VII: Funeral

Una sombra separándose de las otras sombras.

Un par de cortinas que se cerraban.

Y nada más.

Eso fue lo último que Winger y Demián llegaron a ver. No sabían qué ocurrió con Ruhi antes de que su castillo se desmoronara.

Pero el lamento de Níckel era la confirmación más rotunda de que lo peor había sucedido.

Era el llanto más triste que habían oído jamás. Les caló tan hondo que ellos tampoco pudieron dejar de derramar lágrimas hasta que la cordillera quedó atrás, cuando bien entrada la tarde la planicie de Quhón apareció frente a sus ojos enrojecidos.

Los vestigios del pasado, esos que Gasky había mencionado en su relato, no tardaron en manifestarse en el paisaje. El primero de estos signos fue un cáliz de grotescas proporciones, perdido en medio de la llanura y desgastado por las inclemencias del tiempo. Era de piedra y estaba agrietado, y el charco que se formaba en su interior ahora servía de hogar para larvas y renacuajos. Difícil adivinar para qué había sido construido en la época de los Reyes Locos.

Cerca de aquel monumento había una discreta arboleda de cipreses. Níckel aterrizó allí. El cinamoto disolvió la burbuja mágica con suavidad y depositó en tierra firme a sus dos pasajeros.

Y antes de que alguno de ellos llegara a reaccionar, el dragón remontó el vuelo. A gran velocidad se alejó con rumbo incierto, llevándose consigo su llanto. La misión que Ruhi le había encomendado había sido cumplida. La última voluntad de su madre. Ahora estaba obligado a ser una criatura libre.

—¿Adónde crees que irá? —preguntó el mago.

—Los cinamotos son dragones muy longevos —acotó el aventurero—. Pasan más de cincuenta años junto a sus madres antes de independizarse. No sé cuál es la edad de Níckel, pero aún parece un cachorro. Tal vez busque refugio en las montañas durante una década o dos y luego se atreva a explorar el mundo.

—Es mucho tiempo —comentó Winger, y experimentó una leve sensación de vértigo.

No alcanzaba a vislumbrar su vida humana de aquí a veinte años.

Ni siquiera estaba seguro de qué les depararía el día siguiente...


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Méredith caminó desconsolada entre las ruinas del castillo de Ruhi. Lo que antes había sido una construcción excéntrica y misteriosa, fascinante para ella en su juventud, ahora solo era una pila de escombros.

Una escena tan ruinosa como aquella con la que se había topado apenas unas horas atrás, en el monte Jaffa.

Horrorizada, la ilusionista adoptó su forma de vampiresa y voló con urgencia hacia el monte Rui, temiendo hallar lo peor.

Y lo peor fue lo que encontró.

Avanzó con cuidado, esquivando astillas y cristales partidos, adornos rotos y muebles desgarrados. A pesar del desorden, aún fue capaz de orientarse y de identificar los pasillos y las habitaciones con las que se había familiarizado durante el año que vivió con la bruja.

Inexperta por aquel entonces, colmada de conocimientos eruditos pero carente de experiencia, Méredith completó allí sus estudios. El castillo de Ruhi fue el destino que Jessio le había asignado para congraciarse dentro del Régimen Dorado de la Academia de ciudad Doovati.

La relación entre mentora y discípula no fue sencilla al principio. La bruja se entregaba por completo a sus pasatiempos, como tomar el té, leer poesía y cocinar. Pasaba también muchas horas con sus "mascotas", las cuales eran mansas con su dueña pero muy hostiles con la huésped; salvo por Níckel, quien al menos se dejaba acariciar. Durante esos primeros meses, Méredith se sintió la cuidadora de una ancianita rica y senil. Cuando no estaba haciéndole compañía a su anfitriona, permanecía en su alcoba estudiando los libros que ella misma había traído desde Catalsia; en la casa de la bruja no había ni un solo manual de hechicería. A veces merodeaba por los corredores, tal vez buscando algún secreto escondido. Ruhi no tenía inconvenientes con eso. Incluso la instaba a hacerlo, soltando luego una risa muy aguda. Con el tiempo Méredith llegó a la conclusión de que su anfitriona solo estaba tomándole el pelo, pues jamás habría podido dar con ningún objeto o habitación que la meianti no quisiera mostrarle. Los cuartos y las decoraciones cambiaban de lugar a cada rato, como si toda la casa no fuera más que una prolongación de la imaginación de su propietaria. Y a pesar de que esos pensamientos le generaban un poco de inquietud, la joven aprendiz nunca se topó con nada demasiado interesante. Solo era el hogar de una mujer antigua.

Poco a poco Méredith fue entendiendo que lo que Ruhi estaba tratando de hacer era crear un vínculo de afecto entre ellas dos, fundado en la rutina y el hábito de lo cotidiano, no en las instrucciones y las fórmulas mágicas. De vez en cuando la anciana soltaba alguna reflexión al pasar, tan azarosa y enigmática que parecía un sinsentido a primera vista. Sin embargo, a Méredith siempre la dejaba pensando. Eran lecciones muy elementales acerca de la conexión de los seres vivos entre sí y con el mundo como totalidad, entre la conciencia humana y la materialidad que nos rodea, entre lo que los ojos muestran y lo que los ojos quieren ver.

Durante todo ese año de convivencia, Ruhi no le enseñó ni un solo hechizo. Aquello fue bastante decepcionante para la alumna, pues estaba al tanto de que la bruja era capaz de leer el corazón de las personas y sacar sus poderes escondidos a la superficie. Pero Ruhi también era una meianti, y Méredith constató a lo largo de aquellos meses que estos eran seres muy especiales. Como si la vida fuera un cuento y ellos lo supieran, avanzando y retrocediendo a través de las páginas, conociendo qué lugar ocupa cada quien en la trama, limitándose a hacer lo que el argumento dicta.

Incluso con todas las ambivalencias, los divagues y la falta de rigurosidad académica, la estadía de Méredith con la bruja no fue en vano. Ella aprendió mucho, sí, aunque lo aprendió por su propia cuenta. Del sabor del té de su anfitriona extrajo ideas para inventar conjuros curativos. De sus palabras acerca de la vida y del mundo extrajo ideas para mejorar los hechizos que ya conocía y logró que sus ilusiones se volvieran más realistas y sutiles, ingredientes esenciales para que sus oponentes se queden atrapados sin llegar a sospecharlo.

En pocas palabras, la convivencia de un año con Ruhi la convirtió no solo en una de las hechiceras más eminentes de la Academia de Magia de Doovati, sino también en un mejor ser humano.

Mirando todo en perspectiva, Méredith se preguntó por qué Jessio había decidido hacerle ese favor. Su antiguo maestro jamás le había insinuado un sendero de oscuridad. ¿Por qué entonces concederle la oportunidad para convertirse en una adversaria importante en el futuro? Tal era así que al final fue ella misma quien condujo al hechicero de Kahani hasta la sala del trono de Catalsia para ponerlo en evidencia frente a todos aquellos que había traicionado.

Entonces, ¿por qué?

Quizás fue parte de una maniobra muy astuta por parte de Jessio para ganarse la confianza de las autoridades de la región, lo cual pudo apreciarse durante el juicio a Winger. ¿Cómo sospechar de un hombre tan recto y que tantas cosas había hecho por el bien y la prosperidad de Catalsia?

Otro posible motivo era tener una espía indirecta en territorio enemigo. Quizás Jessio contaba con que ella le proveería información acerca de lo que acontecía en los montes de Lucerna, como posibles conversaciones entre los sabios de Jaffa, Rui y Tanguy. Y, cómo saberlo ahora con seguridad, tal vez Méredith había compartido anécdotas inofensivas que acabaron siendo piezas importantes en el plan que su maestro tejía por detrás.

Aún al día de hoy, la ilusionista meditaba sobre ese costado macabro del hombre a quien tanto admiró y no podía terminar de creerlo. Irónicamente, ella misma había sido presa de una gran ilusión...

Un cuerpo despedazado la trajo de regreso al presente.

Solo se trataba de un espantapájaros, inerte y vacío. El shatta que había morado en su interior había huido en busca de un nuevo recipiente donde habitar. Méredith se preguntó por la suerte del resto de las criaturas, pero el intenso olor a sangre que inundaba el castillo en ruinas era testimonio suficiente de la masacre que allí había tenido lugar.

Dejó atrás al espantapájaros y finalmente arribó a la habitación que Ruhi utilizaba para tomar el té. Ese sitio había sido el corazón del castillo en más de un sentido. El techo se había desmoronado y la salita ahora era un patio melancólico.

Y en el centro del recinto, una imagen cautivadora.

El cuerpo de Ruhi, recostado sobre el suelo de losas, se había convertido en madera. Como si un alma benevolente y escultora se hubiera llevado los restos para dejar un homenaje en su lugar. El destino de los meiantis era unirse a lo elemental.

La paz en el rostro de su maestra no alcanzó para aplacar la angustia de Méredith. Un nudo de tristeza azul comprimió su garganta. Otro más pesado aún le apretó el corazón. Contemplando el cadáver singular de su maestra, se dio cuenta de que ya no le quedaba nadie. Su familia había fallecido hacía ya muchos años. Juxte y Alrión habían sido asesinados por el hombre que creyó su mentor. Y Hóaz... Ya no podía confiar en Hóaz.

Convencida de que lo había perdido todo, cayó de rodillas al suelo y se puso a llorar...

—¿Conociste a esta mujer?

La pregunta había brotado de la nada.

Méredith giró con sobresalto y alzó la guardia. Sus ojos adoptaron un color violáceo y agresivo. Con lo que se encontraron, sin embargo, fue con un ser deslumbrante.

Tenía bucles rosados y dos pares de alas translúcidas, similares a las de algunos insectos. Un vestido de hojas frescas y flores agradables envolvía su silueta femenina, mientras que una máscara de plata le ocultaba el rostro.

—¿Quién eres tú? —indagó el Pilar de Amatista.

—Mi nombre es Libélula —se presentó la enmascarada—. ¿Cuál es el tuyo?

—Eres un ángel de Derinátovos —musitó Méredith, sobrecogida.

Constató que la recién aparecida flotaba en el aire. Tal vez fue ese desnivel entre la altura de sus miradas lo que la condujo a creer que en verdad se hallaba ante una presencia divina. El ángel irradiaba un halo de calor y confianza difícil de describir.

—¿Cuál es el tuyo? —insistió Libélula.

—Me llamo Méredith, lo siento —dijo la ilusionista cuando logró sobreponerse a la impresión—. Y en cuanto a tu pregunta anterior, el nombre de la mujer que ves aquí era Ruhi. Ella fue mi maestra.

—Ruhi...

El ángel se acercó a la escultura inusual en la que la bruja se había transformado y se quitó la máscara. Sus alas desaparecieron y sus pies tocaron el piso con delicadeza.

Libélula miró a Méredith con un rostro juvenil:

—¿Me ayudarías a hacer un sepulcro para tu maestra?


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Como el sol ya languidecía y aún les quedaba un largo tramo a pie hasta ciudad Inspiración, Winger y Demián decidieron acampar en el mismo bosquecillo donde Níckel los había dejado y continuar con su viaje al amanecer.

El mago se encargó de preparar una fogata mientras el aventurero se ocupaba de conseguir alimento. Otra vez había vuelto a perder la mayor parte de su equipo, por lo que tuvo que ingeniárselas con las pocas herramientas que había guardado en los bolsillos.

—Confórmate con batatas y cebollas asadas —se quejó a su regreso, echándose junto al fuego—. Solo espero que en el lugar adonde vamos nos inviten un buen plato de carne... Por cierto, ¿sabemos adónde estamos yendo exactamente?

Winger metió la mano en su morral y extrajo la carta que Gasky le había entregado en el cuarto secreto. No figuraba la dirección del remitente, pero en el margen inferior de la hoja había una marca con relieve donde se apreciaban algunas palabras:

—"Artilugios Asombrosos del Viejo Continente" —leyó el mago en voz alta—. Supongo que debe ser la tienda donde trabaja Magallanes.

—Pues espero que sea una tienda grande —repuso el aventurero mientras limpiaba los vegetales para disponerlos sobre las brasas—. Ciudad Inspiración es una ciudad capital, nos llevará un tiempo encontrarla.

Winger seguía con los ojos puestos sobre la carta.

—¿Cómo crees que se encuentren todos? —preguntó de pronto.

El aventurero alzó la mirada con intriga.

—¿Quiénes son todos?

—Pues Gasky, mi tío, las chicas...

Con una cebolla en la mano, Demián se puso a pensar.

—Ya vimos que esos tres tipos fueron tras nosotros, por lo que supongo que el viejo y Pericles están bien. Siempre y cuando hayan podido salir del túnel a tiempo... Y en cuanto a las chicas, no nos queda más que confiar en lo que nos dijo Gasky, ¿recuerdas?

El mago torció la boca con un gesto de resignación.

—Sí, supongo que ellas estarán bien —respondió a secas.

Desvió la mirada por un momento y la posó sobre un árbol cercano. Se topó con una pequeña lagartija, estática sobre la corteza del tronco, y recordó a Bress. La muerte de la mascota de Gasky ahora parecía algo menor, comparado lo que ocurrió después. La cabeza del banskar pendía de la mano de un sujeto intimidante, con una sonrisa desencajada en un rostro bestial.

«¿Quién es él?»

No tenía respuesta para eso. Los enemigos poderosos seguían apareciendo.

—Demián, ¿crees que las personas seguirán muriendo?

Esta vez el aventurero se mostró muy serio y lo apuntó con una batata.

—Escúchame bien. Vamos a comernos estas deliciosas verduras, nos vamos a ir a dormir y mañana antes de la salida del sol estaremos camino a ciudad Inspiración. Encontraremos a ese tal Luke o Lucius, le pondremos el collar y después nos reuniremos con Soria y Rupel en Playamar. Empecemos por ahí y después veremos qué sigue. ¿Qué te parece?

Una chispa saltó de la fogata hacia el tronco y la lagartija se escabulló con rapidez.

—Tienes razón —reconoció Winger. A pesar de que Demián no resolvió ninguno de sus interrogantes, el tono pragmático de su amigo le ayudó a espantar las incertezas que se enredaban en su cabeza—. Empecemos por encontrar a Lucius. Tal vez así podamos evitar más muertes.


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Méredith se sintió muy conmovida por la propuesta de Libélula. Colaborar en la construcción de un gesto conmemorativo para honrar a su maestra le ayudaría a sobrellevar mejor la pérdida. Era poner su dolor a trabajar.

Entre las dos recorrieron las ruinas y recolectaron rocas blancas para cubrir los restos de la bruja. Mientras trabajaban, la ilusionista observaba de reojo al ángel que acababa de conocer. En alguna que otra ocasión, Juxte había soltado comentarios al pasar acerca de Cecilia, a quien era capaz de percibir cuando entraba en íntima conexión con su reliquia. Méredith siempre se preguntó cómo sería estar junto a una criatura que compartía características con los Dioses Protectores. Ahora que la tenía al lado, sin embargo, no era lo que había imaginado. Sobre todo desde el momento en que Libélula se quitó la máscara. El halo sobrenatural que la envolvía había desaparecido, y la experiencia no era distinta a la de estar apilando rocas con una campesina común y corriente.

Alejándose un poco de la sala, Méredith se puso a buscar objetos que pudieran haberse salvado del derrumbe. Deseaba encontrar algo que hubiera sido importante para su maestra en vida, y tras merodear un poco, lo consiguió.

Una tacita de porcelana, milagrosamente intacta.

Colocó la ofrenda con esmero sobre el monumento fúnebre, y Libélula la coronó con un círculo de tulipanes que desprendió en su vestido floral.

Cuando el sepulcro estuvo listo, Méredith tomó un trozo afilado de mármol y talló el nombre de la bruja sobre una losa que utilizaron como lápida.

La sala del té de Ruhi ahora se había convertido en un santuario.

Las dos mujeres guardaron un silencio respetuoso frente a la tumba.

Luego de unos momentos, Libélula dio un paso al frente y recitó:

—Los amigos nunca se marchan. Ellos se vuelven madera, o nubes, o corazón. No debemos avergonzarnos por echarlos de menos. Extrañar es otra forma del amor.

Méredith trató de atrapar el significado de aquellas palabras, pero este se le escapó de las manos.

—¿No quieres decir nada? —preguntó el ángel.

El Pilar de Amatista lo meditó detenidamente antes de hablar:

—Gracias, maestra. Y hasta pronto.

Cuánto le costaba a Méredith expresar sus sentimientos...

Una vez finalizado el humilde funeral, la ilusionista retornó al asunto que la había llevado hasta esa parte del continente.

—Libélula, ¿sabes qué fue lo que pasó en este lugar? ¿Quién destruyó el castillo?

El ángel se llevó una mano a la mejilla.

—Cuando yo llegué, ya todo había terminado —confesó—. Percibo que hubo una horrible batalla. Un monstruo con olor a sangre. No me gusta...

El corazón de Méredith recibió un pinchazo.

«Hóaz.»

Cómo detestaba haber empezado a asociar ese olor con el recuerdo de su querido Hóaz...

—¿Y qué hacías tú en este sitio? —prosiguió.

—Vine siguiendo el rastro de una persona —explicó el ángel—. Puedo sentir que tú eres como él. Sus fragancias son parecidas. Con un toque de animalidad. Creo que ustedes lo llaman...

—Demi-humano —completó la vampiresa la frase de su interlocutora. Acababa de tener una revelación—. Libélula, ¿te refieres a un muchacho con rasgos de dragón?

Los ojos de Libélula se abrieron grandes y el rostro se le iluminó.

—¡Sí! —exclamó con anhelo—. ¿Acaso lo conoces?

—Pude conocerlo, aunque no en las mejores circunstancias —admitió Méredith—. ¿Él estuvo aquí?

—Sí, pero se ha ido —repuso Libélula, ahora entristecida.

—Tal vez se encuentra viajando junto al joven mago que yo busco —murmuró el Pilar de Amatista, sorprendida por el giro que estaban dando los acontecimientos—. ¿Sabes qué dirección pueden haber tomado?

Libélula alzó un dedo y apuntó hacia el sur.

—Su rastro sigue más allá de las montañas. Si la persona que buscas está con mi candidato, entonces podríamos viajar juntas. ¿Qué te parece, amiga? Pero antes, tengo que advertirte un cosa. —El dedo del ángel de cabello rosado ahora apuntaba hacia arriba, en señal de alerta—. El monstruo con olor a sangre va detrás de ellos.

El semblante del Pilar de Amatista se endureció.

—También estoy en busca de ese otro rastro.

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