XX: ¡Bailen, bailen, bailen!
En las afueras de Villa Cerulei, rumbo a las montañas, había un bosque de cipreses. Hacia allí se dirigieron Winger y el señor Bollingen, siguiendo de cerca a la mandrágora que ellos mismos habían permitido darse a la fuga.
—Sigo pensando que esto es una pésima idea —insistió el inventor, pulverizador en mano y con su bolso de herramientas a cuestas—. Hay hombres fuertes en la aldea, no entiendo por qué has querido que sea yo quien te acompañe.
—Porque solo tú sabes cómo hacerles frente, tanto a las mandrágoras como al violín de Dinkens —explicó el muchacho con la vista en el frente—. Además debemos ser discretos, no era conveniente traer a más gente.
Winger había dejado que los pobladores de la villa se hicieran cargo de las mandrágoras paralizadas por el señor Bollingen. De todas excepto de una, que era la que ahora estaban siguiendo.
El joven mago había aprendido mucho durante el incidente del anfiteatro. Por un lado, había constatado que con sus hechizos de fuego era capaz de enfrentarse a unas cinco mandrágoras a la vez. Por otra parte, todavía estaba el inconveniente del violín de Dinkens y su capacidad para controlar los movimientos de su oponente. Ahí era donde la participación del señor Bollingen se volvía imprescindible.
—Todavía quedan tres cuartos de tanque —informó el inventor sopesando el tanque de su artefacto metálico—, pero no creo que alcance para rociar a todos esos monstruos.
—No quiero que lo emplees sobre ellos, Bollingen —repuso Winger, confiado. Creía haber descubierto el secreto del violín de Dinkens.
La tarde avanzaba veloz, pero aún quedaban algunas horas antes del anochecer. Por lo visto aquellas criaturas eran pura fuerza física y poco cerebro, pues la mandrágora no se había percatado de sus perseguidores. La criatura fue introduciéndolos más y más en la arboleda hasta que se toparon con un arroyuelo. Siguieron por el camino de la ribera un corto trecho y llegaron a lo que parecía ser la entrada a una gruta subterránea. La mandrágora saltó a las aguas e ingresó por el agujero en la roca.
—Esa debe ser la guarida de Dinkens —razonó Winger.
—Pues yo no pienso meterme ahí adentro —se negó Bollingen rotundamente.
A pesar de que a Winger lo agotaba la actitud poco colaborativa del perfumista, era cierto que no sabían qué los estaría esperando al final del túnel. Una vez en el interior de la gruta, probablemente no habría vuelta atrás.
—Vamos —dijo y se puso en marcha.
—¡E-ey! ¡Espera! ¿Que no me oíste? —balbuceó Bollingen detrás del muchacho.
Pero a pesar de las quejas, ambos ingresaron a la gruta.
El agua les llegaba hasta las pantorrillas. Winger llevaba botas, pero el señor Bollingen ahora se quejaba por los mocasines mojados.
—Sigan arruinando mis cosas ustedes dos y más alta se volverá su deuda para conmigo —gruñó el inventor.
La luz del día se filtraba muy poco hasta allí. Avanzaban tanteando la fría y húmeda pared de la caverna.
—No falta mucho —afirmó Winger.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió molesto el señor Bollingen.
No lo sabía en verdad. Solo quería que ese hombre se callara de una buena vez. Sin embargo, justo en ese momento el túnel se abrió a un espacio más amplio. Era apenas un segmento, pero allí el suelo se elevaba unos centímetros por encima del nivel del agua. Subieron a ese muelle natural y se encontraron con una imagen insólita: un farol de aceite encendido sobre una puerta de madera blanca con un adorno floral. Una placa de bronce sobre la puerta rezaba: "La maldición de los duendes recaerá sobre todo aquel que siga adelante", mensaje críptico que contrastaba con el tapete con la palabra: "¡Bienvenidos!".
La puerta estaba cerrada.
—¿Crees que la mandrágora vino por aquí? —preguntó Bollingen.
—No hay huellas húmedas en el suelo, aparte de las nuestras —observó Winger. Luego miró en dirección al túnel por donde continuaba el curso del arroyo subterráneo—. Debe haber seguido por el otro camino.
—Entonces... ¿esta puerta es una trampa?
Ambos estudiaron la situación. Observaron el pomo de metal pulido. Intercambiaron miradas. Fue Bollingen quien acabó por asentir en silencio. Entonces Winger llevó su mano al pomo. El inventor retrocedió unos pasos con su pulverizador en ristre, listo para disparar. Y tras dar una señal, el mago finalmente empujó la puerta.
Nada sucedió.
Ambos suspiraron aliviados.
—Debe ser la entrada regular que usa Dinkens —supuso Winger.
—Tendría que haberlo sabido —se reprochó Bollingen—. Ese tipo está loco.
Del otro lado del umbral había un corredor con lámparas a intervalos regulares. El suelo estaba alfombrado y de las paredes de roca colgaban numerosos cuadros pintados con acuarela. Las imágenes eran muy infantiles y todas representaban alguna escena relacionada con duendes. A Winger le produjo escalofríos andar por esa galería, y al mismo tiempo no pudo dejar de sentir un atisbo de compasión por aquel lunático de Villa Cerulei.
Habían recorrido cierta distancia cuando oyeron voces en una disputa.
—Es Soria —se alarmó Winger—. Vamos, deprisa.
Apuraron el paso.
—¡No pienso hacerlo! —gritó ella, escandalizada—. ¡No puedes obligarme!
—¡Claro que lo harás! —replicó el violinista con enfado—. ¡Todas las que vienen aquí lo hacen, y tú pareces tener lindas manos para ello!
—¡No, no, no!
Winger no quería ni imaginarse lo que estaba ocurriendo allí. Desesperado por ayudar a su prima, corrió el último trecho. El pasillo llegó a su fin y salió a una gran cámara circular. Estaba en el descanso superior de una escalera de piedra. Se asomó con cautela desde atrás de la baranda y miró hacia abajo: Dinkens había dispuesto esa cueva como si se tratara de una casa sin divisiones interiores, con una cama, un ropero, una mesa con una sola silla y una estufa a leña.
En el centro de la cámara, escoltado por varias mandrágoras, se hallaba Dinkens recostado en un sillón. Se había sacado los zapados y las medias, y apoyaba los talones sobre un banquito.
—¡No voy a hacerlo! —chilló Soria, quien se hallaba arrodillada justo frente a los pies descalzos del violinista.
—¡Es solo un masaje! —exclamó Dinkens, enrabiado—. ¡Tarde o temprano vas a tener que hacerlo, así que mejor temprano que tarde!
—¡No, no, no! ¡Mejor tarde que temprano! —renegó la muchacha—. ¡Además, huelen muy mal!
—¡Qué descarada! ¡Si no lo haces, la maldición de los duendes se cernirá sobre ti!
Bollingen llegó junto a Winger y se agachó a su lado.
—¿Qué eran esos gritos?
—Nada grave —respiró aliviado el mago.
Exploró entonces la caverna con mayor detenimiento. Más allá del sillón donde Dinkens y Soria reñían había una gran jaula llena de camas dobles y al menos unas veinte muchachas cabizbajas, agazapadas sobre las sábanas o sujetándose de los barrotes. La puerta de la prisión era custodiada por dos mandrágoras.
—Winger, mira, allá —le indicó Bollingen.
El arroyuelo subterráneo atravesaba toda la caverna, pasaba por detrás de la jaula y volvía a internarse en la piedra. Justo entonces la mandrágora que ellos habían estado siguiendo apareció a través del túnel. La pelea entre Dinkens y Soria quedó interrumpida por la aparición.
—¿Se puede saber de dónde vienes tú? —El violinista se mostró desconcertado al ver a la criatura.
Se produjo entonces una escena curiosa, en la cual la bestia profería su sonido zumbante, como excusándose, y Dinkens asentía copiosamente, como si entendiera lo que se le estaba diciendo. Winger dudaba que lo estuviera haciendo realmente.
—De acuerdo —dijo el mago, apoyando la espalda contra la baranda—. Bollingen, voy a bajar, pero antes necesito que hagas algo por mí.
Mientras ellos susurraban, ahí abajo Dinkens y Soria retomaron la discusión. La chica hubiese emprendido el vuelo con gusto, pero una gruesa cadena la mantenía atada al suelo.
—Me estás obligando a usar la fuerza —amenazó con seriedad el secuestrador. Estiró una mano y tomó el violín que se hallaba a su lado—. Si no quieres hacerlo por las buenas, tendrás que hacerlo por las malas...
—¡Alto!
Un grito potente llegó desde la cima de las escaleras. Soria y Dinkens giraron sorprendidos.
—¡Winger! —exclamó la muchacha con alegría.
—¿Otra vez tú? —le espetó el violinista—. Creí que ya eras alimento de mis duendes.
—Pues hace falta más que eso para detenerme —replicó el mago, desafiante y con un tono teatral. Necesitaba llamar la atención de Dinkens—. ¡He venido a rescatar a las jóvenes del pueblo y a ponerle fin a tus planes malvados!
Alzó un puño envuelto en una Bola de Fuego, provocando gritos de emoción dentro de la celda. Dinkens miró de reojo a las muchachas, visiblemente frustrado por no ser el centro de atención.
Pero mientras todas las prisioneras se amuchaban contra las rejas para ver quién era el ruidoso rescatista, una de ellas notó que algo se acercaba reptando por el arroyuelo, detrás de la jaula. Estaba a punto de gritar del espanto cuando reconoció la cara alargada y con bigotes que emergía del agua.
—¡Señor Bollingen! —exclamó con asombro—. ¿Qué hace usted aquí?
—No hagas ruido, chiquilla —la reprendió el inventor mientras espiaba más allá de la jaula—. Dinkens está distraído, aprovechemos ahora para escapar.
El inventor se trepó a los barrotes y empleó todas sus fuerzas para hacerlos ceder. No lo consiguió...
Mientras Winger continuaba lidiando con Dinkens, el señor Bollingen estudió la situación con detenimiento. Tenía la misma mirada que cuando analizaba un problema en su laboratorio.
—¡Claro! —dijo y se golpeó la frente con una mano—. ¿Cómo no lo pensé antes?
Abrió su bolso de herramientas y sacó un artefacto metálico que dispuso entre los barrotes.
—¿Qué es eso? —indagó la muchacha mientras el inventor trabajaba.
—Es un dispositivo mecánico que nos dará una vía de escape —explicó el señor Bollingen mientras acababa con los ajustes—. Observa...
El inventor hizo girar una manivela en el aparato, que comenzó a ejercer presión sobre los barrotes. Estos fueron arqueándose hasta que se formó un hueco lo suficientemente amplio como para que pasara una persona.
—¡Pagarás por todos tus crímenes de una vez por todas! —Winger continuaba interpretando el papel de héroe. Desde su posición podía ver claramente lo que estaba ocurriendo detrás del violinista—. ¡Hidro-Cápsula!
La esfera de agua voló hacia Dinkens, quien con un movimiento de su arco la hizo estallar.
—¡Ja! ¿Eso es todo lo que tienes? —se mofó el violinista.
Las niñas ya se habían reunido en la parte trasera de la jaula y se preparaban para cruzar con discreción por el hueco que el señor Bollingen había abierto.
—¡Tengo eso y mucho más! —siguió Winger desafiando a su rival. Necesitaba ganar un poco más de tiempo—. ¡Hidro-Cápsula!
Arrojó tres esferas líquidas que también fueron deshechas por el arco de Dinkens.
—¡Mira lo que has hecho! —bramó disgustado el violinista, pues el agua le estaba mojando el chaleco—. ¡No creas que vas a faltarme el respeto así...! —Un ruido extraño capturó de pronto su atención—. ¿Pero qué...?
Dinkens volteó para descubrir el origen de aquel sonido: una de las muchachas había trastabillado y, junto a ella, todas las otras que aprontaban a escapar a través del arroyo subterráneo.
—¿Qué se supone que...?
—¡Pop!
Soria aprovechó la oportunidad para golpear a Dinkens en la nuca. El sombrero bombín voló por los aires y el violinista cayó de bruces al suelo. Las prisioneras no dudaron y echaron a correr junto a Bollingen rumbo a la salida. Soria volvió a apuntar hacia el violinista, pero la garra de una mandrágora la sujetó súbitamente por las muñecas.
—¡Soria! —exclamó Winger y se lanzó escaleras abajo—. ¡Flechas de Fuego!
El golpe amedrentó a la mandrágora, que retrocedió ante las llamas y soltó a Soria.
—¡Malditos sean! —masculló Dinkens desde el suelo, y arrastrándose tomó su violín—. ¡Mátenlos! —ordenó a todas las mandrágoras que había en el lugar.
«Bien hecho, Bollingen», dedicó Winger un pensamiento al inventor antes de comenzar a preguntarse cómo saldrían de esa situación.
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—Vamos, ya falta poco —apremió el maestro perfumista al grupo de niñas que lo seguía a través del arroyuelo.
Se acercaban con velocidad al final del túnel. El sol ya se había ido, pero aún era posible percibir la claridad del exterior. Y cuando salieron al aire libre, dos sorpresivas mandrágoras se abalanzaron sobre ellos. Las niñas chillaron; Bollingen también chilló, pero en un acto imprevisto llegó a emplear su pulverizador. El repelente alcanzó a las bestias, que de inmediato quedaron inmovilizadas.
Cuando comprendieron lo que había pasado, las muchachas clamaron alegremente por la valentía inesperada del inventor.
—¡Bueno, no ha sido nada difícil! —se regodeó él entre los elogios mientras se rascaba la nuca—. Pero ahora no hay tiempo que perder —volvió a apurarlas, y saltó afuera del arroyo.
Ya se disponían a regresar rumbo a la aldea cuando un eco distante alcanzó las orejas del señor Bollingen. El inventor se detuvo, y mirando hacia el túnel se preguntó si aquel muchacho de capa roja estaría bien.
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—¡Rosa de los Viento!
La ráfaga explosiva hizo retroceder a las tres mandrágoras que se habían abalanzado sobre Winger.
—¡Pop!
Soria también enfrentaba a las bestias que la rodeaban, aunque la cadena que la apresaba dificultaba su movilidad.
—¡Mátenlos! ¡Mátenlos! ¡Mátenlos! —vociferaba frenético el duendo al mismo tiempo que soltaba melodías desquiciadas con su violín.
Había demasiadas mandrágoras en el lugar. La lucha se estaba volviendo muy despareja. Winger supo que tenía que hacer algo de manera urgente.
—Soria, quédate quieta —le indicó a su prima—. Y cierra los ojos.
El mago alzó su brazo derecho. La gema de Potsol refulgió como no lo hacía desde la batalla en el palacio de Pillón.
—¡Resplandor!
La luz hiriente colmó el recinto subterráneo. Las mandrágoras se detuvieron y Dinkens gritó despavorido. El mago entonces apuntó sus manos hacia el violinista. El punto rojizo no tardó en materializarse entre ellas.
Sabía que un hechizo tan demoledor como ese podría acabar con la vida de su oponente. Sin embargo, su intención no era esa. Si sus cálculos eran correctos, otra cosa iba a ocurrir.
—¡Meteoro!
El orbe de fuego voraz salió disparado al mismo tiempo que el efecto del Resplandor se disipaba, de tal forma que Dinkens pudo divisar el temible hechizo que avanzaba hacia él. Y a pesar de que sus rodillas huesudas temblaban, no tenía nada que temer, pues las mandrágoras se cruzaron en el camino del Meteoro para proteger el violín mágico.
Se oyó una estruendosa explosión y miembros cercenados de las bestias salieron despedidos en todas las direcciones. No todas las mandrágoras fueron alcanzadas por el fuego, pero las pocas que aún quedaban en pie se hallaban aturdidas por el efecto de la onda expansiva de calor.
El camino hacia Dinkens estaba despejado.
Winger entonces echó a correr hacia su rival.
El violinista apenas si podía entender lo que acababa de suceder, pero logró reaccionar a tiempo para tocar su instrumento. Una mueca de triunfo se dibujó en el rostro de Dinkens... mueca que se trocó en desconcierto al comprobar que las piernas de Winger seguían moviéndose con libertad.
—¡Puño-Tornado!
El golpe se estampó contra la boca del violinista.
—¡Fuego-Ariete!
Un nuevo puñetazo en el estómago cortó la respiración de Dinkens.
—¡Vientos Huracanados!
El remolino arrancó al hombrecillo del suelo, arrojándolo hacia lo alto con su poder giratorio. Dinkens chocó contra el techo de la caverna y el violín se desprendió de su mano. Instrumento y violinista se hallaron de pronto en caída libre. Pero solo uno se estrelló contra el suelo. Una mandrágora maltrecha y casi carbonizada logró rescatar el violín en el último instante.
—Lo sabía —murmuró Winger, jadeante luego de la combinación de hechizos que había realizado en tan poco tiempo—. Estas bestias no te obedecen a ti, sino a las órdenes de ese instrumento.
—¡¿C-cómo has podido librarte del efecto de mi violín?! —masculló Dinkens con dificultad. Un hilo de sangre pendía de su labio partido y acentuaba la cólera plasmada en sus facciones.
—Fue gracias al invento del señor Bollingen —explicó Winger—. Su pócima anula el efecto sugestivo de tu violín, por lo que le pedí que me rociara con ella un momento atrás. Ahora soy inmune a su influencia.
Mientras Dinkens se retorcía en el suelo, lleno de impotencia y dolor, Winger se acercó a su prima y la liberó de las cadenas.
—¿Estás bien, Soria?
—Sí, muchas gracias —le sonrió ella—. ¡Winger, eso fue increíble! ¿Cómo lo descubriste?
—También fue gracias al señor Bollingen. Pensé que si su poción estaba hecha de suspiros, de alguna forma el violín también tenía algo que ver con esas flores. Su efecto sugestivo era el opuesto al efecto liberador de la poción. Es así como Dinkens controla a las personas y a las mandrágoras...
—¡Te equivocas! —bramó Dinkens desde el suelo—. Son los suspiros los que le dan al violín la propiedad de manipular a las criaturas mugrientas que son ustedes, seres humanos. ¡Pero los duendes son mis hermanos y me escuchan a mí!
—Vaya, ¿de verdad crees eso? —preguntó Winger con una voz compasiva. Señaló con un dedo a la mandrágora que seguía sosteniendo con delicadeza el violín—. Tal vez sea cierto que no son los suspiros los que guían a estas criaturas, pero sin duda valoran mucho más a ese violín que a ti.
—¡No es cierto! —gritó Dinkens entre sangre, saliva y lágrimas—. ¡Mátalo, hermano duende! ¡Mátalo, mátalo!
Pero la mandrágora permanecía ajena a la disputa, vigilando el violín.
—Vamos, Soria, tenemos que atarlo —indicó Winger a su prima, quien sin embargo se hallaba muy apenada por el llanto desconsolado de Dinkens.
—¡No teman! ¡He venido a rescatarlos!
Era el señor Bollingen quien llegaba corriendo a través del túnel. Sostenía su pulverizador en alto y parecía estar haciendo de tripas corazón. Se detuvo al darse cuenta de que la lucha había terminado.
—¿Qué ocurrió aquí?
—El peligro ya ha pasado —afirmó Winger con una sonrisa—. El plan funcionó.
—Tal vez no seas tan mal héroe después de todo —admitió el inventor al mismo tiempo que le devolvía la sonrisa.
Sin embargo, la aparición del señor Bollingen había hecho descuidaran a Dinkens. El violinista aprovechó la distracción y se arrojó en busca del arco de su instrumento, que había quedado tirado en el suelo. Se apresuró a recogerlo y apuntó con este hacia la mandrágora que sostenía el violín.
—¡Flechas de Fuego!
La criatura aulló al ser alcanzada por las llamas que brotaron del arco y soltó el instrumento. El violín regresó a las manos de Dinkens.
«¿El arco es un objeto encantado?», se preguntó Winger a la vez que se lanzaba a la carrera contra su oponente.
Pero esta vez Dinkens fue más rápido él.
—¡Chorro de Agua!
Aquella maniobra tomó desprevenido al mago, que ahora estaba empapado.
El violinista entonces hizo sonar su instrumento.
Y los pies de Winger comenzaron a moverse por sí solos.
—¿Qué está ocurriendo? —se preguntó con preocupación; ahora sus brazos también se mecían en contra de su voluntad.
—Idiota, no debiste alardear tu secreto frente a mí —le espetó el violinista con una sonrisa malévola—. Solo tuve que mojarte un poco para deshacerme de ese asqueroso repelente anti-duendes.
El violín de Dinkens tocaba una melodía alegre y Winger danzaba al compás de la música.
—¡Baile de los Duendes!
Dinkens dirigió el sonido hacia Soria y el señor Bollingen, quienes acabaron uniéndose al baile.
—¡Winger, no quiero bailar así! ¡Esto es vergonzoso! —se quejó Soria por los movimientos absurdos que el hechizo les obligaba a realizar.
—¿Y lo dices tú? ¿Qué hay de mi reputación si alguien me ve así? —protestó el señor Bollingen mientras meneaba las caderas.
«Esto está muy mal», pensó Winger con alarma. El ritmo de la canción iba acelerándose de manera vertiginosa.
—¡Bailen! ¡Bailen! ¡Bailen! —cantaba Dinkens extasiado mientras sus dedos se desplazaban con agilidad sobre las cuerdas.
Winger jamás imaginó que sería derrotado con una estrategia tan disparatada. Sus piernas se estaban entumeciendo al mismo tiempo que su cabeza daba vueltas y vueltas. Pronto estarían demasiado exhaustos como para intentar una contraofensiva. Y si la música no se detenía... ¿qué pasaría con ellos?
—¡Alto!
Un grito inesperado retumbó en la caverna.
El violinista dejó de tocar y los bailarines cayeron exhaustos al suelo.
—¿Y tú quién eres? —indagó el desconcertado músico, mirando otra vez hacia la cima de las escaleras—. ¿Acaso hoy es el día de las visitas inesperadas?
—Una sabandija como tú no merece saber mi nombre —exclamó el recién llegado al mismo tiempo que desenfundaba su espada.
Agotados y en el piso, Winger y Soria sintieron que sus esperanzas se renovaban.
—Es Demián... —alcanzó a murmurar la muchacha antes de desmayarse.
—¡Tú eres la sabandija! —replicó Dinkens mientras lo apuntaba con el arco—. ¿Cómo has podido llegar hasta aquí?
Demián señaló a la mandrágora que en ese mismo instante hacía su ingreso por el pasaje del arroyo subterráneo.
—Rayos... —maldijo Dinkens mientras dedicaba una mirada reprobatoria a la criatura—. Debo enseñarles a ser más cuidadosos...
—Oye, tú... —Los ojos de Demián se habían detenido en la vestimenta del violinista—. ¿Acaso eres un duende?
Los ojos de Dinkens brillaron y casi desbordaron lágrimas de alegría al escuchar eso.
—¡No puedo creerlo! —sollozó emocionado—. Tantos años esperando ese reconocimiento... ¡Y ahora llega por boca de un fisgón que se metió en mi guarida!
—¡No soy ningún fisgón! —repuso el aventurero—. He venido a buscar a mis amigos.
—Así que estos entrometidos son tus amigos —murmuró el violinista con recelo—. Pues entonces terminarás como ellos... ¡¡Hermanos duendes, ataquen!!
Dinkens hizo sonar su instrumento y las únicas cuatro mandrágoras que aún permanecían sanas se lanzaron escaleras arriba.
Demián aguardó sin inmutarse. Cuando las bestias estuvieron a mitad de camino, tomó su escudo y lo echó sobre ellas. La mandrágora que iba al frente atrapó el objeto antes del impacto, pero no esperaba que aquel intruso le cayera encima de un salto. El aventurero rebotó sobre su propio elemento protector y derribó a la criatura, que rodó cuesta abajo arrastrando consigo las otras tres.
El aventurero aterrizó al pie de las escaleras, justo enfrente de Dinkens. El violinista soltó un alarido y fue a refugiarse detrás de su sillón, desde donde dio una nueva orden con el violín.
—¡Mátenlo! —vociferó.
Dos de las mandrágoras se incorporaron a los tumbos, aturdidas por el golpe de la caída brusca. Pero para Demián, quien había luchado contra un kássigler, se había visto cara a cara con un tausk y le había dado batalla a un agriante, entre muchas otras criaturas, dos mandrágoras maltrechas no significaban gran esfuerzo. Las esperó con la guardia arriba.
—Veamos qué haces con esto... —murmuró Dinkens con perversidad y comenzó a tocar su canción—: ¡Baile de los Duendes!
Y mientras el violinista activaba su conjuro sonoro, las criaturas arremetieron contra Demián. Él esquivó las zarpas, propinó un puñetazo a la primera y una patada a la segunda. Ambas se tambalearon y se desplomaron como muñecos inertes.
—¡¿Cómo has podido moverte?! —balbuceó el violinista con los ojos desorbitados. Su truco no había dado resultado.
—Lo siento, pero tengo muy mal oído para la música —respondió Demián con una actitud confiada. Luego caminó hasta el sitio donde había caído su escudo y lo recogió—. Sabes... Dices que estos monstruos son tus hermanos, pero yo más bien los veo como tus esclavos.
—¡Cállate! —rugió Dinkens, cada vez más nervioso y acorralado—. ¡Los duendes son mis amigos y por eso harán todo lo que yo les diga!
Demián miró con pena a las bestias que había tenido que inmovilizar. La imagen de otras dos criaturas jugando en el monte Mersme vino a su mente junto al recuerdo de que alguna vez había sido tan insensible como el sujeto desquiciado que ahora soltaba frases sin sentido.
—Lo que tú digas —suspiró el aventurero—. Bueno, ¿haremos esto por las buenas o por las malas?
—¡Por las malas! —dijo Dinkens desafiante.
—De acuerdo.
Demián se desplazó con agilidad hacia el violinista y de una patada ascendente le arrancó el instrumento de las manos. El violín se elevó, trazó una curva en el aire, y una patada giratoria fue suficiente para hacerlo estallar en pedazos.
—Fin del concierto —sentenció el aventurero.
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