XXIV: La cuna de las mandrágoras
Ronda marchaba al frente, saltando de roca en roca. El camino era arduo para una criatura de su tamaño, pero su espíritu testarudo la empujaba a no detenerse y seguir hacia su meta. Detrás de la pequeña mandrágora iban Demián, Soria y Dinkens, en ese orden. El sendero rocoso no era un inconveniente para el audaz aventurero, y la muchacha de los pies ligeros simplemente tenía que flotar para sortear cualquier obstáculo. Los zapatos del violinista, en cambio, no habían sido hechos para andar por las montañas, y a cada paso se topaba con nuevas dificultades que le impedían avanzar a buen ritmo.
—¡Oye, Dinkens! —gritó Demián, echando un vistazo hacia atrás—. ¿Estás seguro que es por aquí? Hemos estado viajando todo el día por las malditas rocas y aún no hay rastro de Winger.
—Ya he repetido mil veces que debemos confiar en el duende —se quejó Dinkens mientras trataba de recuperar el aliento—. Mira cómo avanza seguro y decidido. —Señaló con un gesto a la mandrágora, que ya se les había adelantado un buen trecho—. El duende sabe hacia dónde nos lleva. Ya no debe faltar mucho.
—Lo dudo enormemente... —musitó el aventurero con desconfianza.
—Vamos, Demián, es la única esperanza que tenemos de encontrar a Winger —intervino Soria, tratando de tranquilizarlo. Sin embargo, a ella también comenzaba a resultarle sospechoso el rumbo que estaban tomando.
Villa Cerulei había quedado atrás hacía varias horas. Poco a poco habían ido internándose en una zona rocosa, cada vez más cerca de las montañas. Aún no se habían detenido a descansar. Y a pesar de que Demián y Soria estaban cansados, su prioridad era dar con el paradero de Winger.
«Aguarda, amigo», pensó el aventurero. «Ya estamos en camino.»
Continuaron siguiendo a Ronda hasta cerca de la hora del mediodía. El sendero fue volviéndose más vertical hasta que de golpe se transformó en una meseta llana entre las rocas.
—Llegamos —indicó Dinkens.
Soria y Demián recorrieron el lugar con la mirada. Se trataba de un espacio circular, como un cuenco en el suelo con mucha vegetación, una especie de jardín natural escondido en la ladera de la montaña.
—¿Qué sitio es este? —indagó Soria.
—Más importante: ¿Dónde rayos está Winger? —inquirió Demián.
Dickens no respondió.
La pequeña mandrágora llegó al centro del círculo y se puso a dar brincos allí. Demián y Soria la observaron con curiosidad, sin percatarse de la malévola sonrisa que se había dibujado en los labios de Dinkens. El violinista caminó hasta Ronda y se paró a su lado. Luego se volvió hacia sus compañeros de viaje con aquella expresión perversa en el rostro y gritó:
—¡Ya estoy aquí!
Entonces comenzaron a escucharse zumbidos provenientes de los arbustos aledaños. La muchacha y el aventurero ya conocían ese sonido de hojas cejas y corteza crujiente.
Zuzuzuzu...
—¡Mandrágoras! —exclamó Soria con temor.
Decenas de aquellas criaturas salieron de los matorrales cercanos, bloqueándoles la escapatoria.
—¡Nos engañaste! —bramó Demián.
El violinista no le prestó atención y continuó riendo, rodeado por todas esas bestias que consideraba sus hermanos. De pronto ocurrió algo que volvió a descolocar a los emboscados: el suelo empezó a temblar.
—¿Qué está pasando, Demián? —preguntó Soria, tratando de alzar la voz por encima de los temblores y los zumbidos.
—¡No lo sé, pero no te despegues de mi lado! —le indicó el aventurero.
Ella y él permanecieron juntos y a la espera, a una distancia prudencial de Dinkens y de las mandrágoras que los circundaban.
Entonces el suelo en el centro de la terraza se quebró, y de la grieta se elevó un tallo que se engrosaba más y más a medida que se erguía hacia el cielo. Ramas gruesas, hojas enormes y flores moradas crecían a los costados de ese cuello monstruoso recubierto de espinas. Y en la parte más elevada, como tres cabezas atroces, sobresalían las fauces de lo que parecía ser una planta carnívora.
—¡Saluden a la cuna de las mandrágoras*! —vociferó un extático Dinkens, de pie frente a la planta colosal.
—¡Así que eso es una cuna! —exclamó Demián, quien no sabía si sentir admiración o espanto.
—Veo que conoces a mi amiga —comentó el hombrecillo con placer—. ¡Serán un estupendo almuerzo para esta hermosura!
La carcajada del violinista fue adornada con el zumbido de todas las mandrágoras. Y en ese momento...
—Dinkens, ¿qué es todo esto?
Las risas y los zumbidos cesaron cuando una voz femenina se hizo oír. Provenía de la entrada a una caverna de roca ubicada sobre el jardín silvestre, en la ladera empinada. Una mujer los observaba desde allí.
Pero... ¿realmente se trataba de una mujer? Sus rasgos faciales eran hermosos, pero había algo inusual en ella. Su cabello era morado como las flores de la cuna y su piel tenía una tonalidad verde clara y brillante, como una turquesa pulida. Del interior de su vestido sobresalían lianas que a primera vista era imposible discernir si pertenecían o no a su propio cuerpo.
—Dinkens, te he hecho una pregunta —volvió a hablar ella, con voz firme pero serena. Con su mirada de ojos oscuros exigía una explicación a todo ese alboroto.
—¡Señorita Ágape! —dijo el violinista, quitándose el sombrero en señal de respeto—. He venido porque necesito más semillas de duende.
El rostro de la mujer se turbó al oír eso.
—¿Cuántas veces debo decirte que no son semillas de duende, sino de mandrágora?
—Sí, sí, lo que sea —masculló Dinkens con rapidez y dio algunos pasos hacia la mujer—. Además necesito otro violín.
Ágape se demoró en responder. Paseó la vista por el jardín y se detuvo en los dos visitantes inesperados.
—¿Quiénes son estas personas, Dinkens?
—Ah, sí —murmuró el violinista—. Son aquellos de los que usted tanto ha hablado, son amigos de Winger... ¡OAH!
Una de las ramas de la cuna se dobló súbitamente y tomó a Dinkens por el tobillo. El brazo de la planta carnívora se estiró luego hacia lo alto, dejando al violinista boca abajo frente a la mujer misteriosa.
—¿Qué has dicho? —inquirió ella con una expresión de sorpresa en el rostro.
—Son amigos de Winger, señorita Ágape —repitió él, sujetándose el sombrero con ambas manos—. El de la espada es Demián y la chiquilla es Soria.
La rama se apartó bruscamente, permitiendo a Ágape apreciar mejor a los dos jóvenes cercados por las mandrágoras.
—Conque son ellos... —dijo con sumo interés—. ¿Y dónde está Winger? —interrogó a su ayudante con un tono de voz que delataba que era un tema relevante para ella.
—No lo sé, señorita —admitió Dinkens y se encogió de hombros—. Fui capturado ayer por él y estos dos. Después comenzaron a oírse gritos y hubo mucho alboroto en la villa. Según lo que hablaban los lugareños, el mismo Winger había iniciado el ataque.
—¡Entonces el plan del maestro finalmente se ha puesto en marcha! —exclamó Ágape, entusiasmada—. ¿Y dices que después de eso no has vuelto a saber de Winger?
—Ajá —asintió el violinista—. Pero usted no tiene de qué preocuparse, pues él tiene una semilla de duende entre sus ropas.
—Ya veo... —murmuró Ágape mientras reflexionaba; luego dirigió a su ayudante una mirada severa—. ¿Cuántas veces más debo repetirlo, Dinkens? Son semillas de mandrágora.
—Sí, sí, eso —farfulló él vagamente—. Como le decía, preciso más semillas y un violín nuevo.
Ágape resopló con hartazgo y chasqueó la lengua en señal de desaprobación.
—Dinkens, Dinkens, Dinkens... Cuántos problemas estás trayéndome últimamente. No solo desperdicias las valiosas semillas de mi cuna, sino que además has roto el violín hecho con la madera de una de sus ramas. Y para completar el cuadro de ineptitud, cada vez consigues menos suspiros.
—¡No es culpa mía, son esos estúpidos lugareños! —se defendió él—. Son unos haraganes. Por eso necesito más duendes para hacerles entender quién manda.
—Mandrágoras, Dinkens, mandrágoras... Y es la última vez que lo aclaro —le advirtió ella, aunque sin perder la calma—. De todos modos, si es cierto que Winger anda por aquí, entonces ya no necesitaré más flores.
—¿Qué...? —soltó el violinista, alarmado—. ¿Cómo que ya no? ¿Y qué será de mí?
—Eso no es algo que me incumba —se desentendió Ágape.
—¡No puede hacerme esto, no puede dejarme sin semillas de duende! —comenzó a balbucear Dinkens con creciente nerviosismo—. ¡No puede quitarme a mis duendes! ¡Necesito semillas de duende! ¡Las necesito! ¡Necesito...!
El violinista no llegó a terminar la súplica. La rama de la que pendía lo arrojó hacia lo alto, y antes de poder percatarse de lo que estaba ocurriendo el hombrecillo se halló en caída libre sobre las fauces de la cuna. Las tres bocas compitieron para ver cuál se quedaría con el botín; fue la del centro la que se impuso. Dinkens soltó un último y desesperado pedido de socorro que cesó al ser engullido por la planta carnívora.
Soria ahogó un grito de terror y Demián apretó los puños con rabia mientras presenciaban el trágico final del violinista.
Por su parte, Ágape permaneció tan impasible como antes.
—Dije que no volvería a aclararlo —fue lo único que ella acotó.
Luego observó a los dos jóvenes que habían venido con Dinkens.
—Así que son los amigos de Winger —musitó con una voz suave y una sonrisa seductora que poco los convenció.
—¿Y eso por qué habría de importarte? —le espetó Demián con un gesto desafiante y la mano cerca de la empuñadura de Blásteroy.
Ágape se percató del movimiento del aventurero, que pareció divertirla. Hizo sonar sus dedos y las ramas de la cuna se abalanzaron como rayos sobre sus visitantes.
Demián no tuvo tiempo para desenvainar la espada; en apenas una ráfaga de segundo se halló colgando boca abajo, como Dinkens unos momentos atrás. A su lado, otra rama apresaba a Soria, quien se sacudía y chillaba mientras con las manos evitaba que su vestido dejara sus muslos al descubierto. Blásteroy pendía de otro de los tentáculos de la planta carnívora, lejos del alcance de su dueño.
Ágape estiró los brazos hacia los costados y se dejó alzar por los brazos verdes de la cuna, que la acercaron hasta sus prisioneros.
—Verás, me importa —susurró, tan cerca del oído de Demián que él pudo sentir el calor de su aliento—. Y mucho.
El dulce perfume de la mujer embriagó al aventurero, que tuvo que sacudir la cabeza con fuerza para espabilarse.
—¡Dinos entonces qué asuntos tienes con él! —le exigió Demián, con una insolencia que distaba de congeniar con la posición invertida en la que se encontraba—. ¿Tiene algo que ver con los suspiros de villa Cerulei?
Ágape pareció medir sus palabras antes de pronunciarlas:
—Tu amigo tiene algo que es de mucho valor para mi maestro...
«¡Lo sabía!», exclamó Demián para sí. Sin duda ella se refería a la gema de Potsol. Y ese maestro no podía ser otro que Jessio.
—... En cuanto a los suspiros, todo este tiempo han cumplido un rol fundamental en la operación llevada a cabo en Catalsia. —Ágape sonrió con orgullo. La vanidad la estaba haciendo hablar de más—. La sutileza de un buen elixir puede hacer que tengas un reino entero a tus pies...
«¡Eso es!»
Demián la tenía justo donde quería.
—Tengo entendido que esas flores se usan para crear perfumes que confunden la mente... —comentó él.
—Y también el corazón —agregó la mujer con una mirada provocativa.
—Hace un tiempo Winger nos contó que había descubierto a dos sujetos preparando una pócima para el control de la voluntad. Sus nombres eran Rapaz y Mirtel...
—¡Ja! —Ágape soltó una risa despectiva acompañada por un gesto de rechazo—. ¿Piensas que esos inútiles podrían crear algo tan delicado como esa poción? ¡Solo seguían las instrucciones impartidas por mí, Ágape, la Doncella del Bosque!
Las mandrágoras volvieron a zumbar al escuchar la exclamación exaltada de su ama. Era un coro de sirvientes desenfrenados el que se agitaba allí abajo.
—Si Winger realmente está por aquí, entonces seré yo quien se encargue de arrebatarle la gema de Potsol. Así Jessio estará muy agradecido conmigo. —El pálido rostro de Ágapa se ruborizó al pronunciar esa frase. Sus ojos entonces se encendieron y miró extática a Demián—: ¡Yo misma habré conseguido dos reliquias para el maestro, y su amor por mí será tan inmenso que acabará acogiéndome en sus brazos!
—¿Dos reliquias? —repitió Demián, intrigado—. ¿Qué quieres decir con eso...?
—Creo que ya hemos hablado demasiado. —Ágape recobró la compostura y de nuevo vio a sus prisioneros como presas—. No los necesito a ustedes. Si Winger tiene una semilla de mandrágora sobre él, acabaré por encontrarlo. Las otras dos bocas aún no han comido. Ustedes aplacarán su hambre.
—Tengo algo que podría gustarles más...
Ágape no comprendió el motivo de la sonrisa confiada del aventurero cuando este abrió uno de los bolsillos de su cinturón. La gravedad bastó para que el pequeño frasco piramidal que había en su interior se precipitara hacia el suelo. El recipiente estalló y se convirtió en una flama salvaje de un color rojo intenso. Era el origen de un incendio mágico.
—¡Flamas de dragón! —bramó Ágape con horror—. ¡Cómo te atreves!
Las llamas alcanzaron a varias mandrágoras, que atrapadas por el fuego se echaron a correr con alboroto y atropello. Con cada semejante que se chocaban, el fuego se propagaba y creía con rapidez.
El incendio también llegó hasta la base de la cuna. La planta carnívora se estremeció con violencia al mismo tiempo que soltaba los tobillos de sus presas.
—¡Soria!
Demián se apresuró a recoger su espada al mismo tiempo que esquivaba la estampida de bestias ardientes.
—¡Estoy aquí! —indicó la muchacha alzando la voz mientras flotaba por encima de las cabezas para evitar el peligro—. ¿Qué vamos a hacer...? ¡Ay!
Soria gritó del susto cuando algo la tomó por sorpresa.
Era Ronda, que amedrentada por el fuego se había aferrado a su vestido.
—¡Tenemos que escapar de aquí! —exclamó Demián al mismo tiempo que se abría camino entre las llamas.
El jardín se había convertido en un mar de caos, fuego y mandrágoras alborotadas. La confusión hizo que Ágape perdiera de vista a sus enemigos por un momento. Cuando logró avistarlos, estos ya habían trepado a las rocas y se alejaban por la pendiente. La bruja los miró con recelo. No se escaparían tan fácilmente.
—¡Vamos! —ordenó.
De inmediato la cuna se retrotrajo, envolvió a la mujer en un capullo de hojas gruesas y se hundió en el suelo con un movimiento circular.
Un terremoto se extendió por toda la zona. Demián podía sentir la ira de la Doncella del Bosque taladrando el terreno rocoso, desplazándose justo debajo de ellos. El camino por el que trataban de huir se vio abruptamente interrumpido por un caudaloso arroyo que bajaba desde la montaña.
—¡Soria! —gritó el aventurero—. ¡Tienes que ayudarme a cruzar!
—¡Aquí voy, Demián!
Desde el aire la muchacha tomó a su compañero de las manos mientras avanzaban hacia el arroyo. Demián dio un potente salto al mismo tiempo que Soria lo ayudaba a tomar altura. Por un momento pensaron que iban a conseguirlo...
Pero no fue así.
El peso del aventurero, su espada y el resto de sus pertenencias pudo más que todo el entrenamiento de Soria cargando barriles.
Y los dos se precipitaron hacia las aguas turbulentas junto con Ronda.
La cuna y su ama subieron a la superficie al llegar a la orilla, justo a tiempo para oír los gritos de las presas que se alejaban con velocidad río abajo. Ágape se mordió los labios con impotencia. No podía perseguirlos; no si quería regresar y salvar a algunas de sus preciadas mandrágoras. Se prometió a sí misma que descargaría sobre Winger todo el dolor que le habían causado aquellos dos insolentes que la corriente se llevó.
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*La cuna de las mandrágoras es una planta carnívora gigante capaz de sobrepasar los ocho metros de altura. Autóctona de los pantanos del sur del continente de Dánnuca, se alimenta de animales para producir semillas de mandrágora, criaturas estériles que se encargan de cazar más presas para su progenitora. Las cunas son agresivas y territoriales, y poseen la habilidad de desenterrar sus propias raíces para desplazarse por debajo de la superficie.
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