VII: La casa del tejedor
Aún faltaba una hora para la medianoche, pero las ansias de Winger fueron más fuertes que su paciencia y marchó rumbo a la casa del tejedor. Con la carta de Rupel en una mano y una Bola de Fuego encendida en la otra, caminó a través del sendero que bordeaba el arroyo con el rostro iluminado y expectante. Los sauces cercanos a la orilla crecían en posturas contorsionadas, inclinando sus ramas hacia las aguas cristalinas, que golpeaban contra las rocas para romper con la quietud de los alrededores del poblado de Dédam.
Winger paseó la mirada por la vegetación y esbozó una mueca de ironía. Pensar que hacía ya un año, no muy lejos de allí, un grotesco personaje con máscara de cerdo lo había estado acechando con su lanza en alto. Soria lo había encontrado inconsciente al pie de una loma, muy cerca de ese mismo arroyo. La carta de Rupel era el ingrediente que trastocaba ese escenario de persecución en un paisaje de ensueño.
La noche era luminosa y cálida, propicia para un reencuentro. Y Winger se preguntaba cómo sería volver a ver a Rupel. Comprendía que un reproche no sería lo más indicado para iniciar lo conversación, aunque se merecía una explicación por aquella fuga inesperada, seis meses atrás. Todavía un poco ofendido pero a la vez muy ilusionado, dobló hacia la izquierda para alejarse del arroyo y tomar por un discreto sendero de tierra. El camino estaba desdibujado por la maleza y el paso del tiempo. Tal y como su tío le había indicado, ya nadie marchaba en esa dirección.
«El lugar perfecto para ella», reflexionó con una sonrisa, recordando las lecciones de Rupel bajo el frondoso nogal en las afueras de ciudad Doovati.
Aceleró el paso y finalmente encontró lo que buscaba: una humilde construcción de piedra enmohecida, escoltada por un gran roble cuyas ramas habían arañado hasta socavar parte del techo de tejas. Una trepadora ganaba parte del muro frontal y seguía avanzando por las paredes laterales. Las ventanas ya no existían y solo quedaban dos huecos rectangulares.
Había llegado a la casa del tejedor.
Winger avanzó hasta la puerta y la empujó. Para su sorpresa, esta se abrió con ligereza y sin chirrear, como en sus buenas épocas. Era improbable que Rupel lo aguardara adentro, pero una impulsiva curiosidad lo movió hacia el interior de la morada.
Las estrellas se colaban por los amplios agujeros del techo y regaban la vivienda con un brillo sutil. Una mesa, una silla, una estufa oxidada y una rueda de hilar era todo lo que había allí. Winger caminó hasta la máquina que antaño había sido utilizada por aquel vecino de Dédam para fabricar cuerdas y redes e hizo girar la rueda. El traqueteo de la madera llenó el lugar.
Y de pronto, como si la rueda hubiese activado un mecanismo secreto, la puerta de entrada volvió a abrirse.
—¿Rupel? —susurró Winger.
Pero no era ella.
Una figura opaca, envuelta en una armadura, caminaba hacia él con una sonrisa gélida en el rostro.
—¿Acaso se puede ser más ingenuo y estúpido? —le espetó Caspión con desprecio—. Has pasado nueve meses bajo la protección de Gasky, Ruhi y Milau, y una vez que abandonas tu guarida, lo primero que haces es entrar a la boca del lobo. Realmente estúpido...
Dos risas llegadas desde lo alto celebraron los comentarios de Caspión. Winger se volvió al tiempo que Mirtel y Rapaz descendían a través de los orificios del techo con sus mantos negros. Ahora lo tenían rodeado.
«Tiene razón, he sido un imprudente», se reprochó Winger lo que había sido evidente desde un principio. Después de todo, ¿por qué Rupel iba a citarlo en una vieja casa abandonada? Fue el apremio por volver a verla lo que lo hizo actuar de una manera tan insensata.
Sin embargo, ese no era el momento para lamentarse. Los tres asesinos ya estaban muy cerca.
—No pueden hacerme nada —afirmó y alzó su brazo derecho en un gesto amenazante—. Tengo la gema de Potsol.
El antiguo guardián del rey Dolpan rió entre dientes con la delicadeza de una sierra oxidada.
—¿Que no podremos hacerte nada, dices? —repitió Caspión al mismo tiempo que desenvainaba su espada de ópalo—. Es patético que te escondas detrás de la ley de nómosis...
Pero Winger no se dejó amedrentar. Sin bajar el puño, ahora fue él quien esbozó una sonrisa:
—¿Y quién está hablando de la ley de nómosis?
Los tres enviados de Neón no llegaron a comprender el significado de las palabras de Winger hasta que fue muy tarde.
—¡Rosa de los Vientos!
La explosión de aire fue sorpresiva y arrojó a los atacantes contra los muros de la casa del tejedor. Y el plan de Winger no terminaba ahí.
—¡Puño-Tornado!
Con un puño en alto y la gema de Potsol brillando con vigor, el muchacho se lanzó contra Caspión. La ráfaga que impactó contra el pecho del hombre de la armadura fue tan certera que lo hizo rebotar hacia atrás hasta estrellarse contra la vieja puerta. La madera crujió y se hizo añicos, y Winger aprovechó la oportunidad para pasar por encima del caído y salir al exterior.
Una vez al aire libre, se preparó para el contraataque de los aliados de Jessio.
El primero en regresar a la lucha fue Mirtel:
—¡Navajas-Luna! —exclamó el asesino y dos sables hechos de luz aparecieron en sus manos.
Mientras su antiguo tutor se le acercaba corriendo, Winger recordó el primer encuentro que había tenido contra el par de enmascarados. En aquella ocasión había sido salvado por Rupel. Esta vez confiaba en sus propias habilidades:
—¡Resplandor!
—¡No volverás a superarme con eso! —aseveró Mirtel, quien aún se sentía humillado por el poderoso conjuro lumínico de Winger en el palacio de Pillón—. ¡Contraluz!
Decidido a no dejarse vencer esta vez, Mirtel puso todo su empeño en aquel contra-hechizo y logró absorber el Resplandor con facilidad. Con demasiada facilidad...
—¡¿Era un señuelo...?!
Cuando el asesino llegó a esa conclusión, Winger ya estaba encima de él.
—¡Puño-Tornado!
Mirtel recibió un golpe de aire giratorio en pleno rostro que lo envió directo al suelo.
«Uno menos», pensó Winger y volvió a alzar la guardia para esperar la embestida de Rapaz.
—¡Mocoso de mil demonios! —bramó el asesino mientras sus manos formaban una horda de murciélagos encantados—: ¡Vampiros!
—¡Flechas de Fuego!
Los disparos llameantes de Winger fueron precisos y neutralizaron todas las alimañas voladoras de Rapaz.
—¡Puño de Hierro!
Decidido a cambiar de estrategia, el compañero de Mirtel convirtió su mano derecha en una masa metálica y se abalanzó en un ataque directo sobre su presa.
Winger lo esperó en pose defensiva, con paciencia y sin inmutarse. Y cuando Rapaz estaba por alcanzarlo, se arrojó de espaldas al suelo, apuntó sus manos hacia arriba y exclamó:
—¡Remolino de Viento!
Aquella maniobra tomó desprevenido al furioso atacante, que pasó de largo por encima de Winger y fue a caer justo en el sitio donde yacía Mirtel.
De pronto, desde el interior de la casa del tejedor, un fino haz de luz roja cruzó la oscuridad de la noche y avanzó en línea recta hacia Winger.
El mago llegó a percibir el relámpago escarlata en una fracción de segundo.
«¡La Línea Roja!», se dijo.
Entonces estiró su mano derecha en la dirección del relámpago escarlata. La barrera de energía que conformaba la Crisálida recubrió la superficie de su piel para enseguida proyectarse hacia delante.
—¡Imago!
Aquel era el hechizo defensivo que Rupel le había enseñado, y que tanto trabajo le había costado perfeccionar. El resultado hizo valer los esfuerzos. Un escudo sólido y transparente se interpuso en el camino de la Línea Roja y la anuló por completo.
La risa de Caspión emergió a la noche despejada desde el interior de la casa.
—Vaya, en verdad has mejorado en tan solo unos meses —debió admitir, apoyando un brazo contra el umbral de roca mientras con el otro puño se limpiaba un hilo de sangre que pendía de la comisura de su boca—. Veamos si puedes con esto...
El asesino del rey Dolpan envainó su espada y reunió las manos a la altura del abdomen. Un cúmulo de energía inestable comenzó a vibrar entre sus dedos. El destello verde-azul que irradiaba alertó a Winger, quien supo de qué hechizo se trataba.
«El Cañón Turquesa.»
El muchacho aún revivía con dolor la impotencia que había experimentado cuando aquel violento conjuro de Yqmud atravesó el vientre de su amiga, en los campos del sur de Catalsia. Pero si algo había aprendido junto a su maestra era que no siempre el hechizo más poderoso es el más efectivo. El Cañón Turquesa necesitaba un tiempo considerable de preparación. Y él aprovecharía ese intervalo a su favor.
Con resolución Winger llevó sus brazos hacia adelante y apuntó a Caspión con sus dedos índices. La magia de Cerín comenzó a gestarse en ese punto. A continuación estiró la mano derecha hacia atrás y un punzante proyectil de fuego se materializó junto a un arco ardiente y bien tensado. El hechizo era veloz y tan fuerte como diez Flechas de Fuego juntas.
«Esto es por ti, Rupel», le agradeció antes de disparar.
—¡Saeta de Fuego!
El arco llameante liberó la energía acumulada en la mano derecha y el proyectil se desplazó con rapidez hacia su blanco.
Las manos de Caspión aún no habían acumulado la cantidad de energía necesaria para activar el Cañón Turquesa cuando la Saeta de Fuego colisionó contra su frente, arrancándole el yelmo y haciéndolo trastabillar hacia atrás.
—¡Ahora! —exclamó Winger al tiempo que se aproximaba a su oponente.
El truco había funcionado. Solo restaba terminar la pelea mediante el hechizo indicado.
—¡Vientos Huracanados!
La fuerza del violento ciclón sería suficiente para dejar a Caspión fuera de combate.
Sin embargo...
Los Vientos Huracanados cesaron súbitamente.
La sonrisa maligna de Caspión volvió a aparecer.
El brillo opaco de la espada de ópalo resplandeció en la noche. Winger la vio acercarse y supo que había sido alcanzado al percibir un profundo dolor en el estómago. Cayó de rodillas. No había sangre en el suelo. Caspión solo lo había golpeado con el pomo de la espada.
Mirándolo con desprecio, el antiguo general lo pateó en el pecho y lo dejó tendido de espaldas al suelo. Luego el hombre oriundo de Laconte paseó la mirada por la maleza de la zona.
—Por fin te dignas a colaborar, Smirro —musitó.
Mientras Winger trataba de comprender qué había pasado con sus Vientos Huracanados, una figura emergió de las sombras cercanas. Se trataba de un individuo con una prominente nariz que asomaba por encima de una bufanda gris. El sujeto caminaba hacia ellos con una mano en alto.
—Quería ver de qué eran capaces, tanto ustedes como este chico —respondió el desconocido al reclamo de Caspión con un acento que enfatizaba las erres—. Por supuesto que no ha habido ninguna sorpresa. Sus vientos son solo un juego...
Winger observaba con atención la mano abierta de su nuevo enemigo. Estaba invocando una intrincada combinación de símbolos de Riblast que se mezclaban con el aire de la noche.
«¿Un Anticiclón?», se preguntó con incredulidad. Pero, ¿qué tan poderoso era ese Anticiclón si había sido capaz de contrarrestar los Vientos Huracanados?
El aleteo de un cuervo lo arrancó del terreno especulativo de la alquimia y lo trajo de regreso a la realidad.
—Hablando de cobardes que se esconden... —masculló Caspión.
—Oye, yo soy más de los que piensan que de los que actúan —se defendió el cuervo, que inesperadamente había adquirido la forma de un hombre—. El niño de pronto adoptó el modo héroe y barrió el suelo con ustedes tres. No pensaba meterme en eso... Por cierto, ¿no deberías soltarlo ya? —se dirigió entonces a Smirro.
—No pienso arriesgarme a que vuelva a pasar lo que tú mismo acabas de mencionar, Quadra —repuso el hombre de la prominente nariz sin bajar la mano.
—Dejen de decir estupideces y terminemos con lo que hemos venido a hacer de una buena vez —les espetó Caspión—. ¡Mirtel, Rapaz!
—¡Látigo-Cobra!
—¡Cuerda de Luz!
Winger miró hacia los costados al mismo tiempo que era jalado hacia arriba. Los secuaces de Caspión se habían reincorporado y estaban empleando sus sogas mágicas para sostenerlo en posición vertical.
El hombre de la armadura negra volvió a guardar su espada y extrajo un rollo de pergamino que desplegó sobre el suelo. Winger observó con inquietud las extrañas inscripciones que poblaban ese pedazo de papel. Se preguntó si se trataría de un hechizo del libro de Maldoror.
Caspión se agachó junto el pergamino al mismo tiempo que destapaba una diminuta botella de vidrio vacía.
—En la casa del tejedor, Winger perdió su sombra —canturreó con perversión al mismo tiempo que colocaba la palma de su mano libre sobre el talismán.
Las líneas del pergamino avanzaron entonces a través del suelo como serpientes de tinta y se treparon al cuerpo de Winger.
Con el temor plasmado en el rostro, el muchacho sintió un hormigueo desagradable en el pecho. Algo estaba siéndole extirpado por la fuerza. Una parte suya se alejaba a través de las líneas de tinta para arremolinarse en el interior del recipiente de vidrio que Caspión sostenía.
El aliento y la vista de Winger comenzaron a debilitarse. Quería gritar, pero no podía hacerlo. El drenaje se llevaba un fragmento de su alma... y esa idea lo aterró.
La espiral que se estaba formando adentro de la botella era un pozo sin fondo en el que estaba hundiéndose a una velocidad vertiginosa.
Pensó en Gasky, y en que le había fallado como guardián de la gema de Potsol.
Pensó en Rupel, a quien ya no podría volver a ver.
Y preguntándose cómo lograría escapar de una oscuridad tan profunda, la luz de su conciencia se extinguió.
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