Capítulo Extra II: Como hojas arrastradas por la corriente


El templo de Ha-Than se recortaba bajo el cielo nocturno de la llanura de Iskabere.

La luna iluminaba las tejas de barro de los edificios aledaños al recinto principal, allí donde el legendario monje Sheetá moraba desde hacía más de tres mil años, abocado a la meditación. En las aldeas cercanas se rumoraba que Sheetá era inmortal. Los aprendices del sabio afirmaban que Sheetá viviría tanto como él mismo lo decidiera, y ni un día más. Voces recelosas rumoraban que Sheetá tenía una misión: custodiar la tumba sin nombre.

Los rayos lunares rebotaban sobre un bloque de metal ubicado detrás del templo. El cubo tenía cinco metros de alto por cinco de lado. Era el sepulcro infame, acerca del cual nadie sabía demasiado. "Es la tumba de un héroe", decían algunos. "Es la tumba de un demonio", decían otros. Difícil cotejar las versiones, pues el cubo no tenía caracteres grabados. Tan solo el óxido que durante tres milenios habría tratado de carcomerlo sin mucho éxito.

Pero el visitante indeseado que acechaba desde la oscuridad no estaba interesado en historias de antaño, ni en monjes que meditaban y custodiaban tumbas anónimas.

Smirro estaba allí para robar el péndulo de la Locura.

El discípulo de Jessio y servidor de Neón llevaba dos años recorriendo el continente de Prama, recolectando información acerca del paradero del canalizador asociado a los ángeles de Zacuón. Las versiones eran múltiples y llenas de contradicciones, igual que las referidas al monje. Hubo ocasionas en que Smirro sospechó que sus dispares interlocutores le ocultaban información, como si fueran miembros de alguna secta secreta que guardaban un tesoro, a pesar de que ni ellos mismos se supieran adeptos de semejante hermandad silenciosa.

Pero Smirro también era silencioso, y sabía callar cuando había que escuchar. El viento era su aliado y le traía susurros que sus oídos captaban. Dos años viajando por un continente poblado de leyendas errantes, y por fin había dado con el paradero de la reliquia perdida.

O al menos, eso esperaba.

Un viejo demacrado y hundido en el alcohol le había contado, en una posada a cien kilómetros de ese lugar, una teoría inusual acerca del contenido de la tumba sin nombre. Smirro empezó a escucharlo con un poco de frustración y bastante desinterés. Más leyendas del continente de las leyendas...

"Es una estupidez pensar que se trata de la tumba de un demonio", dijo el viejo entre el hipo. "Mi propio abuelo me contó la historia verdadera. La tumba pertenece al héroe errante, quien apareció de la nada y acabó con los tres ángeles de Zacuón. Si las personas luego hablaron de un demonio, supongo que fue simplemente porque su fuerza era descomunal..."

A Smirro ya no le interesó el relato a partir de ese punto. Su atención se había quedado pegada a un detalle puntual:

«Los ángeles de Zacuón.»

Tomó al viejo por el cuello y le exigió más detalles.

"¡Juro que así fue! El héroe errante los derrotó. La batalla final fue contra el ángel de la locura, Équinox, y tuvo lugar en las inmediaciones del templo de Ha-Than. Por eso la tumba se encuentra en ese lugar. Los monjes aún guardan la reliquia de Équinox, ahí tienes la prueba. Ellos te dirán que no la tienen, pero solo lo hacen para espantar a los ladrones. Ahora podrías soltarme, amigo, ¿y por qué no me compras una botella de licor de papa por las molestias...?"

Smirro dudó de la veracidad de la historia. Durante su extenso peregrinaje había visitado decenas de templos en honor a Zacuón, y sus adeptos aseguraban que los tres ángeles del dios del tiempo seguían vivos en la actualidad.

Sin embargo, ¿qué otra pista tenía? Smirro se sentía en deuda con su maestro Neón, y los caminos de la búsqueda se le estaban terminando. Arrojado a la suerte, resolvió corroborar por su propia cuenta las palabras del viejo.

Por eso ahora se encontraba espiando el templo de Ha-Than.

Quieto como una lechuza en su escondite, Smirro había aguardado la llegada de la luna para entonces lanzarse en cacería.

—¡A volar!

Las ráfagas lo elevaron con delicadeza. Smirro las manipulaba a voluntad. Así podía desplazarse suavemente y sin necesidad de tocar el suelo. El viento siempre había sido su hermano. Desde la intervención de Neón, también era su siamés.

Sobrevoló los terrenos y los edificios. Una semana llevaba oculto en las inmediaciones, estudiando los movimientos de los monjes. La información recolectada a base de observaciones le había permitido reducir el número de posibles sitios donde hallar la reliquia de Équinox a tres templos menores.

Llegó hasta el primero y aterrizó. Los candados que cerraban la puerta no fueron obstáculo para el ladrón sigiloso. Adentro solo encontró rollos de pergamino.

Su vuelo lo llevó hasta el segundo templo. Este se encontraba custodiado por dos monjes. Protegido por la oscuridad de la noche trazó una intrincada ecuación alquímica con sus dedos:

¡Aliento Robado!

Los guardianes cayeron al suelo con las manos en el cuello mientras el aire escapaba desesperado de sus pulmones. Smirro no se detuvo a comprobar si seguían vivos e ingresó al recinto. Adentro solo había legumbres y vegetales ahumados.

Se dirigió entonces al tercer templo. Esta vez el corazón se le encogió. Si lo que buscaba no estaba allí, habría desperdiciado semanas enteras, y se habría quedado sin pistas.

La entrada al edificio se encontraba sellada con un talismán encantado.

Smirro no se sintió intimidado y disparó sus ráfagas:

¡Aero-Daga!

La cuchilla de aire afilado desgarró el amuleto.

Aquello activó un sistema de defensa.

Líneas de tinta se prolongaron desde el pergamino rasgado hasta los pies de Smirro. Eran como serpientes negras y voraces.

—¡A volar!

El ladrón consiguió reaccionar a tiempo. El viento lo alzó antes de que la trampa apresara sus tobillos. Las alturas le proporcionaron una vista privilegiada del templo. Apuntó hacia abajo. Sus manos realizaron movimientos circulares, como los de un alfarero que trabaja la arcilla, y formó una esfera de viento que dejó caer como una ofrenda.

Los brazos de tinta la atraparon en el aire.

Entonces Smirro activó su conjuro:

¡Detonación Eólica!

La bola de símbolos alquímicos no era otra cosa que una bomba de aire comprimido, que al liberarse desató una explosión silenciosa que barrió con la magia protectora.

El tercer templo estuvo finalmente a su alcance, y nadie lo había notado.

Smirro volvió a tocar el suelo, empujó la puerta y sus pisadas resonaron en un cuarto vacío.

Se trataba de una habitación cuadrada, sin ventanas y sin adornos. La luz de la luna que se colaba por el umbral le mostró que en el centro había un humilde pedestal de madera. Se le arrimó con prudencia y sus ojos contemplaron el objeto de sus anhelos:

—El péndulo de la Locura...

Sus manos ásperas se acercaron a la reliquia y la tomaron con sumo cuidado.

«Llevó un buen tiempo, pero no ha sido tan difícil después de todo», se jactó.

Entonces se dio cuenta que la negrura circundante se había vuelto demasiado espesa.

¿Qué había pasado con la luz de luna?

Su desconcierto se vio interrumpido al percatarse de que no estaba solo.

Un hombre inusual se hallaba de pie justo frente a él, delante del pedestal.

Smirro se quedó paralizado. Jamás había visto a alguien con las características del recién aparecido. Tenía la piel clara y lisa, como si estuviera hecho de porcelana. Su cabeza era calva, y todo su cuerpo resplandecía con colores fríos a pesar de hallarse inmersos en la más absoluta oscuridad. Los ojos del individuo eran completamente negros, y lo miraba con una expresión penetrante.

—¿Quién eres? —lo interrogó Smirro con brusquedad. Sus dedos apresaban con fuerza la reliquia que acababa de conseguir.

—Mi nombre es Équinox —dijo el otro con una voz serena.

El rostro de Smirro se llenó de espanto. El auténtico dueño del péndulo de la Locura se encontraba en la misma habitación que él, a pocos pasos de distancia.

—¿Acaso piensas detenerme?

El ángel negó despacio con la cabeza.

—Lo que ves aquí es solo la manifestación de mi voluntad que atraviesa las épocas —respondió Équinox—. Ya no poseo un cuerpo físico, pues fui derrotado hace mucho tiempo.

—Entonces la historia era cierta —exclamó Smirro—. La tumba de metal pertenece al héroe errante.

Algo remotamente similar a una sonrisa piadosa se dibujó en los labios de Équinox.

—¿La tumba del héroe errante? —inquirió—. ¿Te refieres al cubo que se encuentra cerca de este lugar? Eso no es una tumba. Es una puerta.

Las palabras del ángel estaban resultando demasiado confusas para el enviado de Neón.

Al parecer, Équinox notó su desconcierto, pues siguió hablando.

—Lo que se esconde en el bloque de metal es la entrada a un mundo diferente. Llámalo símbolo. Llámalo diábolo. Solo el futuro traerá la respuesta.

—No lo comprendo —murmuró Smirro, rindiéndose ante los acertijos del ángel de la locura—. Pero si no piensas detenerme, ¿entonces por qué has venido?

—Por simple curiosidad —confesó la aparición—. Me pregunté quién era aquel que estaba poniendo en marcha la rueda del destino. Es un poco decepcionante encontrarme con un simple rufián...

Aquel apelativo fue un insulto para el orgullo de Smirro.

—Si soy tan solo un simple rufián, ¿cómo es que nadie más ha podido apoderarse de tu reliquia en todo este tiempo?

El rostro de porcelana acentuó su sonrisa condescendiente.

—¿Realmente piensas que eres el primero?

El cuerpo de Équinox desapareció y volvió a materializarse detrás de Smirro.

—Los ríos del tiempo son salvajes y caudalosos —le susurró al oído.

Smirró lanzó un zarpazo, pero solo tocó el aire.

—Nadie puede caer en ellos sin ser arrastrado por la corriente —siguió hablando el ángel, esta vez flotando por encima de su interlocutor—. Todos somos simples hojas que van y vienen sin decidir nada. No hay manera de escapar. ¿Es tu conciencia capaz de entender lo que significa la predestinación? ¿Eres tú capaz de aceptar que no eres más que una ilusión?

—No soy una ilusión —repuso Smirro, alzando la guardia y preparando un torbellino en cada mano—. A diferencia de ti, sigo vivo.

—Vivo, muerto, ¿cuál es la diferencia? —preguntó Équinox, cuya manifestación ahora colmaba toda la habitación como una neblina—. Un viviente y un cadáver caen hacia el fondo del abismo con la misma velocidad.

—Yo no. Yo puedo volar.

—Vueles adonde vueles, siempre arrastras una cadena contigo, vulgar ladrón. Cuéntame más, ¿quién es Alrión?

Smirro sintió que un dedo fantasmal le tocaba el centro de su mente. Llevó las manos a las sienes, pero no pudo quitárselo de encima.

—Basta...

—Pero tú no has elegido ser de esta manera... ¿Quién elegiría algo así? Pobre objeto vivo, cayendo al abismo... Discúlpame, ¿has balbuceado algo entre dientes? ¿Has dicho que tienes voluntad? Yo solo veo a un ente corrompido que no sabe hacia dónde va. Quieres alcanzar a tu rival, pero no haces más que seguir sus pasos. Él es quien dicta tu destino. Tú le has dado ese poder. Te has inflado de aire para alcanzar las alturas, pero cada vez estás más abajo. ¿Alguna vez has elegido algo en toda tu vida, rufián? ¿No serás acaso un títere en cuyo libreto está escrita la palabra "envidia"? ¿Qué hay en el hueco de tu existencia? ¿Otro abismo hundiéndose en el abismo? ¿Y quién tira de los hilos de ese otro al que persigues? Alrión... ¿Quién es Alrión? Dímelo, rufián...

—¡BASTA!

Smirro no sabía por qué estaba tan asustado. La voz del ángel reverberaba a su alrededor y adentro de su cabeza. Los ojos de Équinox podían ver a través de su cuerpo y penetrar en los pasillos de su alma. De pronto tuvo la sensación de que enloquecería si no se arrancaba a su adversario de las entrañas.

¡GRAN DESGARRO!

Las manos de Smirro trazaron una violenta ecuación que desató la furia del viento. Parecía querer desmembrar el aire con las uñas, y lo estaba consiguiendo. Las ráfagas aullaron de dolor con cada zarpazo, hasta que las tinieblas fueron disipadas.

De pronto la luz de luna regresó. La habitación volvió a la normalidad.

Sudoroso, Smirro cayó de rodillas al suelo.

«¿Qué ha sido eso?»

No se quedaría en ese sitio a esperar respuestas.

Équinox había desaparecido, y él aprovechó la oportunidad para escapar.

Los vientos lo transportaron lejos del templo de Ha-Than, lejos del país de leyendas indescifrables. Cerca del brazo protector de Neón.

El continente de Prama quedó atrás.

Pero la sensación de haber recibido una herida profunda ya no lo abandonaría jamás.

«Como hojas arrastradas por la corriente...»



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