XXVIII: Allí donde todo empezó

Volando a la velocidad de los vientos, atravesando prados, aldeas, arroyos y cualquier otro obstáculo que lo separara de su meta en ciudad Doovati, el muchacho que apenas ocho lunas atrás era un humilde campesino ahora se preparaba para afrontar esa misión singular, solo para él, último paso en el aún enigmático plan de Gasky.

—¡Adelante, Jaspen! —alentaba Winger a su compañero, que trinando con fuerza volvía a acelerar.

Habían viajado durante todo el día, casi sin detenerse. El joven aprendiz de  mago seguía tan entusiasmado como lo había estado esa mañana al despedirse de los demás, al echar el último vistazo a la casa que les había servido de guarida y hogar durante tres semanas, sintiendo que la extrañaría y preguntándose si alguna vez volvería a verla.

Ahora se hallaban muy lejos de allí; en cualquier momento entrarían en las tierras gobernadas por el rey Dolpan de la casa de Kyara, soberano de Catalsia. No pudo evitar sentir compasión por ese hombre, engañado por su propia hija. Le costaba creer que la princesa Pales fuese capaz de hacer algo tan siniestro como controlar la voluntad de su padre sin otro fin que el de obtener un libro de conjuros malditos. Por otro lado, tampoco podía decirse que estuvieran lidiando con la típica princesita dulce y delicada.

—No, más bien, un zorro astuto —se dijo con una mueca de ironía.

El paisaje se había vuelto de un dorado intenso, como si la tierra ardiera en oro. El sol no tardaría en hundirse en el oeste, pero en ese preciso instante estaba justo enfrente de ellos, recordándoles hacia dónde tenían que volar.

El guardián del día al fin partió; las estrellas entonces fueron apareciendo una a una. El firmamento entero parecía estar más cerca desde allí arriba. ¿Podría Soria alcanzar la luna montada sobre Jaspen?

—Mejor que ni se le ocurra...

Estaba por proponerle al ave tomarse un último descanso, cuando divisó luces en la lejanía.

—¡Allí está, Jaspen! ¡Es ciudad Doovati! —exclamó emocionado mientras el guingui comenzaba a descender.

«Ahora comienza la parte difícil», se dijo con mayor seriedad.

Ágil como de costumbre, Jaspen sobrevoló las inmediaciones de la ciudad, dando algunas vueltas en círculo para inspeccionar la zona. Winger avistó las ruinas de la Academia, un sector ahora cercado y cerrado al público. Sintió una nueva oleada de culpa. Poco después, reconoció el área donde se ubicaba su antiguo hospedaje. Por fortuna para él, no era un distrito céntrico y las silenciosas calles se encontraban vacías a aquellas horas.

Jaspen aterrizó con suavidad en un discreto callejón.

—No te preocupes —le dijo Winger, ya con los pies en el suelo—. Si todo sale bien, estaré de regreso en algunos minutos.

El guingui trinó levemente, dándole a entender que no se movería de su escondite. Protegido bajo la capucha de su capa roja, Winger abandonó el callejón y caminó con prisa hacia la pensión.

Durante el largo viaje aéreo había tenido tiempo para pensar en cómo entrar al hospedaje sin que nadie se percatara de su presencia. En el peor de los casos, podía utilizar algún conjuro para aturdir al somnoliento encargado de la noche, pero esperaba no tener que hacerlo.

Llegó hasta la entrada del lugar e ingresó con cautela. No se percató de la discreta figura que se ocultaba tras un árbol cercano...

Una vez en recepción, respiró aliviado al encontrar al dueño del lugar (el mismo que lo había registrado el día de su llegada a esa ciudad) dormido sobre el mostrador. Caminando en puntas de pie, Winger pasó por delante de él y subió las escaleras en dirección a las habitaciones. Las cosas continuaban siéndole por de más sencillas, pues la puerta ni siquiera estaba cerrada con llave. Miró hacia ambos lados del pasillo y entró.

Ahí estaba, sumergido en la penumbra, en el dormitorio que había sido su vivienda por cuatro meses. En realidad, no extrañaba demasiado aquel espacio diminuto. Sin perder tiempo se acercó a la mesa de luz, puso su mano sobre el cajón y un interrogante lo retuvo: ¿Estaría ahí todavía su libro de Waldorf? Rogó por que así fuera.

Tragó saliva, abrió el cajón, y adentro...

Nada.

Muy decepcionado y con una preocupación creciente, Winger comenzó a preguntarse qué haría a continuación.

Fue entonces cuando una silueta se dibujó en el umbral.

—Vaya, vaya, vaya... Miren a quién tenemos aquí...

Winger se quedó paralizado mientras aquella persona chasqueaba la lengua en señal de desaprobación. Tardó unos segundos en darse cuenta que conocía esa voz. Despacio, se dio vuelta. Nada podría haberlo afectado más que los bellos ojos almendrados con los que se encontró.

—¡¡Rupel!!

Pero la pelirroja no respondió a su asombro. Continuaba observándolo, silenciosa y con expresión severa. Al parecer, estaba enfadada con él. Y por fin estalló en un torbellino de reclamos:

—¿Me puedes explicar dónde has estado todo este tiempo? ¿Cómo has podido marcharte sin siquiera avisarme? ¿Sabes lo preocupada que me tenías? Casi muero de la angustia al enterarme de lo que te había sucedido. ¿Tú, un criminal? ¡Ja! Pequeño, soy consciente de tu torpeza con algunos hechizos, y entendería que se haya tratado de un accidente, ¡pero jamás pensaría que lo hiciste a propósito! ¡A mí podrías haberme dicho qué fue lo que realmente sucedió y yo te hubiese creído! ¡Pero no! ¡Él se fue...! ¿De qué te estás riendo?

Winger no le estaba prestando atención en absoluto. Simplemente estaba feliz.

—Me da mucho gusto verte, Rupel —dijo con tono afectuoso.

Rupel frenó su lluvia de reproches al oír eso.

—Digamos que a mí también —musitó ella, aún con actitud distante, pero obsequiándole una sonrisa.

—¿Cómo sabías que vendría a este lugar?

—Ahora vivo aquí. —Algo incómoda, la pelirroja desvió la mirada—. No en este cuarto, claro, sino en el de al lado. No es que estuviera esperando que regresaras, ni nada por el estilo. Me pareció un sitio bonito, además es barato y...

—¿Estabas esperando que yo regresara? —la interrumpió Winger, admirado.

—¡Te dije que no es eso! —protestó la muchacha—. Bueno, tal vez un poco...

Winger no podía dejar de sonreír, y solo espabiló cuando ella le mostró el objeto que tenía en la mano.

—¿Buscabas esto?

—¡Mi libro! —exclamó al ver el grueso volumen que Rupel sostenía en alto.

Ella se lo dio y él fue directo a la última página. Ahí estaba el mapa con esa única referencia...

—"Potsol" —murmuró Rupel, colocando su dedo índice sobre la palabra escrita por Gasky—. Es evidente que este libro es importante.

Winger la miró con curiosidad.

—Debo informarte que algunas personas han estado hurgando entre tus cosas. Eso fue dos días después del incendio. Supongo que era esto lo que andaban buscando.

—¿Y tú ya lo habías tomado?

—Era el único objeto personal que había en este cuarto. Lo estaba guardando para devolvértelo algún día. Ah, eso y el dinero. Por cierto, te debo un par de monedas de oro... ¡Pero aún no me has dicho qué está sucediendo! —gruñó ella, cerrándole el libro en las narices.

—Es una historia bastante larga —se excusó Winger. En realidad, llevaba prisa. Vaciló bastante antes de atreverse a hacerle una propuesta—: Rupel, ¿querrías acompañarme a un sitio?

—¡Claro! No te librarás tan fácilmente de mí esta vez. —La muchacha le hizo un guiño—. Espero que no sea alguna propuesta indecente.

—¡No empieces con eso! —rió Winger; ya casi extrañaba los comentarios provocativos de Rupel—. Tenemos que irnos, te explicaré en el camino.

Rupel fue hasta el cuarto contiguo, tomó algunas de sus pertenencias y luego bajaron a recepción. El dueño del hospedaje ya estaba despierto. La pelirroja lo saludó muy amablemente mientras tomaba a Winger del brazo y lo cubría con la capucha. Una vez en la calle, los dos se apresuraron hacia el callejón.

El muchacho habría jurado escuchar el sonido de un cascabel.

—————

—¡¡Vamos, Jaspen!! —exclamaba Rupel, extasiada por el vertiginoso vuelo del guingui—. ¡Winger, esto es fantástico!

El muchacho había tratado repetidas veces de hacerle entender que tenían que pasar desapercibidos, pero ya se había dado por vencido y la dejaba vociferar y expresarse con libertad. Le reconfortaba tener a Rupel a su lado en aquel regreso a los campos del sur. ¿En qué estado se encontraría la granja de sus tíos?

Cuando la pelirroja al fin se apaciguó, pudo contarle todo lo que había sucedido. Le habló acerca de lo acontecido el día del incendio; de los extraños personajes con máscaras porcinas que lo habían estado acechando; de su nueva vida en Dédam con Soria y tío Pery; de la llegada del aventurero y amigo, Demián; del viaje a la mansión de Gasky y los distintos trabajos que les había encomendado; de las habilidades de Mikán, de los trucos de Ruhi y del misterioso conde Milau. Y por último, del motivo por el cual estaban dirigiéndose en ese momento hacia su vieja granja. Rodeándolo cálidamente con sus brazos, Rupel le hizo saber que, de alguna manera, ella había estado junto a él todo ese tiempo.

Tras algunas horas de viaje, Winger al fin avistó, en medio de campos abandonados, una estructura renegrida, venida abajo, de piedra y madera quemada. Eran los restos de su antigua casa, la misma en la que había crecido y que ahora ya no estaba. Contempló la opaca imagen con melancolía mientras Jaspen aterrizaba en una arboleda cercana.

—Será mejor que esperes aquí —le sugirió, acariciando su penacho—. Supongo que debes estar exhausto, trata de descansar un poco.

Winger y Rupel comenzaron a andar hacia la casa. Cruzaron la tranquera y caminaron por el sendero que conducía a lo que, en otros tiempos, había sido la puerta de entrada de la vivienda.

Y allí estaba. Tal cual él la había dejado. Por fin había vuelto.

Se detuvo en seco cuando llegó al frente derrumbado, paseando la mirada por todos los objetos familiares, permitiendo a los recuerdos invadir un poco su alma. Las herramientas de tío Víctor, los jazmines de tía Bell, que aún sobrevivían... El roble junto a la casa...

«El roble...»

Soltó un profundo suspiro.

—¿Estás bien? —le preguntó Rupel.

Winger aún miraba hacia el sitio donde echaba raíces el árbol robusto.

—No es nada —mintió—. Vamos.

Fueron hasta lo que quedaba de la puerta de entrada. Los ratones iban y venían por todas partes; habían hecho huecos en la madera y ahora tenían allí sus propias moradas.

—Qué sitio triste, horrible... —murmuró Winger.

Pero tenía algo por hacer. Desde aquel sitio, parado en el umbral de la puerta, abrió el libro de Waldorf en la última página y junto a Rupel comenzó a seguir el recorrido trazado en el mapa. Quién hubiese imaginado que ese sendero de líneas intermitentes en tinta negra era el de su propia granja, se dijo, no sin un poco de ansiosa expectativa.

Mientras avanzaban, paso a paso, siempre con la guía dibujada por Gasky en alto, Winger continuaba paseando la mirada. Esa roca. Aquel arbusto. Todo, cualquier cosa, hablaba de su pasado, de tiempos que ahora ya no existían y que jamás volverían. Trató de no pensar más en ello y concentrarse en la búsqueda de la gema.

—Tu amigo Gasky podría haber sido un poco más preciso —comentó Rupel—. Estamos dando vueltas desde hace un buen rato.

—De eso se trata —replicó Winger, revisando de nuevo el mapa—. No debe ser algo sencillo de encontrar.

Siguieron caminando, internándose en el terreno donde él y sus tíos solían cosechar maíz.

—¿Dices que este tipo, Gasky, es muy anciano? Tal vez se equivocó de mapa... o de granja.

—Ya estamos muy cerca, ¿quieres dejar de quejarte? —protestó Winger—. Ya te pareces a Demián.

—Guau, muero de ganas por conocer a mi alma gemela —exclamó Rupel con sorna.

—Ya verás que tanto él como Soria y Mikán te caerán bien. Además... —Algo cortó sus pasos.

—¿Además, qué?

—Llegamos.

Winger y Rupel bajaron la vista hacia el suelo fértil.

—¡Mira lo que te traje! —Ella le enseñó una pala como si fuera un obsequio—. La recogí mientras tú estabas observándolo todo.

—Bien pensado. Pero solo es una...

—Oye, pequeño, yo soy tu acompañante, no pensarás hacerme cavar a mí, ¿verdad?

—Dijiste que no me dirías más esos apodos. —Winger tomó la herramienta de mala gana y comenzó a cavar.

—No te quejes, te iluminaré. —Risueña, Rupel encendió una Bola de Fuego.

 Estaban parados en un sitio cualquiera. Si alguien hubiera intentado encontrar la gema por sus propios medios, habría tardado una eternidad en dar con ese punto preciso. Gasky en verdad había elegido un buen escondite, pensó Winger mientras seguía con la excavación.

Tardó casi una hora en hacer un gran pozo. Cuando ya había alcanzado el metro y medio de profundidad, la pala dio con algo duro que produjo un sonido metálico.

Intercambiaron miradas.

Winger utilizó sus manos para desenterrar lo que resultó ser un cofre de tamaño mediano. Con la ayuda de Rupel lo sacó a la superficie.

—Tiene un candado... —murmuró Winger, revisando la cerradura—. ¿Cómo se supone que vamos...?

La pelirroja ya había hecho volar el cerrojo con un fuerte golpe de pala.

—A veces tienes que ser un poco más práctico, Winger. —Con la herramienta sobre el hombro, Rupel le indicó con un ademán que abriera de una buena vez el cofre.

Winger hizo ceder la tapa chirriante y se encontró con una caja pequeña, negra y lisa, sin ningún grabado. La abrió. Adentro había una gema roja como un rubí, apenas más grande que una nuez. La piedra resplandecía con intensidad bajo la luz de la Bola de Fuego.

—Es preciosa —murmuró Rupel, maravillada.

La gema irradiaba una fuerza intangible, produciéndoles una sensación que no entraba en palabras. Algo en esa simple joya delataba a simple vista que no se trataba de un objeto de origen natural o humano, sino de un instrumento de carácter divino. Permanecieron observándola en silencio durante algunos segundos, y luego sonrieron con satisfacción.

—Volvamos con Jaspen —propuso entonces Winger.

Comenzaron a caminar hacia la tranquera. Ya estaban a medio trayecto cuando Winger frenó la marcha. Había algo que, él sabía, tenía que hacer.

—¿Podemos ir antes a otro sitio?

Rupel lo miraba con ojos inquisitivos mientras se acercaban al roble que había junto a la casa. La pelirroja notó que Winger tenía los puños apretados. Entonces, justo cuando ella misma estaba llegando a la conclusión acertada, las vio: al pie del árbol había dos rocas blancas con inscripciones talladas.

—Winger, estas son...

—Así es —asintió él—. Son sus tumbas.

El muchacho las contemplaba taciturno, ensimismado.

—¿Tú mismo las hiciste?

—Sí —volvió a afirmar—. Pero no me preguntes cómo, porque no lo recuerdo. Y tampoco quiero hacerlo. —Esbozó una tímida sonrisa que enseguida se esfumó.

Rupel notó que aún apretaba el puño con fuerza. Le tomó la mano. Eso tranquilizó bastante a Winger.

—Sabes, en estas últimas semanas me he estado planteando varias cosas en relación a mis tíos. Cosas que en su momento, aunque deberían haberme llamado la atención, pasaron completamente inadvertidas para mí. Por qué tanto aislamiento, por qué tanta resistencia por parte de mi tío a que yo aprendiese a usar magia. Por qué ellos nunca hablaban de mis padres...

Como la noche solo tenía media luna, las estrellas se encargaban de alumbrar a los dos jóvenes que guardaban un silencio respetuoso en ese solitario paraje.

—Winger... —dijo Rupel después de un rato—. Nunca me has dicho los nombres de tus padres. Al menos, ¿los sabes?

—Tía Bell me ha dicho que se llamaban Kudén y Larange... —El muchacho notó entonces una expresión de sorpresa en su compañera al oír esos nombres—. ¿Sucede algo?

—No es nada, no te preocupes —la pelirroja le restó importancia al asunto—. Pero es curioso. Esos son los nombres de los personajes de una novela de amor: "El destello junto al río".

Por algún motivo que Rupel no llegó a comprender, sus palabras habían atravesado a Winger como una saeta, y lo habían dejado pasmado.

—No puede ser... —atinó a decir él con una extraña inquietud en los ojos.

—No es para que lo tomes así, debe ser solo una coincidencia —trató ella de tranquilizarlo.

—Esa era la novela favorita de mi tía.

Rupel entonces supo lo que Winger estaba pensando:

—¿Acaso crees que ella...?

—Lo inventó —azorado, Winger asintió.

Su corazón ahora albergaba más duda y confusión que antes.

Y una carcajada despectiva estalló.

—Qué imagen tan conmovedora —dijo una voz grave que parecía llegar desde la frondosa copa del roble—. Increíble que un asesino como tú tenga esos sentimientos.

Otras dos risas respondieron al comentario. Winger buscó a sus dueños con la vista, pero estaban ocultos entre las sombras de la casa.

—¿Quién rayos eres? —se dirigió desafiante al sujeto del roble.

—¿Crees que estás en posición de hacer preguntas? —contestó este, y las otras dos risas volvieron a escucharse.

Cansada de tanta humillación, Rupel levantó una mano y arrojó un disparo de fuego hacia el cielo. La zona entera fue iluminada, y los tres sujetos se estremecieron; seguramente no esperaban algo así.

—¿Podrían al menos dar la cara, por favor? —les pidió la pelirroja con una dulce sonrisa.

Riendo complacientemente, el primero bajó del árbol de un salto. Al principio, Winger pensó que se trataba de un demonio. Pero entonces reconoció a ese hombre envuelto en una gruesa armadura negra, con la tez pálida y ojos fríos que lo miraban con crueldad.

—¡Tú eres el guardián del rey Dolpan!

—General Caspión, a sus órdenes —se presentó con una leve reverencia y una sonrisa cínica—. Cara de Gato, Cara de Topo, saluden a nuestros amigos.

Los otros dos obedecieron y también se hicieron visibles: eran los asaltantes enmascarados que habían atacado a Winger durante su primera noche en ciudad Doovati.

—Han venido por la gema... —comprendió, más indignado que sorprendido.

—Qué acertada conclusión —comentó Caspión; se acercó unos pasos hacia ellos y extendiendo una mano—. ¿Me la das, por favor?

—Tú también... —masculló Winger—. ¡Tú también formas parte del complot contra el rey!

—Creo haberte dicho que no estás en posición de hacer preguntas —respondió Caspión con aspereza.

—Eso no fue una pregunta sino una afirmación, imbécil —le espetó Rupel con los ojos encendidos, al tiempo que un resplandor rojizo aparecía en sus puños—. No des ni un paso más.

Caspión profirió una risa despectiva.

—¿Y qué piensas hacer, hermosa? Debo informarte que estás del lado de un peligroso prófugo. Eso también te hace merecedora de un severo castigo. —El general desenvainó una espada tan negra como su armadura y los apuntó amenazadoramente—. Quedan los dos detenidos.

Pero antes de que él pudiese hacer nada, Rupel pasó a la acción:

—¡Lengua de Fuego!

Un ardiente cilindro de llamas salió disparado desde los puños de la pelirroja. Caspión consiguió cubrirse a tiempo utilizando su arma como escudo, pero la fuerza del impacto lo hizo retroceder.

De inmediato sus dos subordinados se lanzaron al ataque. Se acercaban a Rupel con rapidez desde la retaguardia, cuando un golpe certero los alcanzó:

—¡Remolino de Viento!

Los enmascarados cayeron al suelo, asombrados por la destreza que había adquirido el joven de la capa roja desde su último encuentro.

—¡Ondas Nocturnas!

Sin perder el tiempo, Caspión alzó su espada y liberó olas hechas de espesa oscuridad. La frecuencia de energía vibrante se expandió rápidamente en todas las direcciones.

¡Muro de Fuego!

Rupel consiguió erigir una portentosa barrera llameante frente a ella. Las ondas de Caspión fueron contenidas, pero continuaban fluyendo como un oleaje interminable.

—Qué fuerza... —murmuró la pelirroja, admirada por la tenacidad de las Ondas Nocturnas de Caspión.

Mientras se esforzaba para mantener su muralla erguida, espió hacia atrás: Winger mantenía la guardia en alto, atento a los dos enmascarados, que volvían a ponerse de pie. A pesar del coraje de su amigo, comprendió que era necesario un cambio de estrategia.

—Escucha, Winger. Tengo un plan, pero necesitaré tu ayuda, ¿de acuerdo?

—De acuerdo... —asintió él sin adivinar sus intenciones.

Rupel entonces deshizo su hechizo, estiró los brazos hacia arriba y exclamó:

—¡Lluvia de Fuegorriones!

Una parva de aves de fuego fue liberada desde las manos de la pelirroja.

—¡Ahora, corre!

Rupel tomó a Winger del brazo y echaron a andar en dirección a la casa al tiempo que la bandada llameante arremetía contra los enemigos.

Caspión siguió con la vista a los fugitivos; antes de ir por ellos tenía que encargarse de esos pájaros molestos.

—No se muevan —ordenó a sus subordinados, quienes se sacudían nerviosos tratando de alejar a los Fuegorriones.

Apuntó con su espada hacia el pájaro más cercano y dijo:

—¡Fuerza Espiral Azul!

El hechizo giratorio se materializó en la punta del arma del general y salió disparado con precisión. El ave de fuego estalló en una voluta humeante cuando la energía arremolinada la alcanzó. Siempre utilizando su espada como canalizador, Caspión disparó la Fuerza Espiral Azul repetidas veces, y uno a uno los Fuegorriones fueron eliminados. Tras la extinción del último, el hombre de la armadura negra miró hacia las ruinas derrumbadas de la granja y en su rostro se dibujó un gesto de placer: era hora de perseguir a sus presas.

Entre tanto, Rupel había conducido a su desorientado compañero hasta el laberinto de paredes venidas abajo y madera carbonizada. Winger reconoció en el acto la habitación donde habían tomado refugio: ocho meses atrás, esta había sido la cocina de su casa. Rupel lo trajo de vuelta a la realidad sacudiéndole el hombro.

—Winger, dame la gema.

Él la miró sin comprender.

—¿Para qué la quieres?

—Solo dámela, ¿sí? —insistió ella con impaciencia, mirando hacia el exterior a través de un orificio—. Vamos, no tardarán en venir por nosotros. Prometo que no le pasará nada —agregó ante las vacilaciones de su compañero.

—De acuerdo.

Winger sacó la joya de su lecho en la caja negra. La pelirroja puso su mano sobre la gema de Potsol, transfiriéndole un brillo rojizo.

—Rupel, eso es... —Winger creyó reconocer los sutiles símbolos alquímicos que impregnaron la reliquia.

—Así es —asintió la pelirroja con confianza—. Ahora quiero que tú hagas lo mismo.

Caspión y sus secuaces ya estaban frente a la derruida casa campestre.

—Vigilen las vías de escape —ordenó el general.

—¿Acaso les queda alguna? —murmuró Cara de Topo con satisfacción.

Acompañados por la risa estilizada de Cara de Gato, los tres hombres ingresaron.

Con el oído afinado, Caspión procuraba detectar hasta el murmullo de los roedores, siempre abriéndose paso entre los escombros con su espada. Podía percibir a sus subordinados hurgando en habitaciones cercanas, pero aún no había rastro de los dos jóvenes.

De pronto, ocurrió algo que no habían anticipado:

¡Pantalla de Humo! —oyeron decir a la voz de Rupel.

Y todo el lugar quedó inundado por una espesa capa de hollín y cenizas.

—¡No los dejen escapar! —bramó el general, buscando a tientas alguna salida.

Pero Winger y Rupel ya habían conseguido regresar al exterior.

—¡Cuando te dé la señal! —le recordó ella mientras rodeaban la casa corriendo en direcciones opuestas.

Cuando estuvieron suficientemente alejados, Rupel tomó la gema de Potsol y la aventó con todas sus fuerzas hacia un tercer punto.

Habían triangulado la zona.

—¡Ahora, Winger!

Colocando sus manos en el suelo, ambos exclamaron a la vez:

—¡Triángulo de Fuego!

La trampa había sido activada.

Winger retrocedió un par de pasos, azorado ante los muros monumentales que habían alzado. Nunca los había visto arder así: el incendio triangular era enorme, abarcando todo el perímetro de la casa. Las habilidades de Rupel seguramente influían en el mejoramiento del conjuro, pero era evidente que la gema de Potsol había cumplido allí un rol central...

La pelirroja fue a reunirse con su amigo y le entregó la gema. Winger pudo sentir el calor intenso que aún irradiaba, y con prisa volvió a colocarla en la caja. Notó entonces que Rupel había comenzado a realizar una danza.

—Es una técnica que incrementará mis habilidades —explicó ella sin dejar de menearse—. Pero necesita un tiempo de preparación...

Winger contemplaba el enérgico movimiento de piernas la pelirroja, pateando el suelo repetidamente mientras sus brazos trazaban delicadas figuras en el aire. Casi podía oírse el sonido de arcaicos tambores acompañando la danza ritual.

Las tres paredes de fuego iluminaban intensamente la zona. Confinado en su interior, Caspión las observaba con una mezcla de estupor y rencor. No pensaba quedarse de brazos cruzados a esperar que el hechizo se disolviera. Pero cualquier intento de atravesar esas llamas sería un acto suicida. Solo había una cosa por hacer.

—¡Cara de Gato, Cara de Topo! —Caspión llamó a sus subordinados y se reunió con ellos en una diminuta plataforma, único resto de lo que había sido la planta superior de la casa; aquella posición les daba una buena visión de toda la periferia—. Acabemos con esta trampa.

No hizo falta aclarar qué hechizo emplearían. Los secuaces se ubicaron de espaldas entre sí; cada uno miraba hacia uno de los vértices del triángulo.

—¡Presión a Chorro!

Los tres disparos alcanzaron al mismo tiempo las esquinas del Triángulo de Fuego.

Con incredulidad Winger presenció el fin de las murallas ardientes. No tenía idea de que fuese posible anular el Triángulo de Fuego empleando una estrategia como esa.

—¡Rayos! —masculló Rupel; la jugada de Caspión también la había tomado por sorpresa—. Winger, necesito que los distraigas un poco más. Solo veinte segundos...

La danza había ido acelerándose al ritmo de los tambores invisibles. Mientras el polvo a sus pies se sacudía salvaje, Rupel cerró los ojos y comenzó a mover sus brazos con delicadeza hacia arriba, iniciando la última fase del ritual.

—Está bien, lo haré —aseveró Winger.

Se colocó delante de su amiga, dispuesto a conseguirle aquel preciado tiempo.

Entonces Caspión dio la orden con su espada y sus dos subordinados se lanzaron al ataque. Los enmascarados se movían con rapidez hacia Winger mientras él decidía cuál sería su próximo, crucial, movimiento.

—¡Remolino de Viento!

La ráfaga se expandió hacia los lados, intentando abarcar la mayor área posible.

—¡Cortina de Hierro!

—¡Escudo de Luz!

La estrategia resultó: el viento enardecido obligó a los atacantes a frenar la carrera y ampararse detrás de hechizos defensivos. Winger los tenía atrincherados. Mientras no cesara de disparar su Remolino de Viento, ellos no podrían llegar hasta Rupel.

O eso había creído.

Los ojos del aprendiz apenas alcanzaron a ver el relámpago escarlata que arremetió desde la plataforma donde Caspión aún se hallaba de pie. Un delgado haz de luz roja le tocó el hombro izquierdo. Winger sintió el ardor atravesándole la carne como una aguja incandescente.

«La Línea Roja...», recordó haber leído acerca de ese hechizo en el libro de Waldorf, al tiempo que perdía el control sobre su Remolino de Viento.

Cara de Topo y Cara de Gato abandonaron sus escondites y volvieron a avanzar.  Estaban casi encima de él. Desesperado y con el hombro herido, Winger hizo su apuesta final:

—¡Rupel, cierra los ojos! ¡Resplandor!

El poderoso destello pudo más que la oscuridad de la noche. Por un instante, todo alrededor fue enceguecedora luz blanca.

Lo que siguió a continuación, Winger tuvo la impresión de ya haberlo vivido...

—¡Contraluz! —vociferó Cara de Gato.

Y así como el Resplandor había devorado la oscuridad circundante, el minúsculo punto negro se tragó toda la luz. La noche estrellada de nuevo regresó, y Winger súbitamente se encontró frente a la espantosa máscara de topo.

—¡Puño de Hierro!

La mano de Cara de Topo se había transformado en un macizo bulto metálico que golpeó a Winger en el estómago con la fuerza de una maza.

El muchacho cayó a los pies de Rupel. Desde el suelo, con la respiración cortada y un agudo dolor en el abdomen, alcanzó a ver como la danza llegaba a su fin.

Los dos asaltantes se detuvieron en seco.

—Oh, no...

—Esto no es bueno...

Murmuraron.

Un intenso brillo carmesí se formó en el pecho de la pelirroja y se propagó hacia sus extremidades. Las llamas la acariciaron sin herirla.

—¡Ritual de Fuego Danzante!

Cuatro ardientes anillos rojos envolvieron las muñecas y los tobillos de Rupel, esclavizándola a poderosas ecuaciones alquímicas. A una velocidad sorprendente, la pelirroja se lanzó a la lucha. Su puño incandescente alcanzó a Cara de Gato, propinándole un golpe demoledor en el rostro. Cara de Topo se abalanzó sobre ella con su Puño de Hierro aún activado. Rupel evadió el ataque y le propinó una patada estridente como un látigo.

Winger observaba con asombro la destreza que su amiga había conquistado gracias a su danza. La pelirroja hacía frente a los dos enmascarados al mismo tiempo, esquivaba todos sus golpes y contraatacaba con certeza.

—No le ganarán a una diosa... —murmuró con una sonrisa.

Una espiral azul pasó volando por encima de él.

Rupel alcanzó a divisarla a tiempo para evadirla con un salto hacia atrás. Los enmascarados cayeron al suelo, exhaustos por la golpiza. La pelirroja encaró a su último rival.

—Así que esto es de lo que esos dos inútiles hablaban. —El general posó sus ojos con interés sobre los brazaletes de fuego de Rupel—. Yo sé lo que es esto. Es una de las técnicas de combate secretas de la isla Tikki. ¿Cómo es que una niña como tú sabe usar algo así?

Ella no se detuvo a responder. Con rapidez se acercó a Caspión y le arrojó un puñetazo. El general alzó su defensa y salió ileso gracias a su gruesa armadura. Lanzó entonces una estocada con su arma negra. Insólitamente, la pelirroja consiguió detenerla utilizando el brazalete rojo de su muñeca izquierda.

—Increíble... —murmuró Caspión, cada vez más interesado en aquel conjuro secreto.

De nuevo volvieron a mezclarse en la lucha. Rupel lograba evadir las estocadas de la resplandeciente espada negra, pero Caspión también era muy hábil y no se dejaba alcanzar por los brazaletes de fuego. En un inesperado movimiento, la pelirroja puso su mano en forma de navaja y lanzó un corte transversal. Caspión apenas logró esquivarlo, y la hombrera de su armadura se desprendió.

—Maldita seas...

El general ya no sonreía. Se sujetaba el hombro izquierdo, ahora manchado con su propia sangre. Dio unos pasos hacia atrás e hizo una señal con la mirada que la pelirroja no pudo descifrar a tiempo.

—¡Látigo-Cobra!

—¡Cuerda de Luz!

Los enmascarados se habían incorporado sin ser vistos y enlazaron los brazos de Rupel con sogas mágicas. La golpiza que los había hecho flaquear un momento atrás ahora les daba la fuerza del resentimiento para apresar con firmeza a la pelirroja.

Caspión envainó su espada. Llevó sus brazos a la altura del diafragma. Un violento cúmulo de símbolos alquímicos comenzó a concentrarse entre sus manos.  El poder era tal que apenas lo podía contener.

Sin dejar de ofrecer resistencia a sus captores, Rupel miró a Caspión con temeridad.

—¡¡RUPEL!!

En vano Winger pronunció el nombre de su amiga. Trataba de invocar algún hechizo, cualquiera. Tenía que socorrerla en ese momento crítico.

Pero el tiempo se agotó.

—¡Cañón Turquesa!

Se oyó un estruendo ensordecedor, aún más temible que el grito de un Meteoro, y un rayo de energía con el color y la fuerza del mar se desprendió desde los brazos de Caspión. La muchacha soltó un agudo grito de dolor cuando el impacto la alcanzó en el vientre. Las llamas de su cuerpo se extinguieron, al igual que la luz de su conciencia.

Con impotencia, Winger vio como Caspión se acercaba a tomarle el pulso.

—Amárrenla —ordenó a sus subordinados—. Será arrojada a las mazmorras del castillo...

—¡Quítale las manos de encima!

Winger al fin había conseguido incorporarse. Furioso, corrió hacia Caspión sin más armas que sus puños. El general lo contempló despectivamente, sin inmutarse, y lo derribó de una bofetada.

—Qué ser tan patético...

Winger embistió una vez más. El guardián del rey lo abatió de una patada en el pecho.

—¿Eso es todo lo que tienes? —Caspión le sonreía con sadismo—. ¡Vamos, levántate!

—¡Canalla!

Reuniendo las pocas energías que le quedaban, Winger volvió a arremeter. Sabía que ese sería su último intento. Esta vez Caspión lo atrapó por el cuello con una mano. El muchacho intentó quitárselo de encima, pero era incapaz de hacer algo contra la fuerza de su colosal oponente. Los ojos del general brillaron con un éxtasis escalofriante cuando le acertó un golpe certero en la quijada.

Winger se halló de nuevo sobre el polvo de su propia granja. Sentía un gran dolor en el hombro izquierdo, en el abdomen, en el pecho; ahora también en el rostro. Todo comenzaba a nublarse...

«Es el fin...»

Oyó el sonido metálico de la espada de su verdugo al ser desenvainada.

Ya nada importaba. Su viaje terminaría allí, justo donde había empezado.

«Lo siento mucho...»

De pronto, una ráfaga veloz.

—¡¿Qué demonios...?! —oyó mascullar al general.

Winger tampoco sabía qué estaba pasando. Ya no veía nada. Sintió un repentino tirón que lo arrastró hacia arriba.

Entonces se desmayó.



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