XXVI: ¿Qué trama el conde Milau?
Con movimientos sigilosos, envuelto en su capa azul y protegido por las mismas sombras del castillo, Mikán atravesaba corredores desérticos. Llevaba la mano derecha en alto, con un hechizo listo para ser activado. Los retratos, las armaduras, las estatuas; todo parecía tener vida a aquellas horas. La lluvia seguía cayendo, constante pero con menos intensidad que unas horas atrás. Trató de focalizarse en su objetivo y surcó la mansión sin un rumbo definido.
Fue y vino por largos pasillos; subió y bajó infinitas escaleras, algunas rectas, otras de caracol; cruzó salones vacíos y otros abarrotados de muebles, adornos o libros. Fue abriendo las puertas que se interponían en su camino, siempre preparado para atacar primero, pero no se topó con ningún vigilante nocturno. Tras merodear durante más de una hora, llegó a una habitación cerrada con llave.
«Tiene que ser aquí», se dijo, expectante, mientras utilizaba una Encantación de Calor para forzar la cerradura. Se encontró entonces con un angosto pasadizo que llevaba hasta quién sabía dónde. Respiró hondo, cambió el hechizo que tenía preparado por uno más poderoso y se arrojó a lo desconocido.
No tardó en vislumbrar una luz violácea. Atraído por el resplandor, siguió caminando hasta arribar a un cuarto rectangular. Vitrinas con estatuillas de oro y vasijas exóticas embelesaban el recinto. También había monedas de diversas partes del mundo, cofres con insignias reales, sables ornamentados. Mikán observaba todo y lo no podía creer: ¡había encontrado el cuarto de tesoros del conde!
Pero lo que más llamó su atención fue el delicado objeto que ocupaba el centro de la habitación, sobre un pedestal. Se acercó lentamente. Se trataba de un bello collar que descansaba en un pañuelo de seda. La cadena de plata caía ondulante, formando una espiral alrededor de una joya ovalada hecha de cristal diáfano. Mikán lo tomó con su mano izquierda para inspeccionarlo con mayor detenimiento.
—Acaso será...
—Veo que abusas de mi hospitalidad.
La voz monótona que habló a sus espaldas le heló la sangre. Se dio vuelta.
Ahí estaba el conde Milau, mirándolo con recelo.
—No sé qué es lo que estás buscando, pero te aseguro que no es lo que tienes ahí —observó el conde con la misma imperturbabilidad—. Ese collar solo tiene un valor afectivo.
—¡No te tengo miedo, Milau! —vociferó el prodigio, y desoyendo las palabras del conde estiró su brazo para liberar su disparo—: ¡Fuerza Espiral Azul!
El conjuro giratorio avanzó con certeza y velocidad. El conde no se movió. Y cuando la espiral lo alcanzó, esta simplemente se desvaneció.
—¿Pero... cómo...?
—Entrégamelo —ordenó el conde, señalando el collar que el muchacho aún sostenía con su mano izquierda.
Mikán tardó un momento en salir de su estupor. Cuando lo hizo, la determinación regresó a su rostro y a sus brazos:
—¡Rosa de los Vientos!
Una salvaje explosión eólica se propagó en todas las direcciones, haciendo estallar los cristales de la habitación entera. Y aunque el golpe de aire había sido poderoso, ni siquiera logró provocar una suave ondulación en los claros cabellos del conde.
Cuando el último trozo de vidrio tocó el suelo, Milau se halló solo en su cuarto de tesoros. Mikán había aprovechado el alboroto para darse a la fuga a través de una puerta secundaria. Con pasos serenos, el conde caminó hasta el centro de la habitación y recogió del suelo el pañuelo de seda. Luego siguió a su asaltante por el camino que este había tomado: un pasadizo que se transformaba en escaleras, las cuales conducían a una de las terrazas del castillo.
«Esta tiene que ser la gema de Potsol», se dijo Mikán mientras emprendía el desesperado ascenso. Salió al exterior y la lluvia lo golpeó. Se acercó al barandal. La terraza era muy elevada, pero si conseguía bajar podría emprender la huida a través del monte Tanguy, tomar la carretera rural y regresar a Catalsia. Solo tenía que encontrar la forma de hacerlo...
—Ya te he dicho que ese collar no tiene nada de especial —impuso el conde su voz por encima de la tormenta—. No hay forma de que escapes. Entrégamelo.
Aún apoyado contra la baranda, Mikán volteó para observar los movimientos de su perseguidor. El conde avanzaba sin prisa, paso a paso, bajo la lluvia... Lluvia que no lo estaba mojando. Entonces el joven prodigio se dio cuenta:
—Estás parado dentro de la Campana del Caos...
Mikán conocía los efectos de aquel hechizo de nivel avanzado. La curvatura espacial que generaba en torno al usuario era tan poderosa que cualquier energía o materia era desviada de su trayectoria original. Mientras el conde permaneciera dentro de la Campana del Caos, nada sería capaz de alcanzarlo. Pero había algo que no comprendía...
—Nadie puede permanecer más de una fracción de segundo dentro de ese campo de fuerzas. ¿Cómo es que el peso de la distorsión no desgarra tu cuerpo?
—Me asombra que lo hayas descubierto con tanta rapidez. Lamentablemente, en este momento estoy demasiado disgustado como para explicar mi técnica. —La expresión del conde no había variado, pero ahora era posible distinguir un destello de furia en sus ojos—. Lo que no comprendo es por qué Gasky me ha enviado a un vulgar ladrón como tú...
—¡Cállate!
Con un gesto amenazante, Mikán tomó el collar y pasó el brazo hacia el otro lado de la baranda.
—¡No des ni un paso más! Si esta joya en verdad es tan preciada para ti, no querrás que la arroje desde esta altura.
Las gotas mojaban el puño tembloroso de Mikán; sentía que la situación se estaba saliendo de control.
El conde no reaccionó a la advertencia. En cambio, esbozó una sonrisa piadosa.
—Qué incautas son las personas jóvenes... Si ese collar es tan importante para mí, ¿piensas que podría haberlo dejado desprotegido? ¿Has sido tan descuidado como para sujetarlo con la mano desnuda?
Demasiado tarde Mikán entendió lo que el conde insinuaba: aquel objeto estaba bajo el influjo de una Encantación. No tuvo tiempo de soltar la joya.
—¡Paralizador!
Una corriente eléctrica atravesó el cuerpo de Mikán, desde los dedos con los que aferraba el collar hasta la planta de sus pies. De un instante al otro, todos sus músculos se tensaron hasta el punto de hallarse imposibilitado de realizar cualquier movimiento.
—Dudo que pueda recuperarlo ahora mismo sin arrancarte los dedos —murmuró el conde, mirando el collar que el muchacho aún apresaba—. Ya tendré tiempo para eso...
Se acercó al joven prodigio, alzó los brazos y los reunió a la altura del diafragma. Un fulgor de símbolos alquímicos comenzó a latir en el hueco entre sus manos. Con cada latido, el destello se volvía más intenso.
El cuerpo de Mikán estaba totalmente rígido. Ni siquiera era capaz de pestañear. Solo los latidos de su corazón delataban la desesperación que lo invadía. El brillo ya se había convertido en un resplandor agresivo.
—Adiós —sentenció el conde con frialdad.
Extendió sus largos brazos en forma de cruz y el fulgor cesó abruptamente.
—¡Sueño Eterno!
Mikán alcanzó a vislumbrar la luz enceguecedora.
Después, nada más.
—————
Aún faltaban varias horas hasta el alba, estimó Demián, encogido entre las sábanas. Estaba decidido a no dormir esa noche. No les haría el trabajo tan simple, no señor. Si ellos viniesen por él, les ofrecería una buena batalla a cambio.
Se oyeron unos enfadados truenos que lo estremecieron. Demián no podía creer su propio comportamiento; estaba actuando como un verdadero cobarde.
De pronto, alguien llamó a su puerta.
El corazón se le detuvo, y enseguida comenzó a latirle aceleradamente. Escuchó con atención. Tal vez solo habían sido los ruidos de la casa. Entonces volvieron a golpear.
—¿Quién es? —preguntó, tratando de disimular su pavor.
Nadie respondió.
Golpearon otra vez.
—¡No sé qué quieres, pero te advierto que tengo mi espada debajo de la almohada! —gritó con el tono más desafiante que pudo sacar.
—¿Demián, estás ahí?
Cuando escuchó esa voz, todas sus preocupaciones se desvanecieron. Encendió la lámpara que tenía al lado.
—Soria, ¿eres tú?
—Sí, ¿puedo pasar?
—Claro, pasa, pasa.
Se incorporó de un salto y fue hasta la puerta. Estaba vestido por completo y con las botas puestas.
Soria entró presurosa y cerró la puerta.
—¿Qué ocurre?
—Me da mucho miedo pasar la noche sola. ¿Puedo dormir aquí contigo?
A Demián el corazón le dio un brinco de alegría. ¿Había tenido tanta suerte alguna vez en su vida?
—Sí, sí. Seguro —se apresuró a responder antes de que ella cambiara de parecer—. No hay problema, usa mi cama.
—¿Y tú dónde vas a dormir?
Demián paseó la vista por la habitación y la posó sobre un viejo sofá que había contra un rincón.
—Dormiré ahí, no te preocupes.
Soria miró el deteriorado mueble, algo dubitativa.
—En serio, no pasa nada —aseveró el aventurero—. Estoy acostumbrado a dormir en lugares duros.
—Está bien... Muchas gracias. —La muchacha acabó accediendo con una sonrisa.
—Qué extraño que no hayas ido con Mikán —comentó Demián con recelo mientras tomaba un par de sábanas del ropero.
—En realidad, fui hasta su cuarto antes de venir al tuyo, pero nadie respondía...
Al pobre Demián casi se le cae el ropero encima al oír eso.
—De todas formas, hubiese sido lo mismo, ¿verdad? —indagó ella con una sonrisa suspicaz—. ¿No estarás celoso?
—¿Qué dices? ¡No, para nada, no es eso, de verdad! —masculló él, muy nervioso mientras acomodaba las cosas que acababa de tirar; enseguida cambió de tema—. ¿Dices que Mikán no te abrió?
—Así es —corroboró ella, olvidándose de lo anterior—. No había luz, así que debe estar muy dormido. Pero, sabes, camino aquí escuché un sonido muy fuerte, como una explosión. Y creo que no fue solo una...
—Tal vez haya sido un trueno —sugirió Demián, echándose sobre el sillón.
Soria se quedó mirándolo un momento, un tanto insegura.
—Sí, creo que tienes razón —desistió al fin; se acostó y apagó la luz—. Buenas noches, Demián. Que descanses.
—Buenas noches, Soria.
Habían pasado solo unos segundos cuando la muchacha volvió a encender la lámpara.
—Demián...
Soria acababa de sacar la espada de Blásteroy de abajo de la almohada.
—Ah, sí, la olvidé ahí, jeje... ¿Me la alcanzas?
—————
Winger despertó sobresaltado. Acababa de tener una horrible pesadilla.
Había soñado que golpeaban a su puerta a mitad de la noche, iba a abrir y se encontraba con la señora Labriska, el ama de llaves de Milau. Ella le informaba que el conde quería verlo de inmediato con la carta de Gasky. Winger la seguía hasta unas mazmorras profundas y, una vez allí, todas las salidas se cerraban. Entonces el conde emergía de las sombras con ojos siniestros. Se le acercaba y le decía: "Hasta aquí llegó tu viaje", lanzándole un hechizo poderosísimo. Fue en ese momento cuando despertó.
Miró por la ventana. Todavía estaba muy oscuro, y aunque constante, la lluvia caía con más calma.
—Por suerte, fue solo un sueño —se trató de tranquilizar.
Pero entonces alguien llamó a la puerta.
Winger dudó un instante, pero luego encendió la llama de la lámpara, se vistió y abrió. Allí estaba el mayordomo calvo y con bigotes, el señor Diovor, sosteniendo una vela encendida.
—Sígame, por favor. El conde ahora está listo para recibir la correspondencia que usted tiene para él.
A Winger se le revolvieron las entrañas.
—Aguarde un momento —dijo el mago, cerrándole la puerta en la cara.
Tomó la carta, se puso su capa roja y volvió a reunirse con el señor Diovor.
Con la pequeña flama de la vela como guía, el sirviente lo condujo por varios pasillos oscuros y helados. Inquieto, Winger se preguntaba adónde lo estaría llevando.
—¿Adónde vamos?
—A una de las galerías del ala norte —le informó el mayordomo sin voltear.
«Al menos no vamos a las mazmorras», suspiró aliviado. Aunque no hacía falta estar en unas mazmorras profundas para ser liquidado por un hechizo poderosísimo...
Doblaron una última esquina y llegaron a una amplia galería con grandes ventanales que daban hacia el pueblo, dormido a aquellas horas. Winger se había quedado observando el melancólico paisaje, y solo se percató de que el mayordomo se había retirado cuando escuchó el sonido de la puerta cerrándose. Se volvió hacia la salida, pero una voz lo llamó:
—Acércate, por favor.
Era el conde. Winger no lo había visto porque estaba sentado en una mesa oculta por las sombras. Bebía de una taza y hojeaba diversos pergaminos distribuidos sobre la mesa. El muchacho se le acercó con paso precavido.
—Toma asiento —lo invitó el conde, sin apartar la vista de su trabajo. Winger se preguntó cómo podía leer con tanta oscuridad—. Puedes servirte una taza de café, si así lo deseas.
El mago se sentó en el extremo opuesto al del conde y prefirió no abusar de su generosidad, mirando con desconfianza la cafetera. La visión de Winger fue poco a poco acostumbrándose a la penumbra. Se puso a observar a su anfitrión de reojo mientras este estudiaba lo que parecían ser impuestos, contratos y otros documentos importantes. Inmerso en la oscuridad de la noche, los rasgos fantasmagóricos del conde resaltaban aún más.
Milau levantó la vista y lo miró directo a los ojos.
—Creo que tienes una carta para mí.
—Así es, señor —asintió Winger, entregándosela de una vez por todas.
Sintió que se libraba de una gran carga al hacerlo.
—Discúlpame por haberte enviado a llamar a estas horas. Verás, mi concentración aumenta en este momento del día —comentó el conde mientras abría el sobre con una navaja.
Luego leyó con atención el mensaje de Gasky.
Mientras lo hacía, Winger continuaba vigilándolo por el rabillo del ojo. Observó que el conde arqueaba las cejas y fruncía el entrecejo en numerosas ocasiones. Cuando terminó de leer, Milau se quedó ensimismado, con la vista perdida en la noche lluviosa. Winger estaba preguntándose si ese sería el momento adecuado para marcharse y dejar al conde con sus cavilaciones, cuando este se puso de pie y caminó hasta el ventanal.
—Dime, Winger. ¿Crees en los dioses?
El muchacho tardó unos segundos en responder. La pregunta lo había tomado por sorpresa. La misma pregunta que les había hecho Gasky.
—Sí, señor.
—¿Cuál es tu Dios Protector?
«Rupel.»
—Cerín —respondió Winger con seguridad.
—Conque Cerín... —murmuró el conde—. ¿Y por qué no Daltos? ¿No te atrae su gran inteligencia y versatilidad de encantamientos? O tal vez Riblast, el guardián de la raza humana...
—No lo sé, señor —admitió, un poco avergonzado—. No he tenido oportunidad de aprender mucho acerca de cada uno de ellos.
—Cierto, aún eres muy joven —lo excusó el conde—. Pero déjame indicarte que a los dioses no se los aprende, sino que se los conoce. Quiero enseñarte algo.
Winger se puso de pie y siguió a Milau. Abandonaron la galería y siguieron por un corredor estrecho hasta unas escaleras que descendían...
—¿Adónde vamos?
—A una habitación subterránea.
«Qué más da...», se dijo Winger con resignación, y comenzó a bajar detrás de su anfitrión.
Los escalones parecían interminables. ¿En qué piso estarían? ¿Aún continuarían en el interior del castillo o comenzaban a internarse en las profundidades del monte Tanguy? Aquellos interrogantes acompañaron a Winger hasta que a lo lejos pudo divisar una tenue luz de color púrpura.
Al cabo de unos momentos llegaron a un recinto asombroso y tétrico a la vez. Se trataba de una cámara enorme, excavada en la roca e iluminada por antorchas que despedían llamas violáceas. Había allí varios altares y monolitos, todo hecho con el mismo tipo de piedra y prolijamente tallado. Dos colosales relojes de arena se levantaban hacia el fondo, escoltando una estatua que se erguía como el objeto más importante del recinto. Se trataba de una figura humanoide que vestía una túnica de hombreras abultadas y sostenía un báculo. En lugar de cabeza tenía un gran ojo, coronado por un extraño sombrero de cuatro puntas. Por las características de aquel sitio, Winger supuso que se encontraba en un templo. ¿Pero dedicado a quién?
—¿Sabes quién es él? —Milau señaló la estatua con una reverencia.
—Lo siento, pero no.
—No tienes por qué disculparte. ¿Qué edad tienes? ¿Dieciséis?
—Quince, señor.
—Yo a tu edad tampoco lo conocía. Déjame presentarte entonces a Zacuón, el dios del tiempo.
Impresionado, Winger miró la estatua con nuevos ojos.
—¿Has oído algo acerca de él?
—Solo un poco.
—¿Sabías que se lo conoce también como el dios del temor?
—Sí, mi maestro me lo dijo.
—Se le da ese calificativo debido a que las personas huyen de Zacuón. La gente trata de domar al tiempo, de engañarlo. Pero no pueden, y entonces el terror se apodera de ellos. Las personas tratan de olvidar su pasado, pero este se les hace presente una y otra vez, y el miedo los invade. Sin embargo, a mí esta deidad me ha hecho numerosos favores, muchos obsequios. Todo ha sido gracias a mi lealtad y a los sacrificios que hago en su honor...
Winger tragó saliva. El conde se adelantó hasta el altar principal e hizo arder un polvo oscuro en una bandeja de plata. Un aroma picante comenzó a invadir el recinto, al tiempo que Milau se postraba a los pies del Zacuón de piedra y rezaba una plegaria. Cuando terminó, volvió a reunirse con Winger.
De pie junto al muchacho, el conde parecía un gigante infranqueable, silencioso, que solo se limitaba a observarlo desde las alturas.
—¿Qué piensas acerca del pasado, Winger? —inquirió sin inmutarse, pero revelando interés—. ¿Estás dispuesto a enfrentarlo?
A pesar de la distancia que lo separaba del conde, el joven aprendiz de mago se esforzó por mantener una mirada llena de determinación.
—Sí —contestó.
—¿Por más que te conduzca hasta el núcleo de la confusión, el miedo y la locura?
Winger tardó en responder. Cuando lo hizo, su convicción era la misma:
—Sí.
Entonces Milau esbozó una sonrisa.
—Subamos.
El conde guió a Winger hacia un nuevo pasadizo. Ascendieron por una larga escalera que los condujo hasta a una terraza al aire libre, de cara a la ladera del monte. La lluvia había cesado y algunas estrellas comenzaban a brillar a través de los huecos que se iban formando en las nubes.
Winger cerró los ojos, dejándose reconfortar por la fresca brisa nocturna. Volvió a abrirlos y se encontró con el filo dorado de una daga reflejando su rostro. Se quedó inmóvil.
—¿Sabes utilizar objetos como canalizadores?
Amedrentado ante la hoja afilada que le devolvía el temor de sus propios ojos, Winger se preguntó qué podía querer enseñarle ahora el conde.
Negó con la cabeza.
—Observa.
Un resplandor rojizo comenzó a fluir desde la mano del conde hacia el arma. A continuación, se alejó unos pasos de Winger y caminó hasta el borde de la terraza. Apuntó la daga en dirección al monte y exclamó:
—¡Bola de Fuego!
El hechizo salió despedido desde la punta del arma, estallando contra las rocas de la ladera. Winger estaba impresionado: a pesar de tratarse de una simple Bola de Fuego, el disparo había sido veloz, potente y certero.
—¿Cómo logró hacerlo? —En apenas un instante, la inquietud del muchacho se había convertido en genuina curiosidad.
—Es la técnica para aprovechar las cualidades físicas de ciertos objetos y canalizar a través de ellos el flujo de energía mágica —dijo el conde Milau, aún con el brazo extendido—. Obedece a principios similares a los de la Encantación. Si conoces ese conjuro, también podrás hacer esto. Es algo muy útil, sobre todo cuando se emplean las herramientas adecuadas. Mientras un cuchillo de hierro prácticamente no producirá alteraciones en el hechizo, una daga de oro es capaz de amplificar varias veces las habilidades del usuario. Ahora, ¿sabes cuáles son los canalizadores más eficientes?
—No lo sé, señor. ¿Cuáles?
—Las reliquias de los ángeles. Sobre todo aquellas que fueron fabricadas específicamente para ser utilizadas como canalizadores. Por ejemplo, la lágrima de Cecilia, el corazón de Andrea o... la gema de Potsol.
Winger tuvo un sobresalto al oír eso.
El conde notó la reacción de su acompañante, pero no dijo nada.
—Es muy importante para un mago saber emplear los objetos como canalizadores. Sobre todo en épocas turbulentas.
El conde guardó silencio durante algunos momentos. Con la mirada fija en el monte, sus facciones se habían vuelto menos severas. Parecía estar meditando acerca de algo importante.
—Muchacho, ¿has oído hablar acerca de la Gran Guerra?
Ahí iba otra pregunta que lo desconcertaba...
—Solo un poco. Sé que tuvo lugar hace más de quinientos años. Fue una guerra iniciada por tres imperios del continente de Lucrosha que involucró a casi todo el resto del mundo.
—Así es. Para ser más precisos, la Gran Guerra inició en el año 436 de nuestro milenio, y las potencias involucradas fueron Ácropos, capital de la filosofía; Tegrel, capital de la magia; y Párima, capital de la ciencia. Yo participé en esa guerra.
Winger nunca había sido bueno con los números, pero no hacía falta ser un genio para comprender que, siendo así, el conde Milau tenía más de quinientos años de edad.
—Sé lo que estás pensando —prosiguió el conde ante la expresión perpleja del muchacho—. Mi apariencia es la misma que tenía la noche de mi trigésimo primer aniversario. Desde aquel momento no he envejecido ni un solo día, y se lo debo únicamente al poderoso dios del tiempo. —Levantó su daga dorada hacia el cielo en señal de triunfo.
—¿Entonces usted es...?
—Inmortal.
En esa única palabra el conde resumió su condición de ser ajeno al paso de los siglos. Miró a Winger, siendo sus ojos imperturbables el testimonio de lo que acababa de pronunciar.
—Zacuón me obsequió la vida eterna como recompensa por mi inquebrantable fidelidad. Me aseguró que viviría más que cualquier otro hombre, que conocería el infinito, que nadie podría arrebatarme su regalo... Mas me hizo una sola advertencia: debo cuidarme de la dama que lleva en su cuerpo la marca de la noche.
—¿Y eso qué significa?
—Aún no he logrado descifrarlo. Pero esa mujer será la única capaz de acabar con mi vida...
El discurso extático del conde se truncó al rememorar el oscuro vaticinio del dios del tiempo. Los dos se quedaron sin palabras. Las nubes de tormenta habían desaparecido casi por completo. De pronto, Winger se dio cuenta de algo. Dudó un momento, sin saber si era prudente preguntar, pero decidió hacerlo:
—Disculpe, señor... ¿Por qué está contándome todo esto?
—También me gustaría comprenderlo —admitió el conde con una mueca irónica—. Estas cosas, las que hacemos sin saber por qué, siempre he pensado que nos están predestinadas. Simplemente tienen que suceder, y es por eso que no somos capaces de hallarles una explicación.
El conde Milau lo tomó por los hombros con firmeza. Cuando habló, lo hizo con la mayor seriedad:
—Winger, el destino está a punto de abrirse frente a ti, de brillar ante tus ojos. Desconozco si estás preparado para afrontar el desafío que te espera a partir de ahora, pero quiero que sepas que yo, Milau de Párima, he depositado mi confianza en ti.
—Supongo que... ¿gracias? —balbuceó el muchacho, bastante confundido.
Milau soltó una risa débil, como gastada por haber estado mucho tiempo guardada. Más allá de eso, Winger se dijo que podía tomarse la libertad de considerarla un gesto de simpatía.
—¿Cuál es ese desafío que me estará esperando? —quiso saber entonces.
—Te enterarás de eso en su justo momento —se limitó a responder el conde, rodeándolo con un brazo y comenzando a desandar el camino que habían hecho.
Atravesaron el templo de Zacuón, el patio de invierno, y se sumergieron en la penumbra de los corredores del castillo. Milau lo acompañó hasta el pasillo que conducía a las habitaciones para huéspedes. Iban llegando al dormitorio de Winger cuando el conde recordó un detalle importante:
—Por cierto, sumergí a tu amigo Mikán en el Sueño Eterno por entrometerse en lo que no le incumbe... Pero no te preocupes —se apresuró a añadir al ver la cara de espanto de Winger—. Mañana anularé el efecto hipnótico de la técnica y nada habrá sucedido. Aunque debo decir que se lo tiene merecido...
—————
El nuevo día amaneció espléndido. Algunas gotas de la tormenta pasada aún recorrían los techos y ventanas, pero se evaporarían de un momento a otro con el calor matutino.
Winger despertó de muy buen humor. Se vistió y fue en busca de sus compañeros de viaje. Caminando por los corredores, se sorprendió de cuánto había cambiado ese lugar de la noche a la mañana. Por supuesto que las telarañas y el polvo seguían ahí, invadiéndolo todo, pero sin contar eso el lugar le resultó ahora muy pintoresco.
Llegó hasta el cuarto de Demián y entró sin golpear. Enorme fue su sorpresa al encontrarlo junto a su prima, acurrucados los dos en un viejo sillón. Ella, aún dormida, y él, fingiendo estarlo para seguir abrazándola un poco más.
—La mejor noche de mi vida, la mejor —le comentaba el aventurero resplandeciente, mientras los dos amigos bajaban hacia el vestíbulo.
—¿Pero pasó algo entre ustedes? —indagó Winger, muy intrigado.
—No. Ya ves que me conformo con poco —dijo Demián, tarareando una melodía alegre.
A quien no se lo veía tan animado era a Mikán. El prodigio los esperaba en el umbral de la puerta principal, cruzado de brazos y con aire de disgusto.
—¿Podemos irnos de una vez? —ladró al verlos llegar.
Estaban esperando a que Soria terminara de arreglarse cuando el conde apareció con un paquete en la mano. Demián y Mikán dieron un salto hacia atrás al verlo, pero Winger se alegró de que fuera a despedirlos.
—Por favor, dale esto a Gasky. —Milau le entregó el fardo al muchacho—. Creo que podría resultarle de utilidad en su investigación.
—De acuerdo —asintió Winger sonriente ante las miradas estupefactas de sus dos compañeros.
En aquel momento bajó Soria, soltando un gritito ahogado al ver al conde para luego ocultarse detrás de su primo. Entonces estuvieron listos para emprender el retorno al monte Jaffa.
—Solo me resta desearles lo mejor para su viaje —fueron las palabras de despedida del conde Milau—. Es absurdo pensar que cuatro mortales puedan modificar el curso de una guerra. Pero siendo la guerra el mayor de los absurdos, vale la pena intentarlo.
—————
Minutos más tarde, cuando los cuatro jóvenes ya se encontraban en la salida del pueblo, de casualidad se toparon con el conductor del carruaje que los había acercado el día anterior. Abriendo aún más sus ojos saltones, el hombre los contempló con gran estupor.
—Es increíble —musitó—. Nunca pensé que volvería a verlos con vida.
—¡Y nos encuentra más vivos que nunca! —replicó Demián, radiante de felicidad.
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