XXXIX: Caminos diferentes
En la cima de un monte boscoso cercano a la capital de Lucerna, Demián entrenaba con esmero.
«No pienso darme por vencido», se dijo mientras la espada de Blásteroy asestaba estocadas a sus enemigos invisibles.
La noticia de la sentencia de Winger había llegado hasta sus oídos en una de sus múltiples escapadas a ciudad Miseto. Al parecer, algunos sectores de la población estaban un poco desconformes con la decisión del rey Milégonas de entregar al prisionero. Sin embargo, los habitantes de la capital comprendían que su soberano debía tener buenas razones para haber hecho esa concesión a la reina Pales, por lo que no tardaron en dejar atrás toda la conmoción de los días previos y retomar sus rutinas habituales.
Mientras tanto, Demián continuaba preparándose. No pensaba abandonar a su mejor amigo. Si Gasky no había conseguido salvarlo, entonces él se encargaría de hacerlo.
«Tan solo espera un poco más, Winger.»
Desde su arribo a la capital había estado fortaleciendo su cuerpo y su mente para un posible rescate. Y estaba listo.
Blásteroy danzaba entre sus manos como una pluma en el viento. La espada cortaba el aire y le arrancaba silbidos de dolor con cada giro, con cada caída, con cada ascenso. El aire no era un digno rival para ella. Blásteroy, legendaria y vigorosa, era la compañera en quien podía confiar.
«Solo en Blásteroy y en Winger», murmuró hacia sus adentros. «Bueno, y en Jaspen también.»
Iba a necesitar la ayuda del guingui de alas blancas para socorrer a Winger. Tenía un plan. Sería difícil, pero podía lograrlo. Tenía que hacerlo. Muchos años le había costado recuperar la confianza en las personas. No iba a dejar que sus enemigos le arrebataran al único amigo que había hecho en todo ese tiempo.
«Solo espera un poco más, Winger», repetía hasta el cansancio mientras Blásteroy desplegaba su danza de combate. «Solo un poco más.»
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Una procesión de carruajes desfiló frente a las escalinatas del palacio real de ciudad Miseto. Muchos habían sido los huéspedes de la corona durante el juicio, y ahora todos emprendían el regreso hacia sus hogares. Entre ellos estaban Ruhi, Milau y Gasky, el trío de los montes de Lucerna cuya imagen se había visto fuertemente perjudicada por presentar testimonio a favor del ahora sentenciado a muerte. Y el más comprometido, claro estaba, era quien había actuado como defensor de Winger.
—¿Qué harás ahora, Gasky? —indagó Milau mientras esperaba que su cochero terminara de cargar su equipaje.
—Por lo pronto, volver al monte Jaffa —respondió el historiador—. Parece que tendré buena compañía durante el viaje...
—No puedo entender cómo tienes humor para bromas en este momento —le espetó el inmortal, quien a pesar de la inexpresividad de su rostro revelaba inquietud en sus palabras—. Viajarás escoltado por Jessio y las tropas de Catalsia. Prácticamente te has convertido en su prisionero.
—Soy muy consciente de lo que está sucediendo —aclaró Gasky—. Hemos quedado en una posición muy difícil. Puede que Neón esté a punto de conquistar sus metas.
—Si tú quieres, tal vez yo...
—No —lo cortó el historiador de manera rotunda—. Milau, tú y Ruhi deben desligarse lo más posible de todo lo que ha sucedido durante este juicio.
—¿Pretendes que obre de un modo tan cobarde?
—Solo pienso en el mejor escenario posible. No estoy tratando de salvar sus pellejos. Simplemente considero que nuestra situación sería mucho más grave aún si el rey de Lucerna llegara a quitarnos su apoyo por completo.
El conde levantó la vista y contempló el cielo despejado. Esbozó un intento de sonrisa casi imperceptible, pero llena de piedad.
—Antes creía que todos nosotros éramos marionetas de tu plan, Gasky. Después de lo que has hecho en los últimos días, he llegado a la conclusión de que tú mismo eres otra marioneta al servicio de esa causa.
—Los ideales de un hombre son todo lo que queda una vez que partimos.
—Dignas palabras de un ser mortal —comentó el conde cuando ya aprontaba a abordar su diligencia—. Gasky, ruego por que cuentes con la protección de Riblast, Zacuón y Derinátovos...
—La diosa de la naturaleza no se entromete en trivialidades humanas, mi apuesto conde —replicó la bruja Ruhi, quien en ese momento descendía por las escalinatas del palacio.
—Hace muy bien —reconoció Milau—. Después de todo, meterse en los asuntos de los hombres es como recoger brazas ardientes con las manos. —El inmortal saludó a la bruja con una leve inclinación y luego subió a su coche. Antes de partir, le habló al historiador una vez más—. Gasky, sabes que estoy a tu entera disposición. Si de algún modo logras zafar de todo esto, hazme llegar tus próximas instrucciones.
—Así será —le aseguró el historiador—. Muchas gracias por tu apoyo.
El conde Milau asintió en silencio y dio la orden a su cochero para ponerse en marcha.
Mientras la diligencia se alejaba hacia el oeste, Ruhi se llevó los dedos a los labios y dio un fuerte silbido.
Un aullido jubiloso se oyó en la lejanía. Pronto una criatura muy particular se hizo visible en el cielo de ciudad Miseto. Tenía la apariencia de un perro faldero y el tamaño de un toro, con una gran cabeza y tres pares de orejas planas que agitaba como alas. El animal era corpulento y volaba desplazándose con gracia. Resultaba difícil de creer que con el simple movimiento de sus orejas fuera capaz de mantenerse en el aire. Pero no por nada los cinamotos eran considerados los dragones más misteriosos.
—Me alegra ver que Níckel sigue en buen estado —dijo Gasky cuando la mascota de Ruhi llegó hasta la entrada del palacio.
—Tú y yo habremos abandonado este mundo mucho antes de que este bebé alcance la edad suficiente para ser un cinamoto adulto. —Ruhi acarició el pelaje pardo de su dragón y luego volteó hacia su amigo—. Gasky, ¿estarás bien?
—¿Debo repetir las mismas palabras que ya le he dicho al conde? —bromeó el historiador y soltó una larga exhalación.
—No es necesario. Sabes que soy una meianti y no estoy aquí para solucionarte la vida —contestó la bruja y le hizo un guiño—. Pero si en algún momento necesitas mis pociones o encantamientos, sabes bien que siempre te haré un descuento muy especial, querido.
Aunque agotado por todo el proceso de enjuiciamiento, Gasky se permitió una risa distendida.
—Muchas gracias, amiga —respondió—. Y sí, es posible que dentro de poco solicite tus servicios una vez más. Tan solo una vez más.
—¡Al fin me dejarás en paz! —exclamó la bruja y puso los ojos en blanco—. Vámonos ya, Níckel.
El cinamoto aulló con alegría. Después reunió la punta de sus orejas delanteras frente a sus ojos y empleó sus cualidades mágicas para crear una burbuja brillante.
Ruhi se dispuso a ingresar en la esfera. Pero antes volvió a dirigirse a Gasky:
—¿Por qué no le cuentas la verdad?
El anciano se mostró sorprendido ante esa sugerencia.
—Créeme, amiga, él todavía no está preparado para enterarse de todo.
—Sabía que dirías algo así —murmuró Ruhi con una sonrisa triste—. Pero no me refería a Winger. Sino a Soria.
La bruja no se quedó a esperar una respuesta. Se elevó en el aire, entró a la burbuja y partió junto a su dragón mágico rumbo a su castillo en el monte Rui.
Gasky se quedó mirando el firmamento hasta que perdió de vista a Níckel. Entonces comprendió que tal vez su amiga tenía razón.
—Llegó la hora de comunicar una verdad importante.
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Soria jugaba con las mandrágoras en el patio de la hostería. Como asistente personal de Gasky hubiera podido quedarse en alguna de las habitaciones del palacio, pero desde la llegada de su padre a Miseto prefirió hospedarse con él en un alojamiento mucho más modesto.
La muchacha había tomado prestada una cubeta de madera y la usaba como tambor para marcar el ritmo. Le había llevado más de una hora, pero había conseguido que Marga y Ronda bailaran al compás de su instrumento improvisado, y estaba maravillada con eso.
No se había olvidado de su primo, recluido en una celda oscura y sin ventanas. Tampoco de Rupel, solitaria y enferma en el lejano paso de Prü. Tan solo se estaba despidiendo de sus pequeñas amigas. No sabía cuándo las volvería a ver.
Reía y cantaba por fuera. Lloraba por dentro.
Y en eso estaba Soria cuando Gasky apareció en patio.
—Eres una excelente entrenadora —la felicitó el anciano.
—¡Gracias, señor! —dijo ella sin dejar de marcar el ritmo.
Gasky aguardó de pie y en silencio, admirando a la hija de Pery. No deseaba interrumpirla de inmediato. Eran los últimos minutos de inmaculada inocencia que le quedaban. En unos momentos, todo eso cambiaría. Hubiese querido permanecer suspendido en ese instante. Una eternidad de risas y tambores, y mandrágoras bailarinas.
Sin embargo, Gasky sabía bien que nada dura para siempre.
—Soria, ¿puedes obsequiarme un poco de tu tiempo? —le pidió.
La muchacha se detuvo y lo miró con curiosidad. Se sentaron en la mesa de piedra que había en el patio y entablaron una conversación. En realidad, solo Gasky hablaba. Soria se limitaba a escucharlo con cara de asombro. Marga y Ronda se habían puesto a jugar a los golpes y arañazos entre sí, ajenas a la revelación que estaba teniendo lugar a pocos pasos de distancia.
Cuando Gasky terminó de hablar tenía lágrimas en los ojos. Soria también. Se dieron un fuerte abrazo y después el anciano se despidió, pues un carro aguardaba para llevarlo de regreso al monte Jaffa. A pesar de la conmoción, ella no se olvidó de mandarle saludos a Gluomo y a Bress. Gasky prometió entregarlos, y evitó mencionar que los soldados de Catalsia estaban esperándolo en la puerta misma de la hostería.
Un rato más tarde, Soria salió a caminar. Merodeó sin rumbo por las calles menos transitadas de la capital, procurando que sus sentidos, siempre tentados a distraerse ante el menor estímulo, esta vez se enfocaran en su interior. Percibía que las palabras de Gasky habían calado hondo en su corazón, que ahora daba golpes intensos y pausados, como los sonidos que antes había producido con su tambor. Un poco adrede, un poco sin querer, hizo todo el recorrido a pie, sin elevarse o flotar ni una sola vez. Quería sentir el contacto con el suelo.
Le tomó mucho tiempo despejar sus dudas y aquietar sus emociones. Cuando finalmente estuvo lista, regresó al hospedaje para hablar con su padre.
Y despedirse.
—No voy a regresar a Dédam —anunció con una voz que trataba de sonar lo más suave posible; no quería lastimarlo—. Rupel está mal y necesita compañía. No puedo permitir que le suceda nada malo. Winger se pondría muy triste. Por eso debo quedarme con ella hasta que vuelva a ser la misma de siempre.
La reacción de su padre la dejó sorprendida. No esperaba verlo esbozar una gran sonrisa.
—Ya me había preparado para una noticia como esta —confesó Pericles—. Has salido al mundo una vez, y no es fácil volver a casa después de haber vivido experiencias tan intensas. Conozco esa emoción, hijita. ¡Yo también la he sentido! Y me llena de orgullo saber que el motivo de tu viaje es tan noble. Puedo ver que has madurado mucho, y no pienso detenerte. Sé que te irás el tiempo que sea necesario y luego regresarás a casa. Siempre habrá un lugar para ti en la herrería.
—No estarás solo —dijo la muchacha sin poder contener el llanto—. Marga y Ronda serán una buena compañía.
—Yo cuidaré muy bien de ellas —aseveró el herrero, tan conmovido como su hija—. Pero tú también estarás allí, Soria. Por más lejos que te encuentres, una parte tuya siempre se quedará conmigo.
El hasta luego entre padre e hija duró lo que tuvo que durar, que siempre es insuficiente en estos casos, y después la muchacha recogió sus cosas y partió rumbo al puerto. Fue idea del herrero la de tomar un barco y seguir la línea costera en dirección sur hasta el paso de Prü, pues el viaje siempre sería más veloz por mar que por tierra. Además, de esa manera impediría que Ronda y Marga la siguieran, aunque de todos modos se empecinaron en acompañarla hasta el muelle.
—Les dije que no pueden venir conmigo —las regañó—. Vuelvan con su abuelo o se perderán.
Pero las mandrágoras intuían que su madre adoptiva estaba por irse y no querían obedecer. De pronto, Marga y Ronda se pusieron inquietas y comenzaron a buscar algo entre la gente reunida en el muelle.
—¡Ey, Soria! —susurró un individuo envuelto en una capa.
Las mandrágoras de inmediato corrieron hacia él y se treparon a sus piernas.
—¡Demián! ¿Qué haces aquí? —exclamó Soria al reconocerlo—. ¡Si los soldados llegan a verte...!
—¿Puedes explicarme qué rayos estás haciendo? —inquirió el aventurero, yendo directo al grano.
—Vuelvo a Playamar—le comunicó ella—. Rupel me necesita.
—¡Winger nos necesita! —repuso él, procurando que su protesta pasara desapercibida entre la multitud—. Escucha, tengo un plan, pero tenemos que partir esta misma noche...
—No voy a ir contigo, Demián.
Soria habló con calma, pero también con firmeza. Ese tono de voz dejó perplejo al aventurero.
Y como él no respondió, ella continuó hablando.
—Ha sido importante para mí pasar este tiempo juntos. Nos hemos divertido mucho, pero también tuvimos malos momentos. Hemos peleado bastante, y ahora entiendo que eso está bien, porque significa que tenemos opiniones diferentes acerca de cómo se hacen las cosas. Yo confío en que tú sabes cuál es el mejor camino para ti, y espero que puedas comprender que, ahora mismo, mi misión está en otro lugar.
—Pero, Soria... —balbuceó Demián—. No puedes irte sola... ¿Quién cuidará de ti?
—Yo cuidaré de mí —afirmó la muchacha con una sonrisa—. Y también cuidaré de Rupel. Tú encárgate de cuidar a mi primo.
Luego se acercó y le dio un beso tierno en la mejilla. Ese gesto acabó completamente con las defensas del aventurero. Aunque siempre repetía que era necesario estar preparado para cualquier ocasión, esta vez no sabía cómo reaccionar.
—¿Tienes tu espada contigo? —preguntó Soria—. ¿Podrías prestármela un momento?
Demián asintió en silencio, y procurando no llamar mucho la atención desenvainó el arma. Soria la tomó por la empuñadura y trató de blandirla, pero apenas consiguió realizar unos movimientos muy torpes.
—Es raro. No me imagino usándola...
Demián no entendió esas palabras, y tampoco les dio demasiada importancia. Su atención estaba puesta en el breve roce entre sus manos cuando ella le devolvió la espada.
La bocina del barco resonó con estridencia en ese momento.
—Por favor, encárgate de que Marga y Ronda regresen con mi padre y no se pierdan en el camino —le encomendó Soria mientras caminaba hacia la pasarela de embarque—. ¡Sé bueno con tus hijitas! —agregó sonriendo.
—De acuerdo... —fue lo único que atinó a decir un azorado Demián, con las mandrágoras prendidas a sus pantorrillas—. Mucha suerte.
El barco entonces zarpó. Mientras Soria saludaba desde la cubierta, sus pensamientos volaron hacia la charla que había mantenido con Gasky.
"Eres la reencarnación de Blásteroy, el último ángel de Riblast", le había dicho el historiador. "La leyenda señala que ella pereció en el último enfrentamiento entre Daltos y el Cisne. Por lo visto, no fue así. Tu padre y yo te encontramos cuando recién llegaste a este mundo. De seguro te desconcierta el no tener ningún tipo de recuerdos de tu vida pasada. Supongo que con el correr de los años esas memorias regresarán a ti. No sabría decirte cómo será esa experiencia, pero no creo que sea algo que deba inquietarte. Los recuerdos arcaicos se irán mezclando con los actuales de una manera muy sutil, así como se mezclan los colores del cielo cuando la tarde deja paso a la noche. Sin embargo, he de remarcar que a partir de ahora deberás obrar con la mayor de las seriedades, Soria. Eres un ángel, y tarde o temprano serás llamada a la lucha por tu dios Riblast. Hasta que llegue ese día, procura hacer lo correcto. ¿Y qué es lo correcto, mi niña? Cada uno de nosotros debe responderse esa pregunta..."
—Blásteroy... —pronunció Soria en un susurro lleno de melancolía.
Sí. Ella era Blásteroy. Pero también era Soria. Y Soria iba a obrar de la mejor manera en que Soria pudiera hacerlo.
Ese era su camino. Esa era su elección.
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