I: ¡He dicho!
El gran maestro de la Academia de Magia de ciudad Doovati se paseaba por la sala del consejo, sitio donde una vez por semana acostumbraba reunirse la reina con sus asesores para tratar temas concernientes al manejo del reino. Pero esta ocasión era diferente. Tal y como habían acordado, era la primera hora de la mañana y ya todos estaban allí.
«Todos, excepto ella...», protestó Jessio para sus adentros. Se detuvo frente a su ventana preferida: la primavera comenzaba, el cielo estaba limpio y los sonidos del mercado llegaban vagos, deslizándose por las calles de la capital. No muy lejos del palacio, al final del sendero de sauces, alcanzaba a divisar el tejado púrpura de la nueva Academia. Había quedado magnífico; ahora incluso tenía un laboratorio de investigación y desarrollo de hechizos especiales. Maldijo a Pales por el tiempo que le había tomado aprobar la habilitación del nuevo edificio.
"No es nada urgente", había dicho ella en más de una ocasión con ese tono despectivo que tanto perturbaba a Jessio. "Hay asuntos que merecen mayor atención ahora. Qué importa si un puñado de aprendices de mago puede tomar sus lecciones en un lugar o en cualquier otro". El único problema era que ese otro lugar era la propia vivienda de Jessio.
Volvió a maldecir a la reina. Para ella, cualquier cosa era más importante que lo que él considerara imperioso. Esa chiquilla le estaba costando más trabajo del que había anticipado.
Luego de la muerte del rey, la ceremonia de sucesión se había postergado debido a la confusión causada por todo el asunto de la guerra. Algunos debates sin sentido se habían armado en torno a posibles candidatos a la corona, surgiendo nombres de parientes lejanos y desconocidos. Pero la hija de Dolpan arrasó de inmediato con todo aquel palabrerío. Ella era la descendiente directa del último rey, de la rama principal de la casa de Kyara, y además la tradición en Catalsia no presentaba demasiados obstáculos para que una mujer se alzara como cabeza del reino. Todo lo contrario: los favorecía y alentaba.
Así fue que Pales ascendió al trono al tercer día de la muerte de su padre. Desde ese momento no había abandonado ni por un solo instante su labor como soberana, pasando ordenanza tras ordenanza, edicto tras edicto, revolucionando en un período de nueve lunas todo el sistema legal del reino. El pueblo aún no veía con buenos ojos a su nueva reina; el estilo insípido y distante de Pales contribuía a que el reino entero ya la llamase "la reina negra", apodo que el mismo Jessio no perdía chance de alentar por lo bajo. Más allá de eso, ninguna revuelta civil se vislumbraba en la cercanía; a fin de cuentas, las medidas de Pales, aunque muchas veces extremas, parecían estar paliando con eficacia los problemas que habían surgido durante los últimos tiempos del reinado de su padre.
El hechicero recordó el ridículo primer edicto de la nueva reina: había decretado que su nombre era "Pales" y no "Palessia", y que todo aquel que osara llamarla de esa manera sería castigado con severidad. Acto seguido, pidió un informe detallado de los miembros que integraban en consejo real y se deshizo de todos los que considerase ineficaces en su función, corruptos, o que sencillamente despertaran su desconfianza por alguna razón. Todas esas alianzas que tantos años le había costado armar, y que siempre le aseguraban conseguir la mayoría en los asuntos delicados, se habían esfumado de la noche a la mañana...
—Hoy se te nota un poco ansioso, mi estimado Jessio —se le dirigió un hombre joven, de mirada inteligente y sonrisa cautivadora.
Era Laroid, el arquitecto oficial de la corte y uno de los pocos consejeros que había sobrevivido a la purga de la reina. Había sido el encargado de la reconstrucción de la Academia tras el incendio, y era además uno de los principales aliados de Jessio. Se trataba de un individuo peligrosamente astuto, que siempre convenía tener en el bando propio. El hechicero había sabido ganarse la confianza del arquitecto, a tal punto que ahora Laroid ocupaba una posición privilegiada dentro del círculo íntimo de Neón.
—Un compañero hoy se juega su posición —le recordó Jessio a su interlocutor, sin apartar la vista del paisaje—. ¿Cómo quieres que esté tranquilo?
Efectivamente, era el día en que Pales al fin se ocuparía del aplazado asunto de Caspión y su papel en la guerra reciente. Según lo que la lógica hacía suponer, como jefe de inteligencia bélica de Catalsia él había sido el principal responsable de la invasión a Pillón. En la reunión de esa mañana Caspión debería esgrimir sus argumentos y la reina misma se encargaría de dictar una resolución final para el caso.
—No hay de qué preocuparse, Jessio —continuó sereno el arquitecto—. Ya se ha armado una coartada al respecto, ¿recuerdas?
—Ella es muy lista. Dudo que caiga en un truco tan simple.
—Aunque así sea, las acciones de Caspión siempre estuvieron amparadas por la corona. Pales no puede arrojar toda la responsabilidad sobre él.
—Pareciera que no la conoces, Laroid. Sabes que esa serpiente es capaz de cualquier cosa, y que actúa sin la menor vacilación.
—Mi apreciado hechicero, cualquiera pensaría que esa pequeña serpiente te está apretando el cuello —comentó el arquitecto con diversión al tiempo que la puerta principal se abría.
El heraldo real hizo su entrada y anunció:
—En unos momentos la reina Pales estará con ustedes, señores.
Jessio y Laroid cruzaron una última mirada y cada cual se dirigió a su puesto en la larga mesa. En tiempos pasados el lugar de Jessio había sido el más próximo a la cabecera, justo a la derecha del rey. Pero ahora ocupaba un sitio cualquiera, al lado del dueño del elegante restorán "El Buen Provecho".
—Buenos días, Grippe —lo saludó Jessio con amabilidad mientras tomaba asiento.
—¡Muy buenos días para ti también, Jessio! —El comerciante le devolvió el saludo con ímpetu—. ¿Qué tal marcha la Academia?
—De maravilla, amigo mío. Igual que las lecciones de Markus, si es lo que quieres saber.
El hombre soltó una carcajada al oír eso y se ruborizó detrás de su gran bigote.
—¡Oh! Cuánto me alegra saber que mi muchacho está progresando. Sabes, siempre pensé que Markus debía seguir mis pasos en el negocio, pero al oír estas palabras me llenas de entusiasmo, Jessio.
—Puedes estar seguro de que Markus será uno de los mejores —aseveró el hechicero esbozando una cálida sonrisa.
La realidad era que las habilidades para la magia del muchacho dejaban mucho que desear. Jessio solo le daba uno o dos años más antes de que abandonase definitivamente la Academia. De todos modos, al hechicero le resultaba simpático el señor Grippe, pues era de esas personas que poco acotaban en las decisiones importantes del consejo y que sabían mantenerse lejos de los asuntos que no les incumbían. Por desgracia, no era esto lo que sucedía con otros de los nuevos consejeros. Antes de la renovación, Jessio contaba con el apoyo de quince de los veinte miembros, diez de los cuales habían participado activamente en la confabulación que terminó con el asesinato del rey. Pero ahora entre los suyos solo podía contar a Laroid, al viejo Orsdrich, un magnate de las minas del norte, siempre abierto a recibir sobornos, y a otros dos ancianos socios de este último. En cuanto al resto de los concejales, la mayoría eran artistas o pensadores elegidos por la reina, quienes se consideraban honorables esgrimiendo argumentos basados en una moral y una justicia por de más simplistas. Jessio ya había decidido la desaparición de tres de esos estorbos en las siguientes semanas.
Sonaron dos trompas anunciando la llegada de la reina y toda la corte se puso de pie. Pales hizo entonces su entrada con un semblante endurecido y su escriba personal, Dórothy marchando detrás. La reina vestía su atuendo habitual: un traje de equitación de colores pardos, con pantalones y botas de cuero, al cual se sumaba una capa ligera de color granate y el macizo cetro dorado que siempre cargaba consigo. Algunos comentaban que se trataba del mismo cetro que aparecía en los estandartes de la casa real, y que Pales había hallado en los aposentos de su difunto padre.
La reina tomó asiento en la cabecera y nuevamente sonaron las trompas a todo pulmón. Pales se puso de pie de un salto y bramó enfurecida:
—¡Ya estoy harta de ese trompeteo de mil demonios! ¡Quedan depuestos de su función! Dórothy, toma nota: conseguir flautas traversas que reemplacen a las trompas, y que a partir de ahora mi llegada sea anunciada con el tercer movimiento de la Sonata Dulce del Mar. He dicho.
—¡Sí, su majestad! —reaccionó la escriba al instante, y como de costumbre blandió su pluma a toda velocidad sobre el largo pergamino que cargaba consigo.
Acostumbrados ya a ese tipo de escenas, los concejales la presenciaron sin decir nada hasta que la reina recobró la calma y volvió a tomar asiento. Luego se dirigió a ellos:
—Caballeros, supongo que ya están al tanto del motivo de la reunión del día de hoy. Que pase el condenado, entonces.
Pales siempre llamaba "condenado" a cualquiera que tuviese que presentarse a declarar ante ella. Jessio pensó que era como sentenciarlo a ser culpable incluso antes de iniciar el proceso.
Uno de los guardias que había en la sala abrió una puerta lateral y Caspión ingresó a través de esta. No vestía su armadura negra sino simple ropa de ciudadano que le quitaba el aspecto intimidante.
Mientras su aliado caminaba hacia la silla ubicada en el extremo de la mesa opuesto al de Pales, Jessio reflexionaba acerca de lo absurdo que era todo aquello: lo absurdo de convocar esa junta para juzgar al general y jefe de inteligencia bélica del reino; lo absurdo de que todos ellos estuviesen allí presentes, cuando la reina solía desoír consejos y tomar sus decisiones sin escuchar a nadie; lo absurdo de estarse ocupando de esos temas menores en lugar de aquel otro tan importante, el que desde hacía nueve lunas él intentaba traer a discusión y que sin embargo Pales se obstinaba en ignorar...
—General Caspión, ¿cómo se declara? —comenzó la reina atacando como un rayo.
—¿Cómo me declaro con respecto a qué, su alteza? —replicó el acusado, manteniéndose por completo impasible.
—No te hagas el idiota conmigo. Te he hecho una simple pregunta, limítate a contestarla.
Poco había durado el tono formal de Pales, y tanto Caspión como el resto de los presentes se vieron descolocados ante la agresión gratuita de la reina. Recuperando la compostura, el general se limitó a responder:
—Inocente, su majestad.
—¿Inocente? —repitió Pales con una mezcla de incredulidad e indignación—. Siendo el responsable de los asuntos de guerra de este reino, se supone que el peso de cualquier acción militar recae indefectiblemente sobre tu persona. ¿Cómo te atreves a declararse inocente?
—Lo lamento, su alteza. He querido decir culpable —se corrigió Caspión con una voz demasiado afilada para el gusto de Jessio.
—Muy bien, prosigamos —dijo Pales sin interesarse en la mirada asesina que el general le estaba dirigiendo—. Se te ha citado en esta fecha por asuntos pendientes relacionados con la guerra inútil declarada a la república de Pillón...
—Su alteza —intervino de pronto un hombre de ojos grises—. Considero prematura su afirmación acerca de la inutilidad de la invasión cuando aún el general Caspión no ha presentado su alegato.
Quien había osado hablar era el señor Greyhall, el economista de la corte. Algunos esperaron una explosión de ira por parte de la reina ante semejante intrepidez. Pero eso no sucedió.
—Tiene razón, señor Greyhall —admitió Pales.
A Jessio no dejaba de sorprenderle la sagacidad del padre de sus discípulos Lara y Rowen. Él era el único capaz de oponerse a la soberana sin desatar su cólera.
—Me corrijo y continúo —prosiguió ella—. Despliegue sus argumentos, general.
Caspión eligió bien sus palabras antes de hablar:
—En primer lugar, debo referirme a la posición estratégica que presenta Pillón en cuanto a la apertura para el intercambio comercial con tierras lejanas. Como bien sabemos, Catalsia comparte fronteras con cinco países: Demepokol al norte, Lucerna al este, Quhón al sur, Gorobaán al oeste y Pillón al noroeste. Sin embargo, las cadenas montañosas del norte y del sur dificultan demasiado la comunicación con Quhón y Demepokol. Si a eso le sumamos que Pillón es un territorio hermético que se autoabastece, aislándose comercialmente, Catalsia solo queda en contacto con dos reinos. Tener una base en Pillón nos proporcionaría al menos dos ventajas: una ruta poco montañosa hacia Demepokol y la posibilidad de abrir una vía directa al comercio con Vizubeth, hacia el extremo noroeste del continente.
Un murmullo recorrió la mesa. Al igual que sus concejales, Pales parecía estar analizando el argumento de Caspión. Entonces un sujeto de barba rubia pidió la palabra:
—Su alteza, debo objetar que no es del todo cierto que Pillón esté aislada en lo comercial. Mensualmente se abastece de frutas que provienen de mis granjas en los campos del este, y a un precio razonable. Además, creo no equivocarme al decir que tanto el señor Grippe como el señor Orsdrich aquí presentes también realizan intercambios con esa república.
—Eso es verdad —coincidió el señor Grippe.
—Me temo que no estoy de acuerdo, Morgan —lo contradijo el viejo Orsdrich—. Es verdad que en el pasado Pillón vendía a buen precio su carbón, pero desde hace ya tiempo no lo hace con justicia. El posicionamiento en esa repúplica nos daría ventajas en la rama de la minería.
El viejo miró fugazmente a Jessio en un gesto de complicidad que nadie llegó a advertir.
—Señor Orsdrich —intervino Pales, quien hasta entonces había estado evaluando los pros y contras de cada parte—, ¿se ve usted imposibilitado de comerciar con Demepokol o Vizubeth a causa de las fronteras de Pillón?
La pregunta tomó desprevenido al anciano.
—Pues, en cierto modo, no...
—¿Alguno de los aquí presentes tiene ese problema? —insistió la reina.
Nadie replicó.
—Entonces deduzco que antes de la invasión no había inconvenientes en lo que respecta a la circulación por los caminos de Pillón para comerciar tanto con Demepokol como con Vizubeth, ¿no es así?
—Debo protestar —dijo un anciano de mejillas caídas, quien se especializaba en metales preciosos y era uno de los socios de Orsdrich—. Es cierto que podemos circular por esas tierras, pues Catalsia tiene un acuerdo formal con Pillón en ese punto. Pero los impuestos que debemos pagar para ello son excesivos...
—¿Acaso se queja de los impuestos de circulación, señor Ruffus? —lo increpó Pales—. ¿Está insinuando que vale la pena ahorrarse unas cuantas monedas de oro a cambio de ganarnos la mala reputación de invasores en el continente entero?
—No, su alteza... Yo no quería... Lo siento...
Ruffus no supo qué más contestar y acabó encogiéndose en su asiento.
—Además, a causa de ese problema ahora incluso las exportaciones de vegetales a Gorobaán han cesado casi por completo. ¿Me equivoco, señor Morgan?
—En absoluto, su alteza —volvió a hablar el granjero barbudo con resolución.
«Acabas de ingresar en mi lista negra», pensó Jessio, disgustado.
—Por lo tanto, con el cese de exportaciones a Gorobaán, Catalsia sale perdiendo más que con el pago de unos simples impuestos de circulación. ¿Alguien está en desacuerdo conmigo?
Tampoco hubo réplicas al nuevo razonamiento de la reina.
—General Caspión, su argumento queda anulado en, digamos, un ochenta por ciento —concluyó Pales—. Ese veinte restante no lo salvará. ¿Algo más que pueda decir en su defensa?
Caspión comenzaba a sudar, pero su mirada seguía fría. Volvió a tomarse su tiempo para contestar:
—Continuaré refiriéndome a la falta de salida al mar de Catalsia. Es verdad que hasta el día de hoy el reino ha sobrevivido sin ruta alguna de navegación. Pero el mundo está cambiando rápidamente y, por más lamentable que sea, debemos abandonar nuestra actitud pacífica y enfrentarnos a los que hasta ahora han sido nuestros colaboradores. Es imperioso el hacernos con una apertura al Océano. Atravesar Pillón sería solo el principio; nos permitirá proyectarnos rumbo al noroeste, cortar un pequeño tramo de Vizubeth y así llegar hasta la lejana nación de Ívory en el norte, con la que Catalsia no posee en absoluto buenas relaciones. Reconozco que es un plan a gran escala y que posee sus riesgos, pero siempre es pensando en el mejor futuro para Catalsia.
Hubo un par de aplausos dedicados al proyecto temerario del jefe de inteligencia bélica, pero también se alzaron voces de protesta en su contra:
—¡Catalsia entraría en guerra con todo el continente! —exclamó indignado un diplomático.
—¡Los beneficios del mar son enormes! —replicó un inventor e ingeniero.
—¡La paz debe ser nuestra bandera! —se hizo oír un joven pintor.
Las opiniones estaban divididas. Para unos era una idea brillante y necesaria; para otros, un suicidio directo. Jessio, por su parte, no participaba de la disputa y permanecía en silencio. En la reunión secreta que habían tenido para armar la defensa de Caspión, el hechicero no había estado para nada de acuerdo con presentar ese argumento por considerarlo demasiado agresivo; incluso podría llevarlos a perder indefectiblemente el juicio y, con este, una de sus posiciones estratégicas más valiosas dentro del círculo de poder de Catalsia.
En medio del barullo Pales dio un fuerte golpe sobre la mesa con su cetro, trayendo de nuevo el orden al consejo. A esto le siguieron algunos momentos de silencio absoluto, hasta que finalmente la reina retomó la palabra:
—En verdad reconozco como importante y urgente la necesidad de expandirnos hacia el comercio marítimo. Y si la invasión a reinos débiles fuese la única salida, debo decir que no me opondría en absoluto... —Muchos reaccionaron con sorpresa ante ese comentario, pero no se atrevieron a contestar—. Sin embargo, no es menos cierto que hoy en día Catalsia no posee la fuerza militar necesaria para una empresa tal. Los países pequeños no se quedarán de brazos cruzados e inmediatamente pedirán socorro a los más fuertes del continente. Y no podremos hacer nada contra eso...
—¡Seremos capaces de manejarlo! —saltó lleno de entusiasmo un individuo con rostro felino, el otro socio de Orsdrich—. ¡La rama de la minería proveerá! ¡Todo el metal será empleado en armas y ropaje de guerra!
—Señor Blaine, vuelve usted a interrumpirme de esa forma tan brusca y me temo que será decapitado —declaró impasible la reina, haciendo que el hombre se arrepintiera de sus palabras—. Pero supongamos que lo dice sea cierto. ¿Por qué motivo buscar la salida al mar en el norte y no en el este? Antes que invadir todos esos países y ganarnos la enemistad de medio continente, resultaría más sencillo ir en contra de uno solo que, aunque poderoso, no es invencible: Lucerna.
Nadie habló. Caspión abría y cerraba la boca, pero las palabras no surgían.
—Sigamos también haciendo suposiciones e imaginemos que hoy me he levantado de buen humor y doy validez total a su argumento original, general Caspión. —Pales se puso de pie y echándose hacia delante miró fijo a su interlocutor—. ¿Por qué retrocedieron las huestes de Catalsia?
Otra vez la reina dejó muda a toda su corte.
—Bastian, la capital de Pillón, ya había sido sitiada. ¿Qué sucedió entonces? ¿Por qué la inesperada retirada de nuestras tropas?
—Fuimos emboscados por un grupo sorpresa, su majestad —se defendió Caspión—. El pueblo de Pillón se rearmó discretamente y preparó una contraofensiva que resultó ser muy efectiva.
—¿Me está usted diciendo que un pequeño ejército de civiles, de una minúscula república que apenas si sabe lo que es una espada, nos hizo abandonar por completo todo el territorio conquistado? Soy joven pero no estúpida, jefe de inteligencia bélica Caspión. ¿Cómo se explica eso?
Pales le concedió cinco segundos para responder, que el general no aprovechó, y entonces continuó ella:
—O sea que "la industria proveerá" para invadir varios reinos. —Blaine se hundió aún más en su asiento—, pero resulta ser que nuestro ejército no puede siquiera contra una república indefensa. ¿Sabe usted, general Caspión, cuánto oro, pérdidas en materia de relaciones políticas y vidas humanas le ha costado a Catalsia ese ida y vuelta sin sentido a Pillón, esa especie de paseo recreativo del ejército? ¡Por supuesto que lo sabe! O debería saberlo, ya que es nuestro jefe de inteligencia bélica.
Caspión estaba paralizado, con los ojos clavados en Pales pero sin posibilidad alguna de contraatacar. La reina lo estaba acribillando.
—¿Y qué me dice del aprendiz de mago que fue hallado sin vida en el mismísimo palacio de gobierno de ciudad Bastian? ¿Qué hacía allí? Era tu discípulo, Jessio, ¿qué demonios hacía él allí?
La reina giró en su asiento y dirigió su ofensiva contra el maestro de la Academia.
—Mikán era mi mejor aprendiz, su majestad. Estaba allí bajo mis órdenes, ayudándome, cuando fuimos sorprendidos por el ejército de la resistencia, quienes lo atacaron sin piedad.
Jessio había respondido con calma y resolución, siguiendo con la coartada que habían preparado tras la muerte del rey. Deliberadamente se había evitado toda mención acerca de la aparición de Winger en Bastian; eso despertaría demasiadas sospechas y exigiría aún más explicaciones comprometedoras. Así, se había dicho que el retroceso de las fuerzas de Catalsia se debió a la intervención del grupo rebelde liderado por Charlotte de Pillón, otro de los enemigos de Catalsia luego del atentado contra el rey Dolpan durante el último Combate de Exhibición.
—¿Qué tenías que estar haciendo tú en un lugar como ese, Jessio? —le espetó la reina, quien comenzaba a perder la paciencia.
—Yo era la mano derecha del rey, su majestad. Él fue quien me envió a Bastian para asegurarse de que todo estuviese en orden...
—No sé si alguien te lo habrá comunicado, pero la noche de su fallecimiento el rey informó al pueblo que tú estabas allí por voluntad propia.
Aquello cayó como un témpano de hielo sobre el hechicero. No tenía ninguna respuesta para eso. Intentó decir algo, pero la reina se le adelantó y se dirigió a toda la corte con tono imperativo:
—¡De los aquí presentes, levanten la mano quienes oyeron a mi padre decir esas palabras durante su discurso de aniversario!
Diecisiete de los veinte concejales, entre ellos Orsdrich y Laroid, dieron crédito al testimonio de la reina. Incluso Dórothy y el heraldo real alzaron sus brazos.
—Minutos después, tú irrumpiste declarando que Winger el traidor se hallaba en esa misma sala del trono, ¿lo recuerdas, Caspión?
—Sí, su majestad —se limitó a mascullar el general.
—Y luego tuvo lugar esa escena tan confusa que todos recordarán bien, resultado de la cual fue muerto el rey. Un examen secreto al cuerpo de mi padre, ordenado por mí esa misma noche, reveló que había sido asesinado por un hechizo llamado Línea Roja, ¿acaso lo sabían?
Jessio y Caspión permanecieron callados.
Pales miró fijamente al general y habló estirando las palabras:
—¿Acaso tú no eres diestro en el uso de ese hechizo, Caspión?
La reina estaba descargando todo su arsenal en ese momento. ¿Era posible que ella hubiese estado preparando tal emboscada durante nueve lunas, y por eso aquella reunión se había atrasado tanto? Jessio siempre había sabido que Pales era astuta como un zorro, pero por primera vez tomaba plena consciencia de que ella podía ser una auténtica amenaza. Todos sus planes podían ser desmantelados por una niña convertida en reina... Convertida en reina gracias a él...
—Por favor, su majestad —intervino al fin Jessio con asombro simulado—. El general Caspión no solo era el jefe de inteligencia bélica del reino, sino también el guardián del rey Dolpan. ¿Cómo puede acusarlo de esta forma?
—Yo no acuso a nadie, Jessio. —Los ojos de Pales centellaban como los de una loba acechante—. Simplemente estoy mencionando una serie de casualidades muy curiosas. Tal vez Winger el traidor también sea un experto en ese conjuro; tal vez no. El único testigo vivo de aquel acontecimiento es Caspión. Esa misma noche, este partió rumbo al palacio de Bastian, de manera inesperada y sin darle explicaciones a nadie. Solo los dioses saben qué ocurrió en ese castillo cuando ustedes dos se reunieron allí. Los soldados que estaban en el lugar y que sobrevivieron a la supuesta "contraofensiva civil" padecen de un tipo de pérdida de memoria muy extraño y no son capaces de recordar qué ocurrió en ese día clave, cuando un aprendiz de mago murió y el ejército entero de Catalsia se vio obligado a retroceder.
Los ojos pardos de Pales iban de Jessio a Caspión y de Caspión a Jessio, voraces. No se movía un pelo en la sala, y nadie podía adivinar cómo acabaría todo. Cuando la reina retomó la palabra, lo hizo con serenidad y con una voz casi amable:
—A menos que se hayan olvidado de decirme algún detalle.
Jessio y Caspión se miraron, algo confundidos. Pales prosiguió:
—Tal vez la expedición a Bastian haya tenido un objetivo preciso, y estaba prefijado que culminaría justamente en el palacio de gobierno. Una vez satisfecho ese objetivo ya no habría nada más por lo que continuar invadiendo Pillón. Eso lo explicaría todo.
Jessio estaba atónito.
«¿Acaso ella sabe del libro?», se preguntó a sí mismo con suma preocupación. «No, es imposible, no puede saberlo; solo está especulando, tratando de hacernos caer en su trampa», quiso autoconvencerse. Sintió un repentino impulso de arrojarse sobre Pales y disparar contra ella su hechizo más poderoso.
Mientras tanto, la reina seguía esperando que alguno de los dos le respondiera. El resto de los presentes observaban la escena boquiabiertos.
—¿Qué me dices, Caspión? —insistió Pales con calma—. Si el motivo fuera ese, tú te salvarías de esta...
—¡YA BASTA! —estalló el militar, con sus ojos desorbitados y golpeando la mesa con los puños.
Jessio lo observó aterrado. ¿Caspión lo arruinaría todo por no poder controlar un arrebato?
—¡Es imposible que yo sepa los motivos reales de la invasión a Pillón porque fue una orden directa del rey y tuvimos que obedecer sin protestar! ¡Nadie entendía qué estaba ocurriendo! Y la noche en que el rey fue asesinado partí inmediatamente hacia Pillón para ordenar la retirada de las tropas y terminar con esa invasión sin sentido. ¡El responsable final de todo ese conflicto no fue otra persona más que el rey Dolpan!
Tras lanzar aquella terrible acusación Caspión jadeaba sin cesar. Todos los rostros apuntaban hacia Pales, inexpresiva, quien acabó echándose hacia atrás en su asiento para hablar con una voz impersonal:
—Soy consciente de las conductas irracionales de mi padre durante su último tiempo con vida. También estoy al tanto del tipo de órdenes que ha impartido. Sin embargo vuelvo a repetirle, general Caspión, que siendo usted el jefe de inteligencia bélica todo el peso de las acciones militares recae sobre sus espaldas. Si el rey tomó una decisión por completo caprichosa e inexplicable, era su deber detenerlo y hacerlo entrar en razón. Pero no lo hizo. Es por eso que declaro que, a partir de este momento, sea destituido de sus funciones como general, jefe de estrategias bélicas y guardián real, y degradado a soldado raso. Dórothy, prepara una lista de los posibles candidatos a ocupar los puestos ahora vacantes. ¡He dicho! ¡Se levanta la reunión!
Al fin todos pudieron soltar la respiración contenida, y uno a uno los concejales fueron levantándose de sus sillas. Caspión no permitió que los guardias lo escoltaran hasta la salida y abandonó la sala como una flecha. Laroid junto a otros miembros del consejo se acercaron a la reina para felicitarla por la destreza de su discurso y lo ingenioso de sus argumentaciones. En cuanto a Jessio, volvió a caminar hasta su ventana y se quedó con la vista clavada en el tejado de la Academia.
Cuando la sala de reuniones estuvo prácticamente vacía, el arquitecto se le acercó.
—Vamos perdiendo fuerza —dijo en un tono divertido que a Jessio le resultó detestable—. Y la reinita sigue sin tomar en serio el pedido de captura de tu amigo Winger.
—Pues entonces será cuestión de que Winger vuelva a recordarle a Pales qué tan peligroso puede llegar a ser —murmuró Jessio.
Y su cabeza solo pensaba en un conjuro del libro de Maldoror.
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