XVIII: Problemas en villa Cerulei


Los cielos despejados de Lucerna eran un buen augurio. El clima primaveral reinaba sobre toda la región como una alegre muchacha desperdigando su gracia por los alrededores. Después de casi diez lunas sin verla, Demián aguardaba con ansias el reencuentro con su muchacha alegre

—Nuestros caminos vuelven a cruzarse, Soria... ¡Nuestros caminos se cruzan otra vez, Soria!

Montado sobre Jaspen practicaba las líneas que pronunciaría al llegar a la herrería. Se repetía que la primera impresión tenía mucha importancia... Aunque, técnicamente, esta ya no sería la primera impresión. Más allá de esos detalles, lo que lo tenía consternado era que ninguna de sus frases lograba convencerlo.

—¡Argh! ¡Esto es frustrante! —exclamó mientras se revolvía el cabello tratando de acomodar las ideas—. ¿Cómo se supone que voy a causar una buena impresión si nada de lo que digo tiene sentido?

El guingui trinó para llamar la atención de su compañero y a continuación descendió sobre un prado de flores silvestres. Cortó a vuelo una violeta con su pico y se la tendió a Demián.

—¿Una flor? —murmuró él y la tomó entre el índice y el pulgar para inspeccionarla de cerca—. ¡Pero qué consejo más tonto! ¿Cómo podría funcionar esto? Se nota que solo eres un pajarraco...

Jaspen graznó ofendido, volvió a descender, esta vez sobre un estanque, y dando un giro zambulló a su jinete hasta la cintura. Cuando el guingui completó la acrobacia y regresó a las alturas, Demián se hallaba empapado y con la violeta todavía entre los dedos.

—Está bien, le daré la flor.

El aventurero se había convencido de lo ventajoso que era contar con un guingui de alas blancas como compañero. Distancias que antes tardaba días y semanas en recorrer ahora desaparecían en un parpadeo desde el paisaje aéreo. Por supuesto que alguien tan apegado a la tierra como él extrañaba de vez en cuando estirar las piernas, saltar, correr y trepar. Pero siempre era posible guardar la campana en el cinturón y dedicar un tiempo a sus aventuras personales.

De nuevo la velocidad de Jaspen sorprendió a Demián, pues ya se hallaban sobrevolando las huertas y sembradíos del poblado de Dédam. El aventurero se despidió entonces de su compañero de alas blancas y caminó por la carretera el corto trecho que lo separaba de la herrería de Pericles.

—El destino vuelve a juntarnos... El destino ha querido... —seguía repasando en voz alta con la vista posada sobre la violeta—. El destino así lo quiso, Soria...

Finalmente llegó al frente de la casa. Respiró hondo e hizo sonar las palmas. No pasó mucho tiempo antes de que la puerta delantera se abriera.

—¡Soria, el destino ha querido...!

—¡Demián! ¡Qué alegría verte de nuevo por aquí, muchacho!

Al ver la cara de entusiasmo del padre de Soria, Demián se llevó de golpe la flor a la boca.

—Hola... Pericles... —masculló mientras se tragaba la violeta—. ¿Cómo has estado?

—Con mucho trabajo, como siempre. ¡No me puedo quejar! —rió el herrero—. ¿Y qué hay de ti? ¿Dónde has estado todo este tiempo?

—Es una larga historia —suspiró el aventurero—. ¿Dónde están Soria y Winger?

Antes de dirigirse a Dédam, Demián había ido una vez más a la mansión de Gasky. Para sorpresa suya, el historiador le informó que Gluomo, Bress y él volvían a ser los únicos habitantes de la casa. Winger había regresado a la herrería. Demián también preguntó por Rupel, pero el anciano no le había dado más que evasivas acerca del paradero de la pelirroja.

—Pues llegas justo cuando ellos se han ido —explicó Pery—. Hace algunos días partieron rumbo a villa Cerulei. En tiempos normales ya estarían de regreso, pero supongo que te has enterado del asunto de las vías del tren...

—Oh, sí. —Desde las alturas, Demián se había percatado de la destrucción de los rieles en varias zonas del país—. ¿Y qué han ido a hacer allí?

—Solo deben entregar un trabajo, nada fuera de lo común. —El herrero alzó la vista al cielo y se puso a pensar en su hija y su sobrino—. De todos modos, me pregunto cómo les estará yendo...


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Al pie de la cordillera que divide Lucerna y Quhón, más allá del bosque de Schutt y la zona de los montes, se extienden los níveos campos de villa Cerulei como si de un gran manto blanco se tratase. Lo que les da esa tonalidad no es la nieve, sino millones de pequeñas flores blancas llamadas suspiros, delicadas como su propio nombre. Los pétalos sueltos danzan en el viento durante los meses primaverales, repartiendo frescas y sutiles fragancias que impregnan el ambiente de una manera armoniosa, alegrando el alma de quienes arriban a ese mundo de flores, como era el caso de Winger y Soria. Los compañeros de viaje se hallaban encantados con el paisaje de ensueño.

Los interminables campos de suspiros a los costados de la carretera resplandecían bajo el cielo azul del mediodía. Aquí y allá los lugareños, hombres y mujeres de las más variadas edades, trabajaban laboriosamente, recolectando a mano las delicadas flores que iban depositando con cuidado en grandes cestos de mimbre. Los suspiros eran el pan que daba de comer a todos los lugareños.

"Bienvenidos a villa Cerulei", rezaba el cartel pintado con destreza en la entrada del poblado, decorado con dibujos de las típicas flores regionales, esas que solo podían hallarse en esa zona del continente.

Un sendero recto los condujo hasta la zona residencial de villa Cerulei. Las casas se distribuían a intervalos irregulares y eran todas muy similares, sencillas y de una sola planta, de ladrillo visto y con techo de tejas. Winger y Soria caminaban entre las viviendas con las varas de cobre sobre los hombros. No tenían mucha información acerca de la persona a la cual iban a hacerle la entrega. Solo sabían que se llamaba Bollingen. Apenas preguntaron por él se enteraron de que se trataba de toda una personalidad en villa Cerulei.

—El señor Bollingen es un maestro perfumista, y también es un inventor —les explicaba con orgullo el niño que se ofreció a guiarlos hasta la casa del hombre—. Mi papi dice que la labor en el campo se ha hecho más fácil gracias a sus inventos, y que por eso no debemos molestarlo mientras trabaja... ¿Ustedes no vendrán a interrumpir su trabajo, cierto? —indagó con una mirada suspicaz.

—¡Por supuesto que no! —exclamó Soria haciéndole un guiño—. Lo que nosotros venimos a traerle de seguro hará que su trabajo mejore mil veces.

—¡Oh! En ese caso, está bien —sonrió el chiquillo y detuvo la marcha—. ¡Ya hemos llegado!

El niño señaló con un amplio ademán la construcción frente a ellos. Sin duda era la casa que más se destacaba, y no por su lujo, sino por su diseño estrafalario. A la estructura básica, similar a la de las otras residencias, se le había añadido un segundo piso circular con techo cónico, lleno de chimeneas y con amplias ventanas de las cuales sobresalían extraños artefactos de metal.

Soria agradeció al pequeño guía con una moneda y un sonoro beso en la mejilla que lo dejó aturdido mientras se alejaba riendo por las callejuelas del poblado.

—Me pregunto qué clase de persona será el señor Bollingen —comentó la joven mientras hacía sonar la campanilla que había en la puerta de entrada.

Pasaron algunos minutos sin que hubiera respuesta, durante los cuales Soria insistió con la campanilla sin parar. Y cuando la puerta al fin se abrió, se asomó un hombre de unos cincuenta años, con un fino bigote y el cabello oscuro peinado con raya al medio.

—¿Si? —preguntó con un tono poco amigable.

Su cara era alargada, lo que resaltaba el gesto desdeñoso que dirigía a sus visitantes. Winger se preguntó si la insistencia de su prima con la campana tenía algo que ver allí.

—¡Holaaa! —saludó enérgicamente la muchacha—. Mi nombre es Soria y él es Winger. Venimos a hacer una entrega de la herrería de Dédam.

—¡Ah, estupendo! —sonrió el hombre al oír eso, aunque su mirada seguía siendo ceñuda—. Ya me estaba preguntando cuándo llegaría. Vengan, pasen, por favor.

El perfumista los hizo ingresar a su residencia y los condujo hacia un cuarto trasero, otra extensión de la casa que ellos no habían podido apreciar desde el frente.

—Yo soy el señor Bollingen, la persona que encomendó este sutil trabajo al herrero Pericles de Dédam —se presentó mientras llevaba a sus invitados hasta lo que parecía ser un laboratorio.

—¡Él es mi padre! —exclamó Soria con alegría; a Winger le divertía ver a su prima de tan buen humor—. Pero qué casa tan extraña tiene usted, señor.

Mientras su prima conversaba con el anfitrión, Winger observaba con curiosidad los cientos de frascos, botellas y probetas que había en el lugar, repartidas entre estanterías y vitrinas, con líquidos de los más variados colores. También era posible distinguir allí otros artefactos, como alambiques, mecheros y balanzas, y una maraña de tubos y cables que iban y venían por encima de sus cabezas.

—Como pueden ver, soy un experto en la manipulación de sustancias —explicó el señor Bollingen, inflando el pecho y extendiendo los brazos—. Hace muchos años que vivo en esta villa, y mi función es la de estudiar las propiedades químicas de las flores que se cultivan aquí. No solo me ocupo de la fabricación de perfumes, sino que también preparo pesticidas y fertilizantes, sin mencionar ungüentos curativos, venenos y mucho más.

—¡Como la señora Ruhi! —dijo Soria.

—Bueno, no exactamente. —El hombre no se mostró muy feliz con la comparación—. Esa señora es una bruja. Aquí no hay magia, sino ciencia —concluyó con autoridad.

—Uhm... ¿Y cuál es la diferencia? —indagó la muchacha.

—No alcanzaría una sola tarde para darte una respuesta, jovencita —se limitó a contestar el señor Bollingen, quien comenzaba a fastidiarse—. En fin, ¿puedo ver el producto terminado?

—Oh, sí —asintió Winger y dejó el bulto que había cargado durante todo el viaje sobre una mesa vacía. Abrió el paquete y enseñó al inventor los delgados tubos de cobre que su tío había elaborado.

El señor Bollingen se puso a examinarlos de inmediato, sopesándolos uno por uno, controlando cada detalle con detenimiento. Era difícil adivinar el significado de los sonidos que mascullaba, pero la expresión en su rostro no tardó en volverse una clara mueca negativa.

—Hm... No, no —desaprobaba lo que veía, y cada vez con mayor énfasis—. No, no, no...

Soria y Winger intercambiaron una mirada de confusión.

—¿Sucede algo malo? —indagó el muchacho.

—¿Algo malo? —repitió el señor Bollingen—. ¡Todo está mal!

—¡¿Qué?! —soltaron los primos al mismo tiempo.

—Lo que escucharon —reafirmó el maestro perfumista—. Todo esto es un completo desastre. ¡Un muy mal chiste!

—¿Por qué dice eso? —exigió Soria una explicación mientras hacía pucheros.

—Porque es un trabajo de pésima calidad, niña —exclamó el inventor, no sin cinismo.

—¡¿Cómo se atreve a hablar así del trabajo de mi padre?! —estalló la muchacha, iracunda—. ¿Sabe cuánto empeño ha puesto en esto?

—Pues me importa un rábano si le dedicó un día o cien —replicó el hombre muy molesto—. ¡Todas las piezas están mal hechas!

—¡Retráctese ahora mismo! —le ordenó la joven apuntándolo con un dedo.

—Soria, tranquilízate... —A Winger comenzaba a preocuparle la reacción de su prima.

—¡Yo no voy a retractarme de nada, todo esto es una porquería! —repitió una vez más el señor Bollingen para luego agregar con desprecio—: ¿Y este es el trabajo del famoso herrero de Dédam? ¡Por favor! Apenas si les pagaré la mitad de lo acordado por esta mediocridad.

Grave error el del señor Bollingen al pronunciar esas palabras. Tarde se daría cuenta de eso, aunque el oscuro demonio que se había apoderado del rostro de la niña debería haberle servido como señal de lo que iba a suceder a continuación.

Soria alzó una mano, apuntó hacia la vitrina más cercana y exclamó:

—¡¡¡POP!!!

El señor Bollingen soltó un grito de espanto y Winger se quedó petrificado cuando todos los frascos estallaron.

Pero Soria no iba a detenerse allí.

—¡Pop! ¡Pop! ¡Pop!

Una y otra vez, apuntando hacia todas las direcciones, la muchacha desató su ira.

—¡¿Pero qué haces, niña?! —chilló desesperado el señor Bollingen mientras se arrancaba mechones de cabello grasiento.

—¡Pop! ¡Pop! ¡Pop!

—¡Soria, por favor, cálmate! —intentó Winger apaciguarla, sin saber bien qué hacer.

Mientras tanto, ella siguió y siguió con su empresa demoledora:

—¡Pop! ¡Pop! ¡Pop! ¡POOOOOP!


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Al final, nada pudo detener a Soria. Y el alardeado laboratorio del señor Bollingen se convirtió en un lamentable campo de batalla donde ni un solo frasco se salvó.

Ahora la muchacha permanecía cabizbaja y con cara de cachorro arrepentido, mientras que un extraño tic nervioso se había apoderado del ojo izquierdo del señor Bollingen. Winger trató de acomodar un alambique que había quedado al borde de una repisa, pero acabó tirándolo al suelo sin querer. Después de eso, ya nada quedaba por romper.

—Será mejor que esperemos en el otro cuarto —propuso el mago, llevándose consigo a su prima y cerrando la puerta tras ellos.

Media hora después, cuando el señor Bollingen logró salir de su estupor, se presentó ante ellos con el rostro más severo que habían visto jamás.

—¿Y bien? —dijo de brazos cruzados y golpeando ansiosamente un pie contra el suelo—. ¿Qué se supone que haré con ustedes ahora?

—Lo siento... —soltó Soria con una voz casi inaudible.

—Lo sentimos mucho, señor —se sumó Winger a la disculpa.

—¿Tienen idea de cuánto les costará pagar todo el destrozo que han causado? Sus vidas enteras no les alcanzarían para reponer las sustancias invaluables que han desparramado ahí adentro.

—Lo sentimos... —volvieron a decir los primos.

Sin apartar la vista de ellos, el señor Bollingen se mantuvo un buen rato en actitud de reproche. De pronto, su insistente golpeteo se detuvo.

—Sin embargo...

Winger y Soria alzaron la vista; algo había cambiado en la actitud del señor Bollingen.

—Veo que ustedes son magos, ¿verdad?

La pregunta los tomó desprevenidos. Volvieron a intercambiar miradas desorientadas.

—Soria puede usar ese hechizo, señor —explicó Winger—. En cuanto a mí, aún soy un aprendiz, pero sé hacer unos cuantos conjuros.

—Ya veo —musitó el señor Bollingen con interés—. Tal vez ustedes puedan ayudarnos.

El inventor tomó a ambos jóvenes por el cuello y los arrastró por las calles del poblado. Los tres aún estaban manchados por los distintos líquidos volcados sobre sus prendas, por lo que la gente los miraba con curiosidad.

Llegaron hasta la casa del jefe de villa Cerulei. Winger y Soria esperaron en una pequeña sala de estar, donde una señora rolliza y muy sonriente les sirvió té verde mientras el señor Bollinguen dialogaba con el anciano alcalde en su despacho. No había transcurrido mucho tiempo cuando la puerta se abrió y los invitaron a pasar.

—Así que estos son nuestros jóvenes —murmuró el jefe de la aldea mientras se acariciaba sus frondosas cejas.

—He visto las habilidades de esta niña y tiene un poder bastante destructivo —expuso el maestro perfumista, echando un vistazo reprobatorio a Soria—. Y el otro dice ser aún más habilidoso que ella.

—Yo no he dicho... —trató Winger de corregirlo, pero el señor Bollingen siguió hablando sin escucharlo.

—Con la ayuda de estos chicos tal vez tengamos una chance de librarnos de nuestro inconveniente.

El anciano estudió detenidamente a las facciones de los jóvenes sentados frente a él. Se tomó un momento antes de contestar.

—Parecen buenas personas, estoy convencido de que puedo revelarles nuestra situación.

Winger y Soria se sonrieron entre sí; aquel hombre era mucho más amable que el señor Bollingen, quien continuaba vigilándolos con ojos regañones.

El anciano se puso de pie con dificultad, y guiado por su bastón avanzó por su oficina hasta detenerse frente a un viejo óleo que representaba un paisaje poblado de incontables suspiros. Era una vista de villa Cerulei.

—Supongo que saben que nuestro hogar es conocido por las flores que cultivamos con tanto empeño. Mis tatarabuelos llegaron aquí movidos por el deseo de hallar su lugar en el mundo, y cuando plantaron con sus propias manos las semillas de suspiro que habían traído desde el continente de Lucrosha descubrieron que el clima de la región propiciaba enormemente su crecimiento. El trabajo es mucho, pero amamos lo que hacemos. —El anciano hizo una pausa, tal vez rememorando antiguos episodios—. Como en cualquier otra aldea, siempre han surgido y surgirán contratiempos, pero hasta ahora hemos conseguido mantenernos erguidos. Sin embargo, algo preocupante ha ocurrido recientemente. —El rostro del alcalde se volvió taciturno. Sentado cerca de Winger y Soria, Bollingen también estaba muy serio—. Me refiero a Dinkens.

—¿Dinkens? ¿Quién es él? —quiso saber Soria.

—Dinkens es uno de los vecinos de villa Cerulei —le explicó el inventor—. Mejor dicho, es el loco del pueblo.

—Dinkens siempre ha mostrado comportamientos inusuales —prosiguió el alcalde—. Desde niño ha causado problemas, haciendo muchas travesuras a los demás habitantes. Algunas veces se ha excedido con sus bromas...

—Una vez ese lunático incendió todo un cargamento de suspiros dirigido a Gorobaán —ejemplificó Bollingen, disgustado al recordarlo.

—Pero todo lo que Dinkens busca con esas acciones es llamar la atención —trató el anciano de defenderlo.

—Todos los niños quieren hacer eso —lo justificó Soria.

—¡Dinkens tiene treinta años! —objetó Bollingen; evidentemente, eso cambiaba un poco la situación—. Sin mencionar que se cree un duende.

—Él no se cree un duende realmente —replicó el alcalde—. Pero... bueno, lo anhela. Más allá de todas sus extrañas ocurrencias, la conducta de Dinkens no pasaba a mayores hasta hace dos años. Fue entonces cuando encontró ese violín...

Un silencio incómodo inundó la oficina del alcalde. Winger y Soria escuchaban con mucha atención, intrigados ahora por la historia del hombre que quería ser duende y su violín.

—Mediante ese instrumento Dinkens es capaz de controlar los movimientos de las personas como si fueran marionetas —dijo el señor Bollingen mientras movía los dedos como un titiritero—. Pero no es solo eso. Él también maneja a un ejército de mandrágoras.

Winger había oído hablar acerca de esas criaturas. Mitad planta, mitad animal, eran monstruos agresivos y con fuerza sobrehumana. El hecho de que Dinkens tuviera a su disposición a bestias como esas no solo era asombroso, sino a la vez intimidante.

—No sabemos cómo consiguió el violín ni tampoco las semillas de mandrágora —declaró con impotencia el anciano—. Lo cierto es que las posee a montones, y desde hace dos años tiene al pueblo rendido a sus pies con esas criaturas. Dinkens aparece con sus bestias durante los meses de cosecha y exige que le entreguemos parte de los suspiros.

—¡Eso es muy injusto! —protestó Soria—. ¿Por qué no se los niegan?

—Fue lo que intentamos un tiempo atrás —respondió Bollingen—, pero el resultado fue lamentable.

—Dinkens se enfureció y tomó como rehenes a algunas de las jóvenes del pueblo. Desde entonces, no solo exige suspiros, sino que también está secuestrando a nuestras muchachas. —La voz del alcalde se llenó de amargura—. Es claro que la situación se ha ido saliendo de control poco a poco. Ahora ni siquiera podemos pedir ayuda a la capital, pues Dinkens amenaza con dañar a sus prisioneras. Como verán, estamos atrapados en una encrucijada sin salida.

Finalizado el relato del dilema de villa Cerulei, el viejo alcalde soltó un suspiro angustioso, muy diferente de aquel que provocaba el aroma de las flores blancas que llevaban ese mismo nombre.

—Pero ahora ustedes están aquí —señaló el maestro perfumista con una sonrisa interesada—. Poseen habilidades que nosotros no tenemos. Podrán hacerle frente a Dinkens para sacar a villa Cerulei de esta situación engorrosa. Además del honor de ser reconocidos como héroes por los lugareños, considérenlo un trueque a cambio de todo lo que han roto en mi laboratorio.

El alcalde bufó en señal de desacuerdo con el chantaje que el maestro perfumista estaba llevando a cabo. Sin embargo, no se opuso a él. Sabía que necesitaban la ayuda de los recién llegados.

—¿Y bien, jóvenes? ¿Están dispuestos a darnos una mano? —preguntó el anciano a los dos primos que solo habían ido a hacer una entrega de la herrería de Dédam.



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