XXXII: El paso de Prü


La brisa marina comenzó a golpearlo desde lejos. La sal en el aire era un saludo que anticipaba el encuentro inminente. El cielo era claro, pero aún faltaba una hora para el amanecer cuando el mar apareció por vez primera ante los ojos de Winger. Era un manto de cristal azul, tan ancho y vasto como el horizonte. La capa de un elegante dios de hielo llamado Océano.

Pronto el suelo se hizo arena y tuvo un lago infinito a su izquierda y la cordillera rocosa a su derecha. Los primeros rayos de sol asomaron. Habían llegado al paso de Prü. Se trataba de una playa hermosa, de piedras blancas, gaviotas gráciles y palmeras de hojas anchas.

En otro momento pisar ese lugar habría sido sobrecogedor para un muchacho criado en el corazón agreste de un reino rodeado por valles y montañas. Pero ahora Winger no podía ver al Océano como otra cosa que un gran cartel. El anuncio de que ya faltaba poco para cruzar el límite entre Lucerna y Quhón y llegar hasta Playamar, el poblado costero más cercano a la frontera. Su única posibilidad de salvar a Rupel.

«¡Deprisa!», se apremió a sí mismo con desesperación.

La gruesa capa de seda de Celedrel, la misma que ella le había vendido el día que se conocieron, se había convertido en una camilla improvisada que dejaba un surco sobre la playa blanca. Winger jadeaba y tiraba de los bordes del manto rojo. Aunque diminuta, Marga le prestaba un poco de ayuda, esa que tanto necesitaba para seguir adelante. Sus brazos, hombros y espalda le dolían como nunca, pero no iba a detenerse. Jamás había sentido tanto miedo.

«Es una diosa, no puede morir», se repetía incansablemente.

Pero, ¿era eso cierto? A juzgar por las apariencias, no era mucho el tiempo que a Rupel le quedaba. Al menos, en aquel mundo...

Su parte más racional le decía que era en vano. ¿Cuánta distancia era capaz de recorrer una persona en esas condiciones deplorables? ¿Cuánto tiempo más soportaría?

Su corazón lo empujaba a seguir avanzando. Era el mismo latido que lo había incitado a no abandonar jamás. Si tenía que sucumbir, que fuera con ella. Los dos partirían juntos de esa realidad injusta...

Un galope de caballos llegó hasta sus oídos. Se detuvo y miró hacia atrás. Era una tropa que llegaba desde el norte siguiendo la línea costera. De inmediato supo que eran cazadores que venían a buscarlos. En ningún momento pensó en huir. Simplemente se quedó parado, esperándolos.

Cuando los jinetes les dieron alcance, se detuvieron a media distancia y un solo hombre se adelantó. Era joven y tenía el cabello castaño largo hasta los hombros. Su capa blanca ondeaba con la brisa.

—Winger de los campos del sur de Catalsia —dijo con voz firme y penetrante desde su montura—. Mi nombre es Alrión, y soy el Pilar de Diamante, uno de los cuatro Pilares Mágicos de Catalsia. Quedas detenido por el asesinato del rey Dolpan de la casa de Kyara y otras veinte acusaciones que no vienen al caso... —El Pilar de Diamante desmontó con parsimonia, hizo retroceder a su corcel y se puso en guardia—. Sé que no te dejarás capturar fácilmente. Así que vamos, ataca.

Winger suspiró con resignación. Sabía que cualquier intento de limpiar su nombre volvería a caer en oídos sordos. Ya no tenía ánimos para tratar de aclarar las cosas. Miró a Rupel, tan débil, y dio un paso hacia el hombre que lo estaba retando a un duelo. Solo le quedaba una cosa por hacer.

—Mi compañera se encuentra muy enferma —dijo y señaló a la pelirroja tendida sobre la capa—. Necesita ayuda lo antes posible. Juxte habló de ti y aseguró que eras una persona confiable. Por favor, tienes que llevarla hasta Playamar para que sea atendida por un médico...

Las palabras de Winger hicieron que Alrión bajara sus defensas.

—¿Dices que Juxte te habló de mi? —indagó el Pilar de Diamante.

Como respuesta, Winger metió la mano dentro de su bolsa de viaje y extrajo un objeto de color azul metálico. Los ojos de Alrión se abrieron grandes cuando comprobó que lo que su adversario sostenía en alto era la lágrima de Cecilia.

—Juxte nos pidió que le entregáramos esto a Alrión, el Pilar de Diamante —explicó Winger—. Dijo que entenderías su mensaje.

Arrojó la reliquia y el líder del grupo de caza la atrapó en el aire. Por unos instantes se quedó contemplando con abatimiento la joya que había pertenecido a su amigo. Luego clavó unos ojos suspicaces en su interlocutor:

—Lo que refieres no tiene ni pies ni cabezas, ¿sabes? —le espetó con recelo—. ¿Cómo esperas que crea algo así?

—No me interesa que me creas o no —repuso Winger—. Solo quiero que lleves a mi amiga hasta Playamar. De lo contrario ella... Ella... Por favor, te lo suplico...

A continuación, el muchacho se postró con la frente sobre la arena tibia.

Alrión lo observó sin saber cómo reaccionar. Muchas dudas asaltaban los pensamientos del enviado de Catalsia. Toda esa escena estaba resultando más extraña de lo que había anticipado. Miró por encima de Winger, hacia el sitio donde una joven de cabello rojo soltaba gemidos agónicos. No le agradaba demasiado la idea de responder a las peticiones del presunto asesino que tantos problemas había ocasionado a su reino. Pero la imagen de una damisela bonita y enferma resultaba intolerable para el Pilar de Diamante.

—Si accedo a tu demanda, ¿te entregarás sin oponer resistencia? —lo interrogó.

Winger no dudó ni un instante.

—Sí, lo haré —aseveró alzando la vista.

Alrión se mordió el labio.

—Vaya, pues eso es un poco decepcionante —murmuró—. Les prometí a los muchachos que presenciarían una lucha épica.

Echó un vistazo hacia sus hombres, quienes desde la distancia lo contemplaban con curiosidad y cierto desconcierto. Solo pudo hacerles un gesto de resignación encogiéndose de hombros. Luego volvió a dirigirse a Winger.

—De acuerdo —aceptó, no sin sentirse atribulado—. Haré que dos de mis compañeros la escolten hasta Playamar para que pueda verla un médico o algún curandero. Comprenderás que para nosotros ella es tu cómplice y debe ser capturada. Será vigilada hasta que se encuentre en condiciones de viajar y luego la trasladaremos hasta ciudad Miseto. ¿Qué dices? ¿Contento?

Winger asintió con la cabeza y miró a Alrión con una profunda gratitud en los ojos. El Pilar de Diamante de pronto se sintió muy confundido. Recordó su pelea contra Winger el traidor y sus gusanos demoníacos. ¿Realmente aquella era la misma persona que este chico maltrecho y suplicante?

Mientras sus hombres se encargaban de subir con cuidado a la joven afiebrada sobre el lomo de un caballo, Alrión contempló con expresión taciturna a su triste prisionero. Sin entender por qué, Winger le recordó a Hóaz.

«¿Qué habrías hecho tú, amigo?», se preguntó el Pilar de Diamante.

Metió una mano en el bolsillo y sacó la lágrima de Cecilia. ¿Sería cierto que Juxte había querido hacerle llegar un mensaje? Una extraña sospecha empezaba a corroer su espíritu.

«Ya pensaré en eso después», se dijo y guardó la reliquia.

De momento, lo importante era que había cumplido con su misión. Había atrapado al prófugo más buscado de Catalsia y de Lucerna.

—¡Andando! —ordenó y su tropa cabalgó rumbo al norte.

Atado de pies y manos, Winger se giró sobre el corcel que lo transportaba y miró por última vez a su amiga, quien ya viajaba escoltada rumbo al sur. Marga iba con ella; él nunca supo si se había trepado a escondidas a las ancas del caballo o si los soldados habían sido indulgentes con la pequeña mandrágora. De alguna forma, saber que Rupel estaba acompañada lo tranquilizaba un poco. No estaba pensando en su propio destino ni en todo lo que tendría que enfrentar en un futuro próximo.

Solo le importaba ella.

«Rupel, tienes que vivir...», imploró.

Las olas bañaron la playa blanca del paso de Prü. La brisa marina siguió soplando.

Y una capa roja quedó varada allí.



FIN DE LA SEGUNDA PARTE



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