XXXVII: Batalla en el palacio de Pillón
—¡¿Acaso estás loco?! —le espetó Demián.
—¿Quieres bajar la voz? —se quejó Winger, mirando con discreción hacia el campamento—. Y no, no estoy loco. Eso es lo que te estoy pidiendo que hagas.
Demián también espió hacia el campamento.
—Entonces... ¿sí desconfías de Mikán?
—No, no lo hago —aseguró Winger—. Pero siento que hay algo que quiere decirme y no puede hacerlo.
El aventurero se cruzó de brazos, para nada convencido.
—¿Y qué propones que haga?
—Quiero que te adelantes hasta Bastian. Y de ser posible, que busques algún tipo de ayuda.
—¿Y dejar que ustedes se arriesguen a ser emboscados? Estás loco...
—¡Demián! —exclamó Winger, tratando de no levantar la voz—. Es la única forma de llegar hasta allí sin que nadie sospeche. Si en verdad estamos por ser emboscados, tú te encargarás de socorrernos.
—¿Y qué tal si no llego a tiempo? —objetó el aventurero—. ¿Qué tal si para cuando consiga ingresar al castillo ustedes ya han sido...?
—No va a sucedernos nada, porque yo confío en ti. —El mago lo miró fijamente a los ojos—. Solo espero que tú confíes en mí.
Demián le sostuvo la mirada.
—¿Harás lo que te pido? —insistió Winger una vez más.
—————
Allí estaba Demián, frente a la sala del trono de Bastian, cumpliendo con su palabra. No se hallaba solo: todo el ejército de rebelión de Pillón lo acompañaba.
Echó un rápido vistazo a su alrededor: las tropas de ambos bandos ya combatían en el vestíbulo y en los patios del palacio. La explosión de los cañones, las ballestas disparando y los sables que colisionaban contra los escudos; todo causaba un gran alboroto. Distinguió a Charlotte, quien comandaba a los suyos con determinación, y también a Baki, encargándose de un par de enemigos utilizando la rudeza de sus puños.
—¡Viejo! ¡Les dejo a ustedes la situación aquí! —le exhortó Demián.
—¡Cierra el pico de una vez y encárgate de lo que has venido a hacer! —replicó el corpulento Baki mientras se abría paso a los golpes.
Demián asintió sonriente y volvió a mirar al frente: unos treinta pasos lo separaban de las escalinatas del trono. Calculó el número de personas que había allí; memorizó las posiciones de Winger, Soria, Caspión y los demás.
«Más te vale que esto salga bien», trató de advertirle con el pensamiento a su amigo.
Y echó a correr a lo largo de la alfombra azul.
—¡Caspión! —exclamó Jessio.
—¡Sí! —El militar se lanzó a la carrera.
Los dos con sus espadas en alto se alcanzaron justo en el centro de la cámara. Saltaron sobre el agujero que había sido lecho del libro de Maldoror durante milenios y en pleno vuelo hicieron chocar sus armas. Sin embargo, luego de ese cruce fugaz cada uno siguió su camino. Evidentemente, ambos tenían una meta prefijada.
—¡Destrúyanlo! —Jessio apuntó sin piedad hacia el intruso.
Pero la ofensiva llegaría desde mucho más cerca:
—¡Resplandor!
Winger alzó el brazo y el destello emergió desde la misma gema de Potsol. Su puño derecho se había transformado en una estrella radiante que inundaba el recinto con una hiriente luz blanca. Todos a su alrededor debieron cubrirse o cerrar con fuerza los ojos. Demián ya casi estaba encima de ellos; utilizando su escudo para defenderse del Resplandor avanzaba decidido hacia su objeto.
—¡Mirtel! ¿Qué esperas? —vociferó el hechicero mientras se empeñaba en proteger el libro de Maldoror bajo su capa.
—¡S-sí! ¡Contraluz!
Nada ocurrió. Seguían inmersos en un mar luminoso.
—¿Mirtel? ¿Qué está ocurriendo? —inquirió Jessio.
—¡Es imposible! ¡Su Resplandor es tan poderoso que mi punto de Contraluz no puede absorberlo!
Por unos instantes solo pudo oírse el sonido silbante de la espada de Blásteroy. Y cuando el brillo se extinguió, la escena había cambiado drásticamente: todos los prisioneros habían sido liberados y se preparaban para dar batalla. El herrero bramó vigorosamente y con una fuerte sacudida lanzó por los aires a los cuatro hombres que estaban sobre él; Soria soltó un agudo chillido y comenzó a disparar Pop hacia todos lados. En cuanto a Rupel, ella se quitó de encima a su guardia con una patada trasera ascendente que le propinó en la quijada, para luego iniciar una danza giratoria dentro de un capullo de fuego...
Desconcertado, Jessio apenas llegó a bajar la vista para encontrarse cara a cara con Winger:
—¡Vientos Huracanados!
El ciclón brotó rencoroso desde los puños del aprendiz, pero su oponente no en vano era un mago de renombre. Sin soltar nunca el libro de Maldoror, Jessio estiró su brazo libre y exclamó:
—¡Repulsión Gravitacional!
El escudo energético que se materializó en la mano del hechicero fue capaz de resistir con facilidad la ofensiva de Winger. El maestro divisó la determinación en el rostro de su antiguo discípulo, y luego la incandescencia de la gema de Potsol que tornó aún más salvajes los vientos. Por un instante la lucha se volvió a favor de Winger. Los ojos de Jessio se encendieron en cólera ante tal insolencia, y entonces fue él quien redobló la intensidad de su hechizo.
Winger fue arrastrado hacia atrás y cayó a los pies de Rupel, quien seguía inmersa en su danza ritual. La prisión de fuego que envolvía a su amiga lo fascinó por un instante, pero la inquietante sensación de peligro a sus espaldas lo obligó a voltearse. Jessio sostenía sobre su cabeza una agresiva esfera de luz opaca, tan siniestra como un sol negro.
—¡Astro Nocturno!
El temible hechicero arrojó su magia contra Winger. El aprendiz estaba paralizado; jamás podría detener un conjuro de semejante nivel. Aguardaba la colisión inminente cuando alguien se interpuso:
—¡Agujero Negro!
La grieta dimensional se formó a tiempo para devorar al sol negro. Lleno de desconcierto, Jessio se dirigió a su inesperado opositor:
—¿Mikán...?
De pie delante de Winger, el prodigio miraba desafiante a su maestro.
Mientras la tensión se acumulaba en un extremo de la sala del trono, las puertas permanecía abiertas en el otro, y un grupo de la resistencia estaba a punto de ingresar para sumarse a la contienda.
—¡Nadie más entrará aquí! —bramó Caspión, y dio un gran salto hacia las puertas del recinto—. ¡Fortaleza Blindada!
Clavó su espada negra en el umbral. Los rebeldes levantaron sus ballestas y dispararon, pero la lluvia de proyectiles fue detenida por la muralla de acero que emergió desde el suelo, tan alta que se incrustó en el techo. Caspión sonrió satisfecho: había logrado bloquear la única vía de acceso a la sala del trono. La cámara estaba sellada. El conjuro apenas acababa de completarse cuando el general reconoció los pasos que se acercaban con velocidad hacia él. Logró girar a tiempo para frenar el agresivo golpe de Blásteroy. Las dos espadas reverberaron con furia.
—Otra vez tú... —masculló Caspión, sonriendo con vehemencia.
—¿Me extrañaste? —Demián le devolvió el gesto perspicaz—. Conque no quieres que nadie interfiera, ¿eh?
—¿Estás de acuerdo?
—Por mí, está bien... ¡Pelea!
Los rivales separaron sus armas, estudiaron sus movimientos, y a continuación reanudaron el duelo que había quedado inconcluso en Catalsia.
—¡Papá!
Soria se acercó volando a su padre justo cuando este tomaba por el torso a uno de los soldados y lo arrojaba contra los dos que habían incautado sus martillos. El herrero se apresuró a recuperar sus armas y fue reunirse espalda con espalda con su hija.
—Escucha, Soria, aún quedan unos quince de estos títeres —observó Pery mientras los soldados comenzaban a rodearlos—. Tendremos que encargarnos nosotros de ellos para dejarles el camino libre a los magos. ¿Está bien, hijita?
—¡De acuerdo! —asintió ella, y sin vacilar volvió a lanzarse sobre los hombres de Caspión—: ¡Pop! ¡Pop! ¡Pop!
A muy poca distancia, Jessio contemplaba a su mejor aprendiz con una mezcla de rencor y decepción. Mikán se había interpuesto en su camino, y eso solo podía significar una cosa... Sin embargo, de momento prefería evitar el cruce. Hizo una seña que el prodigio apenas alcanzó a ver.
—¡Navajas-Luna!
Mikán logró hacerse a un lado para esquivar la ofensiva de Mirtel, pero no pudo hacer lo mismo con el movimiento de Rapaz:
—¡Látigo-Cobra!
La cuerda encantada se aferró a su brazo con firmeza y lo obligó a retroceder.
—¡Winger! —exclamó Mikán mientras los dos asesinos lo arrastraban a luchar contra ellos.
De nuevo Jessio y Winger habían quedado frente a frente.
—Es sorprendente que tus Vientos Huracanados me hayan obligado a llevar la Repulsión Gravitacional a tal nivel —admitió el hechicero—. ¿Pero piensas que podrás ganar solo porque cuentas con la gema de Potsol?
Como única respuesta, Winger se puso en guardia.
—Veamos entonces qué haces contra esto.
Jessio cruzó los brazos sobre sus hombros; los símbolos alquímicos envolvieron su cuerpo hasta entretejer un manto que parecía estar hecho con la misma tela que la noche.
—¡Alas Cósmicas!
El ropaje nocturno se expandió hasta formar un domo giratorio alrededor del hechicero. Para protegerse de esa cúpula oscura que no cesaba de crecer, Winger acudió al único de sus hechizos que podía servirle en esa situación:
—¡Crisálida!
Focalizando la técnica defensiva en sus brazos, se preparó para el impacto. Cuando las Alas Cósmicas lo alcanzaron, Winger sintió un súbito estremecimiento; sus manos no tardaron en empezar a arderle con intensidad.
—Algo tan básico jamás podrá detener mi onda de choque —lo desafió Jessio, envuelto en su propio conjuro.
—¡No pienso rendirme! —aseveró Winger en un grito que delataba el dolor soportado.
La gema de Potsol volvió a centellar. Jessio estaba asombrado por la obstinación de aquel muchacho plantado frente a él sin otra defensa más que una simple Crisálida.
—Me pregunto cuánto tiempo podrás soportarlo —murmuró el maestro.
Incrementó aún más la estridencia de su ataque. Winger sentía como la espesa oscuridad de las Alas Cósmicas le aplastaba los huesos. Sus manos cederían de un momento a otro... Fue entonces cuando un brillo incandescente se elevó por encima de él. Se trataba de un ser ardiente, de un ángel incendiario.
—¡Joya del Júbilo!
—¿Rupel...?
La pelirroja estaba flotando frente a Winger. Su cuerpo, envuelto en llamas, relucía como resistente granito rojo; su abundante cabellera parecía hecha de fuego, y sus ojos se habían convertido en dos rubíes enardecidos.
—Puedes soltarlo —dijo ella con la voz de un ser divino.
Deslumbrado, Winger asintió. Y cuando deshizo su Crisálida, Rupel continuó reteniendo las Alas Cósmicas con una sola mano.
—Lo has hecho muy bien —le sonrió ella—. Deja que Cerín se encargue del resto.
Retomando el semblante bélico, hizo tronar su puño contra la cúpula negra, que en el acto se replegó sobre Jessio. El hechicero miró a su nueva oponente lleno de odio. Las Alas Cósmicas se expandieron una vez más, y esta vez formaron un verdadero par de alas que lo elevaron hacia la bóveda. Valiéndose del impulso de sus feroces llamas, Rupel siguió a Jessio hacia las alturas.
Desde el suelo, Winger observó el inicio de la encarnizada batalla aérea entre quienes habían sido sus dos mentores. Las alas de Jessio se estiraban como lanzas hacia Rupel, cuya piel de piedra volcánica era capaz de soportar los embates. Luego ella arrojaba chorros de fuego que él lograba detener volviendo a formar el domo circular. El muchacho admiraba absorto la lucha, cuando un llamado lo espabiló:
—¡Winger!
Se trataba de Mikán. Detrás de él, Rapaz y Mirtel yacían inconscientes. Mientras Demián seguía centrado en su duelo personal contra Caspión, y Soria y su padre se encargaban de los últimos soldados hipnotizados, los condiscípulos intercambiaron una mirada sin decir nada. Ese no era el momento para hablar.
—Tenemos que ayudar a tu amiga. —La frase de Mikán los trajo de regreso al campo de batalla.
—¿Y cómo lo haremos desde aquí abajo? —Winger estiró su cuello hacia la bóveda.
—Debemos observar sus movimientos con atención y esperar.
Winger imitó a Mikán y se detuvo a analizar la situación. Se hallaban justo debajo de los dos poderosos adversarios. Las llamas de Rupel formaban un círculo a su alrededor y se agitaban salvajemente. Las alas de Jessio se sacudían y adquirían diversas formas mientras él sujetaba con recelo el libro de Maldoror. El hechicero solo podía valerse de una mano para combatir, y eso parecía una clara ventaja a favor de la pelirroja. Y sin embargo...
Jessio tomó distancia para preparar una nueva embestida. Colocó los dedos medio e índice en posición vertical sobre el pecho y comenzó a realizar una invocación. En vano Winger intentó descifrar qué conjuro era ese; estaba seguro de que no figuraba en el libro de Waldorf. Sin dejar de susurrar las palabras mágicas, ahora el hechicero empleaba la otra mano, con la que apresaba el libro de Maldoror, para dibujar un círculo en el aire.
—¿Qué es eso? —inquirió Winger.
—¿Acaso será...? —murmuró Mikán, alarmado.
—¡Tienen que detenerlo! —gritó Pericles desde la distancia; estaba ocupado en su lucha contra los últimos cuatro soldados, pero aún así se había percatado de la técnica de Jessio—. ¡No dejen que haga la Corona! ¡Esa chica no tiene oportunidad contra algo así!
—¡Entonces, es cierto! —exclamó el prodigio—. El legendario conjuro de Jessio, la Corona del Rey de los Cielos.
—¿Qué tipo de hechizo es ese? —quiso saber Winger, preocupado por su amiga.
—No conozco a nadie que haya visto la Corona. Por algún motivo, Jessio no ha vuelto a utilizar ese conjuro desde hace más de una década.
—Entonces, ¿qué haremos?
Mientras ellos dos se debatían, la mano derecha del poderoso hechicero no cesaba de trazar una y otra vez el contorno del anillo mágico. De pronto, el círculo adquirió un fulgor blanco, y algo comenzó a arremolinarse sutilmente a su alrededor.
—¿Ves eso? —dijo Mikán, atento a ese último detalle.
—Viento... —murmuró Winger. No llegaba a distinguir los símbolos alquímicos empleados por Jessio, pero era notorio que el aire estaba enrollándose en torno al anillo, aumentando su brillo y su espesor—. Es un conjuro de Riblast...
Por su parte, Rupel no pensaba quedarse de brazos cruzados a esperar el ataque masivo de su enemigo. El fuego que ella misma había iniciado se había vuelto incontrolable y giraba furioso bajo sus pies. Estiró los brazos y con prisa se puso a absorber el incendio a través de la palma de sus manos.
Toda la tensión de la cámara se hallaba concentrada allí arriba, suspendida en el aire, en el punto exacto donde Jessio y Rupel se preparaban para un choque que sería colosal. Abajo, Winger y Mikán se miraron y asintieron en silencio; solo poseían un dato acerca del conjuro secreto, y no pensaban desaprovecharlo.
Rupel acabó de absorber el fuego y sus brazos se convirtieron en dos alas llameantes que comenzó a batir con la delicadeza de un fénix. Al mismo tiempo, el círculo mágico de Jessio alcanzó un fulgor enceguecedor; era la boca de un cañón de aire. Los dos hechizos fueron completados y los rivales dispararon a la vez:
—¡Corona del Rey de los Cielos!
—¡Ave Magnánima de Fuego!
Una asombrosa descarga de energía incandescente emergió desde el círculo mágico de Jessio, mientras que los puños cerrados de Rupel liberaron una terrible llamarada que adquirió la forma de un pájaro incendiario. Desde el suelo, Winger y Mikán también hicieron su apuesta:
—¡Anticiclón!
Todo ocurrió demasiado rápido como para saber si el plan había funcionado. Lo cierto fue que la Corona había seguido su curso y colisionó contra el Ave. La sala del trono, el palacio entero, se sacudió hasta los cimientos. Algunas columnas se derrumbaron y sectores enteros de la bóveda se precipitaron hacia el suelo. En los alrededores, las tropas de ambos países debieron hacer grandes esfuerzos para mantenerse en pie. Y dentro del recinto, el destello fue tan intenso que nadie llegaba a adivinar qué estaba ocurriendo.
Lentamente la situación fue apaciguándose. Los temblores se detuvieron, los sonidos de la explosión cesaron y la luminosidad que había invadido la sala se disipó. Rupel y Jessio al fin bajaron la guardia y regresaron a tierra firme.
El maestro de la Academia echó un vistazo al campo de batalla y comprobó que la situación se había tornado en su contra: Pericles acababa de derribar al último soldado de un impetuoso codazo, y Caspión era el único de sus aliados que aún seguía combatiendo. Resolvió entonces que había llegado el momento de retirarse. Después de todo, tenían aquello que habían ido a buscar. Abrió el libro de Maldoror y buscó el pasaje que ya había logrado descifrar.
—¡Rupel! —Winger se acercó a socorrerla—. ¿Estás bien?
—Sí, no te preocupes —dijo la pelirroja, jadeante y con las manos apoyadas en las rodillas—. Aunque no creo que me quede mucha energía...
Rupel había regresado a su apariencia habitual. Winger notó que su amiga estaba más lastimada de lo que ella admitía; ese último cruce la había dejado muy aturdida. A pesar del efecto anulador de los dos Anticiclones, el hechizo de Jessio había sido más poderoso. ¿Tal era la fuerza del legendario hechicero de Kahani?
Un repentino y estridente sonido los sobresaltó. Era una especie de graznido, sufriente y lastimoso como el de un ave agónica; de una terrible ave agónica. Winger no alcanzaba a imaginar qué clase de animal era capaz de emitir un canto tan espeluznante. Pero lo cierto era que se estaba acercando. Miró a Jessio, quien leía en voz alta las misteriosas letras del libro de Maldoror.
Mikán tomó a su condiscípulo del hombro y señaló hacia lo alto; a través de las grietas del techo se divisaba algo macabro en el cielo: era un gran remolino, un portal que dejaba entrever alguna remota y oscura región del cosmos, y se hallaba justo encima del palacio.
El graznido volvió a hacerse oír, cada vez más próximo. Y no era solo uno. Aves monstruosas se estaban acercando desde el otro lado de ese vórtice. Todos en la sala del trono permanecían quietos, aguardando la llegada.
Fue entonces cuando emergieron tres criaturas oscuras, con alas membranosas y cuerpos tan escuálidos que resaltaban los huesos costales y las vértebras del encorvado espinazo. Difícil era distinguir si se trataba de corceles, de pájaros o de quimeras. Las bestias graznaron una vez más.
—Son becúberos —soltó Rupel con horror—. Demonios de la Cámara Negra.
—¿No se supone que los dioses sellaron la Cámara Negra? —indagó Winger, impresionado.
—Así es, pero ese torbellino del cielo es una de las grietas de las que Gasky nos habló —murmuró Mikán, sin dejar de contemplar con espanto a esos seres prehistóricos—. Esta es la terrible magia del libro de Maldoror...
Los tres engendros ingresaron al recinto a través de los orificios de la bóveda y fueron a posarse junto a Jessio como sus fieles vasallos. El hechicero se apresuró a montar sobre el lomo de uno de los becúberos, y solo tuvo que dar una orden para que este se elevara. Otra de las bestias se encargó de recoger con sus garras a los desfallecidos Mirtel y Rapaz, mientras que la tercera fue en busca de Caspión. El general se quitó de encima a Demián con un empujón y trepó de un salto a la criatura.
La bandada se reunió en lo alto de la cámara. Jessio dirigió una última mirada a Winger, y luego dio otra orden a los becúberos. La comisión enemiga estaba escapando.
—¡Aero-Daga!
Un veloz disparo de viento cortante se elevó hacia las alturas. Cruzó a través del ala del becúbero, hirió la mano del maestro e hizo estallar el libro maldito. Jessio soltó un grito de impotencia, movió sus brazos con desesperación y consiguió retener parte del legado de Maldoror. Como las hojas de un árbol otoñal, el resto se dispersó por el recinto. El hechicero sopesó las páginas que aún retenía, manchadas con su propia sangre, y estimó que solo eran la mitad. Después se limitó a observar con desilusión a la persona que, una vez más, lo había ultrajado: su último gran discípulo, Mikán.
—Has perdido muchas páginas del libro —le espetó Caspión—. ¿Vamos a recuperarlas?
—No por ahora —dijo el hechicero con la voz apagada; aún mantenía una íntima conexión visual con su aprendiz—. ¡Y tú, Mikán, pagarás por tu traición!
Desbordado por la cólera y el resentimiento, Jessio alzó su mano ensangrentada, volvió a pronunciar palabras indescifrables que habían pertenecido a Maldoror, y un rayo negro dio contra el pecho de Mikán.
—¡En marcha!
Los demonios obedecieron la voz del maestro y abandonaron el recinto.
Agarrándose el corazón, el prodigio cayó de rodillas.
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