X: El secreto de Rupel

El mercado de alimentos de ciudad Doovati era un lugar muy activo, colmado de puestos con toda clase de vegetales, carnes y especias traídos desde los lugares más distantes del continente, donde los entusiasmados compradores competían entre sí para trabar los mejores acuerdos. Al parecer, el dueño de "El Buen Provecho" era uno de los combatientes más aguerridos, pues siempre conseguía aquella mercadería sobre la que sus ojos se posaran, y bajo sus propias condiciones. Obviamente, pensó Winger, su jefe no era el dueño de un exitoso restaurante por casualidad.

—Verás, muchacho, el mercado es un verdadero campo de batalla —dijo el señor Grippe con aire de experto—: uno ha de llegar temprano y tener la convicción de que serán sus reglas las que se impongan; no se debe vacilar ni un instante y, lo más importante, hay que tener buen ojo para elegir siempre el mejor producto.

—Parece que todo esto lo apasiona —comentó Winger.

—No lo dudes, hijo —asintió el señor Grippe, muy serio—. Antes que nada, está el cliente. Por eso me gusta probar toda la mercadería yo mismo. Es la única forma de saber qué es lo que realmente ofrezco en mi humilde fonda.

Todos los años, luego del Combate de Exhibición, la Academia entraba en un receso que duraba dos semanas. Por eso Winger había podido acompañar a su jefe al mercado esa mañana invernal. Gritos, mugidos y cacareos se mezclaban en las pequeñas y desbordadas callejuelas. De vez en cuando el señor Grippe se detenía a discutir con algún vendedor y Winger tomaba nota de todas las transacciones y acuerdos realizados. Luego aquel regateaba la fruta más deliciosa y se la ofrecía a su ayudante como recompensa.

Cerca del mediodía encontraron un banco vacío en una plazoleta y decidieron sentarse a descansar. Los mercaderes continuaban pujando con sus clientes, pero el movimiento había amainado; desde lejos llegaba el balido de una cabra perdida y las voces de dos niños que jugaban con un perro.

—Vaya, ha sido una mañana muy laboriosa —exhaló el señor Grippe mientras se secaba el sudor de la frente con un pañuelo. De pronto se acercó a Winger con un aire misterioso—. Por cierto, ya he averiguado lo que me habías pedido. Acerca de esa chica que trabaja en la tienda de capas.

—¿De verdad? —Winger ya se había olvidado de ese tema.

—Así es —corroboró el padre de Markus sin abandonar la actitud detectivesca—. Su nombre es Rupel y solo hace un par de meses que trabaja en ese lugar. Cuando llegó a la ciudad, aclaró que estaba de paso y que necesitaba un empleo pasajero. Pero no se sabe de dónde proviene. Cumple con las tareas que le son encomendadas, habla poco, sonríe mucho, y eso es todo lo que he podido averiguar. Ahora dime, ¿por qué querías que investigue a esta chica? ¿Acaso es tu amiga?

—Se puede decir que sí. Acerca de eso, señor Grippe...

—Tío Grippe, Winger, tío Grippe.

—Tío Grippe... ¿Cree que una de estas noches podría ir cenar a su restaurante? Se lo pagaré, no se preocupe.

Hacía un par de semanas que una idea rondaba por la cabeza de Winger, y pensó que ese era buen momento para llevarla a cabo.

—Será un honor abrirle las puertas a un amigo —asintió el señor Grippe con una sonrisa amable—. Pero cuéntame, ¿es por algo en especial? ¿Alguno de nuestros platillos, tal vez?

—En realidad, es justamente para invitar a esta amiga mía...

El rostro del señor Grippe se iluminó con emoción ante esas últimas palabras. El hombre del mostacho se puso de pie de un salto, levantó las manos abiertas al cielo y gritó:

—¡OOOHHH! ¡EL AMOR DE LOS JÓVENES!

Todo el mundo en el mercado volteó para ver qué había sido esa apasionada exclamación.

—¡No! ¡No es eso! —Winger trató de contenerlo—. Es solamente...

—Ya me imagino toda la situación —continuaba el señor Grippe sin prestarle atención—. Una mesa alejada del resto, luces muy tenues... ¡Un violinista!

—¡No! —insistió Winger al ver que los pasantes aún los observaban con curiosidad—. Señor Grippe, en serio...

—¡Y la comida! Una de nuestras entradas especiales, después un delicioso cordero, o un lomo de bórax[1]. ¡Un violinista!

—¡Nada de violinistas, tío Grippe! —exclamó Winger, captando por fin la atención de su jefe—. Ella no es mi novia, no pretendo que sea una cena romántica. Simplemente algo bonito para agradecerle un favor. Solo eso.

—Ah... Ya veo... —murmuró el señor Grippe, algo desilusionado; se llevó una mano al bigote y rearmó la imagen en su mente—. Está bien. Aún así, déjalo en mis manos. Esa chica no olvidará esta noche, te lo aseguro.

—¿Esta noche? —Winger nunca dejaría de asombrarse de la buena disposición de su jefe—. Pero hoy es uno de esos días en que el restaurante estará repleto. ¿No hay problema con eso?

—Para nada. Vengan ustedes alrededor de las nueve y tendré todo listo. Y no te preocupes por el dinero —añadió con un guiño—, el tío Grippe invita.

—————

Esa noche, Winger llegó al restaurante a la hora acordada. Se sentía algo incómodo vistiendo su ropa habitual en un lugar tan distinguido (y no atrás, lavando los platos, ¡sino en la entrada!). Más aún le preocupaba pensar en las sorpresas que el señor Grippe podía haber preparado. Tuvo la tentación de asomarse y echar un pequeño vistazo, pero se dijo a sí mismo que lo mejor era no pensar de momento en eso.

No había sido nada fácil convencer a Rupel. A pesar de que ella siempre bromeaba con ese tipo de cosas, la expresión que puso cuando Winger la invitó a cenar revelaba que no se esperaba algo así. Por algún motivo, la pelirroja se había mostrado a la defensiva, y solo ante la insistencia acabó por aceptar la invitación.

Winger comenzaba a preguntarse si ella se presentaría cuando al fin la vio venir. No llevaba su típico vestido blanco, sino uno elegante, de una tela brillosa y liviana que resaltaba aún más todas sus curvas, y zapatos con plataforma que, ahora sí, definitivamente, la hacían mucho más alta que su amigo.

—Vaya, te ves estupenda —soltó un boquiabierto Winger.

—Trabajo en una tienda de ropa, tenía que encontrar algo bonito —comentó ella mientras jugaba con la flor azul que resaltaba su cabello color fuego.

—Ahora yo seré el único fuera de lugar aquí... —se lamentó Winger por no haberse ocupado un poco más del asunto de la vestimenta.

De golpe las puertas del restaurante se abrieron de par en par: allí estaba el mismísimo dueño del restaurante recibiéndolos con una enorme sonrisa.

—¡Señor Winger! Lo estaba esperando —dijo el señor Grippe con una voz cortés demasiado sobreactuada—. Y tú debes ser su encantadora compañera —se dirigió a Rupel, besando su mano—. De ninguna manera podrías ser más bella.

Rupel soltó una risita y miró a Winger de reojo, quien habría querido desligarse por completo de la escena.

Mientras el señor Grippe los hacía ingresar al restaurante, Winger se preguntó si su jefe había estado escondido en la recepción esperando el momento justo para hacer su entrada.

—Por ser el mejor cliente de la casa —proseguía el dueño con su actuación—, por supuesto que hemos preparado algo especial para esta noche, estimado señor Winger.

El muchacho se llevó una mano a la cara mientras Rupel volvía a reírse.

El comedor se hallaba repleto a esa hora. El señor Grippe no se detuvo allí y los guió hasta el patio de invierno del restaurante, un lugar de clima agradable, sutilmente iluminado y adornado con alfarería de distintas regiones del mundo y plantas colgantes con hojas exóticas. Pero lo que sorprendió a Winger fue la mesa en el centro del patio. Mejor dicho, la única mesa que había en el patio. ¡El señor Grippe había dispuesto el lugar solo para ellos!

—La cena será deliciosa, se los garantizo —comentó el señor Grippe mientras encendía las velas que había sobre la mesa.

Luego ayudó a Rupel a tomar asiento y se marchó. Al pasar junto a Winger, le hizo una seña de complicidad.

—Juro que yo no planeé nada de esto, no me malinterpretes —se excusó él mientras jugaba con su copa y evitaba mirar a Rupel a los ojos.

—No te lamentes tanto, me encanta todo esto. —La pelirroja en verdad se estaba divirtiendo.

—Puede llegar a pasar cualquier cosa. No te sorprendas si aparece un violinista.

—Vamos, disfruta de la situación —le sugirió ella con un guiño.

Enseguida volvió a aparecer el señor Grippe; traía consigo una bandeja de bruschettas con aceite de oliva y tomates disecados, y una botella presta a ser descorchada.

—El mejor jugo de frutas de la casa —les informó.

—¿Jugo? —repitió Rupel, un tanto decepcionada—. ¿No podría traernos algún buen vino, o algo por el estilo?

—¡Oh! Sí, lamento mucho mi imprudencia, señorita. En seguida le traeré nuestro mejor vino tinto.

—¡Muchas gracias! —Rupel le obsequió una sonrisa encantadora.

—Yo me quedaré con el jugo, gracias. —Winger miró a su compañera con cierto recelo: ¿acaso se estaba aprovechando de la situación?

El señor Grippe se fue y regresó enseguida con la botella vino. Llenó las copas y volvió a retirarse, prometiendo que la comida ya estaba en camino.

—¿Cómo es que conoces al dueño de este restaurante? —indagó Rupel mientras probaba el vino.

—Trabajo aquí. Él es el padre de un amigo.

—Se nota que te tiene mucho aprecio. No creo que prepare veladas románticas para todos sus empleados.

—Es cierto, supongo que tienes razón —admitió Winger, preguntándose por qué razón su jefe le tenía tanto aprecio.

—Parece ser un hombre encantador —comentó Rupel con una voz sincera. Levantó su copa y volvió a llevársela a los labios—. Estás muy tenso. Relájate, pequeño.

Resignándose al consejo de su amiga, Winger dio un trago a su jugo de frutas; sintió el agradable sabor de las fresas en su paladar y al fin pudo distenderse un poco.

El señor Grippe fue su anfitrión durante toda la noche. La entrada consistió en creps con salsa de champiñones, y luego vino el platillo principal: un apetitoso lomo de res cocinado a punto, acompañado con una guarnición de verduras grilladas. A Winger le llamó la atención la forma en que la carne estaba recubierta por granos de pimienta y especias. Rupel le explicó que esa receta era típica de las islas del sur del continente y que, curiosamente, era una de sus comidas predilectas.

Todo estuvo delicioso. Winger recordó las palabras de su jefe en el mercado de alimentos y llegó a la conclusión de que aquel control personal de calidad realmente valía la pena. A lo que no le encontró mucho sentido fue a las continuas idas y venidas del señor Grippe, quien parecía estar espiándolos todo el tiempo. Rupel no le daba importancia a eso y reía sin parar; su alegría era suficiente para aplacar los nervios de Winger.

Cuando llegó la hora del postre, los ánimos se habían calmado y la pareja de comensales se mostraba tranquila y a gusto en el cálido patio de invierno.

—Dime, ¿por qué dudaste tanto para aceptar mi invitación? —preguntó Winger en cierto momento, mientras saboreaba su ensalada de frutas con crema.

—No es que haya dudado. Simplemente no estoy acostumbrada a esta clase de trato. Nunca me habían hecho un regalo así. Muchas gracias. —La mirada de la pelirroja se había vuelto cándida.

—Tú te lo mereces. Gracias a ti ahora soy un gran mago —bromeó Winger, inflando el pecho y señalándose con los pulgares.

—No te confíes tanto, pequeño, todavía te queda un largo camino —lo frenó ella con astucia—. Pero me agrada esa actitud, debes seguir así. Mañana aprenderemos el Meteoro.

—¡El Meteoro! —Winger se inclinó hacia delante con perplejidad—. Pero ese es un conjuro muy avanzado para mí, no creo estar listo...

—¡Shhh! —lo silenció ella—. Yo soy tu maestra y sé para qué cosas puedes estar listo. Además, es lo menos que puedo hacer por esta cita tan romántica.

—No es una cita romántica...

En ese mismo momento, un violinista hizo su entrada y comenzó a tocar una dulce melodía para ellos. Los dos se echaron a reír. Aunque Winger volvía a sentirse abochornado, Rupel la estaba pasando de maravilla y se las ingenió para poner al músico en aprietos pidiéndole las canciones más extravagantes.

—————

Luego de agradecer al señor Grippe por la velada tan grata, Winger y Rupel aprovecharon la hermosa noche para dar un paseo. Caminaron sin rumbo fijo por las calles silenciosas de ciudad Doovati. Winger notó a Rupel más animada que de costumbre, bailando en las aceras y riéndose ante cualquier comentario.

«El vino le está haciendo efecto», pensó mientras la observaba danzar y cantar. Más allá de eso, encontraba fascinantes cada uno de sus gestos, cada ademán, cada mirada...

—Rupel, ¿puedes contarme algo acerca de tu vida? —se atrevió a preguntar—. Eres una chica muy misteriosa...

—Es cierto, pero yo tampoco sé nada de ti; no sé quién de nosotros dos es más misterioso. Cuéntame, ¿por qué aprendes magia? ¿Qué hacías antes de venir a la ciudad?

—¿Te has dado cuenta de que tomaste mi pregunta y estás devolviéndomela?

—¡Vamos! Primero hablas tú y luego prometo revelarte un pequeño secreto mío —prometió la pelirroja haciéndole un guiño—. ¡Ups!

Rupel tropezó y casi se cae al suelo. Winger se acercó a ayudarla mientras ella no paraba de reírse. A partir de allí, caminaron tomados del brazo.

Poco a poco fueron alejándose de la zona céntrica. La noche era inusualmente cálida y el monte escondía figuras entre sus árboles. Sin proponérselo, tal vez por pura costumbre, llegaron al sitio donde llevaban a cabo sus prácticas, bajo el gran nogal. Decidieron que aquel era un buen lugar para sentarse y conversar tranquilos. Permanecieron unos instantes sin hablar, mirando en dirección al palacio. Mil antorchas emulaban las luces que brillaban en el cielo.

Winger miró a Rupel; ella no lo miró. Era claro que la pelirroja no soltaría una palabra si él no hablaba primero. Se dijo a sí mismo que tal vez había llegado el momento de revelarle a alguien su historia. Y quitarse ese peso de encima.

—Siempre me ha gustado la magia —comenzó—. Hay cierto recuerdo, tal vez el más antiguo que tengo... Es sobre un mago que iba a visitarnos a nuestra granja. Era un hombre amable que hacía trucos sorprendentes para entretenerme. Tal vez ahora ya no los encontraría tan fabulosos, pero en ese entonces yo era muy pequeño y una simple chispa era algo grandioso para mí.

Rupel sonrió con ternura al imaginar la escena.

—Ha pasado mucho tiempo desde aquello. No recuerdo cuál era el nombre del mago, ni siquiera recuerdo su rostro. Tal vez era un conocido lejano de mis tíos, o algo por el estilo.

—¿Dónde vivían ustedes?

—¿No te lo he dicho? —se sorprendió Winger; al parecer, era cierto que él tampoco le había contado mucho acerca de su vida—. En los campos de cultivo del sur. Mis tíos tenían una pequeña granja allí. Entre los tres nos encargábamos de las cosechas y del cuidado de los animales. Tía Bell también tenía plantas florales. —El muchacho no pudo dejar de sonreír al recordar lo quisquillosa que era su tía con sus jazmines y sus rosales—. Luego yo acompañaba a tío Víctor a vender nuestros productos por los poblados de la zona. Nunca nos alejábamos demasiado.

—O sea que has venido directo del campo a la ciudad. Debe haber sido un gran cambio para ti.

—Muy grande. Nunca había estado aquí antes.

—¿Y por qué decidiste venir ahora a ciudad Doovati?

Winger dudó una vez más antes de proseguir. Finalmente, decidió contarlo todo.

—Hace algunos meses, me encontraba buscando unas herramientas en el sótano, cuando de golpe me topé con un manual de conjuros: el libro de Waldorf.

—Es ese viejo ejemplar que siempre traes contigo, ¿cierto?

—¡Así es! Y lo más sorprendente es que lo hallé justo el día de mi cumpleaños. Al principio pensé que podía ser un regalo de mis tíos, pero cuando ellos descubrieron que estaba leyéndolo se mostraron bastante disgustados. Me dijeron que no sabían cómo había llegado ese libro a la granja, y tío Víctor me prohibió practicar magia por mi propia cuenta. Pero ese libro... —Una sonrisa que significaba una disculpa se formó en los labios de Winger—. La variedad de hechizos, la combinación de elementos, las fórmulas alquímicas... ¡Todo lo que había allí era asombroso para mí! Simplemente no pude contenerme. Comencé a practicar por las noches, cuando nadie me veía.

—Oh, no... —La expresión en el rostro de Rupel revelaba que se había adelantado al desenlace de la historia.

—Creo que ya sabes qué fue lo que sucedió.

—Tu Bola de Fuego.

—Mi Bola de Fuego... —asintió Winger con una mueca de ironía—. Una noche, mi tonta Bola de Fuego estalló. La explosión fue gigantesca, y todo se volvió muy confuso. Aún ahora no comprendo cómo logré salir ileso mientras que toda la casa ardió como una hoguera. Solo puedo recordar el calor del fuego y el humo que acabó por hacerme perder el conocimiento. A la mañana siguiente, mis tíos, ellos...

Winger bajó la vista y se quedó así un buen rato. Rupel le acarició el cabello y apoyó la cabeza sobre su hombro. Él encontró aquel gesto muy reconfortante.

—No pude reaccionar por dos o tres días. Mi mente se había quedado en blanco. Por fortuna, un granjero amigo de la familia pasó por allí y me recogió. Fueron él y su esposa quienes me ayudaron a recuperarme luego del incendio. Recién una semana después pude volver a pensar con claridad. Entonces supe que tenía que hacer algo. Sabía que no podía arreglar la granja; era demasiado trabajo para mí solo.

—¿No tienes más parientes?

—Mis tíos nunca hablaban acerca de otros familiares. Sé que tía Bell tiene un hermano, pero él vive en otras tierras y no creí que fuera lo correcto ir a molestarlo con mis problemas. Por eso tomé la decisión de venir hasta aquí e intentar ingresar en la Academia de Jessio. Tal vez así podría aprender a controlar ese maldito conjuro... —Winger se detuvo de pronto—. Ahora que lo pienso, es algo muy contradictorio. ¿Por qué quise insistir con la magia cuando eso fue lo que causó el incendio en primer término?

—No debes verlo de esa forma. Si buscaste hacer esto es porque realmente lo sientes, y tu potencial me demuestra que un poderoso mago siempre ha estado dentro de ti. Es natural que quieras expandirte al máximo.

—Tal vez tengas razón. —Winger se llevó una mano al mentón y trató de ahondar en sus motivos más profundos—. En aquel momento ni siquiera titubeé. Sabía que eso era lo que tenía hacer y, en verdad, no me arrepiento. Vendí lo poco que quedaba de nuestra última cosecha junto con las herramientas y los animales que no habían huido, y con ese dinero llegué a ciudad Doovati. Y esa es toda la historia —concluyó Winger con una media sonrisa que no tenía un sentido muy preciso—. En fin, ahora es tu turno.

—No creo tener mucho que decir —musitó Rupel distraídamente.

—¡Vamos! Dijiste que me contarías un secreto.

—¡Oye! No me presiones de esa manera, pequeño. —La pelirroja se paró con algo de dificultad—. ¿En verdad quieres oír mi secreto? Puede ser algo traumático para ti —le advirtió, apuntándolo con un dedo.

—¡Sí! Quiero saberlo —insistió Winger mientras se reía.

—Está bien, si eso deseas... —Rupel se encogió de hombros—. Dime, pequeño, ¿cuántos años crees que tengo?

—No los suficientes como para decirme "pequeño" cada tres segundos...

—¿Pero qué edad piensas que tengo?

—No lo sé. ¿Unos dieciocho?

—¡Muy bien! A esa cifra ahora agrégale una eternidad.

Winger la miró, un poco desorientado.

—¿Qué quieres decir? No comprendo.

—Lo haré más sencillo: yo soy... —Rupel se agachó y acercó su rostro al de Winger. Hizo una larga pausa para generar suspenso y luego esbozó una amplia sonrisa—: Yo soy la reencarnación de Cerín, la diosa del fuego.

Rupel se quedó esperando la reacción de Winger, aún sonriendo y arqueando una ceja con perspicacia.

—Y yo pienso que has bebido demasiado.

—¿No me crees? —protestó la pelirroja, con las manos en la cintura y mirándolo aún más de cerca.

De pronto, Winger notó que la expresión en el rostro de Rupel se había vuelto muy seria. Una especie de aura rojiza comenzó a rodearla; el brillo fue haciéndose más y más intenso, hasta convertirse en potentes llamas.

—¿Te atreves a dudar de la palabra de Cerín?

Los ojos de Rupel resplandecían como brasas ardientes. Alzó las manos y disparó un chorro de fuego que se elevó hacia las alturas. Winger retrocedió aterrado mientras observaba como la gran flama adoptaba la forma de un fénix. La llama siguió expandiéndose, iluminando con un anaranjado muy intenso todo el cielo sobre el claro, aumentando intensamente la temperatura del lugar. La imagen era de una irrealidad digna de los sueños, con el ave incendiaria creciendo y elevándose en medio de una espiral de fuego enloquecida y furiosa.

Y al final, todo aquel espectáculo ígneo que había nacido desde las manos mismas de Rupel se extinguió con un simple movimiento de sus muñecas.

En un instante la calma absoluta retornó al claro.

—¿Ahora me crees? —preguntó ella con una alegre sonrisa, de nuevo con su aspecto habitual.

Pero Winger no podía responder, pues estaba paralizado. Lo que acababa de presenciar era simplemente increíble. Era cierto que Rupel tenía habilidades sorprendentes, ¿pero la diosa del fuego? No podía ser verdad. Y sin embargo, ¡lo acababa de ver con sus propios ojos! ¡Cerín, frente a él!

Cuando el muchacho pudo recobrar el habla, comenzaron las preguntas:

—¿Realmente eres Cerín?

—Así es. Pero prefiero que sigas llamándome Rupel. Ella es la forma que adopté al nacer en esta reencarnación, y así quiero ser conocida.

—¿Pero qué estás haciendo aquí?

—El Recinto Etéreo es un lugar muy aburrido. Por eso, de vez en cuando me gusta bajar a la Tierra y llevar una vida más agitada.

—¿Pero por qué en Catalsia, en Doovati, frente a mí? —Winger estaba muy confundido y nervioso. De repente, una idea lo alarmó—. ¿Para qué me estás entrenando?

—¡Oye, tranquilo! Solo trato de ayudarte con tu técnica, nada más. Que nos hayamos conocido es simple coincidencia, no me veas como un monstruo que controla el destino. ¡Yo no soy Zacuón, niño! Mírame. —La pelirroja dio un paso hacia atrás y abrió los brazos—. ¿Ves algo distinto en mí? Soy la misma Rupel que conociste aquella vez en la tienda de la vieja Alba. Pero ahora conoces mi pequeño secreto —cerró la frase con una expresión traviesa.

—¡¿Pequeño secreto?! —repitió Winger, incrédulo—. ¿Crees que es poca cosa enterarme que eres una diosa? ¡Cerín! ¡La diosa del fuego! ¡Frente a mí!

El pobre chico caminaba dando vueltas por todo el claro, tratando de acomodar tanta información repentina en su simple cabeza de granjero.

—Winger, tranquilízate. —Rupel tomó el rostro del muchacho entre sus manos y lo miró directo a los ojos—. Todo va a seguir como siempre.

—¿Y cómo pretendes que todo siga como antes?

—Fácil: no quiero preguntas sobre otras vidas, ni sobre lo que es ser una divinidad. Tampoco quiero que me adores ni que me temas. Vine a este mundo para descansar de todo eso.

—Está bien, como digas —accedió Winger a medias; esa explicación no lo contentaba del todo, y las preguntas en su mente seguían apareciendo como una lluvia interminable—. ¿Pero cómo es que me cuentas todo esto a mí?

—¡Ey! Fuiste tú quien insistió tanto. Además, pareces un buen chico, confío en que no me delatarás —agregó la pelirroja guiñándole un ojo.

Winger continuó yendo y viniendo por el lugar hasta que lentamente fue recobrando la calma. Sus pensamientos comenzaban a enfriarse, al menos un poco.

—Así que Cerín, la diosa del fuego... —reflexionó en voz alta—. Con razón eres tan bonita.

El comentario hizo sonrojar a Rupel, aunque Winger estaba demasiado abstraído como para notarlo.

—Pero todavía no comprendo. ¿Qué clase de vida lleva un dios en este mundo?

—¡Oye! Te dije que esas preguntas no valen —volvió ella a detener el interrogatorio—. Solo te responderé esto: nací como humana y viviré el resto de mi vida como lo hacen todos los humanos. Estoy sujeta a las mismas cosas que también te afectan a ti, y eso incluye hambre, sueño, cansancio, tristeza, o lo que tú quieras. Ah, y una cosa más: no esperes ver milagros, porque este es un cuerpo mortal. Hermoso cuerpo, por cierto, pero humano al fin y, como tal, no es adecuado para dejar salir todo mi poder. ¿Contento?

—Supongo que sí... —se resignó él.

Winger y Rupel se miraron unos instantes; ella le dedicó una sonrisa que él finalmente acabó por devolverle.

—Bueno pequeño, es muy tarde. Ve a acostarte, pues mañana comenzaremos con un duro entrenamiento. Vamos a continuar con la misma rutina de siempre, olvidarás todo lo que has visto y oído esta noche, y no volverás a hacerme preguntas sobre los dioses. Yo soy tu amiga Rupel, ¿entendido?

—De acuerdo. ¿Pero puedo pedirte yo también un favor a cambio?

—Dispara.

—Me llamo Winger. No niño, ni pequeño, ni ningún otro diminutivo por el estilo. ¿Podrías llamarme solo por mi nombre?

—Como gustes, chiquillo —bromeó ella—. Nos vemos mañana, y muchas gracias por la cena.

Rupel se acercó, lo besó tiernamente en la mejilla y luego se marchó.

Winger se quedó en el claro un rato más, admirando la noche infinita. Las estrellas resplandecían en aquel abismo del cielo, muy lejanas. Y sin embargo, él supo que a partir de ese momento podría alcanzarlas una y otra vez.



[1] El bórax es un oso de pelaje pardo, con anchas orejas triangulares que delatan su  oído afinado. Mide más de dos metros de altura y es muy valorado en todo el mundo debido al sabor de su carne. Suele considerárselo un símbolo de virilidad y fortaleza física.



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