzó un paso hacia el centro.

—Este país formidable a veces cae en el descuido de olvidar a sus héroes legendarios. ¡Por eso exigí el encuentro de hoy! —exclamó alzando los brazos hacia las gradas—. Grandes compañeros míos. Permítanme que los ayude a rememorar. ¡Recordemos todos juntos al héroe inmortal! ¡Milau de la casa de Aerendel!

Hubo risas animosas y algunos aplausos. El joven soldado que los había escoltado vitoreó con euforia a su general desde atrás de las rejas. Hubo así mismo rostros serios, endurecidos, aunque también atentos. Todos esperaban lo mismo:

—Esto no es una audiencia —masculló el conde—. Es un combate de exhibición.

Winger reprimió el impulso de alzar la guardia.

«Éste es el escenario que habíamos anticipado», comprendió. «Debo confiar en ellos... Y hacer mi parte.»

El mago de la capa roja frunció el entrecejo, se cruzó de brazos, y adoptó la postura más firme y confiada que pudo teatralizar.

Agathón sonrió complacido y levantó su arma:

—¡Meteoro!

Utilizando el hacha como canalizador, el general arremetió contra quien había sido llamado el traidor de Catalsia. El brillo carmesí del hechizo que tantas veces se había vuelto en su contra se reflejó en los ojos ambarinos de Winger...

"Agathón es un señor de la guerra, y su interés ahora está puesto en ti", le había recordado Méredith esa misma mañana, mientras viajaban en diligencia hacia el palacio. "No debemos bajar sus expectativas, ni tampoco darle tan fácilmente lo que anhela. Si él cree que eres el invencible traidor de Catalsia, en eso deberás convertirte."

"Sin embargo, no cualquier general de baja categoría está a la altura de Winger de los campos del sur de Catalsia", había acotado entonces el conde. "Si Agathón desea poner a prueba tus habilidades, primero tendrá que enfrentarse a mí. Y entonces yo les daré un recordatorio de por qué se me considera un héroe en este país..."

Winger sintió el calor del incendio que estaba por caerle encima. Sudó pero no se amedrentó. Sostendría la actuación. Confiaría en sus compañeros.

Entonces Milau dio un salto y se interpuso en el camino del Meteoro.

Sus manos unidas acababan de invocar los símbolos de Yqmud y de Zacuón.

El agua que atrapaba al tiempo y lo ahogaba.

El tiempo que detenía a las moléculas del agua.

Y entonces, el frío congelante, emergiendo a través de las palmas del guerrero inmortal:

¡Martillo de Hielo Perpetuo!

El arma mágica de Milau tenía un mango largo, una cabeza pesada y con forma de prisma hexagonal, y era del color azul de los glaciares. Ninguno de los presentes se dio cuenta de que ese diseño era un homenaje al martillo Celeste de Ánckar, uno de los tres ángeles de Zacuón.

El conde blandió su arma helada contra el Meteoro, haciéndolo estallar en el aire. Las ascuas cayeron sobre la arena de combate como granizo ardiente.

Agathón agrandó la sonrisa. Comprendió de inmediato que Milau no lo dejaría arrimarse a sus compañeros. No sin antes vencerlo a él. Aceptó el desafío, y con máxima satisfacción redobló la apuesta:

¡Lluvia de Meteoritos!

Las esferas de fuego brotaban del hacha del general como si de la boca de un cañón se tratara. Eran de un tamaño menor al de un Meteoro regular, similares a los Gemelos Escarlata de Winger, y no parecían apuntar contra ningún blanco definido. Los Meteoritos subían y luego bajaban, llenando la arena de combate de pequeños cráteres. Pronto quedó claro que no eran más que un espectáculo distractor, pues los hombres de Agathón se habían puesto en movimiento.

Knossos y Schum flanquearon al conde Milau. La intención de los coroneles era ir directo contra sus dos aliados.

Tal vez la determinación del guerrero inmortal no les había quedado clara.

¡Fuga de Tiempo!

Desplazándose con una agilidad inaudita, Milau arremetió contra Knossos. El hombre robusto se protegió con su garrote metálico, pero el golpe de martillo del conde fue tan contundente que lo aventó hasta uno de los cráteres.

Schum aprovechó que había sido ignorado para blandir su bola de hierro contra Winger y Méredith. Pero...

—¡Fuga de Tiempo!

El conde volvió a moverse a gran velocidad y propinó al obeso un puñetazo en la boca del estómago, cortándole la respiración.

—Observa, Winger —dijo Méredith con un tono de voz casual—. Los Meteoritos que se desvían hacia las gradas chocan contra una barrera mágica que protege al público. Muy ingenioso.

El muchacho entendió que su maestra intentaba desviar su atención, alejarlo de la preocupación de que un general y dos coroneles estaban tratando de cernirse sobre ellos. Relajarse en medio del caos no era tarea sencilla, pero aún así, lo intentó:

—¿Será alguna variación del Tetrágono de Cristal? —indagó casualmente.

—Es posible —respondió la ilusionista—. Aunque la forma circular de la arena no permite crear estructuras estables. ¿Cuántos vértices crees que tenga...?

Mientras ellos dos continuaban platicando de manera distendida, el clima del combate iba acalorándose. Ahora Knossos y Schum arremetían juntos contra el antiguo héroe de guerra, y a pesar de la lluvia de fuego eran incapaces de alcanzarlo debido a la ventaja que le otorgaba la Fuga de Tiempo. Cuidando que el estupor no se le notara en el rostro, Winger quería descifrar el funcionamiento de aquel hechizo de Zacuón. No se trataba simplemente de un incremento en la agilidad. Había algo extraño en los movimientos de Milau, en su velocidad de caída, en sus momentos de pausa...

Mientras tanto, Agathón seguía disparando, y se mostraba muy entusiasmado. Su cerebro talentoso ya había descifrado el truco del conde. Y estaba convencido de que sus dos subalternos lo harían en cualquier momento también.

Knossos embistió con el garrote.

Schum con la bola de hierro.

Milau los evadió de nuevo.

Entonces Schum hincó un pie en el piso y trajo de regreso su bola de hierro con un potente jalón.

La maniobra fue muy repentina y el conde no logró anticiparla. La trayectoria de la bola metálica apuntaba directo hacia su cabeza. Y en el momento del impacto...

Se desvió.

El brillo del descubrimiento atravesó los ojos pequeños del coronel Schum.

—¡Hmp! Así que una Campana del Caos... Te has salvado solo por eso.

Milau reactivó su velocidad, eliminó con su martillo dos Meteoritos que iban a caer cerca de Winger, y luego volvió a centrarse sus adversarios. Lo habían descubierto.

—Nadie puede robarse el tiempo —sentenció Knossos mientras apuntaba a su oponente con el garrote—. Tu Fuga del Tiempo te vuelve rápido, pero por un lapso muy corto. Luego tienes que resarcir el tiempo gastado.

—Para ser más exactos —acotó Schum—, tu hechizo comprime tres segundos en la mitad de un segundo. Es decir, la sexta parte. Pero entonces los cinco sextos robados se le añaden al siguiente período de tres segundos. Lo que equivale a decir que durante ese tiempo te mueves más lento...

La Tormenta de Meteoritos seguía cayendo.

«Debo acabar con esto ahora mismo», resolvió Milau.

Aventó su martillo inesperadamente hacia lo alto.

Los dos coroneles alzaron la vista.

«¡Ahora!»

Milau cerró su mano derecha; con la izquierda realizó una serie veloz de invocaciones alrededor del puño cerrado. De nuevo, símbolos de Yqmud y de Zacuón. Abrió la mano y un conjunto de argollas de hielo había aparecido.

¡Cadena de Frío!

El inmortal arremetió contra Knossos. Los aros se convirtieron en una cadena que envolvió al coronel. Sorprendido, el hombre de Agathón ejerció presión para romper la atadura.

—¡Knossos, no!

La advertencia de Schum fue en vano.

Cada eslabón estaba lleno de gas congelante. Y al partir la cadena, Knossos quedó atrapado en una nube de frío extremo.

—¡Ahora verás, Milau! —masculló el obeso, y una línea de símbolos alquímicos se desplazó desde su mano hasta la bola metálica—: ¡Estrella del Alba!

La esfera se tornó incandescente e irradió filosas agujas hechas de luz.

«Así que él también puede usar magia...», se dijo el inmortal.

Atrapó su martillo en caída. Encaró hacia su segundo oponente.

Y un mal presentimiento llegó desde atrás.

—¡NO VAS A DETENERME CON ESTO, MILAU!

El inmortal se dio vuelta. Un par de ojos rojos brillaban a través de la nube helada. Entonces una cabeza de toro emergió para embestirlo.

Ni siquiera la Campana del Caos era capaz de hacer nada contra las fuerzas misteriosas de un demi-humano.

Knossos atravesó el hombro izquierdo del conde con uno de sus cuernos.

«¡MILAU!», hubiese querido gritar Méredith.

Pero tenían que atenerse al plan... Miró a Winger, recordándole que aún en esos momentos no debía abandonar la pose de seguridad.

Milau forcejeó con Knossos hasta que pudo empujarlo y quitárselo de encima.

Tomó distancia para evaluar la situación.

El Martillo de Hielo Perpetuo se había desprendido de su mano.

Contempló a sus adversarios: Schum, quien parecía un gigante blandiendo al sol con una cadena. Knossos, la viva imagen del Demi-Toro de las leyendas de Ácropos.

Oyó los aplausos que llegaban desde las gradas; los militares estaban disfrutando. Agathón había dejado de disparar sus Meteoritos y se limitaba a observar, expectante.

Los había subestimado.

Sintió el húmedo calor en la mano con la que se había tocado la herida. Sintió el olor de su propia sangre. Hacía tanto tiempo que no batallaba en serio que sus reflejos parecían haberse atrofiado.

Pero un ser sin tiempo no se atrofia.

Solo se distrae del mundo y su devenir.

Los aplausos en las gradas cesaron de forma abrupta. La mirada furiosa del inmortal había calado en todas las almas.

El último héroe de la Gran Guerra acababa de despertar.

¡Espacio Liminal!

Milau liberó la Campana del Caos y una poderosa fuerza repelente se propagó a su alrededor. Todos los presentes sintieron la enorme presión. No era viento. Más bien se trataba del espacio empujando hacia afuera.

«¿Estuvo todo este tiempo envuelto en semejante campo de fuerzas?», pensó Méredith, impresionada, luchando para no ser arrastrado hacia atrás.

Knossos y Schum notaron que el conde ya preparaba un nuevo conjuro, y no se sentaron a esperar. El demi-humano bufó y volvió a embestir con su cornamenta por delante. El hombre con la Estrella del Alba hizo girar su arma mágica y la arrojó con violencia.

Pero ninguno de los dos alcanzó al inmortal. Ni siquiera se le habían acercado.

—¡¿Qué está pasando?! —balbuceó Schum.

—¡No puedo avanzar! —masculló Knossos.

Era como si estuviesen caminando en una pendiente de lodo. Sus pasos iban siempre hacia adelante, pero la distancia no se acortaba.

—Usen la misma lógica que con el hechizo de distorsión temporal —les sugirió Agathón desde lejos.

—Ya veo... —murmuró Knossos—. Si el espacio se estira en torno a él...

—¡Eso significa que desde otras direcciones se acorta! —comprendió Schum.

De nuevo hizo girar su esfera luminosa y la aventó hacia arriba, buscando alcanzar a su oponente desde un ángulo diferente. El movimiento funcionó: la Estrella del Alba descendió sobre el inmortal a gran velocidad.

El truco de Milau había sido descifrado por segunda vez, pero eso ya no importaba. Deshizo el Espacio Liminal y esquivó el golpe retrocediendo un paso. Solo había estado ganando tiempo para activar uno de sus conjuros secretos.

Se golpeó el hígado con el dedo meñique.

El riñón izquierdo con el índice.

El pulmón derecho con el pulgar.

Y finalmente, el pecho con la palma abierta.

Desde su espina vertebral brotaron tres fantasmas.

¡Liberosis!

Se trataba de entes sutiles, como hechos de fuego al mediodía. Uno era rojo, y se llamaba Cólera. Otro era azul, y se llamaba Melancolía. El tercero era amarillo, y se llamaba Angustia.

Durante los combates, las emociones intensas interfieren con el raciocinio y el buen juicio del peleador. Liberosis era la técnica que permitía expulsarlas del cuerpo temporalmente, no solo despejando la mente del usuario, sino también otorgándole aliados. Mientras más intenso sea su sentir, más poderosos serán sus fantasmas.

Angustia, Cólera y Melancolía se lanzaron contra los oficiales de Párima. Poseían una consciencia limitada, elemental, capaz de acatar órdenes simples. Angustia y Cólera apresaron los tobillos de Knossos, y Melancolía se estrelló contra la cara redonda de Schum.

—¡Fuga de Tiempo!

Milau recogió su martillo y fue directo hacia Agathón.

Sus armas soltaron chillidos de guerra al colisionar. El regocijo inundaba las facciones del general. Las del conde, por su parte, reflejaban una frialdad absoluta.

Agathón aprovechó el ralentizado que Milau debía pagar por su Fuga del Tiempo. Trató de atacarlo con su hacha, pero el inmortal había tomado la precaución de trabar el arma de su enemigo con la suya propia al momento del choque. El general no se rindió y decidió arremeter con un cabezazo.

Milau sintió el dolor del golpe en la frente. Trastabilló, pero entonces su velocidad regresó a la normalidad. Giró sobre sus talones y se valió de su martillo para lanzar a Agathón hacia las alturas.

Estando ahora en el aire, el joven militar rearmó su estrategia y preparó su hacha para soltar un corte al descender. Milau no lo dejó hacerlo: sostuvo su martillo verticalmente e invocó más magia de congelación. El mango de hielo se alargó de golpe, impactando contra el abdomen del general. Solo su armadura lo salvó de un par de costillas rotas.

Pero Agathón tenía reflejos agudísimos. Antes de que el mango acabara de crecer agarró con firmeza la cabeza del martillo y empleó su hacha para partirlo. Luego el general regresó al suelo con un arma en cada mano, dejando al conde con un largo bastón de hielo.

El inmortal no se inmutó. Su adversario había hecho una jugada demasiado arriesgada. Alzó una mano y exclamó:

—¡Paralizador!

Las armas pueden ser robadas en el campo de batalla. Y un hábito que Milau había adquirido durante sus años en el ejército era el de encantar sus herramientas de combate, de manera sigilosa y en medio del clamor de la lucha.

Pero Agathón era tan previsor como el conde, y así como él, también era conocedor de las astucias de la guerra. Se deshizo del objeto encantado lanzándolo al aire justo antes de que el hechizo restrictivo surtiera efecto.

Pero entonces...

—¡Presión a Chorro! —exclamó Agathón.

Y algo inesperado ocurrió.

El Martillo de Hielo Perpetuo, en pleno vuelo y antes de tocar el suelo, liberó un disparo de agua potente y veloz contra el conde. Este apenas llegó a interponer su bastón para cubrirse.

«¿Pero cuándo...?»

—¡Te tengo!

El conde aún trataba de entender lo que había sucedido la voz de triunfo de Schum lo sobresaltó. Por encima del hombro llegó a ver la esfera incandescente que se le arrimaba como el augurio de un día funesto.

La Estrella del Alba chocó contra el suelo con semejante brutalidad que acabó destruyéndose en una explosión de luz y calor. La onda expansiva atrapó a Milau y lo arrojó contra el muro que rodeaba la arena.

—¡Señor Milau!

Winger dejó escapar un grito, aunque pasó completamente desapercibido por la conmoción que había generado la inesperada caída del inmortal. Los oficiales que estaban sentados justo encima del lugar del impacto se asomaron para comprobar si había sido abatido.

A pesar de los escombros a su alrededor, Milau seguía consciente. Hincó una rodilla en el piso y dos de los fantasmas se acercaron a protegerlo. Eran el rojo y el amarillo.

«¿Dónde está Melancolía?»

El fantasma azul luchaba por liberarse de una pila de rocas que lo aprisionaba.

El conde ató cabos y trató de ordenar la secuencia de hechos que acababa de suceder:

«Agathón ha estado observando la pelea desde el comienzo. Debe haberse dado cuenta de que yo había encantado mi arma. A pesar de ello, se arriesgó a encantar el martillo con un segundo hechizo. ¿Cuándo? Solo pudo haber sido en el instante en que lo sujetó para partir el mango. Ha sido muy veloz... Y no solo eso. Cuando lo aventé hacia lo alto, tuvo acceso a todo el campo de batalla, y entonces notó que Schum acababa de derribar a Melancolía. Fue justo ahí cuando lo planificó todo. Encantó mi martillo con la Presión a Chorro, partió el mango, y regresó al suelo con él. Lo sostuvo a modo de provocación hasta que yo activé el Paralizador. Recién entonces lo soltó, de una manera aparentemente casual, aunque estaba apuntándolo hacia mí. En ese momento activó la Presión a Chorro, pero solo como una maniobra de distracción. Ya sabía que Schum estaba detrás de mí y que lograría tomarme desprevenido...»

Toda la secuencia no había durado ni siquiera diez segundos. Además, aún quedaban interrogantes sin contestar. ¿Agathón se había dejado golpear a propósito para ejecutar su táctica? ¿Había improvisado todo sobre la marcha? ¿Realmente sabía que el martillo tenía una maldición o solo lo intuyó?

Las emociones de Milau estaban aplacadas por efecto de Liberosis. Sin embargo, eso no le impidió reconocer que estaba enfrentándose a un genio. Había necesitado experimentarlo en carne propia para entender el por qué todos, de una forma u otra, consideraban que Agathón era tan especial. Y si algo tenía en claro era que no podría ganar si seguía luchando contra tres rivales a la vez.

Ahora mismo se ocuparía de eso.

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