XVI: Promesa rota


Luego del misterioso ataque de Caspión y los otros secuaces de Jessio, las cosas continuaron tranquilas en Dédam. El tema no volvió a tocarse y la rutina retornó a la herrería. Tanto que hasta que casi olvidaron el curioso incidente.

Pero cierto día particularmente soleado, mientras sobrevolaba por encima de su primo, Soria se percató de algo debajo de los pies de Winger. Un detalle, cuanto menos, curioso.

De inmediato arrastró al muchacho hasta la casa para enseñarle el descubrimiento a su padre, quien se apresuró a arrastrarlo de nuevo hacia fuera para tener mejor luz. Pery zamarreó a Winger en todas las direcciones, intentando que los rayos del sol lo alcanzaran desde diversos ángulos; incluso llegó a ponerlo cabeza abajo y a revisar la suela de las botas del joven mago. Todo fue en vano. Solo había una cosa en claro:

—No tienes sombra, Winger —concluyó el herrero, rascándose la cabeza.

El muchacho miraba a su alrededor afligido, intentando hallar aquella silueta opaca, compañera de todo el mundo, que parecía habérsele perdido.

—Así que eso fue lo que te quitó Caspión —reflexionó Pericles.

—¿Para qué querrían su sombra? —se preguntó Soria.

Winger se encogió de hombros. Vaya si era raro...

«Me siento desnudo...», pensó avergonzado.

—Ahora sí creo que deberías ir a ver a Gasky —le sugirió su tío.

—Pues yo sigo pensando que no serviría de nada —insistió Winger—. He vivido con Gasky durante nueve meses y sé que cualquier asunto relacionado con el libro de Maldoror sigue siendo un misterio incluso para él.

No era por terquedad que Winger rechazaba la idea de ir a visitar al anciano. Consideraba que su sombra perdida sería una incógnita más para el atareado historiador, quien ya tenía suficiente trabajo tratando de descifrar las páginas del libro maldito como para andar atosigándolo aún con más problemas.

—Además, tío Pery. ¿No había un trabajo importante que tenías para nosotros?

Winger intentó guiar la conversación hacia otro lado. Y lo logró. La expresión en el rostro del herrero se iluminó al oír esa pregunta.

—Es cierto. Vengan conmigo.

Pericles condujo a sus asistentes hasta un cuartito que había detrás de la casa. Winger nunca había entrado allí, suponiendo que ese cobertizo solo se usaba para guardar cosas viejas y en desuso. Sin embargo, en el lugar había (además de cosas viejas y en desuso) un amplio armario que al parecer resguardaba objetos importantes, pues estaba cerrado con múltiples candados.

—Este es un trabajo muy delicado con el que me he mantenido ocupado durante varios meses —explicó con orgullo mientras destrababa uno a uno los cantados—. Fue un encargo de villa Cerulei, y debo decir que lo acepté por el gran desafío que significaba.

Pery abrió por fin el armario y sacó con cuidado unas varillas de cobre, alrededor de cincuenta, todas de un metro de largo y apenas algunos milímetros de diámetro. El herrero le pasó una a su sobrino y otra a su hija. Las varas eran huecas y muy livianas; espiando por una de las aberturas en las puntas era posible ver a través de ellas.

—Es un trabajo muy delicado —comentó Winger, palpando la superficie pulida y pareja de la vara—. ¿Qué son?

—No lo tengo del todo claro —admitió el herrero—. Villa Cerulei es una pequeña comunidad agreste en el corazón de Lucerna, más allá del bosque de Schutt. Casi todos los lugareños participan del cultivo de unas flores muy especiales llamadas suspiros, las cuales tienen múltiples usos. Según cómo se las manipule pueden llegar a ser plantas milagrosas. Supongo que por todo esto uno de los expertos del pueblo me ha encargado estas cosas para transportar sustancias sutiles... Creo que la palabra es "destilar".

—¿Y qué tenemos que hacer nosotros? —preguntó Soria, soplando a través de una de las varillas como si se tratara de una larga flauta.

—Cualquier movimiento brusco podría estropear las varas —explicó Pery y le arrebató a Soria su flauta—. Necesito que personas de confianza lleven el trabajo acabado al hombre que me lo encargó. El tipo prometió una paga muy generosa, por lo que prometo que mis dos ayudantes recibirán una buena propina —agregó con un guiño.

Los primos se miraron y sonrieron. Un nuevo viaje empezaba. Tal vez la misión esta vez no consistiría en luchar contra dragones o brujas, pero el solo hecho de ponerse en marcha juntos ya los entusiasmaba.

—¿Cuándo partimos?


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Y mientras Soria y Winger se preparaban para viajar rumbo a villa Cerulei, un anuncio muy particular llegaba a los habitantes de ciudad Doovati. Un edicto firmado por la reina Pales había sido colocado en el tablero de anuncios de la plaza pública, con numerosas copias recorriendo la ciudad a través de mensajeros especialmente instruidos para que el anuncio no pasara desapercibido ni para el más distraído de los ciudadanos.

Al pueblo de Catalsia hago saber que, valiéndose de diversas pruebas, testimonios y testigos, la casa real señala que Winger de los Campos del Sur, por algunos conocido como "el traidor de Catalsia", y posible asesino del rey Dolpan, es uno de los principales sospechosos del ataque perpetrado hace dos semanas, durante la festividad por el aniversario de vuestra soberana. Hecha esta acusación, se recuerda a todos los súbditos que Winger de los Campos del Sur sigue prófugo, y cualquier información útil al respecto será debidamente compensada. Juro en nombre de los seis Dioses Protectores que todo el poder que cobija la corona caerá sobre los responsables de causar tanto dolor al pueblo de Catalsia, y así prevalecerá la justicia.

Reina Pales I de la Casa de Kyara de Catalsia

El mensaje era claro. Y aunque algunos cambiarían palabras como "posible" o "acusado" por "fehaciente" y "culpable", bastaba para dejar conforme a la mayoría, aplacando de momento la voluntad de venganza del pueblo.

Jessio llegó temprano ese día a la Academia. Miró de reojo a June, quien era el hijo del director del periódico local. Estaba rodeado por sus tres amigos, todos leyendo con ojos como platos el edicto real, que también había salido en la edición especial adelantada de la gacetilla semanal. Ese era el grupo de cuatro jóvenes que se había ganado la confianza de Winger.

«Ahora mismo me encargaré de ese asunto», se dijo.

Caminó hasta su despacho. La campana sonó anunciando el inicio de la jornada. Jessio decidió esperar unos minutos y se acomodó en su asiento. Sonrió satisfecho. La carta de Pales era lo que había buscado durante esas diez lunas que siguieron a la muerte de Dolpan. El enemigo del reino había sido llamado por su nombre. Además, ese era apenas el segundo paso de su plan. Todo a su tiempo. Las piezas estaban en sus lugares. Antes del aniversario por la muerte del rey Dolpan, la gema de Potsol y el libro de Maldoror serían suyos.

Mandó a llamar a Dekis y lo envió a un aula del segundo piso en busca de un aprendiz. El joven no tardó en aparecer en el despacho, ocupando sin mucho entusiasmo la silla frente al gran maestro.

—¿Qué hice ahora? —inquirió Rowen de mala gana.

—No te he llamado para regañarte —repuso Jessio mirándolo con seriedad—. Estoy al tanto de que has contactado con la organización criminal conocida como Los Herederos.

El muchacho se echó hacia atrás, con la expresión de haber sido descubierto en el rostro.

—¿Cómo es que usted...?

—No te preocupes —se apresuró a agregar el hechicero—. Reitero que no te he llamado para amonestarte. De hecho, podría decirse que yo mismo estoy aliado con esa organización. Lo he hablado mucho con el líder de Los Herederos y él ha decidido darte una oportunidad.

Rowen no salía de su asombro. Tardó unos segundos en recobrar la compostura. Luego se inclinó hacia adelante para oír a su maestro con atención.

—Serás incluido dentro de mi círculo más íntimo, espero que entiendas lo que eso significa. A partir de aquí no habrá vuelta atrás. No, mejor dicho, ya no la hay. De más está decir que no tienes autorización para hablar de esto con nadie.

—Lo sé —aseveró Rowen con rudeza—. No soy un niño, sabía a lo que me arriesgaba al contactar con estas personas.

—Mejor así —le advirtió Jessio. Estudió las facciones de su discípulo antes de hablar—. Aclarado este asunto, voy a encomendarte una tarea. Necesito que vigiles todos los movimientos de tu hermana, de June, de Zack, y también de Markus. Tengo mis sospechas de que podrían seguir en contacto con Winger.

—¿Mi hermana? —exclamó Rowen con sorpresa.

—¿Algún inconveniente con eso?

Jessio mantenía la mirada severa. Rowen comprendió que sus palabras habían sido ciertas. La relación entre ellos ya había cambiado.

—Ninguno, señor.

—Nuestra prioridad es llegar hasta Winger por motivos que no necesitas saber. Siendo un aprendiz de esta Academia, eres la persona más indicada para este trabajo. De momento, eso es todo.

Rowen asintió con la cabeza y los ojos perdidos en el techo, pensativo.

—¿Y qué sucederá si descubro que algunos de ellos aún sigue comunicándose con Winger?

—Esa información tampoco es pertinente para ti —se limitó a contestar el gran maestro—. Solo concéntrate en obedecer mi orden. ¿Podrás hacerlo?

Esta vez Rowen lo miró con seguridad.

—No lo dude, maestro. Capturaremos a esa sabandija.


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Winger y Soria llegaron temprano al poblado de Hans. Habían dividido las cincuenta varillas de cobre en dos racimos envueltos en paños y amarrados con mucho cuidado para evitar los daños.

Arribaron a la estación del tren, abarrotada como de costumbre, pero algo en el humor de la gente era diferente. Muchos estaban indignados. Otros, simplemente inquietos y temerosos de no poder llegar a sus destinos a tiempo.

Winger se acercó a una mujer que estaba sentada sobre sus maletas con actitud resignada.

—Disculpe, ¿qué ha ocurrido?

—¿No te has enterado aún? Todos los trenes han sido suspendidos.

Los primos intercambiaron una mirada de desconcierto.

—¿Qué fue lo que pasó? —indagó Soria.

—Nadie sabe explicarnos qué pasó —intervino un hombre robusto y con el ceño fruncido por el disgusto—. Eso es lo que tiene a la gente tan molesta.

—Algunos dicen que los rieles han sido saboteados en diferentes puntos del reino —se unió a la charla un anciano—. Varios trenes han descarrilado al toparse con grandes agujeros justo en su camino. Los responsables del sistema de trenes no quieren más accidentes, y es por eso que no habrá viajes hasta que la situación se esclarezca.

El hombre robusto empezó a lanzar insultos al aire, dirigidos a los presuntos saboteadores que estaban causando tantos problemas. Winger, en cambio se había quedado pensando en un detalle particular.

—Disculpe, señor —se dirigió al anciano, que había permanecido callado mientras el hombre robusto y la mujer de las maletas comenzaban a elucubrar teorías acerca de rebeldes escandalosos que recorrían el reino arruinando las vías del tren—. ¿Dijo que había agujeros en el camino?

—Así es, muchacho. Tan anchos como los brazos extendidos de este amigo nuestro —dijo el anciano, señalando al hombre robusto, que ahora gritaba calumnias a los enemigos del progreso y el avance que representaba el tren de Lucerna—. Hoyos profundos que han ido apareciendo por todos lados últimamente...

La mente de Winger se llenó de preocupaciones, pues no pudo evitar pensar en los virmens. Esa era la descripción de los agujeros que excavaban aquellos gusanos gigantes. ¿Acaso Jessio tenía algo que ver con el descarrilamiento de los trenes?

—¿Hacia dónde están viajando?

—¿Eh? —la pregunta del anciano trajo a Winger de regreso a la estación—. Nos dirigimos hacia villa Cerulei.

—Vaya, eso está bastante lejos para ir a pie —murmuró—. ¿Sabes? Tengo un amigo que maneja un carro tirado por sibilinos*. Era un transporte popular en Lucerna antes de la aparición del tren, pero las personas casi lo han olvidado. No llega hasta villa Cerulei, pero los acercará un buen trecho. Si te apuras, tal vez consigas asientos para ti y tu amiga.

El anciano les indicó el lugar en las afueras del pueblo donde descansaba la granja de su amigo. Le agradecieron por la información y salieron presurosos hacia allí.

Caminaron por un camino agreste hasta divisar la casa de campo con un amplio corral detrás. En este descansaban unos lagartos enormes y de color verde brillante. Eran sibilinos, animales con un oído muy agudo, amaestrados para obedecer las órdenes impartidas por un xilofón. Así, por ejemplo, aprendían que una nota del instrumento significaba "iniciar la marcha", otra, "doblar a la derecha", y una tercera, "subir la velocidad". Según Soria le comentó a su primo, el sonido del xilofón durante la marcha era relajante, formando de vez en cuando agradables melodías a través de los distintos comandos.

Dos de los animales habían sido amarrados al frente de un carro largo, con cuatro pares de ruedas y asientos para veintiséis personas. Un toldo de lona mantenía los asientos frescos bajo la sombra, y el conductor del vehículo se hallaba dándole los últimos ajustes al xilofón que guiaría a los sibilinos.

Algunos pasajeros ya esperaban junto a su equipaje para subir al carro. No eran muchos, por lo que seguramente conseguirían asientos. Winger pensó en el sujeto robusto de la estación, quien en ese momento debía seguir protestando, pues por tantos gritos no había oído el valioso dato que el anciano les había proporcionado. Sonrió al recordar la frase que su tía Bell le decía cuando de pequeño hacía algún berrinche: "Por mucho ruido que hagas, no hallarás la solución que buscas. Mejor guarda silencio, y así escucharás las respuestas a tu alrededor".


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Las pisadas del Pilar de Zafiro resonaban sobre el puente de madera que unía ambos márgenes del río Lycaia, frontera entre los reinos de Catalsia y Lucerna. Llevaba la vista al frente y la lágrima de Cecilia recubriendo su cuerpo.

—¿A dónde crees que vas?

Juxte se detuvo al oír esa voz.

—No es de tu incumbencia.

—Lo es y no lo es —repuso Alrión, con tono de dilema—. Entiendo que tienes motivos para ir a buscar al asesino de tu hermano. Incluso serías un héroe si le dieras caza, ahora que la reina ha dado la orden de captura de ese tal Winger. Sin embargo...

—Sin embargo, aún no se ha extendido un petitorio al rey de Lucerna para permitirnos recorrer sus dominios —completó Juxte lo que su compañero pensaba—. Las reglas entre ambos reinos son claras: la frontera es libre para viajar y comerciar. Pero cualquier avance militar será considerado una agresión y un intento de invasión.

—Entiendes a lo que me refiero —observó Alrión y se cruzó de brazos—. Vamos entonces y regresemos a la capital.

—El sospechoso podría escapar.

—Serás considerado un traidor a la corona. Ni siquiera le has jurado lealtad a la reina Pales.

—Estoy dispuesto a correr el riesgo.

—El enemigo podría matarte.

Juxte giró y miró a Alrión.

Los Pilares de Zafiro y Diamante frente a frente, con el río Lycaia corriendo bajo sus pies.

—Hace muchos años, cuando mis padres perdieron la vida, conocí a Hóaz —dijo Juxte—. Sus dotes para realizar hechizos y su corazón noble me convencieron de que la magia era mi camino. Al igual que mi hermano y yo, él también era huérfano. Sabía lo que era estar solo, y por eso me instó a que protegiera a Mikán de cualquier peligro. Me juré a mi mismo que eso haría, y no pude cumplir la promesa...

—Juxte, tu hermano era un excelente mago, no debes...

—¡No pude cumplir esa promesa!

El llanto finalmente mojó su rostro. La lágrima de Cecilia canalizó aquella impotente emoción y la suave coraza que envolvía el cuerpo del Pilar de Zafiro se tornó de pronto filosa, con agudas hombreras, prolongaciones en la espalda como alas y púas en el pecho, la espalda y los brazos.

«La forma final de la lágrima», pensó Alrión con admiración. «Después de todos nuestros esfuerzos, finalmente la has dominado, amigo.»

—¿Vas a detenerme, Alrión? —indagó Juxte, secando su rostro—. No será una batalla sencilla.

—Vaya que no lo será... —murmuró el Pilar de Diamante, aún de brazos cruzados—. ¿A qué distancia estás de la otra margen?

La pregunta desconcertó al Pilar de Zafiro. Echó un rápido vistazo hacia atrás. Estaba a punto de salir del puente. La carretera hacia el este ya se abría ante él.

—Dos metros —contestó sin bajar la guardia.

—¿Dos metros? —repitió Alrión, y su gesto fue exageradamente apenado—. Pero qué problema... Yo me encuentro a unos diez metros de ti. Aunque empleara mi gran velocidad, de seguro podrías dar un simple salto hacia atrás y entrar en el territorio de Lucerna. Serías un prófugo. De ir en tu búsqueda, estaría violando yo mismo las preciadas reglas que tanto valoro.

Juxte sonrió y retrocedió algunos pasos.

—¿Lo ves? ¡Cruzaste la frontera! Qué mala suerte he tenido... Tendré que anunciar al consejo real que no he sido capaz de detenerte antes de entrar a Lucerna...

Esta vez Juxte se alegró del personaje que el Pilar de Diamante solía interpretar. Además, sabía que mentía. La increíble velocidad de Alrión hubiese bastado para alcanzarlo antes de hacer los dos metros.

—Gracias, amigo —le dijo.

—Cuídate, y no te metas en problemas —le respondió Alrión.

Juxte asintió, dio la vuelta y comenzó a avanzar rumbo al poblado de Dédam.

De pronto recordó algo que lo hizo detenerse.

—Alrión... Blew ha muerto, ¿verdad?

La pregunta desconcertó al Pilar de Diamante.

—De los aprendices que alcanzamos el régimen dorado de la Academia, solo Hóaz, Méredith, tú y yo hemos sobrevivido al viaje final de entrenamiento. Sabes que Blew y los otros han perecido. Sus tumbas ocupan lugares de honor en el cementerio de ciudad Doovati, y el testimonio de Jessio lo reafirma.

—Sí, es cierto —murmuró Juxte con la voz indiferente—. Soy un torpe al preguntar algo como eso. Pero, ¿sabes una cosa? Podría jurar que durante mi último viaje lo he visto.

La conversación había tomado un giro extraño. En realidad no era algo que a Juxte le importase demasiado, por lo que no volvió a hablar y siguió su camino hacia el este.

Alrión en cambio permaneció un poco más en el lugar, sentado a orillas del río.


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Los sibilinos avanzaban sin prisa por la carretera rural, oyéndose de vez en cuando los sonidos del xilofón que marcaba las instrucciones para su marcha. Soria se había quedado dormida sobre el hombro de Winger, quien contemplaba la suave pradera a su izquierda. Aquel era el corazón de Lucerna. Se le ocurrió pensar que jamás había estado tan lejos de su hogar en los campos del sur. Su mente naufragó y lo condujo varios meses atrás, al día de su cumpleaños número dieciséis. El último día que pasó junto a Rupel.

Los ojos de su memoria le hicieron volver a ver a la pelirroja caminando por el borde de la plataforma mientras dibujaba extraños símbolos en el suelo.

—Espera, solo un poco más, Winger —le indicó mientras continuaba trazando las líneas de lo que parecía ser un conjuro gigantesco.

Ese sería su regalo de cumpleaños.

La noche era cálida y despejada. Las estrellas anhelaban con impaciencia la compañía a la tercera luna de verano, que en esa fecha apenas comenzaba a nacer.

Rupel dio los últimos retoques: un par de signos de unión, el último corchete, y el encantamiento estuvo listo. Se inclinó y tocó el suelo con una mano.

—Feliz cumpleaños, Winger —susurró con ternura.

Las luces de colores se encendieron y toda la plataforma comenzó a brillar.

De pronto, disparos incandescentes se elevaron hacia lo alto, iluminando intensamente el cielo nocturno. Las luminarias bailaban acompañadas por estridentes explosiones y silbidos agudos. Parecían encontrarse en medio de una gran batalla, de una increíble guerra de belleza.

Aunque admirado por el espectáculo, Winger no podía evitar volver la vista hacia atrás. Miraba hacia la puerta, temiendo que se abriera en cualquier momento.

Esa misma noche, durante la cena que finalizó con un gran pastel de azúcar y crema adornado con dieciséis velas, Winger no había tenido mejor idea que preguntarle a Gasky cómo iba la decodificación del libro de Maldoror. El anciano soltó una exhalación de derrota para luego admitir que se hallaba en un callejón sin salida. Luego regresó a su laboratorio con una sonrisa que trataba de mostrar optimismo, pero Winger se había quedado muy mal por las palabras del historiador. Sentía mucha impotencia. El anciano estaba dando lo mejor de sí, y él no podía hacer otra cosa más que entrenar, esperando a que Jessio diera el siguiente paso. Pero... ¿realmente no había nada que él pudiese hacer para ayudar a Gasky?

«Sí, hay algo», se había dicho entonces.

¿Debía hacerlo? Un gran dilema se presentó en el alma de Winger.

«Lo haré», resolvió, no sin una intensa punzada de culpa en el pecho.

«Algo más importante se está jugando aquí», trató de autoconvencerse mientras subía hacia el desván. «Es lo que debo hacer...»

Las figuras fueron entrelazándose, formando sutiles aves azules, rojas y verdes que circundaban los techos de la mansión, siempre acompasadas, siempre gráciles. Sentados en el borde de la plataforma, él junto a ella, ella junto a él, Winger y Rupel disfrutaban del espectáculo de luces.

—¿Te gusta? —indagó ella.

—Es asombroso —exclamó él—. ¿Qué clase de hechizo es?

—Más que un hechizo, yo diría que es un algoritmo lumínico. Simplemente son órdenes dadas a las luces. Eso sí: necesitas una gran cantidad de energía para generar un espectáculo como este —agregó Rupel, no sin orgullo.

—¿Y tú inventaste esto? —inquirió Winger, mientras sus ojos seguían los movimientos de dos aves rojizas que trazaban una espiral en el cielo.

—Pues sí —asintió ella con un guiño.

—Sorprendente —murmuró el muchacho, con la vista ahora clavada en el suelo, tratando de encontrarle sentido a los sinuosos caminos de su mente—. Sabes, hay algo que debo decirte...

La confesión de Winger quedó interrumpida por la puerta que se abrió.

—Señorita Rupel, el señor Gasky desea verla —dijo la voz de Gluomo.

El corazón de Winger se agitó.

—De acuerdo, ahora voy —dijo ella poniéndose de pie—. Tú continúa disfrutando de tu obsequio, ¿sí?

—Por supuesto —sonrió Winger, apoyándose en sus codos con la cabeza echada hacia atrás.

Rupel se agachó y le dio un beso sobre la frente. Luego ingresó a la mansión. El beso continuó tibio sobre la frente de Winger. Deseó que esa sensación no acabara nunca...

Sin embargo, apenas habían pasado unos minutos cuando la calidez placentera fue remplazada por el ardor de una bofetada.

—¡¿Cómo... has podido?! —masculló Rupel con los labios estremeciéndose de la rabia.

—Rupel, por favor... —intentó aplacarla Winger, suplicante, dispuesto a hacerle entender que aquello había sido necesario.

—¡NO DIGAS NADA! —lo detuvo ella con violencia, su cuerpo temblando con cada nuevo espasmo, sus ojos humedecidos e iracundos.

—Rupel, por favor... —volvió él a rogarle, ahora de rodillas y a sus pies. Con la cabeza gacha, podía sentir todo el peso de la furia recayendo sobre sus hombros.

Y cuando ella volvió a hablar, su voz ya no delataba tensión, sino más bien decepción. Un castigo que él no se creía capaz de soportar:

—Me has fallado —le dijo—. Winger, me has fallado...

Aquellas terribles palabras fueron las últimas que ella le había dirigido, pues a la mañana siguiente, cuando Winger despertó, Rupel ya no estaba.

El xilofón dio una nuevaorden a los sibilinos, que aumentaron la velocidad de su andar. Soria se revolviójunto a su primo y él le acarició el cabello. Aún tenían un largo trecho hastavilla Cerulei. Con el amargo recuerdo de la promesa rota en su corazón, Winger volvió a preguntarse si su diosa regresaría algún día, mientras elcarro continuaba llevándolo hacia el corazón de Lucerna.



FIN DE LA PRIMERA PARTE



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*Los sibilinos son lagartos gigantes, oriundos de las playas nórdicas del continente de Dannuca. Son dóciles y poseen un excelente oído que les permite captar los sonidos sutiles de sus presas y orientarse a través de la oscuridad. 



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