XLIX: Cadena de héroes
Winger caminaba erguido por las calles de ciudad Doovati. De vez en cuando espiaba los rostros que pasaban a su lado. Nadie se alborotaba al verlo. Le resultaba extraña la sensación de pasear entre los habitantes de la capital sin tenerse que esconder. Aflojó los hombros y disfrutó de la tranquilidad que le brindaba el estar libre de acusaciones.
Al fin podía relajarse en los caminos de su propio reino. Y sin embargo, otra vez tenía que partir.
Gasky lo estaba esperando en el monte Jaffa. También Rupel, en el lejano poblado de Playamar. Y también Jessio, el enemigo que había escapado. Esta guerra ahora se había convertido en su batalla personal.
Había algunos lugares que Winger quiso visitar antes de marcharse. El primero de estos fue "El Buen Provecho", donde se despidió con un gran abrazo de quien había sido su jefe. Si Winger tuviera que repasar todo lo que ese hombre bondadoso había hecho por él y sus amigos, la lista sería muy larga.
El señor Grippe le informó que su tío estaría aguardándolo en Dédam para viajar juntos hacia la mansión de Gasky. Pericles no estaba allí por el único motivo de que Bollingen le había exigido que lo escoltara hasta la estación ferroviaria de Hans por los dolores de cabeza que el fallido plan de rescate le había ocasionado.
—A pesar de todo, el pobre hombre te envió sus saludos —le hizo saber el señor Grippe luego de derramar unas cuantas lágrimas por la despedida—. Pero nos rogó que no volvamos a pedir su ayuda por algún tiempo.
—Supongo que el interrogatorio fue demasiado para él —rió el muchacho con un poco de pena por el maestro perfumista—. Por cierto, ¿se encuentra Markus aquí?
Winger ya había podido decirles adiós a sus amigos y agradecerles por toda la ayuda que le habían brindado, pero nunca estaba de más un último saludo.
—Él se fue de casa muy temprano esta mañana —le contó el comerciante—. Hoy comenzaban sus lecciones con su nuevo tutor.
—¿Nuevo tutor? —repitió Winger, intrigado.
—¡Oh! ¿No te has enterado? —exclamó el señor Grippe—. Tal parece que nuestro Markus ha encontrado una nueva vocación...
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La puerta del estudio del señor Greyhall se abrió y Markus salió a la calle con los brazos cargados de libros y apuntes. Trataba de secarse el sudor de las cejas con el codo y sin tirar nada cuando se percató de que había una persona sentada en el cordón de la vereda.
—¿Lara? —dijo al identificarla—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Hola Markus —lo saludó ella—. Solo quería saber cómo te fue con mi padre.
El chico de gafas soltó un suspiro.
—Creo que va a ser un verano muy largo.
La misma noche del atentado y del círculo mágico, luego de que la situación se estabilizara y los guardias retomaran el control sobre el palacio, el señor Greyhall se acercó al grupo de cinco jóvenes que habían capturado a tres de los atacantes y realizó una reverencia ceremoniosa.
"Pude hablar con fuentes allegadas a la reina y me he enterado de lo que ha ocurrido", explicó entonces el economista. "Debo disculparme contigo, muchacho, pues un hombre debe saber reconocer sus errores. Todo este tiempo has tenido la razón. Winger de los campos del sur no era el traidor que yo suponía".
Lara y Rowen se miraron con incredulidad, tal vez aliviados por haberse salvado de una severa reprimenda gracias a que su honrado padre tenía la atención puesta en el joven que había echado de su hogar. Markus, por su parte, le respondió con otra reverencia ceremoniosa y una petición insólita:
"¡Señor Greyhall!", exclamó. "¡Le pido que me acepte como su aprendiz en el dominio de las ciencias económicas!"
Los ojos del padre de los mellizos centellaron con fervor al escuchar eso.
"Te enseñaré todo lo que sé, muchacho", le aseguró.
A Markus le costaba tener que separarse de Lara y de la Academia. Pero si algo había aprendido durante la infiltración y el rescate, era que no estaba hecho para el mundo de la magia.
—¿Esa es una de las estatuillas de tu madre? —indagó el chico de gafas al sentarse junto a su amiga.
—Así es —corroboró la hija de su tutor—. Una de las pocas que pudo salvarse. June la tenía en su morral.
Lara le pasó la pieza de cristal a Markus. Se trataba de una mujer con el cabello llameante y los brazos extendidos que enseñaba la joya incrustada en su pecho.
—El corazón de Andrea... —murmuró Markus—. Es muy hermosa.
—¿Verdad que sí? —contestó Lara con dulzura.
Y su sonrisa, finalmente, había vuelto a ser la de antes.
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Fue una sorpresa para Winger enterarse que Markus, Zack y June no habían vuelto a pisar el suelo de la Academia desde el día anterior a la infiltración en el palacio. Por lo poco que pudo averiguar por medio de Dekis, los tres habían resuelto abandonar los estudios de la magia para buscar otros horizontes.
—No está mal probar y equivocarse —los justificó el tutor—. Lo importante es que encuentren un lugar donde se sientan a gusto.
—Espero que puedan encontrar ese lugar —deseó Winger pensando en sus amigos. Ahora comprendía que el destino era un río caudaloso que algunas veces acercaba a las personas y otras las hacía alejarse. Quizás algún día sus caminos se volverían a cruzar—. ¿Y qué ocurrirá a partir de ahora con la Academia?
—La reina nunca ha tenido en buena estima a nuestra institución —reconoció Dekis—. Sin embargo, haremos todo lo posible para mantener sus puertas abiertas. Tal vez habrá algunas reducciones en el presupuesto y será una escuela más pequeña, pero confío en que podremos sacarla adelante.
Winger estaba convencido de que así sería. Aunque el maestro fundador había partido, la Academia todavía contaba con tutores comprometidos como Dekis, y aprendices perseverantes como Lara. Sabía que su amiga era capaz de convertirse en una gran maga, y eso hubiera querido decirle de haberla visto una vez más.
Con quien sí se topó al salir del establecimiento fue con Rowen. Sus miradas se encontraron bajo la sombra del sendero de sauces. Eso le trajo imágenes del día en que llegó a la capital y fue recibido por un torbellino de polvo. No era el recuerdo más grato, pero ahora cobraba un sentido diferente.
—¿Conoces el torneo de Colossos? —soltó el hermano de Lara con brusquedad.
—¿Te refieres a la gran competición del continente de Mélila? —quiso corroborar Winger.
—Así es —afirmó Rowen—. Ese torneo reúne a los mejores guerreros de todo el mundo. Volverá a tener lugar dentro de dos años. Participaré en esta ocasión.
Winger sonrió al captar el desafío implícito.
—Entonces yo también participaré —sostuvo—. Y como en el Combate de Exhibición, te volveré a derrotar.
Los remolinos se levantaron furiosos para hacerlo toser y llenarle la cara de tierra.
Luego Rowen siguió su camino y Winger también lo hizo. Probablemente ellos nunca llegarían a ser amigos, pero un vínculo de genuina rivalidad les era suficiente para estar en paz el uno con el otro.
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Quizás Laroid sea, entre todos los aliados de Neón, quien mejor supo disfrazar sus intenciones en la esfera pública. Era un hombre inteligente y sabía cómo proceder para no alzar sospechas.
Él le había facilitado al señor Grippe los planos del palacio un año atrás, y era el único que había descubierto que el comerciante y su familia mantuvieron contacto con Winger. Resolvió no contárselo a nadie, ni siquiera a Neón. Después de todo, ¿cómo estar seguro de que algún día las piezas del tablero no se darían vuelta y que entonces le convendría pasarse al bando opuesto?
Fue bajo esa misma lógica que el arquitecto asesoró a Pales a la hora de realizar la autopsia de su padre, saliendo a la luz que el soberano había muerto por un conjuro llamado la Línea Roja. Por supuesto que a la vez se encargó de tapar las evidencias que señalaban que una pócima para el control de la voluntad contaminaba las venas de Dolpan.
Apostar por las dos partes era la mejor manera de asegurar el triunfo. Solo tenía que mantener un perfil bajo. Laroid era un hombre codicioso y sabía disimularlo.
Por eso ese día caminaba tranquilo y sosegado hacia una de sus propiedades, sin necesidad de vigilar si lo observaban con recelo o desconfianza.
La casa quinta, que hasta hacía poco había sido guarida de un grupo numeroso, ahora se hallaba silenciosa. Los aliados que durante meses habían permanecido ocultos decidieron que lo mejor era salir de la ciudad. Nadie quería ser capturado por la Reina Negra.
El único que todavía usaba ese lugar como escondite era Jessio. Las heridas en su cuerpo todavía no habían sanado del todo, aunque ya se encontraba mejor. Sentado en la mesa del comedor, el hechicero acababa de cambiar el vendaje que cubría su pecho cuando un dolor punzante le hizo soltar un gemido sufriente. Sus manos y su mandíbula temblaron mientras se apretaba las sienes. Lentamente el malestar fue cediendo y pudo recuperar el equilibrio de su conciencia.
—No soy mago, pero he oído acerca de los efectos laterales de esa técnica —comentó Laroid al verlo en tan lamentable estado—. La mente humana no está preparada para soportar el viaje a través de las grietas en el espacio. No por nada la locura es uno de los símbolos de Zacuón...
Jessio ni siquiera alzó la vista para mirar al arquitecto. No le sorprendía su presencia, pues Laroid era quien se había estado ocupando de suministrarle analgésicos y ungüentos curativos.
—Si tan solo hubieras captado la señal... —musitó el arquitecto con un abatimiento fingido.
—Por supuesto que vi a Quadra en el cielo —repuso el hechicero con disgusto.
De hecho, Jessio había estado al tanto de la trampa que Méredith ideó en su contra desde el momento en que volteó para mirar el monte Jaffa por última vez. El cielo estaba limpio y claro. Si un incendio realmente hubiera devorado la mansión de Gasky, el rastro de humo y ceniza debería haber perdurado.
—Si sabías lo que te aguardaba en el palacio —insistió el arquitecto—, ¿por qué ignoraste las advertencias?
—Porque no íbamos a tener otra oportunidad —respondió el hechicero—. Tan simple como eso.
Laroid contempló la caja cerrada con llave que había sobre un armario en esa misma habitación.
—Las semillas de Arrevius —murmuró.
Jessio asintió con la cabeza y siguió tratando sus heridas.
—Y Reniu ha recuperado la gema de Potsol —agregó el arquitecto—. Ese monstruo ha sido de mucha utilidad. Ahora solo nos falta una reliquia.
Esta vez el hechicero no contestó nada. No quería hablar acerca de Reniu y sus conductas anormales. ¿Por qué su esclavo había desobedecido sus órdenes? ¿Para salvar la propia existencia? ¿O acaso había tratado de no matar a la reina...?
—Como sea —prosiguió Laroid, quien cansado de monologar dejó las provisiones sobre la mesa y enfiló hacia la salida—. Supongo que estarás listo para partir en un día o dos. No volveremos a vernos por un tiempo. Dale mis saludos al señor Neón. Te deseo éxitos en la búsqueda del último canalizador.
El arquitecto cerró la puerta y Jessio volvió a quedarse solo. Sus pensamientos eran la única compañía que necesitaba en ese momento.
Tal y como Laroid había dicho, ya habían conseguido cinco reliquias.
El péndulo de la Locura, la lágrima de Cecilia y la gema de Potsol estaban en su poder. Solo era cuestión de tiempo para que Legión regresara trayendo consigo el corazón de Andrea restaurado. En cuanto a las semillas, Jessio confiaba en sus capacidades para convertirlas en una manzana de Oro, la auténtica reliquia de Arrevius. Seguramente encontraría las herramientas necesarias para forzar la evolución en el lugar al que viajaría. El mismo sitio donde aguardaba oculto el sexto canalizador de los ángeles, el que se consideraba perdido para siempre, pero cuyas coordenadas Neón había descubierto...
—La Torre de Altaria —dijo Gasky desde el borde del pináculo—. El hogar de los grandes magos en el continente de Lucrosha.
Ubicado a pocos pasos de distancia, Demián oía al anciano con atención.
—En alguna de sus habitaciones se esconden los ojos de Tatiana —compartió el historiador su descubrimiento más reciente—. Y cuando Jessio los consiga, podrá llevar a cabo su plan de arrancar a Daltos del Recinto Etéreo para convertirlo en su sirviente.
—¿Jessio piensa ponerle una correa a un dios? —preguntó el aventurero con asombro.
—Los seis canalizadores reunidos tienen la fuerza para lograrlo. Jessio pretende torcer las profecías y cambiar el destino del mundo. Esa es la promesa que Neón le ha hecho. No saben que están precipitando los mismos acontecimientos que quieren evitar. La llegada de Daltos a este mundo repercutirá en el balance entre los dioses. Eso inevitablemente pondrá a Riblast en alerta. El Cisne volverá a ponerse en movimiento y otra guerra divina dará inicio. Y esta vez será la última.
El aventurero bajó la vista y se miró las manos inseguras.
—¿Hay algo que nosotros podamos hacer frente a eso? —indagó—. ¿Seremos capaces de detener a los dioses?
El historiador le respondió con el rostro lleno de confianza:
—Todavía hay una esperanza —aseveró—. Los hombres y mujeres que nos han protegido desde que los ángeles de Riblast sucumbieron en el campo de batalla. Me refiero a los elegidos por el dios del viento en épocas de crisis.
—Los guerreros de Riblast —comprendió Demián de inmediato—. ¿Usted cree que ellos reaparecerán?
—Uno de ellos ya lo ha hecho —manifestó el anciano—. Pero aún no lo sabe.
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Habiéndose despedido de los habitantes de la capital, Winger regresó a la plaza de las fuentes. El lugar se encontraba muy transitado a esa hora de la mañana, pero nadie allí tampoco pareció alborotarse con su aparición.
Méredith y un joven escudero lo estaban esperando en el centro de la plaza con un corcel preparado para viajar.
—Las provisiones se encuentran en las bolsas atadas a la montura —le indicó el Pilar de Amatista—. Tienes todo lo necesario para llegar hasta Lucerna, pero no dudes en enviar un mensajero si precisas algo más.
—Creo que así estaré bien —respondió Winger—. Muchas gracias.
Puso un pie sobre el estribo, se empujó hacia arriba y se acomodó con naturalidad sobre el asiento. Tenía sus dudas acerca de recordar cómo se andaba a caballo, pero comprendió que ese tipo de habilidades, afianzadas con los años, no eran fáciles de perder. Palmeó el cuello del corcel, un alazán saludable y animado que respondió al gesto sacudiendo la cabeza con entusiasmo.
—¿Cómo se llama? —quiso saber.
La pregunta tomó desprevenida a Méredith, quien buscó ayuda en su joven subordinado.
—Jaco —contestó el escudero, que pasaba muchas horas en la caballeriza del palacio cuidando a los animales.
—Hola, Jaco —saludó Winger a su compañero de viaje.
La ilusionista observó maravillada al muchacho interactuando con el caballo. Le costaba creer que hasta hacía poco tiempo se lo había considerado un criminal peligroso. Cuán persuasivo había sido su maestro a la hora de articular una historia siniestra en torno a un simple aprendiz...
—Winger, te haré una última pregunta —capturó ella su atención una vez más—. ¿Piensas que podrás detener a Jessio?
Él la miró con seriedad. No era una pregunta sencilla.
El último sitio que había visitado antes de volver a la plaza fue el cementerio de la ciudad. Lo que Winger le respondió a Méredith fue lo mismo que dijo ante las tumbas de Alrión, Juxte y Mikán:
—No sé si puedo hacerlo, pero lo tengo que hacer. Ya no es necesario que siga huyendo de nadie, y eso es gracias a lo que otros han conseguido. Si no puedo detener a Jessio, entonces nunca seré realmente libre.
—Ya veo —murmuró el Pilar de Amatista—. Consideras que tu libertad es por ahora un préstamo temporal. En ese caso, quizás esto pueda ayudarte a saldar tu deuda.
La ilusionista extrajo entonces un cuaderno desgastado y se lo ofreció.
Winger tomó el obsequio y comprobó que estaba lleno de anotaciones y fórmulas alquímicas.
—Es el cuaderno de apuntes del Pilar de Diamante —explicó Méredith—. Tú eres un mago de viento, igual que Alrión. Estoy segura de que te será mucho más útil a ti que a mí.
—Increíble... —musitó Winger, fascinado por el tesoro de conocimientos que tenía entre las manos—. No sé qué decir...
—No es necesario que digas nada más —repuso el Pilar de Amatista—. Recuerda que no estás solo en esta lucha.
Winger asintió con un gesto lleno de gratitud. Luego sujetó las riendas, apretó los talones y Jaco se puso en marcha rumbo a la avenida principal.
«Rupel, espérame», le pidió.
La frente del mago ya apuntaba hacia el futuro.
Una persona salió hasta las escalinatas del palacio para despedirlo con la mano. No se trataba de la reina, pero sí de su guardián. Winger entendía que la soberana se hallaba demasiado atareada como para perder el tiempo con despedidas. Alzó el brazo y devolvió el saludo al hombre del desierto.
Lo que los ojos de Winger no pudieron notar fue que Rotnik no estaba solo.
Había un ángel a su lado.
Era una muchacha de alas translúcidas, con bucles rosados y vestimentas que parecían haber brotado de un pimpollo. Su cara estaba escondida detrás de una máscara plateada, su reliquia, la cual le permitía pasar inadvertida frente a todas las miradas. Todas, salvo la del jardinero, quien ya estaba habituado a la compañía de Libélula.
—¿Por qué no le han dicho la verdad? —indagó el ángel con genuina curiosidad—. Jessio y Gasky, Pery y Milau... Y tú también, Rotnik. ¿Por qué nadie le habla de Haisen?
—Mi estimada amiga, conoces bien los preceptos de la diosa de la naturaleza —contestó el jardinero con tono de reproche.
—Eso me impide intervenir a mí, pero tú podrías hacerlo... —comentó Libélula, dejando escapar una insinuación que era casi un reclamo.
—Es necesario que las cosas sigan su curso —se limitó a responder Rotnik—. Cuando nosotros llegamos aquí, otra historia ya había iniciado. Y como no es nuestra historia, no debemos entrometernos.
Libélula miró con ojos compasivos al muchacho que cabalgaba en busca de su camino propio. Cuando ya no pudo seguirlo con la vista, giró hacia su jardinero.
—Hay un mensaje que debo transmitirte. Arrevius está preocupado por tu larga ausencia. Dice que debes regresar al jardín, pues ahí es tu lugar.
—Un jardinero sin un jardín no es jardinero, ¿verdad?
Libélula se quedó esperando más palabras. Rotnik sonrió al percatarse de que ella no estaba entendiéndolo.
—No voy a regresar, amiga.
A pesar de la máscara, fue evidente para él que su compañera había quedado confundida.
—¿No lo harás? Pero eres el jardinero...
—Tal vez solo lo he sido hasta ahora.
—¿Por qué? No comprendo... ¡Rotnik, explícame!
El guardián de la reina inclinó la cabeza con abatimiento.
—Hace doce años decepcioné a mi gran amigo por no poder salvar a la mujer que amaba.
—No fue tu culpa. No depende de tu voluntad engendrar una manzana de Oro.
—Es cierto. Pero puedo elegir proteger a la otra mujer de su vida. Por eso me quedaré aquí.
Los ojos del ángel reflejaron una profunda tristeza. No por la decisión del hombre de desierto, pues como él mismo había dicho, esa elección era suya y de nadie más. Libélula estaba triste porque sabía que no volvería a ver a Rotnik. Le dolía en el alma perder a un amigo.
Soltó un suspiro y dejó caer los brazos.
—Ahora tendré que buscar a otro jardinero...
—Te gusta viajar y recorrer el mundo —le hizo notar él.
—Es cierto —asintió ella de pronto, como si no hubiera pensado en esa posibilidad—. Además... Creo que ya tengo a un posible candidato —agregó con una voz que delataba una sonrisa detrás de la máscara—. Él huele a dragón...
Rotnik soltó una carcajada alegre que asustó a las personas que cruzaban por el arco del palacio.
—¿Así que ya estabas buscando un reemplazo para mí? ¡Qué rápido me has olvidado!
—¡Cállate! ¡Eres odioso! —refunfuñó el ángel, aunque agradeció que su compañero no pudiera ver que se había ruborizado.
Cuando la risa del hombre de Lakathos cesó, ella se acercó y le acarició el rostro con cariño.
—Bueno, supongo que este es el adiós —susurró Libélula.
—Así parece —respondió Rotnik.
—Espero que tengas una hermosa vida, amigo mío.
—Espero que seas feliz, amiga mía.
Un instante después, el cuerpo del ángel se había desvanecido. O más bien, había dejado de ser visible para los habitantes del palacio, pues ninguno de ellos era el jardinero.
Sin nada más que hacer allí, Rotnik echó a andar hacia la sala del trono.
«Dolpan, protegeré a tu niña», le prometió.
Después de tantos años al servicio de una diosa, volvía a ser un hombre común.
Y eso se sentía muy bien.
FIN DEL LIBRO II
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