XXXIII: Carrera Desesperada

El rey Dolpan yacía en el suelo, con la mirada llena de terror y un infinito desconcierto. La herida en la garganta lo estaba asfixiando. Miró a Winger una última vez, como en una súplica secreta que él jamás llegaría a descifrar.

Entonces su corazón se detuvo.

Caspión soltó una risa ligera.

—Gracias, muchachos —dijo afablemente—. Muchas gracias por haberme hecho las cosas tan fáciles.

Y estalló en una poderosa carcajada cínica.

—¡Miserable! —vociferó Demián.

—¡Cómo has podido atacar así a tu propio rey! —le increpó Winger.

—Solo le soy fiel a mis ideales de poder —contestó Caspión, aun conservando la sonrisa—. Y ahora, llegó el momento de acabar con ustedes...

—¡Winger, ve por Rupel!

Sin perder el tiempo, el aventurero se arrojó hacia delante y trabó espadas con Caspión. El sonido del metal chocando contra el metal fue recibido con deleite por el general.

—¡Demián...! —Winger quiso ir en ayuda de su amigo.

—¡Ahora estamos metidos hasta el cuello! —El grito del aventurero detuvo al mago—. Todos pensarán que hemos asesinado al rey. No hay solución para esto. Rescátala y salgamos de este maldito lugar lo antes posible.

La lucha de filos se estaba volviendo en contra de Demián. Winger vaciló una última vez, se dio vuelta y corrió hacia las escaleras.

«Ten cuidado, Demián», rogó mientras iniciaba el descenso por los húmedos escalones de piedra.

El rey ya era una cosa inmóvil. El portón de hierro seguía siendo un obstáculo insalvable para los guardias. Solos en aquella distante torre, Demián y Caspión tomaron distancia, midieron sus movimientos, y se arrojaron a la lucha.

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Media luna brillaba sobre el coche que avanzaba solitario por la carretera que conducía a Pillón. El silencio del camino solo era estorbado por el choque de los cascos de los caballos contra el suelo, y esa monotonía ponía muy ansiosa a Soria. Probablemente, pensó, ya estaban llegando a la frontera.

¿Cómo marcharían las cosas para Winger y Demián? ¿Y si no podían rescatar a Rupel y los esperaban toda la noche en vano? ¿Cómo continuarían sin ellos? Afuera, el señor Grippe silbaba una alegre melodía, intentando con eso disimular sus nervios. ¿Y qué tal si los atrapaban en el cruce fronterizo y los que fallaban eran ellos? Miró a sus acompañantes en busca de consuelo. Su padre estaba sentado frente a ella, muy sereno, con los ojos cerrados y sujetando sus dos mazos con firmeza. A su lado se hallaba Mikán, a quien Soria notó inusualmente preocupado. De pronto, sus ojos se encontraron.

—¿Sucede algo, Soria?

—No, no es nada —mintió ella—. ¿Y a ti?

Mikán tardó en contestar.

—Nada, tampoco.

Algunos minutos después, el vehículo aminoró la marcha. Escucharon voces. Habían llegado al cruce.

—¡Buenas noches, caballeros! —se oyó decir al señor Grippe.

En la caja, Soria y los demás aguardaban sin mover un músculo.

—Este camino está cortado —dijo un guardia con rudeza—. Nadie puede pasar sin un permiso del ejército.

—Oh... Es que, verá... Me han enviado con provisiones para las tropas guarecidas en el poblado de Parson. He salido en un apuro, por lo que olvidaron darme el permiso.

Un silencio incierto se hizo ahí afuera. ¿El soldado realmente se creería eso? Soria apretó la mano de Mikán.

—Supongo que necesitamos con urgencia esos víveres, así que por esta vez puede seguir adelante...

Soria respiró aliviada.

—Solo enséñeme qué lleva en la caja.

Todos ahí adentro se alarmaron al oír eso. Pericles apretó con fuerza sus martillos, y Mikán ya estaba invocando un conjuro, dispuestos ambos a dar pelea. Pero un nuevo guardia llegó entonces:

—¡Oye! ¿Quieres dejarlo en paz? Este hombre es el señor Grippe, una persona de confianza y que siempre nos envía víveres por cuenta propia. ¿Cómo te atreves a tratarlo de esa manera?

—Lo siento, señor... —se disculpó el guardia rudo; al parecer, el otro era su superior—. También le ruego me perdone, señor Grippe.

—¡Oh! No te preocupes, muchacho —exclamó el comerciante, a punto de estallarle el corazón.

Intercambiaron algunas palabras más y luego el señor Grippe se despidió. El coche volvió a ponerse en marcha. En unas horas llegarían a su destino en el bosque Azul y se despedirían de aquel hombre amable que les había brindado su ayuda y había confiado en ellos.

«Por favor, Winger, Demián. Tienen que lograrlo...», suspiró Soria una súplica silenciosa. A ellos solo les restaba esperar.

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Tal vez solo fuese el apremio, pero a Winger le pareció que esas escaleras eran absurdamente largas. ¿Cuán profundas podían estar las mazmorras? Le resultaba difícil calcular cuánto había descendido ya, pero cada vez hacía más frío, el piso se ponía más mohoso y la luz se hacía menos intensa.

Ya no llegaba el sonido metálico del choque de las espadas de Caspión y Demián; lo único que se oía eran los chillidos de alguna rata solitaria, o el goteo de agua recóndita.

—¡Bola de Fuego! —exclamó Winger cuando la oscuridad fue casi absoluta.

Iluminado por el brillo de su hechizo, continuó descendiendo a toda prisa, hasta que por fin las escaleras circulares se volvieron rectas y pudo ver la puerta con barrotes que señalaba la entrada a las mazmorras.

Llegó hasta ella y se sorprendió de hallarla sin llave o cerrojos. Ingresó a un oscuro corredor, muy amplio y tan largo que no alcanzaba a divisar el final. Comenzó a caminar con cautela. Las paredes de los costados estaban formadas por las filas de celdas, todas entreabiertas y sumidas en un mar negro. Aunque seguramente estaban vacías, Winger no pudo evitar sentir que lo observaban desde las sombras.

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Demián lamentó no haber traído su escudo; Caspión era un rival muy hábil que constantemente lo obligaba a defenderse o a retroceder. Ni una sola vez había podido tomar la iniciativa para atacar.

—Tienes agallas, muchacho.

—¡Cierra la boca!

Demián lanzó un corte que su oponente esquivó con facilidad para enseguida regresar a la ofensiva. Otra vez el aventurero se veía obligado a retroceder.

Dio un salto hacia atrás y sus pies rozaron el cuerpo sin vida del rey. Tenía que pensar muy bien su estrategia; sabía que corría con desventaja. Caspión no solo era veloz y diestro en el manejo de la espada, sino que además llevaba puesta esa gruesa armadura negra que le cubría casi todo el cuerpo. Mientras decidía su siguiente movimiento, el general lo esperaba tranquilo y quieto en el centro de la torre.

Echó a correr hacia su enemigo e inició un ataque salvaje de estocadas. Caspión evadió todos los golpes y con un giro sorpresivo se posicionó justo detrás de Demián. El aventurero vio ante sus ojos el opaco filo de la espada negra, seguro de que su final había llegado.

Sin embargo, solo oyó el silbido de la hoja cortando el aire. Luego, un ligero ardor en la mejilla. Caspión le había hecho un rasguño en el pómulo derecho. Sorprendido, Demián volteó y encontró al militar a una distancia prudente, sonriéndole. Entonces comprendió: aquel sujeto estaba jugando con él, así como un tigre se entretiene con un saltamontes, sabiendo que puede dar el zarpazo final cuando se le antoje.

Sin dejar de sonreír, Caspión lo llamó con el dedo, invitándolo a intentarlo una vez más.

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Winger continuó avanzando por la galería subterránea. El sitio parecía estar abandonado desde hacía décadas. ¿Por qué llevarían a Rupel a un lugar así? Sin lugar a dudas, todo aquello tenía la forma de una trampa...

De pronto escuchó un sonido tintineante detrás de él. Se dio vuelta. Nada. Siguió su marcha, pero entonces volvió a oírlo. Ahora estaba seguro que se trataba de un cascabel.

—¡¿Quién anda ahí?!

Una aguda risa lo alcanzó, coronada por el sonido de más cascabeles, y una figura emergió desde la oscuridad de una de las celdas.

—¿Piet...? —musitó Winger con sorpresa.

El arlequín hizo una reverencia exagerada y luego le dedicó una sonrisa maliciosa.

—¡Ohhh...! ¡Pero miren a quién se ha encontrado Piet! —exclamó el arlequín mientras se paseaba por el corredor que le bloqueaba la salida a Winger—. La última vez, tú has sido muy malo con el pobre Piet.

—Y puedo seguir siéndolo —replicó el mago sin vacilar—. Largo de aquí.

—Oh, no, no, no, no, no, no —negó el bufón con la cabeza, haciendo sonar sus cascabeles—. Piet no quiere subir allí arriba ahora mismo, ¡porque no quiere mancharse los zapatos con la sangre azul de su majestad!

El arlequín soltó una risa tan macabra que a Winger le dio escalofríos.

—¿Por qué no te diviertes un poco con los amigos de Piet?

El bufón hizo sonar sus palmas. Un jadeo leve pero constante comenzó a sentirse en el lugar. Sobresaltado, Winger trató de escudriñar las sombras. El sonido jadeante pronto se multiplicó y se volvió más intenso.

¡Eran boozas! Muy semejantes a la babosa gigante contra la que se había enfrentado en el castillo de Ruhi. Las bestias no dejaban de brotar desde las celdas, y en poco tiempo se halló rodeado por ellas.

Piet dio un paso adelante y acarició el lomo pegajoso de una de las babosas.

—Esquiva esto, maguito.

Los boozas liberaron el contenido de sus ampollas y una lluvia de ácido se precipitó hacia Winger

—¡Crisálida!

El hechizo defensivo funcionó para protegerlo del primer disparo de líquido corrosivo. Pero Winger sabía que, si quería salvarse, tenía que atacar.

—¡Remolino de Viento!

Las ráfagas hicieron retroceder a los boozas más cercanos, pero pronto fueron reemplazados por otros. Su número iba en aumento... ¿Cuántas bestias había ya en ese estrecho corredor? ¿Treinta?

Cada vez más acorralado, Winger se preguntaba cómo saldría de esa situación, mientras Piet no cesaba de reír como un loco y los boozas liberaban un nuevo disparo de ácido.

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Caspión se aburrió de aquel simulacro de pelea y pasó a atacar con más violencia. Uno de cada diez cortes alcanzaba a Demián en alguna parte de su cuerpo; por ahora eran solo heridas superficiales, pero comenzaban a sangrar. Para empeorar las cosas, del otro lado del portón trabado ya se oían los golpes de ariete de los guardias.

—Me pregunto cuánto más resistirás —musitó Caspión antes de lanzarse en una nueva embestida.

El ataque fue incisivo, y aunque Demián logró hacerse a un lado, la espada negra le produjo un nuevo corte en el costado derecho. Asestado el golpe, Caspión se echó hacia atrás para darle a su oponente la oportunidad de sentir el dolor; para saborear con él ese dolor.

—¿Ya habrá muerto tu amigo Winger?

—¡Cállate! —masculló el aventurero, sujetándose la herida—. Winger no se dará por vencido.

—Yo no estaría tan seguro. Allí abajo vive toda una manada de boozas, y deben tener mucha hambre...

La revelación de Caspión dejó pasmado a Demián.

—¿Entonces... desde el principio, ustedes...?

—Fue un acierto traer a esa chica hasta este lugar. Sabía que vendrían por ella.

—¿Cómo descubrieron que estábamos en la fiesta?

Caspión rió con vehemencia.

—Sé muchas cosas, pero no es de tu incumbencia enterarte cómo lo hago. Lo importante ahora es que tú y tu amigo no saldrán vivos de aquí.

El general volvió a la carga con un éxtasis frenético, blandiendo su espada una y otra vez sobre Demián.

«No puedo seguir así», se dijo el aventurero mientras trataba de frenar todos los golpes. Aunque se jugara la vida en el intento, debía arriesgarse a terminar con la pelea.

Caspión arrojó un corte descendente. Demián logró frenarlo con la hoja de su espada; tropezó y su defensa quedó baja. La espada negra arremetió con soberbia, y no pudo anticipar el movimiento veloz que el aventurero utilizó para esquivarla. Muy tarde Caspión comprendió que toda la escena había sido premeditada. Había caído en el truco; su cuerpo siguió hacia delante por la inercia y ahora su rival estaba justo detrás de él. El general alcanzó a girar el cuello, solo para ver como la poderosa Blásteroy avanzaba con determinación hacia su frente.

Se escuchó un sonido metálico y Caspión sintió un fuerte golpe. Su yelmo se abrió al medio y un hilo de sangre le recorrió el rostro. Aunque había salido casi ileso, el general miraba a su oponente con una expresión atónita. De no haber llevado puesta su armadura, la espada le habría atravesado el cráneo y ya estaría muerto.

Por su parte, Demián sonreía confiado y le hacía señas con el dedo para que se acercara a intentarlo una vez más.

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Un booza lo atacó desde la derecha.

—¡Remolino de Viento! —exclamó Winger una vez más, cada vez más exhausto.

Aquello no estaba funcionando. Mikán le había dicho que los hechizos de hielo eran lo más efectivo contra esas criaturas. Se reprochó a sí mismo no haber aprendido alguno en ese tiempo. Así jamás acabaría con los interminables boozas.

—¿Te estás divirtiendo? —se mofó Piet mientras acariciaba la cabeza viscosa de uno de los monstruos.

Fastidiado por la actitud del bufón, ahora Winger apuntó contra él:

—¡Remolino de Viento!

El golpe de aire tumbó al arlequín, quien no se esperaba eso. Winger sonrió satisfecho y regresó a su pensamiento anterior. No había aprendido ningún hechizo de hielo, pero Mikán sí le había enseñado algo. Se trataba de un hechizo de viento muy útil para salir de situaciones de apuro, pero que él aún no controlaba a la perfección. Miró en dirección al oscuro pasadizo, bloqueado por los boozas. ¿Sería muy arriesgado utilizar ese truco para despejar el camino? Tenía que intentarlo; no podía seguir perdiendo el tiempo ahí.

—¡Rosa de los Vientos!

Winger contrajo los músculos de su cuerpo y una súbita explosión de aire se propagó en todas las direcciones. El mago quedó algo aturdido por el efecto de su propio hechizo, pero los boozas a su alrededor lo estaban aún más. Miró de nuevo hacia el corredor. Una aguda brecha se había abierto entre sus enemigos. Sin meditarlo dos veces, Winger se cubrió con la capucha y echó a correr. La lluvia de ácido no se hizo esperar. Los disparos pasaban cerca de su cuerpo; era como estar atravesando un vertiginoso túnel hecho de toxinas. Algunas veces las salpicaduras le rozaban la piel, ocasionándole un fuerte ardor. No levantó la vista hasta llegar al fondo de la prisión, y casi se estrella contra la puerta de hierro de la última celda.

«¡Ahí debe estar Rupel!», pensó con seguridad.

Trató de abrirla. Obviamente, no funcionó. Deshacerse de esa puerta maciza no sería tarea fácil...

—Estás acabado.

El arlequín no había tardado en darle alcance. La expresión severa en su colorido rostro era totalmente inusual, y las criaturas se mostraban enfurecidas por la ofensa cometida contra su amo.

Arrinconado, Winger ya no tenía adónde escapar. La próxima lluvia ácida lo fulminaría. Pensó en utilizar el Meteoro, pero emplearlo en un lugar tan estrecho solo ocasionaría más problemas. Incluso era posible que causara un derrumbe. ¿Qué hacer entonces?

De pronto, un booza diminuto que había conseguido colarse entre los demás le arrojó un disparo desde muy cerca. Winger se cubrió con el antebrazo derecho, y un destello rojizo lo alcanzó.

«¡El brazal!»

Por la presión de la situación, había olvidado por completo que contaba con esa ayuda. Sus enemigos se hallaban a escasos metros de distancia. Winger alzó el puño derecho y apuntó hacia el centro del corredor. Comenzó a concentrarse. Los símbolos alquímicos comenzaron a fluir desde su brazo hacia la gema, y desde la gema hacia su mano. El viento comenzó a alborotarse.

«¿Podré hacerlo?»

Nunca había intentado realizar ese conjuro; aún no se consideraba en el nivel necesario para conseguirlo.

«El siguiente nivel de los vientos de Riblast...»

El hecho de haber logrado una Rosa de los Vientos decente le infundió ánimos. Además, la gema de Potsol brillaba con vigor en su brazal. La fuerza de las ráfagas fue incrementándose. Los vientos eran cada vez más salvajes. Incluso Piet se percató de que aquello no sería un simple conjuro como los anteriores.

Winger movió sus brazos hacia arriba y hacia abajo; hacia los costados, formando un círculo. Finalmente, hacia delante. Era una pose de brazos completa. Los remolinos se unieron en un único ciclón y la invocación estuvo lista:

—¡Vientos Huracanados!

Piet y sus mascotas se hallaron de pronto atrapados en una embravecida espiral que los hizo dar vueltas y vueltas en el aire. Winger hizo un enérgico movimiento con sus brazos y el tornado salió despedido hacia la entrada de las mazmorras, arrastrando consigo a sus desprevenidas presas. Los pocos boozas que habían conseguido salvarse huyeron despavoridos hacia la oscuridad de las celdas aledañas, y de un instante al siguiente el corredor quedó vacío.

De pie y solo en el lugar, lo único que Winger atinó a decir fue:

—Guau...

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A partir del golpe de Demián, la situación había cambiado drásticamente en la base de la torre este. Caspión se había puesto furioso y atacaba con demasiada torpeza, de modo que el aventurero podía defenderse con mayor facilidad. Si bien el resultado del combate continuaba siendo incierto, algo le decía a Demián que la suerte estaba de su lado.

—Maldito, te felicito por haberme humillado de esa forma —masculló el general con su orgullo herido—. ¿Cuál es tu nombre?

—Eso no te importa —replicó Demián con una sonrisa desdeñosa.

Caspión le devolvió otra igual.

—Como quieras. Pero aunque seas un buen contrincante, no me vencerás. —Un brillo singular centelló en los ojos del general—. Porque yo puedo hacer esto...

Caspión apuntó a Demián con su espada negra y exclamó:

—¡Fuerza Espiral Azul!

El hechizo giratorio golpeó al muchacho en el pecho con tanta fuerza que lo hizo rebotar contra el muro y caer al suelo. Apenas se estaba poniendo de pie cuando un nuevo disparo vino a su encuentro. Esta vez logró detenerlo con la ayuda de Blásteroy, pero otros dos lo tomaron desprevenido. Logró evadir el primero dando un salto hacia el costado, pero el segundo lo hirió en el hombro.

—Me pregunto cuánto tiempo más resistirás —volvió a decir Caspión.

Había recobrado la ventaja.

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Apresada bajo gruesas cadenas en la celda fría, Rupel apenas podía mantenerse despierta. Derrumbada en el suelo de piedra, no había comido nada en dos días y aún sentía el ardor del Cañón Turquesa en el vientre.

Lo peor de todo era la oscuridad total. Ni un solo rayo de luz era capaz de filtrarse por grieta alguna; menos aún por las inexistentes ventanas. Tal vez lo había soñado, pero creía haber sentido un fuerte estremecimiento no muy lejos de allí. Una mala jugada de su agotada imaginación...

Pero luego oyó una potente detonación y la corroída puerta se abrió con violencia de par en par. Algunas llamas aún persistían en el umbral, donde había una persona con una Bola de Fuego en la mano. Si bien sus fatigados ojos no le permitían ver con nitidez, reconoció esa silueta.

—¿Winger? —murmuró con una voz apagada.

El muchacho se acercó y se arrodilló a su lado. La ayudó a incorporarse mientras la libraba de los grilletes que oprimían sus muñecas.

—Rupel, ¿te encuentras bien?

La pelirroja intentó levantarse, pero estaba muy débil. Winger la contuvo en sus brazos. El contacto humano la reconfortó mucho; posó su mano sobre el hombro de su salvador y hundió el rostro en su pecho.

—Ya todo está bien —susurró él—. No te preocupes, en seguida te sacaremos de aquí.

De pronto, Winger notó que Rupel tenía lágrimas en sus ojos.

—Sabía que vendrías por mí —suspiró ella débilmente—. Sabía que no me abandonarías.

—Oye, fuiste tú quien me salvó en la granja, ¿cómo podría abandonarte? —dijo Winger con calidez—. No sabes lo impotente que me sentí mientras esos sujetos te lastimaban. Y yo sin poder hacer nada...

—Necesitas practicar más, pequeño. —Una leve sonrisa se dibujó en los labios de Rupel.

Winger también sonrió, y la abrazó con más fuerza.

Por un momento, todo fue armonioso en aquel solitario rincón del mundo. Aunque el frío y la noche eran siempre los amos de la prisión, el calor reinó durante un tiempo inconmensurable, como un fragmento de eternidad ardiendo para ellos. Solo para ellos dos.

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Con un sorprendente salto acrobático Demián esquivó la Fuerza Espiral Azul que acabó por estallar contra el muro. Después se arrojó al suelo con un movimiento de rol, evitando ser alcanzado por otros dos disparos. El aventurero debió admitir que se le habían acabado las ideas. No tenía forma de acercarse a Caspión mientras siguiera arrojando esas espirales mágicas; estaba por completo a su merced.

Los golpes de ariete afuera de la torre cada vez impactaban con mayor firmeza. De un momento a otro los soldados ingresarían y adiós al plan de rescate.

«¡Maldición, Winger, date prisa!»

—¡Fuerza Espiral Azul! —volvió a exclamar Caspión, y tres espirales avanzaron hacia el aventurero.

Demián consiguió escapar de la primera, y la segunda pasó rozándole el cuello. La tercera lo golpeó justo en la muñeca izquierda y la espada de Blásteroy acabó escapándose de su mano.

Una mueca de triunfo se dibujó en el pálido rostro del general.

—Hasta aquí has llegado. —Caspión envainó su espada; reunió sus manos a la altura del tórax y un resplandor azulado se formó entre ellas—. Mi mejor hechizo. —Apenas podía contener el cúmulo de energía atroz que se revolvía frente a él—: ¡Cañón Turquesa!

Con resignación, Demián vio acercarse ese tremendo poder. Sin su espada, ya nada podía hacer. Se daba por vencido. Había fracasado y le había fallado a Winger, quien seguramente también sería capturado. Nadie iba a escapar de allí. Y Soria... ¿Qué sería de Soria? ¿Cómo podría ella terminar con la guerra? ¿Se atrevería a dejarla sola, justo ahora que sus peores sospechas parecían estarse confirmando? ¿Se atrevería a dejarla con aquel traidor?

—¡¡¡NO!!!

La voz de Demián surgió hecha un rugido. Se preparó para recibir el impacto del Cañón Turquesa con las manos desnudas.

—¡Idiota, te arrancará los brazos! —le advirtió Caspión.

Pero sus palabras quedaron mudas ante el extraño espectáculo que presenció: Demián había recibido frontalmente el Cañón Turquesa y lo estaba reteniendo entre las manos. El rostro del aventurero revelaba una ferocidad que no era humana.

—¿Qué es esto? —balbuceó el general, quien lo veía y no podía creerlo.

—¡NO LA TENDRÁS! ¡NO TENDRÁS A SORIA!

Caspión habría jurado que, durante un instante, los ojos de su terrible oponente se habían vuelto dorados. Demián profirió un grito salvaje y redirigió el poder del Cañón Turquesa hacia su propio ejecutor. Desconcertado, Caspión no pudo esquivar el impacto que lo arrojó contra el gran portón de hierro.

Cayó de bruces al suelo. El dolor que su propio hechizo le había causado le resultó indescriptible. Otra vez su vida se salvaba gracias a su armadura. Logró apenas incorporarse para contemplar a Demián, quien aún permanecía con los brazos estirados hacia delante.

—¿Qué clase de demonio eres tú? —murmuró Caspión con terror.

Jadeante, agotado, pero de pie, el aventurero estaba tan asombrado como su oponente por lo que acababa de hacer.

En ese momento, una esfera de luz opaca ingresó a la torre por una de las elevadas ventanas y se dirigió hacia el lugar donde yacía el general.

—Lo hemos hallado. Preséntate aquí de inmediato —fue lo único que dijo una lejana voz desde el interior de la esfera.

—¡Demián!

El aventurero volteó y se encontró con Winger, quien al fin estaba de regreso, y traída consigo a su amiga Rupel.

—¿Te encuentras bien? —preguntó el mago, echándole un vistazo al maltrecho campo de batalla.

—Estoy bien —afirmó Demián, recobrando de a poco el aliento—. ¿Qué hay de ella?

—Está muy cansada, pero por fortuna hemos llegado a...

La horrenda carcajada de Caspión cortó el diálogo. El general parecía embriagado en un éxtasis frenético.

—¡Lo hemos encontrado! ¡Hemos hallado el libro, y ustedes morirán aquí!

—¿Te refieres al libro de Maldoror? —indagó Winger.

Pero no obtuvo respuesta. En cambio, Caspión rengueó hasta el portón y apartó el cerrojo que lo mantenía cerrado. Decenas de soldados se precipitaron hacia el interior de la torre.

—¡Han asesinado al rey! —sentenció Caspión, y con el dedo índice señaló a sus enemigos—. ¡Mátenlos!

Acatando las órdenes de su general, los soldados avanzaron.

—¡Hay que subir! —indicó Demián al tiempo que recuperaba su espada.

Los tres regresaron a la escalera de caracol y esta vez se dirigieron hacia las alturas. Ascendían lo más rápido que sus maltratados cuerpos les permitían. Apenas unos metros detrás sentían los pasos de los enfurecidos soldados, quienes no tendrían misericordia con los asesinos de su rey.

—¡Flechas de Fuego!

El hechizo de Winger hizo tropezar a los perseguidores. Eso les daría un poco más de tiempo para llegar... ¿adónde?

—Demián, ¿cómo se supone que escaparemos por arriba? —inquirió Winger con preocupación.

—Simple: volando.

La sonrisa de su amigo lo alarmó aún más. ¿Había perdido la cordura durante la pelea con Caspión?

Llegaron a la cima de la torre y salieron a la noche despejada. Demián los condujo con prisa hasta las almenas. Estaban muy alto... Un caluroso viento trepaba por el muro de piedra y los golpeaba en la cara.

Elevando su brazo hacia el cielo estrellado, Demián hizo sonar la campana de Jaspen.

—Ahora todo depende del pajarraco...

En aquella desesperada situación, Jaspen parecía estar tardando un siglo en llegar. Si bien no se le ocurría ninguna otra ruta de escape más que la aérea, Winger no pudo evitar preguntarse si el guingui soportaría el peso de tres personas.

Los guardias al fin alcanzaron la terraza blandiendo sus lanzas, espadas y ballestas. En ese momento, un gran destelló partió la oscuridad nocturna: con su trino melodioso, Jaspen había arribado. Sin previo aviso, Demián sujetó a Winger y Rupel por la cintura, se precipitó hacia el cielo estrellado y dio un salto de fe. Atrás dejaron el filo de la torre este. El abismo se abrió debajo de ellos.

Jaspen soltó una queja sufriente cuando los tres cayeron encima de él. Se tambaleó, perdió altura, pero logró aguantar la carga. En vano las lanzas y las flechas ardientes intentaron detenerlo, pues el guingui ya estaba volando rumbo a Pillón.



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