Prólogo


El enorme sol del mediodía azotaba con fuerza la llanura de Lakathos, resquebrajando el suelo del continente de Prama. El desierto era silencioso, perturbador y melancólico; nadie dudaría en colocarlo entre los lugares más hostiles del mundo. Lejos y a la distancia, hacia el oeste, la montaña de Entalión se erguía como guardiana de la quietud milenaria.

«Es una suerte que hoy no haya habido tormentas de arena», pensó el punto minúsculo que atravesaba la inmensidad en dirección noroeste. Esas tormentas podían durar días enteros, armando y desarmando efímeras colinas de arena que se esforzaban en modificar de algún modo el paisaje de la estática llanura.

Montado sobre un dromel*, el viajero vestía una casaca de colores claros, con gruesos botones en el frente y la silueta de un cisne sobre la espalda, emblema de "Alas", el prestigioso servicio de mensajería entre continentes. Sus emisarios eran hombres entrenados bajo reglas muy estrictas, y no se entrometían jamás en el motivo y contenido de sus entregas. Su única meta era llegar a destino con la mayor prontitud posible y del modo que fuese necesario.

Sin embargo, este viaje era distinto, y la curiosidad fue compañera de aquel enviado durante toda su travesía. Después de todo, debería haber sido un tonto para no darse cuenta que llevaba consigo una correspondencia de capital importancia. ¿Cómo explicar sino la necesidad de atravesar dos continentes, con el gran océano de por medio, solo para entregar una carta en un territorio inhóspito?

Su trabajo había iniciado en Catalsia. Un hombre de ese reino había solicitado con urgencia la presencia de un enviado de Alas, a quien entonces le fue entregado un sobre en la más absoluta reserva y discreción.

—Catalsia... —murmuró el emisario.

Un reino insignificante en el corazón del continente de Dánnuca, de donde últimamente llegaban noticias inusitadas: la invasión a una nación pacífica y desprovista de armas o riquezas, el misterioso asesinato de un rey a manos de un prófugo peligroso, quien además había incendiado la Academia de Magia de ciudad Doovati, tal vez la única institución sobresaliente de aquella parte del mundo.

El viajero se alivió de no tener otra relación con esa tierra de locos más que el mensaje que portaba. Una simple encomienda que, quién podría saberlo, tal vez fuera capaz de cambiar la historia de Catalsia para siempre...

Una ráfaga fugaz le llenó de arena los ojos y la nariz. Después de estornudar, tuvo que reconocer que se lo merecía por entrometido.

De pronto, casi como saliendo de un espejismo, apareció ante él la imagen de una aldea precaria.

—Es Bal-Bok —dijo hablando para sí y para su dromel—. Al fin llegamos.

Aislada de la civilización por cientos de kilómetros de arena a la redonda, la aldea de Bal-Bok era una de las pruebas más extremas de la capacidad de adaptación del ser humano. Los lugareños eran hombres y mujeres con el color del bronce en la piel pues, según lo que narraban sus tradiciones, el sol de la región era tan intenso que alcanzaba con sus rayos divinos incluso al que aún no había nacido. La agricultura era el único medio de subsistencia de la aldea, aunque en un suelo tan agresivo nada crecía con demasiada libertad. Jóvenes y ancianos, mujeres y hombres, todos por igual daban su mayor esfuerzo por el bien común, para seguir con vida al menos un año más. Los aldeanos consideraban que sus tierras eran sagradas y no se moverían de allí hasta que los mismos Dioses Protectores decidieran que el mundo debía regresar a las entrañas de los Abismos.

Un hombre recorría los áridos campos con una bolsa de semillas bajo el brazo y un bastón de madera en la mano. Su edad rondaba los cincuenta años. De barba oscura y ojos tranquilos, su chaleco abierto y tejido a mano dejaba ver su torso aún tallado. El hombre hizo un orificio en el suelo duro con su báculo y allí dejó caer algunas semillas.

—¡Cántaro!

Un delgado hilo de agua brotó de la palma de su mano e impregnó el suelo, evaporándose al instante. No importaba; él confiaba en que esas pequeñas semillas darían lo mejor de sí y lograrían retener la humedad necesaria para convertirse en buen maíz.

—¡Rotnik! —lo llamó un anciano encorvado, quien se acercaba hacia sin prisa.

—¿Qué sucede, mi amigo?

—Hay un viajante que te espera en la plaza —comentó el anciano—. Dice traer un mensaje importante para ti. Ve a recibirlo. Yo continuaré con tu trabajo.

Rotnik le agradeció y entregó la bolsa con semillas. Luego se encaminó rumbo a la plaza, donde se hallaba el único aljibe de la aldea y servía de lugar de reunión.

Varios niños se cruzaban con él a su paso y le dedicaban sonrisas y saludos mientras seguían labrando. En Bal-Bok todos eran muy unidos. Al pensar en su pueblo humilde y laborioso, Rotnik no podía hacer otra cosa que sentir orgullo y felicidad.

Finalmente llegó a la plaza y encontró allí al extranjero, quien bebía gustosamente de la vasija con agua que le habían ofrecido.

—¡Buenos días, viajero!

—Buenos días, señor —saludó el mensajero con cortesía, dejando la vasija a un lado—. He sido enviado a entregarle una correspondencia a la persona llamada Rotnik.

—Soy ese a quien buscas —le informó él.

—Me temo que no es tan sencillo —le advirtió el enviado de Alas—. Necesitaré alguna prueba que demuestre que usted es quien dice ser, señor.

Rotnik sonrió al escuchar eso.

—No quieres que tu mensaje llegue a manos equivocadas, ¿cierto? No te culpo, pero debes decirme qué clase de prueba necesitas.

—La persona que ha contratado los servicios de Alas me ha comunicado que reconocería a Rotnik de Bal-Bok por una marca singular.

El hombre comprendió en el acto. Se arremangó los pantalones, enseñando al mensajero la marca a fuego que tenía en su pantorrilla izquierda: un cetro atravesando una nube, con un sol sobresaliente por encima.

Eso fue suficiente para convencer al enviado, quien con un porte formal extrajo de su cartera la encomienda y se la tendió a su destinatario. Los mismos símbolos estaban lacrados en el sobre: el cetro, la nube y el sol. Era el escudo de la casa real de Kyara.

Habiendo cumplido con su trabajo, el viajero se despidió y se dedicó a atender las necesidades de su animal.

Por su parte, Rotnik rompió el sello lacrado, extrajo el pergamino que había en el sobre y comenzó a leer:


Mi estimado amigo:

Años enteros han transcurrido desde nuestro último encuentro, aquel que yo mismo arruiné. Desde la posición en la que hoy me encuentro, el arrepentimiento que me carcome por el tiempo perdido no podría ser mayor. Solo me resta suplicar por un perdón que lamentablemente no podrá ser correspondido, pues si en estos momentos estás leyendo este mensaje significa que yo ya he partido del mundo de los hombres. Me veo obligado pues a empezar no con un saludo, sino con una despedida.

Tengo miedo, amigo mío. Temo por mis actos y sus consecuencias. De pronto he comenzado a decir y a pensar de maneras nunca antes observadas en mí. Sospecho estarse perturbando la luz de mi inteligencia, y yo, volviéndome loco. Son pocos los momentos lúcidos como este, en el que aprovecho para escribirte y ponerte al tanto de mis últimas resoluciones, las cuales comprometen gravemente el futuro de mi hogar, Catalsia. He estado tomando decisiones deliberadas, sorpresivas e instantáneas que van en contra de mis principios; lo peor es que no siento por ello ninguna clase de remordimiento. He firmado decretos de guerra totalmente atroces y sin sentido, que sin embargo no despiertan en mí compasión alguna. Solo algunas noches, cuando enfoco mi atención con mucho esfuerzo, alcanzo a comprender la magnitud de lo que estoy haciendo. Pero entonces la fiebre y la náusea se apoderan de mí y no me dejan continuar con tales reflexiones coherentes. Temo que lo peor pueda sucederme de un momento a otro; sospecho que me observan y que soy usado todo el tiempo, pero no sé por quién ni por qué medios. Llego incluso a creer que se trata de una conspiración, algo oculto y siniestro.

Y he aquí el principal motivo por el que te escribo a ti, amigo de años, porque sé que me brindarás tu apoyo. No se trata de que me ayudes a mí, pues esta carta es testimonio de mi muerte. Esto es por mi amada hija, Palessia. Tú no llegaste conocerla. Debes saber que es una muchacha fuerte y decidida (¡no sabes cuánto!), pero mi mayor temor es que ella también sea víctima de mis enemigos invisibles. Por eso es que te imploro, mi hermano, que acudas con apremio a mi reino y te encargues de la protección de Palessia hasta que el peligro se haya ido.

Desde ya debo disculparme por interrumpir tu armoniosa existencia con estos que son mis problemas, pero creo me comprenderás sin más palabras que las ya escritas; siempre nos hemos entendido sin siquiera hablar. Estoy seguro de que puedo confiar en ti y que cumplirás con mi caprichoso deseo, el deseo de un hombre que una vez injustificablemente te agredió, guiado solo por la desesperación y el amor a su esposa agonizante. De nuevo, me arrodillo y suplico tu perdón. Conociéndote, sé que puedo partir en paz.

Ahora me despido, camarada. ¡Adiós!. Gracias por una vida de completa entrega y lealtad. Gracias por haber combatido a mi lado y llorado junto a mí. Gracias por haberme ayudado a convertirme en un hombre mejor. Tal vez volvamos a vernos algún día, en aquel mundo de plata donde moran los dioses.

Dolpan de la casa real de Kyara


Una lágrima rodó por la mejilla del hombre de la piel de bronce.

—Adiós, amigo.

Esas fueron las palabras que arrojó al viento junto a una profunda tristeza.

Y cuando volvió a alzar la vista al cielo de Lakathos, su temple había había cambiado. Algo muy serio estaba pasando en Catalsia. La voz de su corazón le decía que las bases del mundo estaban a punto de estremecerse una vez más.



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*Mamífero de la familia de los camélidos, capaz de sobrevivir en climas de calor extremo. Robusto y de pelaje color bermejo, posee dos altas jorobas en las cuales almacena grasa, y cuatro patas cónicas con las plantas planas, anchas y muy duras, que le permiten avanzar sin dificultad por terrenos áridos y rocosos. Debido a su longevidad y su capacidad de soportar ambientes hostiles, el dromel ha sido a menudo utilizado como símbolo del dios del tiempo, Zacuón.



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