XXIV: Las alcantarillas del imperio

Al día siguiente, Winger amaneció temprano. Se vistió en silencio para no despertar a Luke, tomó un desayuno veloz y estuvo listo para partir hacia la vivienda de Matts.

Se enteró por boca del señor Julius que Méredith aún no había regresado, y que el conde Milau había pasado toda la noche recluido en su estudio. Aquellos misteriosos bloques de piedra lo habían dejado desconcertado, y necesitaba cotejar sus pensamientos con los registros arqueológicos que tenía a su alcance.

Cuando el muchacho salió al exterior, se sorprendió de encontrar a Demián conversando en un círculo junto a los cinco miembros de la Guardia Inmisericordiosa.

—¡Winger! —lo llamó su amigo al verlo aparecer—. Te estábamos esperando. Pensamos que armar un torneo con eliminatorias sería una buena forma de variar la dinámica del entrenamiento. Y si logras convencer al conde para que participe, ya seríamos ocho. Tú tienes un poco más de afinidad con él.

—Lo siento mucho, Demián —se disculpó el mago—. Me estoy yendo a casa de... Bueno, tú sabes...

—Oh. Bien, lo entiendo —contestó el aventurero—. No pasa nada. Nos tendremos que conformar con una liga de seis.

Admirado por la moderación en las palabras de su amigo, Winger les deseó suerte con el entrenamiento y encaró hacia la salida.

Apenas había pisado tres peldaños cuando el aventurero acotó algo más:

—Envíale mis saludos a Rupel. ¡SOLAMENTE a Rupel!

—Harás que me ponga celoso... —balbuceó el mago en voz baja y se marchó.

El tío de Matts le había dibujado un mapa con el cual no le resultó difícil moverse a través de la capital. La mañana era calurosa y el joven oriundo del campo caminaba sin apuro, entretenido con detalles que le resultaban vistosos por ser inusuales o inexistentes en su tierra natal.

Por ejemplo, descubrió que un medio de transporte que empezaba a competir con los caballos y los carruajes era el velocípedo: una especie de caballete con volante sostenido sobre tres ruedas. El conductor del vehículo lo mantenía en movimiento mediante un mecanismo de cadenas y pedales.

También le resultó llamativo que muchos lugareños utilizaran correas para pasear a sus mascotas. Estaba casi seguro de que la gran mayoría eran perros, pero sus formas y pelajes distaban tanto de los que él había conocido, que tenía sus dudas. También vio a un pato con correa y a un mono.

Siguiendo a un simpático payaso que hacía piruetas sobre un monociclo mientras liberaba burbujas de colores con una manguera, acabó por llegar a su destino sin darse cuenta.

Le llamó la atención que la casa de Matts estuviera ubicada en la zona céntrica. La fachada de la vivienda estaba un poco descuidada, pero no dejaba de ser una construcción espaciosa. La puerta frontal no tenía aldaba, pero sí un curioso botón metálico. Winger estaba a punto de presionarlo cuando una explosión repentina lo sobresaltó.

¿Había sido eso un trueno en pleno día soleado?

Y más importante aún... ¿Había llegado desde el fondo de la casa de Matts?

Impactado por el estruendo, el visitante buscó una entrada lateral y encontró un portón de rejas abierto. Corrió hasta el patio trasero de la casa, el cual más bien parecía un depósito de chatarra y artefactos en desuso.

Una mancha negra en el suelo marcaba el sitio donde había ocurrido la explosión (o donde había caído el rayo). Y de pie sobre la mancha se hallaba el dueño de casa. El cabello enrulado del inventor ahora parecía un erizo con humo saliéndole de las puntas.

—¡¡Matts!!

Soria y Rupel saltaron desde atrás de una barricada y fueron a socorrerlo.

—¡Casi lo tengo! —farfulló Matts.

—Casi te matas —repuso Rupel.

—¡Winger! —exclamó Soria, siendo la primera en percatarse de su presencia.

—Matts... ¿Estás bien? —atinó a preguntar el visitante.

El inventor alzó un pulgar con una sonrisa.

—¡Llegas junto a tiempo!


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La sala de estar de la casa de Matts era al mismo tiempo su taller y espacio de trabajo, por lo que estaba llena de aparatos a medio armar que Winger no tenía idea de cómo se verían una vez finalizados, o para qué servirían...

Los fuelles y resortes colgaban de las repisas. Pilas de engranajes se amontonaban sobre la mesa junto con herramientas, las cuales también se hallaban desperdigadas por el suelo. El olor a aceite y lubricante lo invadía todo.

—¡Siéntete como en tu casa! —le indicó el inventor mientras tomaba un destornillador y se ponía a trabajar de manera automática en una pequeña caja metálica que encontró al pasar.

—Gracias... —respondió el mago y se hizo espacio en un sillón infestado de tuercas.

—¿Quieres un vaso de jugo de fresas? —le ofreció Rupel.

—Ella lo preparó esta mañana —acotó Soria—. ¡Está delicioso!

—¡Nada como el jugo frutal en verano! —exclamó Matts y le arrebató la jarra a la pelirroja—. Pero... ¿Qué tal un vaso bien helado?

El inventor introdujo la jarra en un dispositivo parecido a una caja fuerte. Cerró la portezuela, giró una perilla ubicada en uno de los lados del aparato y oprimió un gran botón azul. La caja empezó a vibrar violentamente.

Los dos chicas se echaron hacia atrás atemorizadas.

¡Ting!

Se escuchó el sonido de una campanilla al mismo tiempo que la caja expulsaba una nube gélida por una rejilla de ventilación.

Matts tomó la jarra con orgullo y llenó cuatro vasos.

—¡Está frío! —soltó Winger al probar su bebida—. Es un gran invento.

—¡Gracias! —dijo el anfitrión—. Y ustedes, señoritas —agregó apuntándolas con su destornillador—, espero que ahora mismo estén arrepintiéndose por su terrible desconfianza.

—De acuerdo, de acuerdo... —reconoció Rupel alzando los brazos—. Algunos de tus inventos sí funcionan.

—Amor, eres el mejor —comentó Soria y soltó una risita.

—¿Y cómo es qué funciona? —se atrevió Winger a preguntar—. ¿Están seguros de que esto no es magia?

Ese era el tipo de preguntas que Matts estaba esperando.

—Te lo mostraré.

El inventor utilizó sus herramientas para abrir la parte posterior de la caja refrigerante y un intrincado sistema de hilos rojizos, placas metálicas y prismas de cristal quedó a la vista.

—Son cables de cobre unidos a una aleación de metales conductores —explicó—. Y estos pequeñitos son cristales de cuarzo. Pero imagino que lo que a ti te volverá loco es lo que hay aquí detrás...

Matts movió con cuidado algunos cables para que Winger pudiera apreciar mejor el interior de la caja. Repartidas a través del circuito había varias tarjetas rectangulares con un brillo plateado. El mago reconoció de inmediato lo que estas tenían grabado en la superficie:

—¡Son símbolos alquímicos! —declaró—. Yqmud, Zacuón... Claro, es un conjuro de congelación. ¡Entonces sí es magia!

—No exactamente —repuso el inventor—. Verás, el nombre de mi madre era Lumir, y en su juventud trató de estudiar en la torre de Altaria. Fue expulsada a las dos semanas, y a pesar de haber sido bastante incompetente para la magia, su cerebro era el de una genia. Tras muchos años de investigación, experimentación y descubrimiento, ella encontró la forma de unir la ciencia humana con la de los dioses. Lo que estás viendo aquí es la complementación de ambos conocimientos. Mi madre fue la creadora de esta nueva tecnología. Y el corazón de su hallazgo es este...

Matts empleó sus herramientas para extraer con cuidado uno de los componentes del circuito. La tarjeta que ahora le tendía a Winger para que la inspeccionara no tenía un brillo de plata, sino de oro pálido.

—Lo que tienes en tu mano es una lámina de electro, una aleación de plata y oro que se extrae de las minas de la provincia Cuatro. En conjunción con el símbolo trazado en su superficie, es la pieza que pone a toda la maquinaria en funcionamiento.

Winger observó la lámina con detenimiento, analizando los trazos desconocidos que la atravesaban:

—¿Acaso es magia arcaica? —indagó con fascinación.

—Todo lo contrario. —Fue Rupel quien le contestó—. Es el símbolo de Ópicus. Alquimia moderna. La cual no se halla directamente asociada con ninguno de los dioses.

—Es el símbolo de la electricidad —puntualizó Matts—. Creado por los hombres para servir a la humanidad. Magia nueva.

—Magia eléctrica... —musitó Winger—. Increíble...

Recordó el trueno que resonó con su llegada. Se sorprendió al percatarse de que nunca se le hubiera ocurrido que pudiera haber otros símbolos, otros elementos...

De acuerdo con la interpretación tradicional, la magia surgía en base a la conjunción de tres componentes básicos:

La energía del mundo.

Los símbolos alquímicos.

Y la intención de los seres vivos.

La flecha, el arco y el arquero.

De alguna manera Lumir, la madre de Matts, había sido capaz de plasmar la esencia de la magia en sus máquinas, de modo tal que con la simple pulsación de un interruptor: ¡PUF! Bebidas heladas en pleno verano.

Winger sintió estallar su cabeza ante las infinitas posibilidades de esa tecnología, sus incontables usos...

Las alas de su imaginación apenas empezaban a desplegarse cuando lo espabiló el sonido de unas campanas tubulares.

Alguien había presionado el botón de la entrada.

Matts se llevó una mano a la cara.

—Oh, no... No me digas que es hoy...

El inventor se dirigió con pasos pesados hacia la puerta. Se oyó un intercambio forzado de saludos y regresó acompañado por tres hombres del ejército. Dos de ellos eran escoltas, y se quedaron apostados como estatuas en el pasillo. El tercero, con vistosas insignias en el pecho y en las hombreras, claramente era un oficial de alto rango.

La cara de fastidio del dueño de casa delataba que aquella era la visita más inoportuna.

—¡Arriba ese ánimo, Matts! —dijo el oficial y sacudió al inventor por los hombros—. No todo el mundo tiene el privilegio de recibir a un general en su vivienda.

El sujeto tenía una complexión delicada y un rostro estilizado y bien afeitado. Caminaba por la sala como si le perteneciera, y apenas si reparó en que había más personas allí.

—Cuéntame, muchacho, ¿en qué has estado trabajando este verano? —indagó el general mientras hurgaba sin discreción entre los estantes.

—Nada de interés para el ejército —contestó el inventor.

El visitante indeseado soltó una risa exagerada.

—¡Todo invento es de interés para el ejército! No te imaginas las maravillas que podríamos hacer tan solo con esa cajita congelante.

—Lo que usted diga, general Lancer...

El militar se acercó hasta la mesa y se apropió del vaso de jugo de Matts. Dio un gustoso sorbo y continuó con su recorrido entre los inventos.

Winger notó que aquel hombre estaba bastante familiarizado con los artefactos de Matts. Supuso que ese tipo de irrupciones no eran infrecuentes. Miró a Soria y a Rupel, quienes tampoco parecían estar al tanto de lo que estaba ocurriendo. Aún sin contar a los dos soldados firmes en el pasillo, la situación era muy incómoda...

—Por cierto, Matts —dijo el general Lancer en cierto momento—. Es mi deber informarte que los impuestos a la propiedad han vuelto a subir este mes.

—¡Pero si subieron en primavera! —protestó el inventor sin poder contener la indignación.

—Todos debemos hacer nuestro aporte para la prosperidad de nuestro país —replicó Lancer sin ningún miramiento—. Además, es lógico que una residencia de este tamaño y en esta zona tenga impuestos elevados. Si es un problema para ti, puedes mudarte a un distrito acorde a tus posibilidades.

—Mi madre me dejó esta casa...

—Pues entonces ya sabes a quién echarle la culpa.

Rupel amagó a levantarse. Matts la contuvo con un gesto discreto y firme. Winger observó el puño izquierdo del inventor y se dio cuenta de que lo apretaba con mucha fuerza. A pesar de ello, Matts no intervino ni dejó intervenir a los demás.

Cuando el general Lancer finalmente se cansó de pasearse entre los estantes, se acercó de nuevo a la mesa, dejó ahí el vaso vacío y sonrió.

—Si este mes tampoco puedes pagar tus impuestos, ya tengo la solución —exclamó—. El calor del verano sigue subiendo y esta caja refrigerante nos vendrá muy bien en la sede central. Caballeros, transpórtenla con cuidado hasta la diligencia.

Los subalternos de Lancer por fin reaccionaron. Sin abrir la boca ni mirar hacia los lados, cargaron la caja metálica entre los dos y enfilaron hacia la salida.

—¡No pueden hacer esto! —vociferó Matts.

El general volteó para fijar la vista en el joven inventor. Winger, Rupel y Soria ahora se hallaban de pie, pero el militar continuaba ignorándolos.

—¿Perdón? —soltó Lancer con una voz ofendida—. ¿Estás diciendo que yo no puedo hacer esto?

Avanzó hasta Matts y lo golpeó en el pecho con un dedo.

—Muchacho desconsiderado. ¿Sabes la suerte que tienes de que alguien como yo esté interesado en la basura que fabricas? Demasiado generoso estoy siendo al dejar pasar tus negativas a unirte a nuestro departamento de innovaciones tecnológicas. Te sugiero que agaches la cabeza y elijas mejor las palabras. Entre la falta de colaboración y el desacato hay un solo paso. Lo sabes mejor que nadie.

Habiendo terminado, el general Lancer saludó con un ademán despectivo y se retiró.

Matts fue tras él y esperó hasta que la diligencia del ejército se pusiera en movimiento para cerrar de un portazo.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Soria con inquietud.

—El general Lancer —masculló Matts y de nuevo se sentó junto a sus tres invitados—. ¿Me convidas? —le habló a Winger, quien le cedió su jugo de frutas—. Gracias...

—¿Y se puede saber quién es el general Lancer? —insistió ahora Rupel—. Ningún soldadito de bajo rango tiene cuatro lunas en sus hombreras.

Matts se tomó su tiempo antes de contestar. Necesitaba calmarse un poco, y la mano de Soria sobre su espalda lo estaba ayudando. Terminó de beber el jugo y recién entonces estuvo listo para hablar:

—Mi madre llegó a ser una ingeniera de renombre en vida. Sus inventos sobresalían en todas las ferias de tecnología, y su teoría acerca de la complementación entre las máquinas y los símbolos modernos se hizo conocida en toda la región. Los problemas comenzaron cuando los burócratas del imperio posaron sus ojos en ella.

»Verán... No sé cómo funcionan las cosas en sus hogares, pero cuando formas parte de una nación militarizada, se te impone desde pequeño la mentalidad de colmena. Todo se hace en pos del imperio, el "nosotros" siempre está antes que el "yo", y no hay cosa peor vista que la individualidad. Cuando los hallazgos de mi madre ganaron popularidad, la milicia de inmediato contactó con ella para sumarla a sus filas de investigadores.

—¿Quién querría trabajar con gente así? —comentó Soria con enojo.

—Trabajar directamente para el gobierno te asegura una fuente de ingresos para ti y tu familia, lo cual no es algo a desdeñar en una ciudad con un costo de vida tan elevado como esta —le explicó su novio—. Pero si trabajas para ellos, entonces son sus reglas. Y los investigadores del imperio se dedican sobre todo al desarrollo armamentístico. En un primer momento, mi madre aceptó la oferta. Pero pronto se sintió horrorizada por lo que encontró en aquellos laboratorios de experimentación. Estaba traicionándose a sí misma, por lo que decidió renunciar. Gran error.

—Desacato... —musitó Winger.

—Eso fue lo que ellos entendieron —confirmó Matts—. Consideraron que su renuncia era una afrenta directa contra el imperio y la encarcelaron. Le fue devuelta la libertad bajo la condición de retomar sus funciones en los laboratorios centrales, solo que esta vez con una paga mínima. Tuvo que buscar otra fuente de subsistencia. Yo la ayudaba en nuestro taller. O sea, aquí mismo —acotó con una sonrisa pudorosa—. Pero la carga se le hizo muy pesada. Su salud fue deteriorándose hasta que, cierto día, no regresó del laboratorio. Unos oficiales me comunicaron que se desplomó en plena jornada laboral y no pudieron hacer nada para salvarla.

Un silencio afligido se sentó con ellos a la mesa. Con los ojos llorosos, Soria hizo lo que mejor sabía hacer en esas situaciones, que era dar fuertes abrazos.

—Entonces... —murmuró Rupel espantada—. ¿Tú crees que ellos...?

—Realmente no lo sé —se adelantó Matts al final de la sentencia—. ¿Esta gente puede asesinarte si te considera una amenaza o un estorbo? Estoy seguro de que sí. ¿Fue eso lo que pasó con mi madre? Qué importa... Hay maneras indirectas de matar a una persona.

Matts le acarició la cabeza a Soria y ella lo abrazó aún con más fuerza.

—Ese hombre, el general Lancer —intervino Winger—, ¿Él estaba relacionado con tu madre?

—Lancer es uno de los doce generales —respondió el inventor—. Pero a diferencia de otros como Agathón, él nunca participa en las campañas de conquista territorial. Es costumbre en Párima que cada uno de los doce generales adopte un rol acorde a sus inclinaciones personales. Lancer se encarga del desarrollo y supervisión de tecnología bélica. De hecho, es un fanático de los avances tecnológicos. Por eso conocía a mi madre. Ella falleció hace ya cinco años, y desde entonces Lancer visita esta casa buscando apoderarse de sus secretos. Hasta ahora no ha conseguido dar con sus planos más importantes, pero sí se fue llevando cuanta máquina encontró.

—¡Qué abusivo! —protestó Soria.

—Sí que lo es —coincidió el inventor—. Desde hace un tiempo también empezó a llevarse mis inventos. Supongo que esta es una buena forma de zafar de los impuestos... Salvo cuando te quedas sin tu caja refrigerante en un día de verano...

Soria y Matts siguieron intercambiando comentarios menores, pero Winger ya no participó de la conversación. La historia de Matts le hizo darse cuenta de que hasta entonces había estado elevando sus ojos hacia todo lo deslumbrante que ofrecía Battlos, la capital del imperio tecnológico, y había ignorado las alcantarillas sobre las que sus botas se apoyaban. Pensó en los uniformados patrullando las calles en turnos interminables, y en los vapores ominosos que brotaban de las chimeneas de los talleres. Para el mundo exterior, Párima era una bestia intimidante que todo el tiempo mostraba los colmillos. Pero por dentro, la bestia supuraba...

—¿Me acompañas a la cocina?

Rupel le estaba tomando la mano y le sonreía con calidez.

—Sí, vamos.

Winger juntó los vasos vacíos y siguió a la pelirroja. Entre tuercas y tornillos, en la cocina de Matts había más inventos curiosos, como un balde con un remolino de agua jabonosa integrado que estaba lavando la vajilla por sí solo.

—Me cuesta creer que esto no sea magia —soltó el muchacho al pasar.

—Esta casa tiene más comodidades de las que te puedas imaginar, aunque de vez en cuando algo explote —bromeó Rupel mientras empezaba a pelar zanahorias—. ¿Me ayudas?

—Seguro —accedió Winger—. ¿Ustedes ya conocían el pasado de Matts?

—Nos habló varias veces acerca de su madre, pero nunca mencionó que el ejército estaba involucrado en su muerte... Ey, no vas a pelar una cebolla con eso.

Winger estaba tan distraído que había tomado un destornillador por un cuchillo. La charla en verdad lo había afectado.

—¿Crees que podamos hacer algo para ayudarlos? —siguió preguntando—. A los habitantes de Párima...

Rupel lo miró con intriga.

—No sé qué estás insinuando, pero los problemas de esta gente no se solucionarán con un gran combate a muerte como el que tuvimos en el palacio de Pillón.

Las palabras de su compañera le generaron más dudas. Mientras ella ponía en funcionamiento un dispositivo para calentar una olla sobre una losa en la mesada, Winger se animó a compartir sus inquietudes:

—¿Entonces es más fácil salvar al mundo que torcer el rumbo de un país?

Ahora fue Rupel quien se quedó perpleja.

—Vaya, si lo dices de esa forma, sí que suena contradictorio —reconoció—. ¿Por qué no se lo preguntas a tu amigo el gran héroe de guerra?

Tal vez la sugerencia de Rupel había sido sarcástica, pero Winger pensó que no sería una mala idea hablar del tema con el conde...

—Winger.

Matts estaba con Soria junto a la puerta, y por el entusiasmo en su rostro parecía que tenía algo más para compartir con él.

—Siento que la charla de recién no terminó de la manera más optimista —dijo el inventor—. Y no quisiera que te quedes con la impresión de que estos tipos siempre ganan. Sígueme. Esto te va a encantar...

Escondida en el baño, debajo de una alfombra, había una escotilla que conducía a un cuarto subterráneo. De acuerdo con la madre de Matts, esa habitación había sido construida como un refugio en caso de invasiones a la capital.

Ahora servía a un propósito diferente.

El cuarto tenía las paredes cubiertas con estanterías llenas de planos. Eran los mismos que el general Lancer codiciaba desde la muerte de Lumir. El fruto de toda una vida de dedicada a la invención.

Una maqueta de madera ocupaba el centro de la habitación. Apenas si cabían los cuatro alrededor de la mesa que la sostenía. Winger estudió su diseño y creyó que se trataba de algún tipo inusual de embarcación. En lugar de velas tenía prolongaciones largas y aplanadas: una encima de una cabina circular, cuatro en los laterales, y una más en la popa. Remotamente le hacían acordar a las aletas y la cola de un pez... Lo cual le dio una idea estrafalaria:

—¿Es un vehículo para viajar bajo el agua? —aventuró el mago.

—Todo lo contrario —repuso Matts con orgullo—. Es un barco que viaja sobre las nubes. Una aeronave.

Las sonrisas Soria y Rupel revelaban que ellas ya estaban al tanto del cuarto secreto de Matts. Y sabían que Winger estaría encantado con su proyecto más ambicioso.

—Por supuesto que esto es solo un modelo a escala —aclaró el inventor—. Aún debo resolver unos cuantos problemas técnicos antes de pensar en construir un primer prototipo. ¿Pero te imaginas si llega a ser viable? ¿Cuáles son los alcances de un invento así? ¿Cuál es el límite?

—¡La luna! —exclamó Soria con alegría.

—¡La luna y más! —se sumó Matts a la euforia de su novia—. Y lo más importante es que al fin habré hecho valer el legado de mi madre, superando el punto en el que ella se quedó. Por ahora es solo un bello sueño, pero así es como suelen iniciar los cambios: soñando...


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La tarde comenzaba a languidecer cuando Winger tuvo que emprender el viaje de regreso a la residencia del conde. Le apenaba tener que despedirse, pero más aún le entristecía que el grupo estuviera dividido. Quizás con el pasar de los días, pensó, la situación pudiera llegar a revertirse.

Mientras desandaba las calles se topó de nuevo con el payaso de las burbujas de colores. Tirado en la acera y con el maquillaje estropeado, el hombre ahora estaba visiblemente ebrio. La imagen lastimosa le recordó el lado oscuro de la capital. El gobierno militarizado. La misión que aún tenían por delante...

Con ánimos contradictorios, Winger regresó a la estancia.

Aún no habían recibido noticias de Méredith, y sin novedades se fueron a dormir.

A altas horas de la madrugada, sin embargo, la conmosión de la Guardia Inmisericordiosa despertó a todos. Alguien parecía haber ingresado a los terrenos del conde.

—¡Tkj...! Tan solo es Méredith —anunció Luke, quien se había incorporado de golpe solo para volverse a dejar caer en la almohada—. Parece que trajo noticias importantes. Háganme un resumen por la mañana. Buenas noches.

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