XIII: El deber de resistir
Habiendo pasado apenas dos días desde el atentado, un rumor comenzó a crecer entre los habitantes de ciudad Doovati. Un asunto sobre el que la reina no emitía juicio alguno, y eso era lo que más desconcierto e indignación provocaba. Y así como el comentario vulgar nacido de boca del que nada sabe va puliéndose en el pasaje de un oído al siguiente, cada quien agregando u omitiendo algún detalle, la incerteza desaparece y es reemplazada por verdades de aire que acaban convertidas en hechos rotundos cuando retornan al que inició el malentendido.
De esta forma, una afirmación circulaba por las calles: el atacante de la noche del aniversario había sido Winger, el traidor de Catalsia, el muchacho que había engañado al mismísimo Jessio de Kahani, que había incendiado la Academia de Magia y que había asesinado al bondadoso rey Dolpan. No satisfecho con el daño ya causado, aquel ser vil y cruel había regresado por más. Y no estaba solo, sino que lo acompañaban los demonios de la Cámara Negra. Si la reina no tomaba medidas drásticas, ese engendro del mal terminaría haciéndose con el poder de Catalsia y, cómo saberlo, tal vez creando un reinado oscuro en todo el continente.
Incapaz de detener esas habladurías, así como de impedir que el pueblo la llamara "Reina Negra", Pales buscaba refugio en los establos del palacio. Los reclamos que todavía se alzaban en la plaza pública casi no llegaban hasta allí. A corta distancia de la reina, Rotnik la admiraba mientras ella cepillaba el pelaje de Lágrima, su pegaso hembra. El jardinero la notó frágil y agotada.
—Lágrima es un hermoso nombre —comentó—. ¿Un homenaje a su madre, tal vez?
—Has acertado —sonrió Pales sin dejar de acariciar a su corcel—. Al final, nunca me has contado acerca de tu conexión con mi madre, ni cómo fue que mi padre y tú llegaron a ser amigos.
—Tal vez las historias puedan esperar tiempos más calmos.
—Vamos, no pienso rogar por el cuento de un viejo jardinero.
Rotnik echó a reír por la réplica de Pales.
—Los hechos se remontan hasta antes de mi llegada al mundo —dio inicio a su relato—. Comienzan con mi padre, quien fue el anterior jardinero, y con la desgracia que azotó a mi pueblo hace ya cincuenta años. Por ese entonces, el imperio de Laconte se hallaba en plena expansión sobre el continente de Prama, y cierta voz susurró al oído del emperador que un tesoro invaluable se escondía en las entrañas de la montaña Entalión, en las tierras protegidas por mi gente desde los tiempos del mito. Movido por el ansia de poder y el deseo de adquirir esclavos, el gobernante invadió el desierto de Lakathos.
—Has mencionado una voz misteriosa. ¿A quién pertenecía?
—No lo sé, mi reina. Durante mis visitas al jardín de Arrevius, Libélula me comentó en más de una ocasión que era la voz del mal. Pero Libélula es un alma pura y un tanto ingenua, no creo que debamos fiarnos mucho de su sospecha.
—¿De verdad hablas con un ángel? —indagó Pales con cierto escepticismo.
—A veces desearía que ella hablara menos —repuso el jardinero y soltó una risa cariñosa. Luego adoptó una postura meditativa—. Pero en algo Libélula tenía razón: la voz que cautivó al emperador de Laconte tenía otros objetivos.
—¿Crees que esa persona estaba usando la fuerza del imperio para sus propios fines?
—No es algo imposible. Mientras los guerreros de Bal-Bok luchaban contra los soldados de Laconte, un grupo secreto aprovechó la confusión del combate para infiltrarse en la montaña Entalión. Buscaban el jardín de Arrevius, y allí fue donde mi padre les hizo frente. Ninguno llegó a pisar el centro del recinto sagrado de los ángeles de Derinátovos, aunque el precio de ese logro fue la vida del jardinero. El jardín estuvo a salvo; no así la libertad de mi pueblo. La voz que Libélula llamó "el mal" había fracasado, pero el imperio sí consiguió esclavizar a la gente del desierto. Mi madre fue una de las víctimas del secuestro, y quiso el destino que su comprador fuera un cortesano de este reino.
Rotnik señaló hacia el castillo con su bastón. La bolsa de cuero atada al extremo de la madera nudosa se meció, oyéndose el sonido de las semillas en su interior. Pales posó su mirada en la bolsa, y luego en el palacio.
—Este reino ya no aprueba la esclavitud —dijo—. Los siervos nacidos en el palacio son libres de marcharse, si así lo desean. También pueden quedarse y aspirar a escuderos. Algunos incluso han llegado a caballeros.
—Los tiempos cambian, estoy seguro —excusó Rotnik a la reina—. Vuestro padre ha tenido mucho que ver aquí.
Pales sabía que eso era cierto. Cuando el rey Dolpan regresó de su viaje legendario trajo consigo no solo la solución al problema de las lluvias, sino también ideas revolucionarias acerca de la igualdad entre los hombres. Una de sus primeras medidas coincidió con el nacimiento de Pales; se decretó que a partir de esa fecha, todo niño nacido en tierras de Catalsia sería libre. Por supuesto que una medida como esa provocó tensiones con los reinos más conservadores del continente, pero Dolpan nunca abandonó su postura. Fue uno de los motivos que le valió el apodo de rey bondadoso.
—Pero aquellos eran otros tiempos, y otras eran las reglas —prosiguió Rotnik—. Y la mujer que fue vendida para servir a la casa real de Kyara llegó a Catalsia con solo tres pertenencias: el hijo del jardinero, que llevaba en su vientre, las semillas de Arrevius, que cargaba en el morral, y el relato del jardinero, que guardaba en su memoria. Aún sin libertad pero añorando el hogar arrebatado, la madre se encargó de criar al niño bajo las costumbres de su pueblo, trasmitiéndole sus tradiciones, sus danzas y los estilos de combate, tanto los que se valen del cuerpo como los que utilizan la palabra.
Rotnik lanzó un golpe veloz al aire, testimonio del primer estilo de combate. En cuanto al segundo, la cadencia de su discurso bastaba para evidenciar la destreza de su oratoria.
—Cuando el niño llegó a su décimo año de vida, la madre cayó enferma. No había salvación para ella, no al menos en tierras tan alejadas de los brujos de su desierto. Mandó a llamar al muchacho, y con sus últimas energías le entregó la bolsa de semillas junto al relato de lo que había ocurrido el día de la desgracia de los pueblos de Lakathos. Un gran rencor creció en el interior de ese niño al enterarse de la verdad, pero la madre fue precisa en sus palabras finales: no podría heredar el legado de su padre si su corazón no se abría a la compasión.
Rotnik dio un paso adelante y acarició la crin del corcel alado. A Pales le sorprendió la rapidez con que Lágrima había aceptado a su guardián, pues era una criatura orgullosa que intimaba con muy pocas personas.
—Pasaron los años —continuó Rotnik con su historia—. Me convertí en ayudante en estos mismos establos, donde pude admirar el talento del joven príncipe Dolpan cuando se acercaba a practicar con la espada y con la montura. Las semillas que mi madre me había entregado no parecían tener nada en particular, y el joven muchacho que fui solo las guardaba como último regalo de la mujer que lo había traído al mundo.
»Más años pasaron aún y el pueblo de Catalsia se llenó de regocijo cuando su príncipe contrajo matrimonio con una de las hijas del rey de Lucerna. Según dicen, era la más bella, inteligente y alegre de aquellas damiselas, pero no puedo confirmar eso, ¡pues nunca conocí a las otras! —Rotnik esbozó una mueca de disculpa que resultó divertida para Pales—. Pero la desgracia quiso seguir morando en estas tierras, y reclamó para sí la vida de la joven esposa. Los médicos de la corte no pudieron hacer más que relacionar la enfermedad con las lluvias interminables.
—La Era de la Lluvia —reflexionó Pales—. Sin embargo, no creo que mi madre haya muerto a causa de la peste.
—Y no lo hizo —corroboró el guardián—. Una noche, cuando las esperanzas para Lacrimea se daban por perdidas, un ángel apareció ante mí. Era Libélula, la encargada de escoger al próximo jardinero. Ella señaló a Rotnik así como antes había señalado al padre de Rotnik. Me convertí entonces en el protector del árbol Arrevius, y una misión particular me fue encomendada: generar una manzana de Oro.
—Esa es la reliquia de Arrevius —comentó Pales, y sus ojos volvieron a posarse sobre el bastón de su guardián—. El canalizador de vida, aquel que es distinto al resto de las reliquias de los ángeles.
—Esa singularidad se debe a que es la única reliquia capaz de regenerarse —explicó Rotnik—. Las semillas germinarán en una nueva manzana cada vez que sea necesario.
—¿Y quién decide ese momento?
—Hay detalles que un jardinero no puede revelar ni a su misma reina.
Pales lo miró con los párpados entrecerrados. No le gustaba que desoyeran sus reclamos, pero esta vez aceptó que Rotnik debía tener sus motivos para callar.
—¿Entonces fue la manzana de Oro la que salvó a mi madre de la peste?
—Así fue.
—Pero ella murió de todos modos.
Aunque discreto, el tono de Pales era de reproche.
—Las semillas de Arrevius son muy especiales. Si la decisión de generar una manzana de Oro recayera únicamente sobre el jardinero, créame, mi reina, este pobre hombre hubiera salvado a la mujer cuya imagen aún vive en la hija.
El halago tomó desprevenida a Pales y no pudo evitar sonrojarse. Estaba acostumbrada al cumplido superfluo de los aduladores diciéndole que era idéntica a la reina Lacrimea. Pero viniendo de Rotnik, aquellas palabras tenían otro color. No sabía por qué, pero a pesar de conocerlo hacía apenas quince días, Pales confiaba mucho en el amigo de su padre.
—Su alteza, nunca olvide que si para algo sirvió la manzana de Oro fue para que una mujer no muriera antes de ser una madre. Usted es el legado de Lacrimea. Y mi presencia aquí demuestra que Dolpan también apoya este legado. La situación actual es compleja, pero su deber es resistir. Por ellos dos, y por su reino.
Pales soltó un largo suspiro, quizás tratando de disimular un bostezo de cansancio.
—Tienes razón —dijo ella—. Gracias por la historia, viejo jardinero.
Como siempre que oía ese apodo, Rotnik soltó su risa alegre. Hizo una reverencia y se alejó unos pasos de la soberana, dejándola a solas con su corcel.
Una vez que estuvo afuera del establo, dejó a su mente vagar y esta le condujo a través del mar de los recuerdos hasta el día del verdadero desenlace de la historia que había contado.
Sucedió a los tres años del final de la Era de la Lluvia. El pueblo de Bal-Bok poco a poco volvía a recuperar su vida y a sus habitantes. Cierta mañana, arribó el mismo rey Dolpan acompañado por su escolta de caballeros. Rotnik se alegró por el ascenso al trono de su antiguo compañero y amigo, pero asuntos más urgentes traían al fatigado rey hasta ese hostil rincón del mundo. Su esposa había dado a luz a una niña saludable, pero al poco tiempo había vuelto a caer enferma. El jardinero dio sus condolencias. Entregó al rey unas hierbas que si bien no curarían a la reina, al menos reducirían sus dolores.
Pero Dolpan no quería condolencias ni hierbas anestésicas.
Quería la manzana de Oro.
Rotnik no se la entregó.
La cólera y el odio se apoderaron de la mirada benévola del soberano de Catalsia. Una nueva masacre podría haber sacudido el poblado del desierto, de no haber mediado todos los favores que Rotnik había hecho a su compañero en el pasado.
El rey finalmente partió de allí sin la manzana y con una amistad rota.
Una lágrima rodó por el rostro duro del jardinero. Tanteó el diminuto bulto de cuero sujeto a su bastón. Si tan solo el control de las semillas dependiera de su voluntad...
Debió consolarse con el pensamiento de que los hombres no están preparados para un don como la manzana de la vida, la cual sería empleada sin ninguna clase de cautela para engañar a la muerte. También trató de convencerse de que, quizás, el final de la historia que le había contado a Pales no fuera tampoco aquel otro.
Quizás el final aún estaba por escribirse...
El griterío de la plaza había cesado. Probablemente el calor del mediodía había agotado a los partícipes de la revuelta. Pero tanto Rotnik como Pales sabían que los reclamos eran justos. Por la tarde ellos volverían para seguir exigiendo respuestas, y para continuar gritando: "¡Reina Negra!".
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