XXIV: La misteriosa villa Tanguy

Una carretera rural unía el monte Jaffa con el alejado monte Tanguy, por lo que esta vez no debieron preocuparse por atravesar bosques, riscos o pantanos. Simplemente se relajaron y disfrutaron del bello paisaje del valle formado por los montes Mersme y Rui. La suave vegetación resaltaba a ambos lados del camino, tiñéndolo todo de un verde radiante. El canto de un arroyo que circulaba muy cerca de la carretera los acompañó durante todo el primer día de viaje, de la mano de un clima muy favorable.

Ante la insistencia de Soria, Demián llamó a Jaspen con su campana para que jugara con ella. El guingui y la muchacha se dedicaron entonces a dar vueltas por el aire, siempre un poco más adelante que sus compañeros terrestres.

—¿A qué creen que nos haya enviado Gasky esta vez? —indagó Winger.

—¿A entregar una carta? —contestó Demián con tono de obviedad.

—Sí, a eso ya lo sé. Pero... —El muchacho observaba el sobre que el anciano historiador le había entregado—. No creo que ese sea el motivo principal. ¿Tú qué opinas, Mikán?

—Si el conde no nos entregará nada a cambio, es extraño que hagamos un viaje como este en una situación tan urgente —razonó el joven prodigio—. De todos modos, no se me ocurre qué otro motivo podría haber.

Soria continuaba yendo y viniendo con Jaspen, muy entretenida con sus giros y volteretas en el cielo azul.

—Mikán, ¿sabes alguna otra cosa acerca de ese tal conde Milau? —le preguntó Demián.

—He oído su nombre, aunque no estoy seguro. —El mago trató de evocar algún detalle—. Si mal no recuerdo, fue nombrado conde por un antiguo emperador de Párima. Como dijo Gasky, es un condecorado héroe de guerra, por lo que es posible que haya recibido ese título tras haber ayudado en algún tipo de conflicto bélico. El rey de Lucerna de hace dos generaciones fue quien lo declaró alcalde de villa Tanguy.

—Vaya, entonces nos encontraremos con otro vejete —se quejó Demián—. Todas las amistades de Gasky rondan su edad, no cabe duda.

—El conde Milau de Párima... —Winger continuaba inspeccionando el sobre con detenimiento—. Me gustaría saber qué ha escrito Gasky.

—Pues ábrelo —dijo sencillamente Demián.

El sobre no tenía nada escrito por fuera; ni siquiera estaba lacrado, lo que resultaba una invitación muy tentadora...

—¡No voy a hacer eso! —se opuso Winger, no sin tener que ahuyentar su curiosidad—. Gasky confía en nosotros.

—Como digas... —cedió el aventurero con desinterés, dedicándose a contemplar a Soria en el cielo.

—Mi opinión es que debe tratarse de un mensaje muy complejo —comentó Mikán, quien había tomado la carta y trataba de leer algo a contraluz—. Instrucciones técnicas, escritas con un lenguaje que nosotros no seríamos capaces de comunicar con nuestras propias palabras. Por eso la necesidad de una carta.

—Tarde o temprano sabremos lo que dice. No entiendo por qué dan tantas vueltas sobre el asunto —soltó Demián mientras revisaba el fardo que Gluomo les había preparado—. Emparedados de mángura... —Le pasó enseguida el paquete a Winger—. Creo que yo no voy a almorzar...

—————

Aunque el segundo día de viaje amaneció algo nublado, el sol aún era dueño de gran parte del cielo. Pasado el mediodía, una diligencia comenzó a acercárseles, yendo en la misma dirección que ellos. Era amplia, tirada por dos caballos grises, y avanzaba sin ningún apuro. Cuando el vehículo estuvo a media distancia pudieron ver mejor al conductor, un hombre pálido y de patillas abultadas que usaba tiradores y un gorro para cubrirse del sol.

Al llegar a la par del grupo, el cochero se detuvo.

—Buenas tardes, caballeros —saludó con voz trémula.

Winger se acercó para devolverle el saludo, pero cuando miró al individuo a la cara se llevó un susto: sus ojos eran inexpresivos, grandes y redondos, resaltados por unas marcadas ojeras. El conductor no pareció percatarse del asombro del muchacho, pues aún le dedicaba una sonrisa amplia y nerviosa. Al notar que Winger se había quedado mudo, Mikán dio un paso al frente para tomar la palabra.

—Buenas tardes, señor —logró decir, venciendo la impresión que también le causaron esos ojos saltones.

—No es muy frecuente cruzarme con viajeros por este camino. ¿Sería muy indiscreto de mi parte preguntar hacia dónde se dirigen?

—Estamos yendo hacia villa Tanguy.

Al oír eso, el cochero tuvo un raro estremecimiento y se puso más rígido de lo que ya estaba, sin abandonar nunca esa extraña mirada y la sonrisa fuera de tono.

—¿Usted conoce el lugar? —inquirió el prodigio, tratando de pasar por alto la reacción súbita.

—¡Oh! Por supuesto, yo soy de allí y de ningún otro lado. No podría abandonar jamás un lugar como villa Tanguy. Tal vez les gustaría que los acerque.

Winger por fin salió de su estupor al escuchar la propuesta. Intercambió una mirada con Mikán. Por más extraño que fuese aquel hombre, no parecía tener malas intenciones. Por otra parte, tardarían la mitad del tiempo en llegar...

—No, gracias. Nosotros preferimos ca... —se adelantó a decir Demián, pero entonces fue él quien se quedó paralizado ante la inquietante mirada del conductor—. Preferimos ca... Preferimos ca...

—¿De verdad podría acercarnos? —intervino otra vez Mikán.

—Oh, claro que sí. Si están completamente seguros de lo que van a hacer...No será ninguna molestia para mí.

El hombre bajó de su asiento y les abrió la puerta de la caja. Soria se despidió de Jaspen y se acercó al vehículo, profiriendo un gritito cuando miró al conductor a los ojos. Él, por su parte, le dedicó otra vez esa sonrisa tan incómoda.

«¿Pero qué le ocurre a este sujeto?», se preguntaba Winger mientras trataba de hacer entrar a Demián, quien estaba aferrado al marco de la puerta como un gato. ¿Aquel hombre no se había dado cuenta de la manera en que todos ellos habían reaccionado, o siempre sonreía de esa forma tan particular?

Una vez que Winger y Mikán consiguieron hacer sentar a Demián y a Soria, el vehículo volvió a ponerse en movimiento rumbo a villa Tanguy. Los cuatro se mantuvieron callados durante un rato, mirándose entre sí. Afuera se oían los cascos de los caballos en su apacible andar.

—Hermoso día, ¿no creen? —comentó el peculiar individuo en cierto momento, hablándoles a través de la abertura que comunicaba la caja con el asiento del conductor.

—Muy bello —se limitó a responder Mikán, mientras comprobaba que el día estaba cada vez menos hermoso.

—No suelen recorrer esta carretera, ¿verdad?

—Es la primera vez —contestó Winger.

—Oh... —murmuró el sujeto, dándose vuelta en su asiento y mirándolo fijo con sus ojos saltones—. Es una maravilla absoluta.

Nadie comprendió qué era exactamente lo maravilloso, pero prefirieron no indagar. Soria, que estaba muy asustada, se acercó más a Mikán y lo tomó del brazo.

—Entonces, ¿cuál es el asunto que los lleva hasta nuestra pacífica villa?

—Tenemos una encomienda que entregarle a una persona —dijo Mikán.

—¿Y se puede saber a quién va dirigida esa encomienda? —continuó el insistente cochero—. No es que quiera entrometerme, pero villa Tanguy es un lugar pequeño y allí todos conocemos a todos. Estoy seguro de que podría orientarlos si me lo dijeran.

—Vamos a ver al conde Milau de Párima —respondió Winger.

El hombre se dio vuelta con brusquedad y metió casi medio cuerpo dentro de la caja, volviendo a clavarle los ojos. Winger dio un salto hacia el costado ante tan repentina reacción. Le pareció que esta vez el rostro del conductor mostraba unaexpresiva inexpresividad asombrosa. Por supuesto que el pobre muchacho no sabía cómo interpretar un pensamiento tan contradictorio como ese...

—¡Por favor! ¿Puede dejar de mirarnos así? —le espetó Demián al fin, muy incómodo.

—Oh... —murmuró el hombre, aún con la misma mirada, y aún con el torso metido en la caja—. Lo siento, no he querido asustarlos.

Un silencio engorroso se produjo tras esa escena. Pasaron varios minutos hasta que Winger se percató de que debido a la protesta de Demián, el conductor no les había respondido.

—Disculpe, ¿entonces usted sí conoce al conde Milau?

—Oh, por supuesto que lo conozco. —Esta vez el hombre mantuvo la vista al frente—. Es la persona más importante del pueblo. Los más ancianos cuentan que habita en la villa desde que ellos tienen uso de razón, y que tiene varios siglos de edad.

Winger se echó a reír, creyendo que el comentario había sido una especie de broma. Sin embargo, cuando el cochero volteó para mirarlo, su sonrisa había desaparecido.

—Lo que digo es cierto. El señor Milau es una persona muy... encantadora.

Winger estaba cada vez más convencido de que aquel individuo decía una cosa con la boca y otra muy distinta con los ojos. ¿Trataba de insinuarles algo?

Pero después de eso, nadie volvió a hablar.

Antes de la caída del sol, el cielo fue ganado por las nubes. Al principio no pareció nada importante, pero no tardaron en hacerse evidentes los negros nubarrones de tormenta.

—Parece que tendremos mucha lluvia —comentó el conductor.

Un poco más tarde, dos individuos vestidos de negro aparecieron en el camino. Con largas barbas y galeras, uno de ellos era muy alto; el otro, muy bajo. El vehículo se detuvo cerca de los dos personajes, quienes cruzaron algunas palabras con el cochero para luego abordar la diligencia. Winger y los demás se estremecieron al notar que ellos dos también tenían los ojos grandes, redondos y saltones.

—Buenas tardes —saludó el más alto mientras tomaba asiento al lado de Soria, sin notar la actitud aprensiva de la muchacha.

Su compañero asintió con la cabeza y se sentó junto a Winger.

—Buenas tardes —les devolvió Mikán el saludo—. ¿Ustedes también son habitantes de villa Tanguy?

—Definitivamente de ese lugar somos y de ningún otro —respondió con una voz grave el sujeto alto—. Dorías Zall, para servirles. Y este aquí es mi compañero de negocios, Frogmund.

El hombre bajo volvió a asentir.

—Entonces van en busca de nuestro apreciadísimo conde Milau —comentó Dorías Zall—. Nos lo dijo el conductor al recogernos. Hay muchas cosas que el señor Milau sabe y que puede enseñar a los que acudan a él...

—O al menos, eso dicen —se apresuró a añadir Frogmund.

—O al menos, eso dicen —repitió Dorías Zall—. Es una persona muy generosa...

—O al menos, eso dicen —volvió a agregar Frogmund.

—O al menos, eso dicen —asintió de nuevo Dorías Zall.

—¿Pero ustedes no lo conocen? —inquirió Winger, pasando por alto el insólito eco entre los socios.

—El conde es una persona muy ocupada, no suele salir mucho de su castillo —comentó Frogmund—. Deben hacer lo que tengan que hacer y partir sin más demoras de su bello hogar.

El hombrecillo no se molestó en explicar por qué había dicho eso. Simplemente se puso a observar el paisaje por la ventanilla, el cual había cambiado mucho respecto al del día anterior. Ya habían abandonado la zona del valle, la vegetación ahora escaseaba y el suelo era rocoso, y la temperatura había caído. Winger pensó que tal vez fuese su estado de ánimo, o quizás las nubes negras, lo que contribuía a darle además un tono deprimente a aquella postal del extremo sur de Lucerna.

Una hora más tarde, el carruaje de nuevo aminoró la marcha. Cuando se detuvo, otras dos personas subieron. Esta vez se trataba de una mujer con un vestido sencillo de campesina y su pequeño hijo. Los dos tenían esa misma mirada inexpresiva.

Después de hacerse espacio en los asientos y saludar a los presentes, la mujer comenzó a conversar con Frogmund acerca de cosechas de limones y temas por el estilo. Sin embargo, cuando el negociante mencionó que los cuatro visitantes iban hacia la residencia del conde Milau, la mujer se sobresaltó igual que lo había hecho antes el cochero.

—Oh, sí, sí, sí —murmuró ella, con su niño en las faldas—. Sin duda que deben ir a verlo. Es una persona muy bondadosa...

—O al menos, eso dicen —dijo Frogmund.

—O al menos, eso dicen —corroboró la mujer—. El conde siempre está ayudándonos a todos los que queremos vivir en la villa y no irnos a ningún otro lado... Créanme que los compadezco.

Winger notó que Demián estaba a punto de estallar de los nervios, pero logró tranquilizarlo susurrándole al oído que ya solo debían faltar algunos kilómetros. Mientras tanto, Dorías Zall se había puesto a conversar con Soria acerca de la interesantísima túnica que ella llevaba puesta. La chica, que respondía con monosílabos, se mantenía a la defensiva y aferrada a Mikán, como temiendo que aquel sujeto se le abalanzara en cualquier momento.

Pronto comenzó a anochecer. Winger entonces pudo apreciar unas luces a lo lejos que seguramente pertenecían a las casas de villa Tanguy.

Ruidosos truenos se hicieron oír.

—Todo indica que será una hermosa tormenta —comentó el conductor mientras los dos socios y la mujer asentían—. Cuánto lo siento por estos muchachos.

Ahora incluso el pequeño niño se sumaba al grupo de cabeceos afirmativos.

Y Demián no lo soportó más.

Winger pensó que el aventurero descargaría su tensión sobre todos los allí presentes, pero en lugar de eso hizo algo inesperado: abrió la puerta del carruaje y, en pleno movimiento, saltó afuera. Mirando por las ventanillas, sus tres atónitos compañeros lo vieron seguir tranquilo y a pie por la carretera.

—Genial —protestó Mikán, muy molesto—. Ahora tendremos que esperarlo en este apestoso pueblo de locos.

Por supuesto que no se había dado cuenta de que lo había dicho en voz alta, y no supo dónde esconderse cuando aquella gente misteriosa depositó en él sus miradas inexpresivas y sus sonrisas raras. Seguramente, pensó Winger, Demián habría disfrutado mucho de aquel momento bochornoso de Mikán.

—————

Poco después el coche arribó a villa Tanguy, un mustio poblado de casas grises y poco movimiento. La mayoría de las ventanas de las viviendas estaban iluminadas, y Winger tuvo la extraña sensación de que las personas se asomaban a observarlos cuando el vehículo pasaba frente a sus hogares. La diligencia avanzó por la calle principal hasta que al fin se detuvo frente a una posada con un letrero que rezaba: "Aquí, hospedaje".

Al descender, Dorías Zall, Frogmund y la mujer con su hijo se despidieron del conductor y dedicaron una última mirada muda al grupo. Luego se perdieron entre las oscuras callejuelas.

—Muchas gracias por su servicio —dijo Winger al cochero cuando este se preparaba para continuar su camino—. ¿Hay algo que podamos hacer por usted?

—Oh, no se preocupen, no es nada —aseguró el hombre—. Solo espero que puedan hacer algo por ustedes.

Y sin decir nada más, hizo marchar sus caballos y se fue. Los tres jóvenes lo vieron alejarse y justo en ese momento comenzó a llover.

—Será mejor que entremos a este lugar —propuso Mikán—. Podemos reservar habitaciones mientras esperamos al tonto de Demián.

La posada era una casa de piedra con cuatro o cinco mesas y una barra contra la pared del fondo. Un hombre delgado y rubio tocaba una pianola desafinada que a duras penas servía de entretenimiento para los pocos clientes del lugar. En cuanto atravesaron el umbral de la puerta, todos (incluso el músico) miraron a los recién llegados. Esas personas también tenían los ojos saltones e inexpresivos. Tratando de ignorarlos, los tres viajeros caminaron hasta la barra.

—Señores, ¿qué van a ordenar? —les preguntó la posadera, mirándolos fijamente.

—Nada por ahora, muchas gracias —respondió Mikán—. Quisiéramos saber cuál es el precio de una habitación simple para cuatro personas.

—Oh, lo siento mucho, pero no hay habitaciones disponibles. Es la época del Festival de los Limones. No hay adónde quedarse en ninguna parte del pueblo.

—El Festival de los Limones... —Consternado y evitando pensar en qué clase de visitantes podía recibir un lugar como ese, Mikán decidió hacer otra pregunta. Se acercó con discreción a la mujer y le habló en un susurro—: ¿Podría al menos decirnos hacia dónde queda la residencia del conde Milau?

Tal y como había anticipado, la posadera dio un respingo en cuanto oyó ese nombre.

—Debe referirse al castillo del señor Milau. Un sitio precioso. Siguiendo por esta calle hasta el final, cruzando el arroyo, hay un sendero de piedra que los llevará directo hacia allí. Desde el camino podrán verlo sin inconvenientes.

En ese momento la puerta de la posada se abrió e hizo su ingreso un empapado Demián.

—¿Podemos seguir, por favor? —masculló malhumorado, señalando hacia afuera con el pulgar, y enseguida volvió a salir.

Los demás agradecieron las indicaciones a la posadera y siguieron al aventurero.

—¿Se puede saber por qué rayos hiciste eso? —le espetó Mikán.

—Oye, mejor a pie que seguir con esos lunáticos —lo enfrentó Demián—. ¿Acaso no los escuchaste? "Oh, cuánto lo siento por ustedes. Ojalá el conde Milau no los mate. Ojalá que no les muestre sus colmillos. Oja..." ¿Qué estás mirando?

Mikán no le estaba prestando atención, pues tanto él como Winger y Soria observaban algo a la distancia. Se trataba de un castillo, asentado sobre la ladera del monte Tanguy, hecho de una roca tan oscura como las nubes de la tormenta que minuto a minuto empeoraba.

Los cuatro comenzaron a correr bajo la lluvia rumbo a la residencia del conde Milau, repitiéndose a sí mismos que todos esos rostros que se asomaban a su paso por las ventanas eran solo fruto de su imaginación.



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