XXV: El conde Milau de Párima

Para cuando cruzaron el puente que conectaba el pueblo con la ladera del monte Tanguy, la tormenta había aumentado de tal forma que ya estaban completamente empapados. Aunque la residencia del conde no estaba demasiado lejos, el empinado y resbaladizo sendero resultó ser una verdadera tortura. Tenían que avanzar con los ojos entreabiertos porque la lluvia los golpeaba directo en el rostro. De vez en cuando, Soria salía volando por la fuerza del viento y había que esperar a que otro soplo la trajera de regreso.

Finalmente lograron llegar bajo el cobertizo del castillo. Apenas algunas ventanas se hallaban iluminadas en los pisos superiores a intervalos irregulares, como ojos diminutos de un monstruo negro que los guarecía con tosquedad de la tempestad. Mikán avanzó hasta la puerta, tomó coraje y golpeó la aldaba con forma de cabeza de dragón. El sonido quedó apagado por los ruidos de la tormenta. Mientras esperaban, Winger volteó para observar el pueblo. Pensó que el paisaje de casas grises y apagadas era en verdad desolador.

La puerta se abrió con un sonido chirriante. Se asomó entonces una anciana de rostro huraño, quien sostenía una lámpara de aceite con su huesuda mano. Les dirigió una mirada penetrante, muy diferente a las del resto de los habitantes del poblado.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó muy descortésmente, pasando sus ojos con repulsión de uno a otro—. ¿Y qué hacen merodeando por los terrenos del señor conde a esta hora y con este clima?

—Pues le informo, señora, que nos ha enviado Gasky a entregarle algo al conde —le espetó Demián dando un paso al frente, con un tono tan poco amistoso como el de la mujer—. Y sepa usted que si no fuese así ni siquiera nos molestaríamos en acercarnos a este lugar.

Tal vez fue por haber escuchado el nombre de Gasky, o quizá le había gustado la actitud desafiante de Demián. Lo cierto era que ahora la anciana les sonreía con perspicacia. Señalando con su mano libre hacia el interior, se hizo a un lado para dejarlos entrar.

—Pueden esperar en el vestíbulo. El señor los atenderá en unos momentos —dijo para luego alejarse por uno de los corredores de la mansión.

Ingresar en aquel sitio fue como atravesar la barrera del tiempo y las dimensiones. Se trataba de un salón con muebles antiguos y cuadros con marcos labrados y retratos de personajes de épocas remotas. Aún desplazado hacia un rincón, un gran reloj de arena hecho en piedra y cristal era el objeto más llamativo de la habitación. Puertas y pasadizos se perdían en todas las direcciones, conduciendo hacia habitaciones desconocidas. Tal vez en otras circunstancias hubiese sido una vista bastante grata, pero en ese momento la penumbra lo cubría todo. Solo un par de candelabros estaban encendidos, y la tenue luz apenas alcanzaba a revelar algo más que el polvo y las telarañas, dueños de ese recinto tanto como lo era el conde. La tormenta y la noche no ayudaban a mejorar el ambiente, y menos aún la incómoda quietud que moraba entre los muebles.

De pronto, potentes y furiosos relámpagos colmaron el vestíbulo a través de los ventanales, iluminando el rostro sereno y silencioso de un hombre. Cuando el refucilo cesó, los cuatro visitantes tardaron algunos segundos en recobrar la vista en la sombría habitación. Por un instante pensaron que aquella aparición había sido un fantasma. Pero ahí seguía, de pie, con la misma calma.

Era un hombre joven, altísimo, con sus anchos hombros envueltos en una capa oscura. El cabello le llegaba hasta la espalda, muy fino y de un color rubio casi blanco. Su rostro era pálido y liso, como el de una estatua de piedra caliza. Sus ojos castaños eran lo único en aquel individuo que revelaba una pizca de vida, aunque muy lejana, como perdida en el tiempo.

—Soy el conde Milau de Párima —se presentó sin perder la impasibilidad de su rostro. Su voz era apagada y algo ronca, como afectada por el desuso—. Bienvenidos a mi residencia. Por favor, síganme.

Sin esperar una respuesta, avanzó con pasos silenciosos por el mismo pasillo por el que había llegado. Apenas recuperados de la repentina entrada del conde, los cuatro visitantes fueron tras él.

Atravesaron varias salas, iluminadas esporádicamente por las luces de la tormenta. A pesar de la oscuridad circundante, el conde caminaba con seguridad; probablemente conocía de memoria esos pasadizos. Soria, como de costumbre, iba aferrada a Mikán. Por su parte, Winger no pudo evitar notar que Demián se veía más perturbado que de costumbre. ¿Acaso el valiente aventurero tenía miedo?

El conde dobló por un pasillo que llevaba hacia el corazón de la mansión. Ya no había ventanas en esa zona, por lo que la oscuridad era cada vez mayor. Arribaron a una sala circular. Los sonidos de la tormenta llegaban amortiguados hasta aquel sitio. En medio de la habitación había una mesa de patas cortas con un candelabro. El conde hizo aparecer una pequeña flama en su mano y encendió las velas. De pronto se hicieron visibles las estanterías repletas de libros que cubrían la continua pared. Se hallaban en una biblioteca.

El conde tomó asiento en uno de los varios sillones que había alrededor de la mesa. Eran muebles elegantes, aunque estaban un poco desgastados. Con un poco de desconfianza, Winger se sentó, seguido por los demás.

—La señora Labriska, mi ama de llaves, me ha informado que acuden a mí por encargo de Gasky el historiador. ¿Estoy en lo correcto?

En boca de aquel individuo, esa pregunta parecía más una amenaza que cualquier otra cosa.

—Así es, señor —asintió Mikán—. Tenemos un mensaje escrito, de él para usted.

Winger sacó la carta y se la tendió, pero el conde lo detuvo con un gesto de la mano.

—Más tarde me entregarán eso. Por lo pronto, me gustaría que platiquemos un poco hasta que la cena esté lista. Por supuesto, si están de acuerdo.

Muy rígidos, los cuatro asintieron rápidamente con la cabeza.

—No suelo recibir visitantes muy a menudo. Me atrevo a decir que la última vez fue hace más de cinco años. —Una sonrisa que tal vez se esforzaba en parecer amable se dibujó en los pálidos labios del conde—. Quisiera saber cómo es que conocen a Gasky. ¿Por qué les ha confiado a ustedes esta visita tan... osada?

Aquella última frase terminó de amedrentar a los ya sobrecogidos visitantes. Sin embargo, Milau no se inmutó. Esperaba tranquilo, como acostumbrado a ese tipo de reacción en sus interlocutores.

—Mi padre es el herrero de Dédam —se animó a responder Soria, apretada junto a Mikán—. Necesitábamos ayuda y él nos ha enviado en busca del señor Gasky.

—Ya veo —murmuró el conde—. ¿Y puedo preguntar qué clase de ayuda?

—Catalsia le ha declarado la guerra a Pillón —soltó Demián, impaciente y sin rodeos—. Es por eso que acudimos a Gasky, y ahora él nos está haciendo seguir una serie de pasos para que detengamos esa guerra.

—Entonces yo vendría a ser solo un paso más en el plan de Gasky. —Una mueca mordaz atravesó el rostro de Milau—. Otra vez...

Nadie se atrevió a contradecirlo. Después de todo, técnicamente estaba en lo cierto.

—Una guerra no se detiene por la intervención de cuatro simples mortales —prosiguió el conde, ahora en una especie de ataque directo a la explicación simplista de Demián—. De la misma forma, tampoco así puede iniciársela. No... —Su tono de voz se iba haciendo más intenso y oscuro con cada palabra—. Otros son los factores que desencadenan una serie de eventos que avanza como una gran bola de carne humana, cuesta abajo, cada vez con más peso, con más fuerza, con mayor rapidez, hasta que finalmente estalla en una ola de sangre y muerte...

Milau se detuvo al notar que Soria estaba temblando. Hasta pudo oírse el castañear de sus dientes cuando él la miró fijo.

—Pero qué descortés he sido —dijo recuperando la calma—. Traerlos a esta biblioteca húmeda y fría cuando están empapados por la tormenta. Les ruego me disculpen. Muchas veces olvido algunas sensaciones elementales.

Por supuesto que nadie se ofendió por el descuido del conde. Se sentían demasiado intimidados como para hacerlo.

—Lo mejor será esperar la cena en el comedor. Allí, estando más cómodos, podrán proporcionarme algunos datos acerca de este... conflicto que involucra a los países de Catalsia y Pillón.

Aunque por la última cosa que Soria estaba tiritando era por el frío, era cierto que un ambiente más cálido tal vez los tranquilizaría un poco. De nuevo recorrieron oscuros pasadizos y habitaciones, todo sumergido en un silencio que solo interrumpían los truenos.

Una vez en el comedor, se encontraron con una larga mesa ya preparada para cinco personas. También había un hogar con leños ardientes, y los múltiples candelabros encendidos hacían de aquella una habitación muy luminosa. Para los cuatro jóvenes, entrar allí fue como si una parte del alma que se había escabullido les regresara al cuerpo. Tomaron asiento al tiempo que un mayordomo calvo y con el bigote gris aparecía por la otra entrada.

—Mi señor, en este preciso instante me dirigía a informarle que la cena ya está lista.

—Estupendo, Diovor. Sírvanla ahora mismo.

Todos los sirvientes de Milau eran personas de edad muy avanzada. Fueron ingresando al comedor con variados platillos en bandejas abundantes, disponiéndolo todo de manera pintoresca. Lamentablemente, Winger y los otros no estaban de humor para apreciar los detalles, aunque comenzaron a sentirse mejor con algo en sus estómagos. Por su parte, el conde Milau no probaba bocado; solo bebía de su roja copa de...

«¿Vino?», dudaba Demián. «Sí, eso tiene que ser», se repetía a sí mismo. «¿Qué otra cosa puede ser, sino?». En realidad, se imaginaba qué otra cosa podía ser. ¿Pero qué haría el conde bebiendo sangre? «No se parece a un vampiro... ¿O sí?»

El aventurero se dedicó a deglutir más comida para sacarse esas ideas de la cabeza mientras los demás continuaban informando al conde acerca de los acontecimientos más importantes de los últimos meses. Al finalizar, Winger volvió a ofrecerle la carta de Gasky, pero Milau insistía en que aún no era el momento.

—Dejaremos la conversación por hoy —indicó y dejó su asiento—. Ya es muy tarde y deben estar agotados. Al estar repletos todos los hospedajes del pueblo, es mi obligación invitarlos a pasar la noche aquí.

—¿No podríamos darle la carta y partir de inmediato? —se apresuró a decir Demián, viendo en esa opción su última esperanza de escape.

Sus compañeros lo miraron con sorpresa, aunque en el fondo compartían sus inquietudes.

—¿Con esta tormenta? —replicó el conde, sonriendo al tiempo que los relámpagos iluminaban su pálido rostro—. De ningún modo lo permitiré. No sería cortés en absoluto. Mis sirvientes los acompañarán hasta los cuartos para huéspedes en un momento. Yo los veré mañana por la mañana para despedirlos. Les deseo un buen descanso.

Y haciendo una reverencia, el conde se perdió en la oscuridad del laberíntico castillo. Los cuatro jóvenes se quedaron en silencio alrededor de la mesa.

—Esto no me gusta... No me gusta para nada... —murmuraba Demián una y otra vez mientras caminaba nervioso por la habitación.

Soria se acurrucó en su silla, hundiendo la cara entre los brazos.

—¿Creen que deberíamos irnos? —consultó Winger, dirigiéndose sobre todo a Mikán.

—Aún no le has dado la carta. El viaje habría sido en vano.

—¿No podríamos dejarla aquí y marcharnos? —dijo Soria con voz temblorosa.

—No podemos hacer eso —objetó el prodigio—. Los sirvientes de Milau podrían confundirla con las sobras y tirarla.

—La dejamos con una nota, ¡cuál es el problema! —intervino Demián con impaciencia.

—Ey, tranquilízate —le exhortó Winger; nunca había visto a su amigo tan atemorizado—. A mí tampoco me agrada ese sujeto, pero Gasky nos dijo que debemos confiar en él.

—¿Y si Gasky lo hizo a propósito? —replicó Demián.

—Yo no creo que debamos desconfiar de Gasky... —dijo Winger, un tanto vacilante.

—Pues yo no estaría tan seguro de eso —murmuró Mikán mientras observaba las gotas que golpeaban contra la ventana—. Primero nos ha enviado al castillo de Ruhi sin advertirnos acerca de sus mascotas. Después nos encomendó una misión tan arriesgada como la de enfrentarnos a un tausk, uno de los dragones más peligrosos. Y ahora, esta situación tan extraña con un individuo al que todo un pueblo le teme y que parece sacado de un cuento de terror. ¿Qué tal si Gasky todo este tiempo solo buscaba eliminarnos? ¡Ni siquiera nos ha dicho cuál es el hilo de todo esto que estamos haciendo para él!

—Solo sé que ustedes dos están bastante alterados. —Winger se levantó de su asiento, incrédulo de las suspicacias de sus compañeros.

—Y tú estás muy tranquilo, ¿verdad? —le contestó Demián con un gesto sarcástico.

—¿Qué edad creen que tiene?

Los tres jóvenes miraron desconcertados a Soria. La muchacha seguía encogida en su silla.

—Unos treinta, o treinta y cinco —respondió Winger—. ¿Qué hay con eso?

—¿No íbamos a encontrarnos con un anciano?

Winger, Demián y Mikán se miraron con asombro. Soria tenía ahí un buen punto. ¿Acaso no era el conde demasiado joven para haber hecho todas las proezas que se le atribuían? Todo era cada vez más misterioso.

—Tal vez estemos imaginando cosas —insistió Winger, aunque él mismo comenzaba a sospechar.

Demián chasqueó la lengua en señal de desaprobación.

—Esto no me gusta... —continuó paseándose por la habitación—. No me gusta para nada...

Ajeno a las inquietudes de sus compañeros, Mikán se acercó a la ventana y se puso a contemplar la lluvia interminable.

—El conde oculta algo —dijo para sí—. Y voy a averiguar qué es.

—————

Hubiesen querido seguir intercambiando opiniones un rato más, pero enseguida llegaron cuatro sirvientes que los condujeron hasta los cuartos de huéspedes. Cada uno de los siervos del conde tomó un camino diferente, llevándolos a dormitorios individuales.

—El señor quiere que estén cómodos y dispongan de mucho espacio —comentó un mayordomo corpulento y canoso mientras encendía el hogar de la habitación de Winger.

—En realidad, estaríamos más cómodos todos juntos —quiso hacerle saber el muchacho.

Pero el hombre ya se había marchado, cerrando la puerta al salir.

Winger se sentó sobre la cama. Era magnífica, pensó, muy blanda. Enseguida una inquietud lo asaltó: ¿habría el mayordomo cerrado la puerta con llave? Dudó un instante. Luego soltó un largo suspiro y se dijo que él y los demás estaban exagerando al sentirse tan perseguidos. Tal vez era lo mismo que ocurría con la gente de la villa: solo eran presa de vagas especulaciones. Se propuso a sí mismo espantar sus temores y tratar de dormir un poco. Aún faltaba mucho para el amanecer y la tormenta azotaba con fuerza.



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