VII: Esos ojos de zorro
Todo un mes había transcurrido desde el dramático enfrentamiento entre Lara y Rowen. El invierno había llegado, y junto al frío, un clima gris y apagado sobrevolaba las clases de los aprendices del nivel inicial.
Por fortuna, Lara solo había sufrido una fractura en su brazo derecho, aunque no podría volver a practicar magia hasta la primavera. Sin embargo, otro era el asunto que tenía a Winger tan perturbado en relación a su amiga: Lara había dejado de hablarle.
Todo había comenzado después del duelo. La muchacha se había ido distanciando, hasta el punto que ahora solo se dirigía a él con parcos monosílabos. Winger se pasaba las clases observándola allí, sentada junto a Markus, y se preguntaba cómo una chica tan amable había podido cambiar tanto de la noche a la mañana. La comprensión aún estaba lejos de su alcance...
—————
Cierta mañana, muy temprano, Winger se reunió con Jessio en la entrada de la Academia. Era uno de los días de asueto para los aprendices, por lo que todos sus condiscípulos debían encontrarse acurrucados entre las cálidas sábanas a esas horas. Al parecer, por fin había llegado la hora de cumplir con su castigo por la riña con Rowen. Sin embargo, a Winger no le pareció una sanción para nada desagradable: acompañaría a Jessio como su ayudante... ¡ni más ni menos que al palacio real!
—¿Has traído tu pluma y un pergamino, Winger? —preguntó el maestro mientras tomaban por la avenida principal de la ciudad.
—Sí, señor.
—Tendrás el honor de conocer al rey Dolpan en persona, ¿qué te parece?
—Creo que bien... —balbuceó el aprendiz, aunque en verdad estaba muy nervioso—. Señor, ¿usted conoce al rey desde hace mucho tiempo?
—Nos conocimos hace veinte años. La Era de la Lluvia fue una época muy perjudicial para Catalsia debido a que este reino se halla entre dos cadenas montañosas. Los campos de los que tú provienes se encontraban completamente inundados; los cultivos se arruinaban y numerosas enfermedades surgían en los pueblos y en las ciudades. Fue así que el entonces príncipe Dolpan decidió partir en un viaje para dar con alguna solución al problema.
—¿Y la encontró? —indagó Winger con interés.
—La Era de la Lluvia se acabó, ¿cierto? —observó Jessio con astucia.
Pasaron frente al templo en honor a los Dioses Protectores. Muchos ciudadanos acudían allí diariamente a rendir tributo a las deidades y hacerles ofrendas.
—¿Tú familia veneraba a algún dios en particular, Winger? —preguntó el maestro mientras contemplaba la cúpula dorada con sus seis prominentes estatuas.
—Mis tíos nunca fueron personas muy religiosas, señor. A decir verdad, casi todo lo que conozco acerca de los Dioses Protectores lo aprendí a partir de mi llegada a la ciudad.
—Qué curioso. Había supuesto que tu familia rendía honores a Cerín.
Winger comprendió que lo decía por su capa roja. Sin saber por qué, la imagen de Rupel se le cruzó por la mente. Inmediatamente después, el incendio...
—No, señor —dijo al fin.
En silencio cruzaron la plaza de las fuentes, frente a la cual se levantaba el majestuoso palacio real. Una profunda fosa lo circundaba, siendo necesario sortearla a través de un puente de piedra para llegar a las escalinatas de la entrada.
Sobre el puente, dos centinelas armados con lanzas montaban guardia. Endurecieron su pose y saludaron al maestro de la Academia con una reverencia.
Al pasar junto a ellos, Winger pudo notar que lo observaban a él con curiosidad. Pensó que tal vez los guardias lo imaginaban un talentoso aprendiz que el maestro en persona quería presentar al rey. Si bien eso no era cierto, Winger debía reconocerse que había progresado mucho en ese último tiempo. Gracias a la ayuda de su maestra particular, ahora controlaba a la perfección los seis hechizos que los demás ya conocían al momento de su llegada a la Academia, más los nuevos que habían estado aprendiendo recientemente: la resistente Crisálida, el veloz Chorro de Agua, y el conjuro más complejo de todo el nivel inicial: la versátil Encantación. A todo eso, aún había que sumarle los trucos especiales que Rupel estaba enseñándole...
Subieron las escalinatas e ingresaron al castillo a través del gran arco de entrada, el cual los condujo a un largo corredor. Amplias ventanas a ambos costados dejaban entrar mucha luz al pasillo, y entre ventana y ventana se alzaban numerosos estandartes de color granate con el escudo de armas de la casa de Kyara: una nube gris atravesada por un báculo dorado, con el sol naciente sobresaliendo por encima de la nube.
Varios sirvientes ocupados en sus quehaceres iban y venían por el corredor, y todos dedicaban un respetuoso saludo a Jessio al pasar a su lado. Winger llegó a distinguir la sala del trono al final del corredor, pero no llegaron hasta allí. Tomaron un pasillo secundario que los llevó hasta un espléndido jardín interno, lleno de hortensias, narcisos, agateas y un almendro florecido. Un sutil camino de agua desembocaba en el estanque artificial que había en el centro del patio, donde un grupo de personas se encontraban reunidas junto al árbol de flores blancas. Winger de inmediato reconoció al rey Dolpan por su porte y sus ropajes majestuosos; al parecer, el soberano estaba narrando alguna historia acerca de ese mismo jardín.
—¡Jessio! ¡Seas bienvenido! —exclamó el rey al ver arribar a su primer consejero, recibiéndolo con una afectuosa sonrisa y los brazos en alto.
Se trataba de un hombre algo mayor que Jessio, a juzgar por los cabellos grises que se mezclaban en su barba prolijamente recortada con otros de color castaño claro. Una esbelta capa roja cubría las anchas espaldas del rey, y su pecho elevado delataba que en otras épocas había poseído un cuerpo poderoso. El rostro del soberano era bondadoso, pero Winger no pudo evitar notar unas ojeras pronunciadas que le daban una apariencia fatigada.
—Muy buenos días, su alteza —saludó Jessio con una inclinación solemne que Winger imitó con torpeza—. Hoy me acompaña este aprendiz, quien será mi ayudante. Su nombre es Winger y es oriundo de los campos del sur.
—Otra joven promesa, ¿eh, Jessio? —comentó el rey, de buen humor—. Y como tú podrás ver, yo ya me encuentro en compañía de nuestros visitantes, quienes acaban de llegar esta misma mañana. —Con un gesto de la mano, el soberano señaló al grupo de ocho personas que había a su lado.
Jessio ya había puesto a Winger al tanto de esos invitados especiales: se trataba de la comisión de embajadores de Pillón, un pacífico país que lindaba con Catalsia hacia el noroeste, quienes se hallaban en una misión diplomática. Todos ellos vestían la misma túnica azul con bordes de plata y la insignia de su patria sobre el pecho: una estrella de ocho picos que representaba a los ocho ministros de la primera república del continente.
—Es todo un honor conocerlo, señor Jessio —saludó gentilmente una mujer de mediana edad, menuda y de cabello negro ondulado—. Mi nombre es Charlotte y soy la embajadora primera de la república de Pillón. Su majestad el rey Dolpan nos ha estado hablando mucho acerca de usted y de lo importantes que son sus consejos en las decisiones del reino. Espero que juntos logremos hallar una respuesta para este conflicto que preocupa a ambas naciones.
Charlotte fue introduciendo al resto de su comisión, quienes intercambiaron saludos con el hechicero y agregaban algunos comentarios menores que Winger se esforzaba en anotar letra por letra en su pergamino.
De pronto, la atención del muchacho se detuvo sobre otra persona que se encontraba allí presente, pero sin participar de la situación. Le resultó curioso no haber reparado antes en él, pues a pesar de su discreción se trataba del individuo más llamativo del grupo. El hombre, de unos treinta y cinco años, tenía el cabello negro corto y un rostro muy serio y afilado. Llevaba puesta una reluciente armadura negra y sostenía en su brazo un casco extraño, con una forma alargada y púas que sobresalían hacia los costados. Sus ojos, oscuros y fríos, resaltaban por la extrema palidez de su piel, inusual en los habitantes de esa zona templada del continente. Por su atuendo y la posición en que se ubicaba respecto al rey, Winger dedujo que debía tratarse de algún importante militar de Catalsia. El sujeto dirigió su mirada gélida hacia Winger, quien se apresuró a regresar la vista hacia su pergamino.
Entretanto, los diplomáticos continuaban con la charla de presentación, entre cumplidos y elogios. Por todas las minucias que ya había anotado, Winger comenzaba a pensar que ese rollo de pergamino le quedaría corto, cuando una voz femenina cortó la conversación:
—¿Qué haces aquí afuera?
La pregunta había sido hecha con brusquedad y había llegado desde otro de los portales que conducían hasta ese jardín. De pie bajo el arco, observando con expresión adusta, había una chica de la edad de Winger, con atuendo de equitación y el cabello castaño rojizo atado en una cola.
—Los doctores han dicho que no debes exponerte al sol —volvió a hablar con el mismo tono áspero.
El rey rió afablemente y extendió los brazos en señal de bienvenida:
—Les presento a mi hija Palessia, la princesa heredera de la casa de Kyara.
La princesa hizo una mueca extraña al oír su propio nombre. Se acercó con desgano hasta el almendro y saludó a los presentes con un gesto casi imperceptible. De repente clavó sobre Winger sus ojos castaños y penetrantes, tan intensos que obligaron al muchacho a desviar la mirada.
—¿Vienes de los establos, hija? —preguntó el rey.
—Y vuelvo a los establos, padre —replicó ella—. ¿Quién es él?
Otra vez volvía a mirar a Winger.
—Es un aprendiz de la Academia, princesa —le explicó Jessio—. Y hoy se encuentra siendo mi ayudante.
La princesa, muy seria, continuó estudiándolo un poco más.
—Que venga conmigo —ordenó y, sin decir más, comenzó a desandar su camino.
Winger miró a Jessio sin saber qué hacer; después de todo, él estaba allí por el tema de su castigo. Pero su maestro asintió con la cabeza, dándole a entender que podía (¿o debía?) ir con ella.
La princesa marchó en silencio y con paso decidido por las galerías exteriores del castillo, con Winger siguiéndola a unos cuantos metros de distancia. No sabía si tenía permitido dirigirle la palabra; como Palessia no decía nada, decidió él también estarse callado. Continuaron avanzando así hasta que ella se detuvo cerca de una pequeña fuente adornada con la escultura de una ninfa acuática, en otro de los patios del palacio. La princesa se sentó en el borde y pasó su mano por la superficie del agua.
—¿No íbamos a los establos? —preguntó Winger en voz baja.
—Pero me he quedado aquí —repuso la princesa a secas—. ¿Cuál es tu nombre?
—Me llamo Winger.
—El mío es Pales, no "Palessia" —aclaró ella, enfatizando con una mueca de desagrado ese nombre—. ¿Y por qué has venido hoy con Jessio? Nunca lo acompañan aprendices tan jóvenes.
—Bueno, lo que ocurre es que... —comenzó Winger a excusarse—. Tuve una especie de pleito con uno de mis condiscípulos y ahora estoy cumpliendo mi castigo...
—¿Por qué dices "especie" de pleito? ¿Eres fuerte?
—Ese fue el problema —se lamentó él, avergonzado—. Soy nuevo, así que no pude defenderme de los ataques de Rowen.
—Ya veo. Él es un cobarde. Y tú, un debilucho.
—He estado mejorando desde aquella vez —se defendió Winger, ahora ofendido.
Intentó mirar a Pales con resolución, pero la mirada de esa chica resultaba aplastante. Nunca había visto unos ojos así, tan desafiantes, tan profundos. Con una seriedad y una calma inquebrantables, la princesa lo atravesaba como una lanza de hielo con esos ojos de zorro, llenos de astucia e inteligencia. Winger acabó por bajar la vista una vez más.
—Este reino está lleno de personas débiles —comentó ella despectivamente, como al pasar—. Los más fuertes siempre son extranjeros. Eso no es bueno, los parásitos pudren el árbol desde adentro...
Winger no comprendió a quién se refería con ello. ¿Acaso estaba hablando de Jessio al mencionar a los extranjeros? ¿De los embajadores de Pillón? O tal vez, de ese otro individuo...
—¿Quién es ese hombre de armadura negra? —decidió preguntar.
—Es Caspión. General del ejército de Catalsia, jefe de inteligencia bélica y también guardián de mi padre. Es oriundo del reino imperial de Laconte. Es decir, un extranjero, al igual que tu maestro. —La princesa habló en un tono mordaz que no se molestó en disimular—. No confío en los extranjeros. El rey es patético al dejarse rodear por moscas como esas.
—No me parece justo que digas eso —se le opuso Winger, con prudencia.
—¿Y quién podría saberlo mejor que yo? —replicó ella, poniéndose de pie—. ¿Acaso no has visto la apariencia de mi padre?
Era cierto. Incluso él había tenido la impresión de que el rey era aquejado por algún tipo de enfermedad.
—El rey se está convirtiendo en una persona débil e influenciable. Si alguien así está a la cabeza de una nación, no tardará en contagiarse la peste a todas partes. Y es entonces cuando atacan las sabandijas...
Winger la miró con disgusto; había algo en la forma de hablar de Pales que no le agradaba en absoluto.
—Si sabes que soy un discípulo de Jessio, ¿por qué estás contándome estas cosas? —inquirió Winger sin rodeos; sabía que ese no era el modo de dirigirse a una princesa, pero la actitud desafiante de Pales lo invitaba a dejar las apariencias de lado.
—No lo sé. —Ella simplemente se encogió de hombros, como si el asunto no le importase demasiado—. Tal vez sea porque eres un novato y trato de hacerte un favor antes que te laven le cabeza como al resto en esa Academia.
Winger estaba a punto de replicar cuando el repentino tintineo de campanillas llamó su atención.
—¡Je je je je! —Una risa estridente llegó desde lo alto de las murallas—. No debería hablar así de su alteza real, princesa.
—Hablando de pestes —musitó Pales con fastidio.
Sentado sobre una medianera cercana había un arlequín observándolos con una gran sonrisa burlona. Tenía el rostro pintado de blanco e iba vestido con un atuendo colorido, con rombos blancos y rojos, y cascabeles en las tres puntas de su gorro que resonaban cada vez que se movía. El payaso bajó de un salto y avanzó jocosamente hacia ellos.
—Aquí hace su entrada Piet, el extraordinario bufón de la corte —se presentó, haciendo una reverencia tan exagerada que las campanas de su gorro tocaron el piso.
—Nadie te ha llamado, Piet —le espetó Pales—. ¿Y qué hacías escuchando nuestra conversación?
—¡Oh! No, no, no, no, no —negó el arlequín con la cabeza, haciendo sonar sus cascabeles—. Piet es la mascota de su majestad y hace lo que le plazca. ¡Hop!
El bufón se puso a dar brincos por el patio mientras reía lunáticamente. A Winger le resultó un personaje repelente en todo sentido y, al parecer, Pales opinaba lo mismo. El arlequín acabó sus piruetas con un gran salto, posándose justo arriba de la escultura de la fuente.
—Tú no puedes hacer lo que quieras. ¡Vete ahora mismo si no quieres que te haga ahorcar!
La sonrisa de Piet se hizo enorme al oír la amenaza de Pales.
—Oh... Pero, princesa Palessia... —El bufón acentuó cada letra del nombre para irritarla aún más—. No es usted quien decide cómo se hacen las cosas aquí. Sino Piet... ¡Digo, el rey! ¡Je je je je! ¡Pero qué es lo que he dicho!
—Me tienes harta —soltó Pales mientras Piet reía sin parar—. Winger, atácalo.
—¡¿Qué?! —exclamó él, desconcertado—. No se supone que...
—¡Es una orden! Este tipo está loco. Te ordeno que me defiendas y lo espantes.
Winger dudaba si debía hacerlo o no. La risa de Piet era tan molesta...
—¡Bola de Fuego!
Una llama se materializó en la mano de Winger y el bufón se calló, observándolo con cautela pero sin dejar de sonreír.
—Oh... ¿Te gusta jugar con fuego? —inquirió Piet arqueando una ceja—. ¿Y qué vas a hacer con eso?
—Esto.
Winger arrojó la Bola de Fuego hacia arriba. Piet desvió la mirada hacia la llama, aprovechando Winger la oportunidad para actuar:
—¡Ráfaga de Viento!
El golpe de aire tomó al arlequín por sorpresa, dándole un fuerte empujón que lo hizo caer dentro la fuente. Winger dio un paso y se colocó delante de Pales, con una actitud desafiante hacia Piet. Desde el agua, el bufón los miró con vileza por un segundo, pero enseguida volvió a sonreír.
—Tal vez Piet ya no quiere jugar —comentó mientras se ponía de pie para salir de la fuente.
Escurrió las puntas de su gorro y luego volvió a trepar a los muros con agilidad. Momentos después, ya no estaba allí, quedando como último rastro de su presencia el distante sonido de los cascabeles. Winger y Pales permanecieron alertas un poco más y finalmente dieron por sentado que el arlequín se había marchado.
—¿Qué ha sido eso? —indagó el mago principiante, bajando la guardia.
—Es a eso a lo que me refería. ¿Cómo puede ser que mi padre permita que un ser tan despreciable haga lo que quiera en el palacio? —La princesa se veía muy preocupada; vaciló un segundo entre hablar y no hablar, pero al final declaró—: Aquí está ocurriendo algo extraño; alguien está intentando manipular al rey.
Winger tenía que admitir que el encuentro con Piet había sido raro y que, en su falta de cordura, el arlequín había soltado algunos comentarios muy sospechosos. Además, estaba todo aquel tema del complot acerca del cual Jessio y el padre de Lara habían hablado, mismo asunto por el cual los embajadores de Pillón estaban en ciudad Doovati. ¿Podía ser que la princesa tuviera razón?
—Por cierto, eso no estuvo nada mal —acabó por admitir Pales—. Tal vez no seas tan débil después de todo.
—Gracias —se limitó a decir Winger, esbozando una sonrisa.
Y por primera vez, la princesa le sonrió con sinceridad.
—¿Quieres que venir conmigo a los establos?
Winger aceptó y los dos continuaron por el camino de las galerías, rodeando el palacio hasta llegar a la parte posterior, donde había algunos edificios menores de madera. El amplio portón de uno de estos estaba abierto y desde afuera podían apreciarse los caballos del ejército de Catalsia. El suelo estaba cubierto de heno y paja, y había un fuerte olor a estiércol al cual Pales parecía estar muy acostumbrada.
La princesa le indicó un segundo establo, más pequeño que el anterior, donde descansaban los corceles pertenecientes a la familia real. Winger notó con cuánta estima Pales sonreía al mirar a esos animales; en verdad parecía otra persona cuando abandonaba su expresión seria y reticente. Sin embargo, tampoco ingresaron allí, sino que continuaron caminando hacia un pastizal que había más allá de los establos.
—Te presentaré a alguien muy especial.
Winger estaba por preguntar a quién se refería, cuando descubrió a la criatura majestuosa que pastaba a cielo abierto: se trataba de un pegaso, tan claro como el color de las nubes, con alas hechas de plumas perfectas y una crin larga y brillante que caía en una onda suave. El hermoso animal reconoció a Pales desde la distancia, se separó del sirviente que estaba cuidándolo y se acercó a la princesa con un trote alegre.
—Ella es Lágrima —presentó Pales al corcel alado mientras acariciaba su pelaje.
—¿Lágrima? —repitió Winger con curiosidad.
—Ése es su nombre, ¿algún problema? —soltó la princesa con tono desafiante.
—¡No, no! ¡Es un bonito nombre! —se apresuró a decir Winger—. Solo que es un poco triste...
—Le di ese nombre en honor a mi madre. Ella se llamaba Lacrimea. Falleció cuando yo tenía cuatro años.
—En verdad lo siento...
—No hace falta que muestres lástima por mí —lo interrumpió Pales, mostrándose inconmovible una vez más.
Pero Winger había comprendido que la princesa no tenía demasiadas personas de confianza con las cuales poder hablar. Tal vez por eso acudía a él, un completo desconocido, para revelarle esas cuestiones tan íntimas. La vida de una princesa no debía ser fácil, pensó.
Pales lo miró fijo, otra vez con esa intensidad aplastante.
—Winger, ¿me prometes que protegerás este reino si algo malo llegase a ocurrir?
Esta vez, Winger consiguió sostener la mirada de Pales.
—Sí, lo prometo.
—————
Esa noche, el rey se hallaba sentado a la mesa del gran comedor esperando su cena. Había estado acompañando a los enviados de Pillón hasta hacía un rato, pero como era usual desde hacía algunos meses, él comía en solitario y únicamente bajo condiciones muy especiales. Varios sirvientes del palacio se encontraban allí, junto a una decena soldados de la guardia real. El principal cocinero del palacio entró al comedor escoltado por dos guardias, trayendo él mismo el platillo para el soberano. Una vez servida la cena, Caspión avanzó hasta la mesa y él mismo la probó. Tras degustarla un momento, informó:
—La comida no está envenenada ni posee algún sabor sospechoso.
Todos en la habitación respiraron aliviados.
—Muchas gracias, Caspión —le agradeció el rey Dolpan.
El guardián asintió con la cabeza, y tras hacer una reverencia abandonó el comedor y dejó al soberano cenar tranquilo. Caminó por los corredores del palacio; la mayoría de los sirvientes ya se habían retirado a sus aposentos y solo los soldados del turno de la noche circulaban montando guardia. El general subió por unas escaleras, y ya en el tercer piso, ingresó en una habitación. Allí estaban Rapaz y Mirtel, quienes lo miraron con expresión expectante.
—Todo marcha a la perfección. El rey no sospecha nada. Ahora dame el antídoto.
Rapaz sacó de un bolsillo una pequeña botella con un líquido purpúreo y se la entregó a Caspión, quien la bebió de un sorbo.
—Solo falta un poco más... —Mirtel esbozó una sonrisa confiada.
—Aunque tal vez deberían preocuparse un poco más por la princesita —dijo súbitamente la voz de Piet.
El bufón se había colado por una ventana y reposaba sobre una mesa en cuclillas.
—¡Maldito bufón de mil demonios, ya te he dicho que entres de esa forma! —le espetó Rapaz con exasperación y el corazón en la boca.
—Hoy Piet la ha visto —continuó el arlequín—. Estaba platicando con el chico de la gema de Potsol. Ella le comentó que sospecha de los extranjeros que rodean al rey.
—O sea, todos nosotros... —reflexionó Mirtel.
—El tema de la princesa y su desconfianza hacia nosotros no es nada nuevo —aseguró Caspión sin perder la calma—. Tampoco es algo que deba preocuparnos por ahora. El poder del reino pronto estará en nuestras manos, por lo que debemos centrarnos en el otro asunto...
—La invasión a Pillón —completó Rapaz la frase con regocijo, coronado por la estridente risa de Piet que pudo oírse hasta los rincones más remotos del palacio real.
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