Capítulo Extra I: La ruta de las máscaras


Saratina es un pequeño poblado montañés ubicado en el límite entre Catalsia y Demepokol. Fuertes vientos lo azotan durante todo el año y sus habitantes son hombres que trabajan en las minas de cobre. También hay un puesto de control sobre ruta que atraviesa el pueblo y conecta las capitales de ambas naciones. Este es vigilado solo por cinco soldados, pues el camino de ripios hace que muy pocos escojan tomar ese sendero peligroso. Si alguien pasaba por el cruce fronterizo de Saratina era porque tenía mucho apuro... o tenía algo que ocultar.

Los viajeros que arribaron al pueblo una noche calurosa no venían desde el norte ni desde el sur. Llegaban desde el oeste, por un camino prácticamente abandonado que escalaba la cordillera desde su nacimiento en el borde de Pillón. Eran tres y sus cuerpos se movían con esfuerzo. Cuando ingresaron a la cantina del pueblo, los lugareños los observaron con intriga. No era común ver por aquellas latitudes a un grupo tan heterogéneo, conformado por un hombre robusto y de piel curtida, una muchacha con un rostro inocente, y un joven de mirada osada que llevaba una espada intimidante sobre su espalda.

-Al fin un poco de descanso para mis rodillas... -dijo Pericles al mismo tiempo que se desplomaba sobre una silla.

-Espero poder darme un baño caliente -comentó Soria mientras se frotaba las mejillas entumecidas por el viento frío de la región.

-Pues yo sigo pensando que ha sido una mala idea venir aquí -protestó Demián, que no dejaba de mirar con recelo a los clientes que en silencio bebían sus tragos en las mesas aledañas-. Tendríamos que haber bordeado el pueblo. Podrían estar buscándonos.

Habían tardado una semana en llegar hasta allí, avanzando despacio, cuidando que las heridas del herrero no empeoraran a causa de las exigencias del camino ascendente. Desde el punto de vista del aventurero, se las habían arreglado bastante bien durante todo el trayecto. Pero, al parecer, sus compañeros no pensaban lo mismo y prefirieron hacer una breve parada en un lugar civilizado para reponer fuerzas y seguir.

-¡Demián, nadie viene a Saratina! -exclamó Pery y llamó al dueño del lugar con la mano-. Nunca nos buscarían aquí.

-Uno nunca sabe... -insistió el aventurero con testarudez.

-Siempre dices eso y nunca ocurre nada -observó Soria, risueña.

-¿Lo dices en serio? ¡Siempre nos ocurre algo! Ahora mismo podría entrar alguien por esa puerta y...

Demián no llegó a terminar la frase que la puerta de la cantina se abrió y entraron tres hombres uniformados. Eran soldados de Catalsia. Conversaban distendidamente entre ellos mientras avanzaban buscando una mesa libre. Hallaron una justo detrás de la de los viajeros. Soria y Demián estaban tiesos; sus rostros apuntaban en la dirección contraria a la de los guardias, procurando no ser descubiertos. Pericles en cambio se mantuvo impasible. Respiró hondo tres veces mientras pensaba en la mejor manera de proseguir. Finalmente dijo:

-¡Cantinero, una ronda de cerveza para todo el mundo! ¡Va por parte mía! -Abrazó a Soria y a Demián y agregó-: ¡Estoy feliz porque mi hija ha encontrado al amor de su vida y acaban de unirse en matrimonio!

Soria miró a su padre con curiosidad. Demián se quedó petrificado.

El resto de las personas en el salón, incluidos los tres soldados, soltaron exclamaciones animosas y brindaron por la prosperidad de la presunta nueva pareja.

«Ahí va el dinero que el gobierno de Pillón nos facilitó para el viaje», suspiró Pery con resignación. Sin embargo, el plan parecía haber funcionado. Sabía que la mejor manera de pasar desapercibidos era desviando la atención hacia otro lado.

-Muchas felicitaciones para los novios y para el generoso padre -les sonrió uno de los soldados desde la mesa contigua.

-¡Gracias, amigo! -exclamó el herrero con una sonrisa de oreja a oreja-. El camino desde la granja de mi consuegro ha sido duro, ¡pero nada arruinará mi viaje de regreso a Lucerna después de ese fabuloso casamiento! ¡Estoy feliz! ¡Pidan lo que quieran!

-Se supone que estamos en servicio, no podemos excedernos... -murmuró otro de los uniformados-. Pero si tanto insistes, aceptaré una jarra de cerveza.

-¡Así se habla! -exclamó Pericles y soltó una sonora carcajada.

-Muchacho, eres muy afortunado -se dirigió el tercer soldado a Demián-. Tienes una esposa muy hermosa.

-...

El muchacho fue incapaz de responder. Solo atinaba a mirar a su interlocutor con desconcierto.

-¡Yo soy la mujer más afortunada del mundo! -exclamó Soria, quien se había sumado a la simulación tomando a Demián del brazo-. Amor mío, ¿verdad que construirás un palacio solo para mí y seremos felices para siempre y tendremos dos hijitos y un guingui de alas blancas como mascota?

-...

El aventurero no sabía si alegrarse y disfrutar del sueño que estaba viviendo, o llorar por la forma en que el destino se burlaba de sus sentimientos. Optó por permanecer con rostro estupefacto mirando hacia la nada.

Una vez que la tensión se hubo disipado, los tres viajeros volvieron a lo suyo: recargar energías para seguir viaje a la mañana siguiente. Mientras comían sus presas de pollo asado, un comentario en la mesa de los soldados captó su interés:

-¿Y qué hay con los tipos raros de las máscaras? ¿No han regresado?

-No desde la semana pasada. Espero que ahora por fin se den por vencido. Esos sujetos me ponen los pelos de punta...

Pericles, Demián y Soria intercambiaron miradas de preocupación. El herrero decidió sacarle provecho al trato amistoso que ya tenía con aquellos hombres para recabar más información.

-Disculpen, amigos -intervino Pericles en la conversación-. Camino hacia aquí nos hemos cruzado con unos individuos extraños, con mantos negros y máscaras de animales...

-¡Son ellos de nuevo! -exclamó uno de los soldados con indignación-. Sabía que no se darían por vencido. Sabía que buscarían un camino alternativo para llegar hasta Doovati...

-¿Acaso son peligrosos? -fingió indagar el herrero.

El hombre miró a sus dos compañeros, buscando su consentimiento para hablar del tema, y ninguno de ellos se opuso a compartir algunos detalles.

-Esos enmascarados han estado yendo y viniendo a través de este cruce fronterizo desde hace algunos años. Es gente muy sospechosa. Sin embargo, todos ellos contaban con un permiso especial firmado por el rey Dolpan para ingresar a estas tierras. No podíamos negarles el paso...

Demián y Soria se miraron con disimulo. Sabían que el rey Dolpan había sido manipulado mediante una poción muy poderosa que trastocaba su juicio para dejarlo a merced de Jessio y sus secuaces. Aquel olvidado cruce montañés se había convertido en la puerta de acceso de peligrosos criminales que contaban con la protección de la corona de Catalsia.

-Bueno, pero eso ya se ha terminado -dijo otro de los soldados y le dio un gran sorbo a su cerveza-. Con la asunción de la nueva reina esos permisos han revocado, y al fin podemos ponerles un freno a estos tipos.

-Vaya... -murmuró Pery, rascándose la frente-. ¿Entonces la hija de Dolpan no ha permitido que ingresen más extranjeros a través de este camino?

-No si son sospechosos -replicó el soldado, con la jarra aún en la mano-. Y estos sujetos sí que lo eran...

«Al menos una buena noticia », pensó el herrero. Habían pasado cuarenta días desde la batalla en el palacio de Pillón. Se preguntó cómo estarían marchando las cosas en ciudad Doovati. Si la hija de Dolpan había desautorizado el cruce de los enmascarados, eso solo podía significar que Jessio aún no se había hecho con el control absoluto del reino. «Todavía hay personas que resisten en Catalsia. Todavía hay esperanzas...»

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Tiempo después, cuando Soria y su padre ya se encontraban a salvo en la herrería de Dédam, alguien más se acercó al cruce fronterizo de Saratina, proveniente del norte. Se trataba de un individuo musculoso, con el torso desnudo y el rostro cubierto por una máscara de cerdo. El extraño tiraba con sus brazos fornidos de un carruaje individual. La caja del vehículo era cerrada y contaba con una ventanilla que en ese momento no estaba abierta.

Los guardias se miraron con disgusto al verlo acercarse. Cuando el carro llegó hasta su puesto, ellos ya habían formado una línea para impedirle el cruce.

-Ustedes está a punto de ingresar al territorio de Catalsia, reino gobernado por la reina Pales de la casa de Kyara. ¿Qué asuntos los traen hasta este lugar?

El enmascarado apoyó en el suelo las barras de madera que usaba para jalar el vehículo y se acercó a los soldados, quienes por reflejo alzaron sus armas al toparse con el gran tamaño de ese hombre.

-Buenas tardes -dijo con una voz ronca pero educada-. Contamos con el permiso de la casa real para tomar este camino.

Dicho esto, sacó un pergamino con la firma y rúbrica del rey Dolpan y se lo tendió al jefe de la vigilancia.

-Lo siento, señor, pero este permiso ha caducado con la muerte del anterior soberano. No podrán pasar.

-¿Puede saberse cuál es el motivo que nos impide seguir avanzando? -indagó el enmascarado, conservando la calma pero con un tono más demandante.

-Disposiciones de la nueva reina -dijo el guardia, tratando de conservar la compostura frente al gigante con rostro de cerdo-. Se nos ha ordenado negarle el paso a cualquier persona con actitud sospechosa.

-¿Así es como reciben en Catalsia a extranjeros que llegan cansados tras un largo viaje? -rugió el gigante, que al alzar las manos ensombreció los rostros de los soldados-. ¿Acaso la única manera de impartir justicia e igualdad en este mundo es a través de los golpes?

El enmascarado hizo chocar sus puños con violencia. Los centinelas alzaron sus espadas. Y una voz gastada y envejecida dijo desde el carruaje:

-No es necesario que perdamos la compostura, Gran Puerco. Estamos en tierras muy lejanas a las nuestras y es esperable que las leyes sean otras. Si estas personas no nos permiten seguir adelante, están en todo su derecho. No hay nada que podamos hacer.

Los soldados trataron de ver el rostro del hombre que había hablado. Supusieron que se trataba de un anciano de edad muy avanzada, pero estaba oculto entre las sombras que poblaban el interior de la caja.

El individuo de la máscara de cerco caminó a la caja del vehículo y habló con un tono servil.

-¿Qué debemos hacer entonces, maestro?

-Pegar la vuelta y regresar por donde hemos venido, Gran Puerco.

El enmascarado no vaciló en obedecer la orden. Saludó a los centinelas con un leve gesto de cabeza, sujetó con firmeza las barras del vehículo y comenzó el camino de regreso hacia la ladera de Demepokol.

Dos de los guardias respiraron aliviados. Había sido una situación tensa y se alegraron de no haber tenido que utilizar sus armas. El tercer hombre se quedó con la vista clavada en el carruaje que ahora se alejaba. ¿Quién era ese anciano? ¿Por qué le transmitió una sensación tan inquietante y oscura?

No habían logrado pasar por ese cruce fronterizo. Pero lo más probable era que diesen un rodeo a través de Gorobaán para entrar a Catalsia por el Oeste. Les tomaría semanas atravesar el desierto, pero los puestos de control eran mucho menos rigurosos en aquella región y, tarde o temprano, lograrían llegar hasta ciudad Doovati. ¿Por qué clase de asuntos?

El jefe de la guardia fronteriza de Saratina nunca sabría que ese anciano iba al encuentro de Jessio de Kahani, y que su nombre era Neón.



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